Sergio Ramírez
La idea de ir de un lugar a otro anima a la literatura desde milenios atrás. Tras los diez años que dura la guerra de Troya, Ulises se embarca de regreso a la isla de Ítaca, donde lo esperan su esposa y su hijo. Quiere llegar lo más pronto posible, sin interrupciones, pero son las interrupciones las que hacen que aquel viaje dure otros diez años. Sin los obstáculos que se presentan a cada paso, no habría historia que contar, y no existiría La Odisea.
Para que haya historia, el viaje tiene que empezar. Pompeyo Magno se enfrentaba la situación de que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar por la manera tempestuosa en que aquella se encrespaba, y entonces los arengó, y una de las frases de esa arenga ha quedado para siempre: "navegar es necesario, vivir no es necesario".
Ismael, el marinero del barco ballenero el Pequod en Moby Dick, la novela de Herman Melville, explica desde la primera página el porqué de sus ansias de navegar: "cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes…entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda".
Moby Dick es también la historia de un viaje. Cuando el capitán Ahab zarpa del puerto de Nantucket al mando del Pequod, tampoco quiere interrupciones, no porque va en busca de su hogar añorado, sino de la venganza. Quiere llegar cuantos antes a encontrarse con Moby Dick, la ballena blanca, que destrozó años atrás otro barco suyo y le arrancó una pierna. Su obsesión es cazarla. Ismael, cuando se pone melancólico, se detiene a contemplar ataúdes. Tras el naufragio del Pequod, echado a pique por la ballena blanca, se salvará agarrado a un ataúd que aparece flotando a su lado. Si Ismael no salva la vida, no tendríamos quien nos contara la historia.
No pocos de los libros de Joseph Conrad versan sobre la aventura del viaje marino. Y El corazón de las tinieblas narra la travesía de Charles Marlow a través del río Congo, en tiempos de la brutal colonización belga en África, para encontrar a Kurtz, un misterioso personaje que ha enloquecido; pero es a la vez un viaje a las profundidades del alma humana donde campean la ambición de poder y riqueza.
El viajero mira, y escribe lo que mira. Nos trae noticias, viene a satisfacer nuestra curiosidad con sus revelaciones. Y esa relación que se crea entre autor y lector, y que parte de la doble necesidad de informar y ser informado, es la misma para la escritura de invención y para la escritura de hechos reales.
Heródoto, el más antiguo de los cronistas, viajó por todo lo que era el mundo de entonces, conocido para muy pocos, y por tanto exótico. Se ganaba la vida dando conferencias sobre sus viajes, contando lo que había visto y oído. En Atenas le pagaron una vez diez talentos por una de esas conferencias. Un rollo infinito de papiro de trazos continuos, contiene sus Nueve libros de la Historia.
Cuenta Heródoto que Trasíbulo, dictador de Mileto, enseña al principiante Periandro las reglas del poder basadas en el terror, con una parábola visual: lo lleva a un campo de trigo en cosecha, y siega las espigas que más sobresalen para demostrar que así debían segarse las cabezas de los enemigos. Es lo que tantos otros dictadores han aprendido a hacer.
Para Heródoto, "la memoria es defectuosa, frágil, efímera, e incluso ilusoria". El olvido de cada individuo es capaz de borrar la historia humana. Recordar es sobrevivir. "Todo lo que guarda la memoria en su interior puede esfumarse, desaparecer sin dejar rastro…pero sin la memoria no se puede vivir, ella eleva al hombre sobre el mundo animal".
Rodeados de memoria almacenada en nuestra era digital, siempre podemos viajar hasta el corazón de las tinieblas, como Conrad, en busca de quien nos cuente lo que sabe y lo que ha visto, igual que lo hizo Heródoto, porque sólo es así que la memoria no deja nunca de ser creativa e iluminadora.