Sergio Ramírez
En un artículo anterior, al hablar de Rubén Darío decía que un país atrasado puede dar un solista pero no una orquesta completa. Alguno de mis lectores me juzgó pesimista, y aún otro, compatriota mío, se fue por la tangente al entrometer la autoestima nacional. Pero este símil que utiliza la figura de un poeta que fue capaz de transformar la lengua desde el traspatio, desborda consideraciones de fronteras y va al asunto del desarrollo integral.
La orquesta completa tiene que ver con la América Latina en su conjunto, sus carencias y desigualdades, las propuestas de transformación, y las duras realidades que sobreviven tercamente. Y tiene que ver también con los discursos oficiales, no pocas veces llenos de frases mentirosas y de cifras infladas, sobre todo ahora que el populismo redentor se halla de moda. No hay buenas orquestas con músicos que tocan de oído, o desconocen los instrumentos que tienen en sus manos.
El término orquesta completa no representa para mí una condena, sino una aspiración. ¿Cuántos Rubén Darío se han quedado de macheteros en el campo? El talento, que siempre es numeroso en todos los estratos de una población, no puede fructificar en el analfabetismo, que tantas veces llega a ser orgánico en una sociedad.
Y no se trata de hacer poetas y pintores a todos, porque los artistas serán siempre una minoría, sino de tener ciudadanos sensibles, que respiren una verdadera atmósfera cultural. En una sociedad de lectores constantes que pueden acudir a una biblioteca pública a la vuelta de la esquina, habrá ciudadanos más críticos, dueños de ideas contrastadas, con menos posibilidades de ser embaucados por esos discursos oficiales que buscan crear patrones únicos de pensamiento y de conducta. Pueblo, y no pueble, reclama el poeta nicaragüense Salomón de la Selva: hombres, y no borregos de desfile.
Y tener una orquesta completa es abrir todas las oportunidades posibles en las disciplinas científicas, desde las matemáticas puras a la cibernética, de la biología marina a las ingenierías. Tener juristas, no leguleyos venales. En una orquesta completa hay diversas clases de instrumentos, cada uno con su propio sonido. Mientras más instrumentos y más músicos, mayor resonancia. Y es tocando al unísono que se consigue la gran sinfonía del desarrollo, que no existe sin la educación.
Mientras tanto los instrumentos callan, o tocan desafinados. Cada año se celebra en Nicaragua un ritual desconsolado. Los alumnos que han aprobado la escuela secundaria se presentan a exámenes para ingresar a las universidades nacionales. Se trata de dos pruebas básicas, matemáticas y español. Y sólo un cinco por ciento de los aspirantes consigue pasarlas. Como las universidades se quedarían vacías, los cupos terminan siendo llenados de cualquier forma. Uno o dos de los que tomaron el examen sobresalen con nota de cien. Esos son los solistas, que el sistema educativo no puede atribuirse.
En Nicaragua existen setenta universidades privadas, más que en Alemania. Cualquier zaguán es bueno para abrir una universidad, lo mismo que se abre una pulpería. Por tanto, al lado de esas universidades que ofrecen títulos profesionales sin control de calidad, hay miles que no tienen acceso a la educación, y también otros miles que en la escuela secundaria no saben leer correctamente un texto, y tampoco saben resolver una ecuación, y son suspendidos, pero pasan el año porque cumplen cursos remediales de alto contenido político; es decir, aprenden a recitar el catecismo ideológico.
Las sociedades autocomplacientes serán siempre marginales, conformes en dejar que un sistema que sólo genera atraso siga reproduciéndose a sí mismo. Y peor si el propio estado cubre los abismos de ese atraso con la demagogia del populismo, que sigue quitándole instrumentos a la orquesta mientras aparenta dárselos, y aún más, hace que los solistas sean cada vez más esporádicos, o que, decepcionados, emigren en busca de oportunidades porque no hay sitio para ellos en la orquesta, o no hay orquesta del todo.
En muchos sentidos, aún tenemos que dejar atrás el siglo diecinueve que vio nacer a Rubén Darío, para entrar en el siglo veintiuno.