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Las botas de siete leguas

Por 19 de marzo de 2014 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

Fue Gabriela Mistral quien habría llamado alguna vez a El Salvador el Pulgarcito de América, la más pequeña de las naciones del continente. Y mientras más pequeño un territorio, más explosivos y devastadores pueden ser los enfrentamientos políticos, como ocurrió con la guerra civil de los años ochenta del siglo pasado y que se zanjó, ya los dos contendientes exhaustos, con los acuerdos de paz firmados en 1992 en la ciudad de México, bajo cuyos enunciados aún el país sigue viviendo.

Eran los guerrilleros marxistas buscando imponer una propuesta revolucionaria, contra el ejército que defendía el viejo statu quo, en un escenario de guerra tan exiguo que los contendientes compartían las laderas de los mismos volcanes, unos en una falda, otros en otra, unas veces unos más arriba y los enemigos más abajo, como si toda aquella historia hubiera sido escrita por un fabulista como Perrault, el creador de Pulgarcito.

Los acuerdos de paz han funcionado hasta ahora como una red tejida de hilos invisibles,  muy propia de las fábulas, sobre la que los viejos enemigos saltan y rebotan, una red que será más eficaz mientras más tupido sea su tejido, con más hilos institucionales en su trama, capaces de hacer más elásticas las viejas resistencias a aceptar que la única manera que la izquierda y la derecha tienen de vivir juntos en el mismo reducido territorio, es reconociendo que el poder sólo puede decidirse en las urnas, y que el resultado debe ser respetado, por mínima que sea la diferencia.

Que unas elecciones pueden decidirse por un solo voto, nos ha aparecido hasta hoy en Centroamérica un mito. Pero es cuando los márgenes de la votación son muy estrechos, cuando la democracia se pone verdaderamente a prueba, por muy estentóreos que puedan ser los clamores de protesta de quien sacó un poco menos de votos y no quiere conceder la derrota.

La intransigencia viene a ser una expresión de la polarización que nunca ha desaparecido en El Salvador,  como los resultados de las recientes elecciones presidenciales lo demuestran. Norman Quijano, el candidato de derecha del partido Arena, perdió por apenas unos seis mil votos ante Salvador Sánchez Cerén, el viejo comandante guerrillero, candidato del FMLN. Un país partido por la mitad.

Pienso que si ha sido el caso contrario, y el FMLN pierde por tan pocos votos, también hubiéramos oído clamores de protesta subidos de tono, desconociendo los resultados. Así fue cuando Schafik Handal, otro de los comandantes guerrilleros, perdió las elecciones presidenciales en el año 2004, y aun cuando la diferencia de votos fue mayor, declaró "ilegal e ilegítima" la presidencia del triunfador, Elías Antonio Saca; pero eso se quedó dichosamente en la retórica.

Lo que el tribunal mandó esta vez fue una revisión de las actas electorales, y el recuento volvió a dar cifras muy similares. Para eso está la red debajo de los pies de tirios y troyanos. Pero resucitan las expresiones de la intransigencia, hija de la vieja polarización, como cuando Quijano invocó la intervención del ejército. Lo que estaba pidiendo, ni más ni menos, era zafar la red debajo de los pies de todos, aún de los suyos.

Dichosamente allí seguía la red, dispuesta a resistir, y el ministro de Defensa, el general David Munguía Payés, declaró, rodeado de los altos mandos, que la Fuerza Armada de El Salvador no se prestaría a ninguna manipulación de cualquier persona o grupo que pretendiera instrumentalizar a la institución castrense,  "para objetivos que atenten contra la voluntad popular". El ejército estaba diciendo, nada menos, que el contendiente guerrillero de décadas atrás, tenía derecho a sentarse en la silla presidencial, al ser electo legítimamente.

Ahora lo que toca a Sánchez Cerén es no caer en el sueño de opio de que ganando por pocos votos se puede prescindir de la otra mitad que votó en su contra. Tiene que calzarse las botas de siete leguas, una por cada mitad del país, la única manera de correr sobre la red sin que se rompa. Debajo de esa red sólo está el abismo.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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