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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Un clásico en las barberías

Gabriel  García Márquez es un clásico que no tardó en entrar en las barberías, en las galleras y en los billares, sitios donde se suele consagrar la literatura mejor que en los recintos de las academias y en las aulas de las universidades. Desde que apareció Cien años de soledad, y su fama se extendió por América Latina como un reguero de pólvora encendido en alegres chisporroteos, más de algún barbero, mientras triscaba con las tijeras encima de la cabeza del cliente, hablaba de los médicos invisibles que también lo habían operado con éxito a él mismo, dando entera razón al novelista; lo mismo que al rodear la mesa de carambola en busca del mejor tiro, el jugador diestro recordaba a Mauricio Babilonia entrando al cine de la esquina seguido por el enjambre de mariposas amarillas; y los galleros que casaban las apuestas en los palenques encendidos de gritos, se regodeaban en el recuerdo de las parrandas ruidosas y las comilonas desaforadas en casa de Petra Cotes, donde habían amanecido no pocas veces en compañía de Aureliano Segundo; y quién no había visto en los pueblos abrasados por la resolana, a Remedios la Bella subir a los cielos llevándose consigo las sábanas del tendedero.

Esta magia de la literatura que hace al lector compartir el mundo de mentiras de una novela como si viviera en ella, y como si todo lo que se le cuenta lo hubiera experimentado ya en su propia vida, es la que ilumina la escritura de ficciones de García Márquez.

Y al mismo tiempo, al escribir como cronista, cuenta las historias reales como si fueran novelas, bajo el mismo artificio literario de la neutralidad: impertérrito frente a los hechos más desaforados, aquellos que la realidad saca de madre y que no necesitan de exageración alguna, tal como en Relato de un náufrago, la historia del tripulante de un barco de la marina de guerra de Colombia que cayó al agua y se pasó diez días en altar mar, sin agua ni alimentos. Es la misma manera en que relata Bernal Diaz del Castillo los hechos de la conquista de México, en una magistral crónica que escribió para oponerla a la de López de Gómara, que nunca estuvo en el teatro de los acontecimientos, sino que los reconstruía desde lejos, en sus cómodos aposentos de Valladolid.

En García Márquez conviven el cronista de hechos y el narrador de mentiras, y es la misma mano la que escribe en ambas instancias, que pueden parecer hermanas siamesas pero entran en disputa, nada menos que la disputa por separar la verdad de la mentira, mientras tanto esa mano busca mantener a raya la tentación de adornar y trastocar a mejor conveniencia literaria las verdades cuando escribe el periodista. En Bernal no existe sombra de imaginación que lo aturda, y quiere ser fiel a los hechos que recuerda, tal como los recuerda. Es sólo un soldado convertido en cronista por la fuerza de la necesidad.

Su procedimiento es alejarse de la mentira para parecer real, y no un impostor como juzga a López de Gómara: "y aquí dice el cronista Gómara en su historia que, por venir el río tinto en sangre, los nuestros pasaron sed, por culpa de la sangre", se burla. El procedimiento de construir la realidad, no admite de exageraciones gratuitas o de imposiciones mentirosas.

Para parecer real, la realidad tiene que copiarse a sí misma.

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23 de abril de 2014
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El novelista en la cocina

¿Qué hace un novelista metido en la cocina? Para sorpresa de algunos, y espero que para deleite de muchos, he escrito un libro de cocina, Lo que sabe el paladar, publicado en este mes de abril en Managua. Un diccionario de más de 500 páginas, que comprende los alimentos de Nicaragua, "donde se ponen y anotan las cosas de los reinos naturales con que el gusto se regala, artes con que se cocinan y sazonan, y todo lo demás que buenamente se corresponde".

El libro es fruto de una paciente investigación de cerca de seis años; lleva unas 2000 entradas de términos que tienen que ver con la elaboración de platos, de las cuales hay 400 recetas, y otras que versan sobre los materiales para prepararlos: las carnes de res, de animales de monte, de peces de nuestros mares y de aves, tanto libres como domésticas. Vegetales y condimentos, instrumentos para cocinar.

No pocos de esos platos y costumbres de cocina, así como sus términos, están cayendo en desuso, o han caído ya en el olvido, por lo que entre los propósitos de este diccionario, y no es de los menores, está el rescate de esta parte esencial de nuestra cultura que empieza ya a ser arcaica. Se extingue el motastol, un dulce tradicional, porque su ingrediente principal, el fruto de la piñuela, ha ido desapareciendo: ya no se hacen cercos de piñuela, de cardón o espadillo para dividir las propiedades. Otros platos sucumben porque son tequiosos de elaborar, y sobre todo porque resultan caros, dada la cantidad de elementos que llevan.

Es, además, un libro literario, porque cada entrada va enriquecida con citas culinarias, o acerca de nuestros frutos y fauna,  de los cronistas de indias, de los viajeros que escribieron sobre Nicaragua, sobre todo en el siglo diecinueve, y de nuestros poetas y narradores; además de aquellos refranes y dichos que tienen que ver con los elementos de cocina.

Pero entre las herramientas para llevar a cabo mi trabajo, pongo primero la memoria. Porque nada hubiera podido emprender sin el recuerdo del gusto y el misterio de ese territorio vedado de la cocina de mi casa en Masatepe, de la que salían humeantes los alimentos que iban a dar a la mesa donde nos sentábamos mis padres y sus cinco hijos, alimentos bendecidos por las manos laboriosas de la Mercedes Alborada de mi novela Un baile de Máscaras.

Eran tiempos en que las verduras y frutas, y aun las carnes, se vendían de puerta en puerta, y las provisiones se compraban en las aceras, aunque había también un pequeño mercado vecino a la casa de mis abuelos paternos. En un pueblo como el mío, en el rastro sólo de destazaban reses dos veces a la semana, y como mi padre fue en un tiempo alcalde municipal, yo solía acompañarlo tarde de la noche a vigilar el destace, de modo que el animal sacrificado correspondiera a la carta de venta autorizada por él, porque abundaban los cuatreros.

En el patio de mi casa crecían la yerbabuena y el culantro en cajones para embalar jabón de lavar, se criaban las gallinas indias, y a veces un chancho, engordado con los desperdicios, que se sacrificaba ritualmente a medianoche en fiestas de guardar, la principal, el día de San Luis, onomástico de mi madre.

 Y siempre, también en el patio, el chompipe de la mesa navideña, al que se daba un trago de guaro antes de cortarle el pescuezo, por piedad del verdugo, o porque su carne resultaba más suave según la creencia. Y detrás de la cocina había colgado del alero un jicote, un tronco de árbol ya seco, trasplantado con todo y sus abejas zumbonas desde el monte y cerrado por ambos lados con jícaras, del que periódicamente se ordeñaba la miel.

La literatura tiene siempre que ver con la naturaleza y con la vida, y si la cocina es vida y naturaleza, también es oficio del novelista.

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9 de abril de 2014
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La celebración perpetua

Rubén Darío descubrió El Quijote en un viejo armario a los diez años de edad, y lo leyó, lo cual prueba que cuando se cae bajo el encantamiento de un libro no arredra el número de páginas, ni importa la edad que se tenga. A lo largo de su vida volvería a él otras veces, un mundo que será para él como "la vida y la naturaleza".

Naturaleza en dos sentidos, el mundo que nos rodea, y el modo de ser natural a la hora de narrar, lejos de afectaciones que generalmente esconden ignorancia. Un escritor natural es aquel que sabe de qué está hablando. Habla al oído del lector, no se desgañita.

Los mundos muertos, los decorados que huelen a pintura o a vejez, tarde o temprano serán comidos por la polilla, porque lo falso no sobrevive. En cambio, el mundo insuflado de vida por virtud de las palabras, y que se parece a la vida, o es como la vida, es el que está destinado a perdurar.

Cervantes cuenta la historia de un hombre de hacienda mediana y vida sencilla que pierde la cordura por culpa de las historietas de entonces, como alguien que hoy se dedicara a leer sin tregua las aventuras de Supermán o a ver una y otra vez las películas de El hombre araña, se vistiera con sus atuendos extravagantes, y saliera a las calles a imitarlos tratando de volar o de subirse por las paredes.

El tiempo ya muerto de los caballeros andantes entra con don Quijote en el tiempo real contemporáneo, y entre ambos se produce un choque, y no se destruyen por la naturalidad de esas historias disparatadas, y por tanto asombrosas; pero frente a la locura que pasma, Cervantes se ríe de manera sosegada, y al tomar distancia de ese mundo estrafalario con la risa, que está lejos de ser una risa malvada, o jayana, nos enseña a ser compasivos, y nos acostumbra a contemplar con naturalidad la maravilla.

Es lo que dice García Márquez, que en Cien años de soledad lo que hizo fue copiar la naturalidad con que en su casa oía contar las historias más sorprendentes como si fuera asunto de todos los días: "había que contar el cuento, simplemente, como lo contaban los abuelos...con una seriedad a toda prueba que no se alteraba aunque se les estuviera cayendo el mundo encima, y sin poner en duda en ningún momento lo que estaban contando". De esta manera es que el mundo cervantino de La Mancha tiene su continuidad en el Caribe.

Cervantes sabe que hay dos piedras que es necesario frotar para producir el chisporroteo: la del mundo cotidiano, y la del mundo inventado; ambos, bajo su apariencia inocente, están llenos de vida, de risa y de drama. Conoce el mundo cotidiano porque vive en él, como protagonista: fugado de la justicia por malherir a un hombre, herido en batalla, de lo que quedó manco; prisionero en Argel y liberado bajo rescate; casado con mala fortuna; burócrata requisando vituallas para la guerra; preso otra vez bajo acusación de apropiarse de dineros públicos. Y es en la cárcel donde concibe El Quijote.

En el Quijote la invención se trasiega cada vez más en la realidad en la medida en que avanzamos en la lectura. En la primera parte, Ginés de Pasamonte es un bandido inventado; en la segunda Roque Guinart es un bandido real, cuyas hazañas están en las crónicas de la época.

Mundo de embusteros donde no faltan las cofradías de ladrones celosos del honor, vendedores de oraciones de poder infalible, cómicos de la legua, monos adivinos que tienen concierto con el demonio y por eso conocen las vidas ajenas, estudiantes de fondillos rotos y habla espesa de latines, tinterillos lenguaraces, y damas famosas como Dulcinea, que crían puercos y huelen a cebolla, sólo porque han sido trastocadas por la mano de algún mago.

Pero ningún mago equipara a Cervantes en el arte de trastocar la realidad y entregarla distinta al lector, más esplendorosa y llena de encantamientos y encantos. Por eso lo celebramos siempre. Una celebración perpetua.

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2 de abril de 2014
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Rayuela en un mercado de Managua, y aún más.

Salman Rushdie, en su libro La sonrisa del jaguar, el relato de su visita a Nicaragua en el año de 1986, habla de su sorpresa porque en los mercados de Managua, el nombre de Cortázar, el autor de "la diabólicamente esotérica y complicada Rayuela" hubiera llegado a ser popular entre las gordas mujeres de delantal que sirven la comida a sus comensales en las largas mesas nubladas por el humo de los peroles que hierven en las cocinas. Allí comió Julio alguna vez. Era lo que siempre le pedía a mi esposa Tulita cuando lo acompañaba a en sus excursiones en Managua, que no lo llevara a restaurantes, sino a los mercados. Por eso lo conocían aquellas mujeres, no, por supuesto, porque leyeran Rayuela, como si fueran personajes de Lezama Lima sacados de Paradiso, o  como de verdad lo hacían los guerrilleros en la clandestinidad.

La policía política de Somoza solía exhibir delante de los periodistas las pertenencias encontradas en los refugios de los guerrilleros urbanos, capturados o abatidos a balazos; y entre magazines de municiones, granadas de mano, y folletos de instrucción política, alguna vez estaba a la vista un ejemplar de Rayuela, fácilmente reconocible por sus tapas negras.

¿Por qué un guerrillero habría de leer Rayuela? Porque era un libro de iniciación crítica que ponía en cuestión todo el catálogo de valores burgueses.  Las categorías éticas de Rayuela iban más allá de la patafísica, y ya se ve que llegarían a tener consecuencias políticas. Algo tan insólito como una escoba dentro de un avión, porque Rayuela, no contenía propuestas, más que la del salto en el vacío. Una operación de demolición que no aspiraba a más, pues en las respuestas se incuba ya el error.

Pero para construir, ya se sabe, es necesario primero destruir, ir a fondo en el cuestionamiento, es decir, en las preguntas. Incesantes preguntas capaces de abrir paso a otras preguntas, y entonces más preguntas aún. Era una propuesta sana, y lo sigue siendo para los jóvenes de este siglo veintiuno donde parece que las preguntas se van agostando.

La inconformidad perpetua, algo con lo que al fin no pueden compadecerse las revoluciones una vez en el poder, porque de todas maneras terminan buscando un orden institucional que desde el primer día empieza, por ley inexorable, a conspirar contra la rebeldía que le dio vida a ese poder. Las utopías reglamentadas se vuelven siempre pesadillas. Un viaje, a veces rápido, desde los sueños a los malos sueños, y de allí a los pésimos sueños, Morelli pudo haberlo dicho, Oliveira pudo haberlo pensado.

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26 de marzo de 2014
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Las botas de siete leguas

Fue Gabriela Mistral quien habría llamado alguna vez a El Salvador el Pulgarcito de América, la más pequeña de las naciones del continente. Y mientras más pequeño un territorio, más explosivos y devastadores pueden ser los enfrentamientos políticos, como ocurrió con la guerra civil de los años ochenta del siglo pasado y que se zanjó, ya los dos contendientes exhaustos, con los acuerdos de paz firmados en 1992 en la ciudad de México, bajo cuyos enunciados aún el país sigue viviendo.

Eran los guerrilleros marxistas buscando imponer una propuesta revolucionaria, contra el ejército que defendía el viejo statu quo, en un escenario de guerra tan exiguo que los contendientes compartían las laderas de los mismos volcanes, unos en una falda, otros en otra, unas veces unos más arriba y los enemigos más abajo, como si toda aquella historia hubiera sido escrita por un fabulista como Perrault, el creador de Pulgarcito.

Los acuerdos de paz han funcionado hasta ahora como una red tejida de hilos invisibles,  muy propia de las fábulas, sobre la que los viejos enemigos saltan y rebotan, una red que será más eficaz mientras más tupido sea su tejido, con más hilos institucionales en su trama, capaces de hacer más elásticas las viejas resistencias a aceptar que la única manera que la izquierda y la derecha tienen de vivir juntos en el mismo reducido territorio, es reconociendo que el poder sólo puede decidirse en las urnas, y que el resultado debe ser respetado, por mínima que sea la diferencia.

Que unas elecciones pueden decidirse por un solo voto, nos ha aparecido hasta hoy en Centroamérica un mito. Pero es cuando los márgenes de la votación son muy estrechos, cuando la democracia se pone verdaderamente a prueba, por muy estentóreos que puedan ser los clamores de protesta de quien sacó un poco menos de votos y no quiere conceder la derrota.

La intransigencia viene a ser una expresión de la polarización que nunca ha desaparecido en El Salvador,  como los resultados de las recientes elecciones presidenciales lo demuestran. Norman Quijano, el candidato de derecha del partido Arena, perdió por apenas unos seis mil votos ante Salvador Sánchez Cerén, el viejo comandante guerrillero, candidato del FMLN. Un país partido por la mitad.

Pienso que si ha sido el caso contrario, y el FMLN pierde por tan pocos votos, también hubiéramos oído clamores de protesta subidos de tono, desconociendo los resultados. Así fue cuando Schafik Handal, otro de los comandantes guerrilleros, perdió las elecciones presidenciales en el año 2004, y aun cuando la diferencia de votos fue mayor, declaró "ilegal e ilegítima" la presidencia del triunfador, Elías Antonio Saca; pero eso se quedó dichosamente en la retórica.

Lo que el tribunal mandó esta vez fue una revisión de las actas electorales, y el recuento volvió a dar cifras muy similares. Para eso está la red debajo de los pies de tirios y troyanos. Pero resucitan las expresiones de la intransigencia, hija de la vieja polarización, como cuando Quijano invocó la intervención del ejército. Lo que estaba pidiendo, ni más ni menos, era zafar la red debajo de los pies de todos, aún de los suyos.

Dichosamente allí seguía la red, dispuesta a resistir, y el ministro de Defensa, el general David Munguía Payés, declaró, rodeado de los altos mandos, que la Fuerza Armada de El Salvador no se prestaría a ninguna manipulación de cualquier persona o grupo que pretendiera instrumentalizar a la institución castrense,  "para objetivos que atenten contra la voluntad popular". El ejército estaba diciendo, nada menos, que el contendiente guerrillero de décadas atrás, tenía derecho a sentarse en la silla presidencial, al ser electo legítimamente.

Ahora lo que toca a Sánchez Cerén es no caer en el sueño de opio de que ganando por pocos votos se puede prescindir de la otra mitad que votó en su contra. Tiene que calzarse las botas de siete leguas, una por cada mitad del país, la única manera de correr sobre la red sin que se rompa. Debajo de esa red sólo está el abismo.

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19 de marzo de 2014
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Uno al que el ego le valía un blego

Julio Cortázar conocía bien el ego, lo sabía un animal dañino, lo desdeñaba por eso, y le valía un blego, para usar de las palabras que él mismo pudo haber inventado para sustituir bledo. Se quedaba impertérrito frente a los asedios de la fama, y veía las ceremonias de homenaje, los premios, las condecoraciones, como algo que venía de un mundo distante y ajeno; y acorazado tras su serenidad ceremoniosa, hacía trizas toda la parafernalia de la vanidad. Y si nos ponemos a hacer cuentas, es el escritor latinoamericano famoso menos premiado y menos homenajeado de que se tenga memoria.

Ahora que leo la última de sus cartas a su amigo Eduardo Jonquières, fechada en Managua el 24 de febrero de 1983, e incluida en el volumen Cartas a los Jonquières, me doy cuenta a cabalidad cómo es que miraba ese mundo de los homenajes y los reconocimientos: eran tiempos de la revolución sandinista, el último de sus amores políticos, un amor que no llegó ya a decepcionarlo debido a que se murió antes del fin del cuento de hadas:

"Entre otras cosas estos locos tan queridos decidieron galardonarme con la Orden de Rubén Darío, lo que me emocionó mucho porque es la primera vez que la conceden a un extranjero. Tuve que preparar un discurso y ser protagonista de una de esas ceremonias que uno ha visto tantas veces en el cine o la televisión; pero en este caso había tanto cariño de parte de los dirigentes y del público que el lado protocolar no me molestó para nada. Me regalaron una cassette con la filmación del acto y los discursos (Sergio Ramírez leyó uno que busca reivindicar la personalidad entera de Rubén Darío y no solamente los cisnes y el modernismo); si querés trataremos de pasarla en París en casa de alguien que tenga el aparato para video, y tendrás una visión de una de las facetas de este país tan amenazado, tan pobre y tan querible..."

Era uno de esos egos devueltos, en lugar de revueltos, como los que describe Juan Cruz en su libro sobre egos literarios. Cuando el retorno de la democracia a Argentina, Julio esperó inútilmente en Buenos Aires ser recibido por el ya electo presidente Raúl Alfonsín, instalado en el último piso del hotel Panamericano enfrente del Obelisco, el general Bignone todavía en la Casa Rosada.

Era el mes de diciembre de ese mismo año de1983, cuando lo condecoramos en Managua. Julio no volvía a Argentina desde hacía diez años y ahora lo paraban en la calle para pedirle autógrafos, lo saludaban por su nombre desde las puertas de las confiterías. Y esperó en vano por el encuentro. Habrá habido opiniones de asesores que pensaron que para qué revolver el agua, Alfonsín alegó después que se trató de un error involuntario, una confusión de su secretaria, devota ella misma de Rayuela y sus demás libros, pero Julio seguía siendo una bestia negra para los militares que retrocedían mal de su gusto de vuelta hacia los cuarteles.

Ya estaba enfermo de muerte, lo sabía, había vuelto a Argentina para despedirse, y a los amigos que hicieron aquellas gestiones fracasadas  él les insistía que no había porqué molestarse, el hombre estaría ocupado con tanta cosa encima, no valía la pena. Nadie lo oyó decir nunca y estos que se han creído, yo soy Julio Cortázar. Y se fue de vuelta a París sin resentimiento, para morir al muy poco tiempo, el 12 de febrero de 1984, hace ahora treinta largos años.

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13 de marzo de 2014
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Preguntas que no dejan vivir

La idea de ir de un lugar a otro anima a la literatura desde milenios atrás. Tras los diez años que dura la guerra de Troya, Ulises se embarca de regreso a la isla de Ítaca, donde lo esperan su esposa y su hijo. Quiere llegar lo más pronto posible, sin interrupciones, pero son las interrupciones las que hacen que aquel viaje dure otros diez años. Sin los obstáculos que se presentan a cada paso, no habría historia que contar, y no existiría La Odisea.

Para que haya historia, el viaje tiene que empezar. Pompeyo Magno se enfrentaba la situación de que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar por la manera tempestuosa en que aquella se encrespaba, y entonces los arengó, y una de las frases de esa arenga ha quedado para siempre: "navegar es necesario, vivir no es necesario".

Ismael, el marinero del barco ballenero el Pequod en Moby Dick, la novela de Herman Melville, explica desde la primera página el porqué de sus ansias de navegar: "cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes...entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda".

Moby Dick es también la historia de un viaje. Cuando el capitán Ahab zarpa del puerto de Nantucket al mando del Pequod, tampoco quiere interrupciones, no porque va en busca de su hogar añorado, sino de la venganza. Quiere llegar cuantos antes a encontrarse con Moby Dick, la ballena blanca, que destrozó años atrás otro barco suyo y le arrancó una pierna. Su obsesión es cazarla. Ismael, cuando se pone melancólico, se detiene a contemplar ataúdes. Tras el naufragio del Pequod, echado a pique por la ballena blanca, se salvará agarrado a un ataúd que aparece flotando a su lado. Si Ismael no salva la vida, no tendríamos quien nos contara la historia.

No pocos de los libros de Joseph Conrad versan sobre la aventura del viaje marino. Y El corazón de las tinieblas narra la travesía de Charles Marlow a través del río Congo, en tiempos de la brutal colonización belga en África, para encontrar a Kurtz, un misterioso personaje que ha enloquecido; pero es a la vez un viaje a las profundidades del alma humana donde campean la ambición de poder y riqueza.

El viajero mira, y escribe lo que mira. Nos trae noticias, viene a satisfacer nuestra curiosidad con sus revelaciones. Y esa relación que se crea entre autor y lector, y que parte de la doble necesidad de informar y ser informado, es la misma para la escritura de invención y para la escritura de hechos reales.

Heródoto, el más antiguo de los cronistas, viajó por todo lo que era el mundo de entonces, conocido para muy pocos, y por tanto exótico. Se ganaba la vida dando conferencias sobre sus viajes, contando lo que había visto y oído. En Atenas le pagaron una vez diez talentos por una de esas conferencias. Un rollo infinito de papiro de trazos continuos, contiene sus Nueve libros de la Historia.

Cuenta Heródoto que Trasíbulo, dictador de Mileto, enseña al principiante Periandro las reglas del poder basadas en el terror, con una parábola visual: lo lleva a un campo de trigo en cosecha, y siega las espigas que más sobresalen para demostrar que así debían segarse las cabezas de los enemigos. Es lo que tantos otros dictadores han aprendido a hacer.

Para Heródoto, "la memoria es defectuosa, frágil, efímera, e incluso ilusoria". El olvido de cada individuo es capaz de borrar la historia humana. Recordar es sobrevivir. "Todo lo que guarda la memoria en su interior puede esfumarse, desaparecer sin dejar rastro...pero sin la memoria no se puede vivir, ella eleva al hombre sobre el mundo animal".

Rodeados de memoria almacenada en nuestra era digital, siempre podemos viajar hasta el corazón de las tinieblas, como Conrad, en busca de quien nos cuente lo que sabe y lo que ha visto, igual que lo hizo Heródoto, porque sólo es así que la memoria no deja nunca de ser creativa e iluminadora.

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5 de marzo de 2014
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La conspiración de leer

Al tratar de iniciar a alguien en la lectura, lo peor es anteponer entre el lector y el libro algún aburrido propósito pedagógico. Un libro sólo es capaz de enseñar si primero gusta. Sino hace reír, sino conmueve, toda enseñanza, toda filosofía, se volverán inútiles, pues nadie llega a la última página de un libro fastidioso; y cuando se abandona la lectura al apenas empezar, es como si ese libro nunca hubiera sido escrito para quien llegó a tenerlo entre sus manos. 

Al hablar de la enseñanza de la literatura, Jorge Luis Borges cita una frase del doctor Johnson, el sabio británico de las letras que vivió en el siglo dieciocho: "la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda: tanto valdría de hablar de felicidad obligatoria".

No hay felicidad obligatoria, pero la lectura depara felicidad; cuando un libro nos atrapa, y llegamos a un punto en que nos sobrecogen el asombro y la admiración, estos sentimientos se transforman en dicha. No podemos sacar gozo del castigo, y un libro impuesto viene a ser un castigo. "Si el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, déjenlo de lado", agrega el doctor Johnson.

La Odisea, El Quijote, La Biblia, o La Divina Comedia. Son obras clásicas, y a muchos esa palabra los pone en alerta. A los clásicos, por definición se les considera soporíferos. Al contrario. Un clásico es una promesa de dicha que siempre estará allí.

Las novelas no son sobre períodos de la historia, espacios geográficos, teorías filosóficas, ni asuntos religiosos. Tratan sobre seres como nosotros, sus ambiciones, su idealismo, su perversidad, sus heroísmos y debilidades, la maldad y la nobleza, la generosidad y los celos, y nos muestran cómo estos atributos, siempre en tensión y contradicción, se dan dentro de los mismos individuos.

El padre avaro y despiadado que se disputa a la misma mujer con su propio hijo, llega hasta nosotros en toda su plenitud en las páginas de Los hermanos Karamazov porque somos capaces de reconocerlo tal como lo retrata Dostoievski;  existió,  sigue existiendo, así como los muertos de Rulfo que hablan debajo de las tumbas en Pedro Páramo nos son familiares porque lo que cuentan son ambiciones mal cumplidas y pasiones de amor que carcomen hasta en la muerte.

No hay que creer a quienes nos dicen que sólo debemos aceptar lecturas edificantes, porque así nunca seríamos lectores adictos. Cuántos buenos lectores se han perdido por causa de las imposiciones escolares, que mandan leer libros indigeribles, o que por falta de método son presentados como tales. Y cuántos buenos lectores, y a lo mejor escritores, se han ganado gracias a los libros prohibidos por la escuela, por el hogar, por la religión, porque lo que la imposición no consigue, lo consigue la curiosidad por lo prohibido. Y los censores son, sin excepción, personas amargadas y hostiles al espíritu de libertad que campea en los libros.

Y quien no aprende nunca a leer, quien no se vuelve desde temprano un vicioso de los libros, no sabe de lo que se pierde. Se expondrá a llevar una vida mutilada y a lo mejor, amarga, igual que la de los censores, lejos de los espejismos y los fragores de la imaginación.

¿Cómo crearse ese vicio?  Empezando por un cuento de los hermanos Grimm, luego yendo a uno de Chejov, o de Rulfo, antes de llegar por fin a una novela de Faulkner, o al Ulises de Joyce, ya no se diga. O yendo primero a los capítulos y pasajes más divertidos de El Quijote, a alguno de los cuentos de Las Mil y una noches.

Para que un niño o un adolescente adquieran el vicio de la lectura, antes deben adquirirlo los padres y los maestros, con espíritu cómplice, lejos de la severidad de quien encarga una tarea. Ser parte de la conspiración de leer, comportarse como cabecillas de una hermandad de iniciados. Abrirles una puerta al paraíso, donde espera la manzana dorada entre las frondas del árbol del bien y el mal.

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26 de febrero de 2014
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He comido como príncipe

Unos amigos latinoamericanos se han congregado para comer en el famoso restaurante parisino La Tour d'Argent el 21 de marzo de 1910. En el reverso de una postal con la fotografía de la fachada del restaurante, uno de ellos escribe unas líneas y todos firman: al oficiar ante el pato No. 32388, un recuerdo afectuoso. Los comensales son Rubén Darío, René Pérez Mascayano, pianista y compositor chileno, y Eugenio Díaz Romero, poeta y periodista argentino. El destinatario en Buenos Aires es el pintor Roberto Schiaffino. No se sabe quién de los tres pagó la cuenta, o si la compartieron. En todo caso, debió haber sido un día de bonanza, dado los precios que allí se cobraban, pues se trataba de un lugar para turistas ricos.
El pato a la sangre fue inventado por el cocinero de la Tour d'Argent en la época del primer imperio napoleónico, y en aquel restaurante, fundado en 1582 bajo el reinado de Enrique III, servirlo llegó a convertirse en un verdadero ritual. Y por cada medio pato se extendía un certificado numerado. El propietario, Frédéric Delair, decidió en 1890 este sistema como una manera de perennizar su obra, tal si se tratara de las copias de un aguafuerte.
Al mes siguiente, Eugenio Díaz Romero, uno de los comensales, escribe una carta a Schiaffino, el destinatario de la tarjeta, donde el pato a la sangre viene a quedar reducido a simple "pato silvestre". De su lectura sacamos en claro que les fue preparado de las propias manos de Delair, el gran sacerdote que desplegaba su ceremonia delante de las celebridades de la época; y, pertinente aclaración, tal como ya hemos advertido, el pato era caro: "el pato de Frédéric es de digestión difícil, por su precio...", escribe Díaz Romero.
Atengámonos a la receta: se necesita un pato joven y gordo, de seis a ocho semanas como máximo, cebado en los últimos quince días. Se mata por asfixia, estrangulándolo, para que no pierda la sangre. Con los huesos de otro pato se prepara de antemano un consomé bien condimentado. Después de limpiar el pato se asa por los unos 20 minutos, hecho lo cual se lleva al comedor.
Se pica el hígado y se añade un vaso de oporto y otro de cognac. Se quitan luego las patas y se asan por separado a la parrilla. Se retiran sus muslos y pechuga. La carcasa, con lo que le queda de carne, los huesos y la piel, se pone entonces en una prensa, y delante de los ojos de los comensales se extrae la sangre. Esta es la parte cumbre de la ceremonia.
Se agrega a la sangre el hígado, mantequilla y coñac, y se bate durante 20 minutos hasta que adquiere el espesor y color del chocolate derretido. Otros ingredientes que pueden incluirse a la salsa son foie gras, oporto, vino de madeira y limón. La pechuga se corta en lonjas y se sirve bañada con la salsa, acompañada de papas sopladas; mientras tanto los muslos asados se sirven como segundo plato, acompañados de lechuga tierna.
Del vino que acompañó aquel festín memorable no se habla, pero lo hubo sin duda, y de manera generosa, lo que habrá hecho aún más cara la cuenta.
Antes de morir, lleno de orgullo satisfecho, y de nostalgia insatisfecha, Rubén confiesa que sus entradas triunfales al disfrute de la vida galante y elegante, incluida la alta cocina, fueron espléndidas, dígalo sino el pato a la sangre. En el último mes de su vida, acabado por la cirrosis, desde su lecho comenta en Managua al periodista Francisco Huezo:
"En ocasiones he gozado tanto como tal vez no lo han logrado los millonarios de mi tierra. He comido como príncipe, he vestido con mucho lujo, he tenido historias en el mundo de las supremas elegancias. Me he relacionado con los más altos personajes. He sentido con frecuencia el aletazo de la gloria. He derrochado dinero, que gané en abundancia. ¿Qué me queda por desear? Nada. ¡Que venga la muerte!"

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19 de febrero de 2014
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La orquesta completa

En un artículo anterior, al hablar de Rubén Darío decía que un país atrasado puede dar un solista pero no una orquesta completa. Alguno de mis lectores me juzgó pesimista, y aún otro, compatriota mío, se fue por la tangente al entrometer la autoestima nacional. Pero este símil que utiliza la figura de un poeta que fue capaz de transformar la lengua desde el traspatio, desborda consideraciones de fronteras y va al asunto del desarrollo integral.

La orquesta completa tiene que ver con la América Latina en su conjunto, sus carencias y desigualdades, las propuestas de transformación, y las duras realidades que sobreviven tercamente. Y tiene que ver también con los discursos oficiales, no pocas veces llenos de frases mentirosas y de cifras infladas, sobre todo ahora que el populismo redentor se halla de moda. No hay buenas orquestas con músicos que tocan de oído, o desconocen los instrumentos que tienen en sus manos.

El término orquesta completa no representa para mí una condena, sino una aspiración.  ¿Cuántos Rubén Darío se han quedado de macheteros en el campo? El talento, que siempre es numeroso en todos los estratos de una población, no puede fructificar en el analfabetismo, que tantas veces llega a ser orgánico en una sociedad.

Y no se trata de hacer poetas y pintores a todos, porque los artistas serán siempre una minoría, sino de tener ciudadanos sensibles, que respiren una verdadera atmósfera cultural. En una sociedad de lectores constantes que pueden acudir a una biblioteca pública a la vuelta de la esquina, habrá ciudadanos más críticos, dueños de ideas contrastadas, con menos posibilidades de ser embaucados por esos discursos oficiales que buscan crear patrones únicos de pensamiento y de conducta. Pueblo, y no pueble, reclama el poeta nicaragüense Salomón de la Selva: hombres, y no borregos de desfile.

Y tener una orquesta completa es abrir todas las oportunidades posibles en las disciplinas científicas, desde las matemáticas puras a la cibernética, de la biología marina a las ingenierías. Tener juristas, no leguleyos venales. En una orquesta completa hay diversas clases de instrumentos, cada uno con su propio sonido.  Mientras más instrumentos y más músicos, mayor resonancia. Y es tocando al unísono que se consigue la gran sinfonía del desarrollo, que no existe sin la educación.

Mientras tanto los instrumentos callan, o tocan desafinados. Cada año se celebra en Nicaragua un ritual desconsolado. Los alumnos que han aprobado la escuela secundaria se presentan a exámenes para ingresar a las universidades nacionales. Se trata de dos pruebas básicas, matemáticas y español. Y sólo un cinco por ciento de los aspirantes consigue pasarlas. Como las universidades se quedarían vacías, los cupos terminan siendo llenados de cualquier forma. Uno o dos de los que tomaron el examen sobresalen con nota de cien. Esos son los solistas, que el sistema educativo no puede atribuirse.

En Nicaragua existen setenta universidades privadas, más que en Alemania. Cualquier zaguán es bueno para abrir una universidad, lo mismo que se abre una pulpería. Por tanto, al lado de esas universidades que ofrecen títulos profesionales sin control de calidad, hay miles que no tienen acceso a la educación, y también otros miles que en la escuela secundaria no saben leer correctamente un texto, y tampoco saben resolver una ecuación, y son suspendidos, pero pasan el año porque cumplen cursos remediales de alto contenido político; es decir, aprenden a recitar el catecismo ideológico.

Las sociedades autocomplacientes serán siempre marginales, conformes en dejar que un sistema que sólo genera atraso siga reproduciéndose a sí mismo. Y peor si el propio estado cubre los abismos de ese atraso con la demagogia del populismo, que sigue quitándole instrumentos a la orquesta mientras aparenta dárselos, y aún más, hace que los solistas sean cada vez más esporádicos, o que, decepcionados, emigren en busca de oportunidades porque no hay sitio para ellos en la orquesta, o no hay orquesta del todo.

En muchos sentidos, aún tenemos que dejar atrás el siglo diecinueve que vio nacer a Rubén Darío, para entrar en el siglo veintiuno.

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12 de febrero de 2014
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El Boomeran(g)
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