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Escrito por

Rosa Moncayo

Rosa Moncayo (Palma de Mallorca, 1993) estudió Business Administration en la Universidad Carlos III de Madrid. Con 20 años, le concedieron una beca para realizar sus estudios en Seúl, Corea del Sur. Actualmente reside en Madrid. En 2020 publicó La intimidad en el sello editorial Barrett. Fotografía: Laura Carrascosa

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Je t’aime, je t’aime

En general, aparte de las guerras e incongruencias celestiales, podría decirse que nunca pasa nada. Todo va bien. Se dice que algunos, los más afortunados, tenemos toda una vida por delante. Una. Es cierto, pero viejos o jóvenes, todos estamos empezando. La velocidad es una exigencia de los tiempos que vivimos. Frenesí, alquimia; prisa, premura. Siempre nos acechará una edad en la que el horizonte se obture como un empaste sobre la peor caries. Para la poesía, lo mismo: siempre se es un poeta que empieza a escribir. Asomo por aquí el recado de escribir con el que Alejandro V. Bellido inicia su libro de poemas La oculta esperanza:

Os dejo a cargo de estos niños.

Tratadlos bien, no seáis duros con ellos.

Son solo niños de papá

jugando a ser rebeldes

en el patio de esta hoja en blanco,

intentando -los pobres ilusos- transgredir los dictados del Tiempo.

 

Todos los que alguna vez empezamos a escribir fuimos desastrosamente infelices. Seguimos esperando la reforma profunda que todo lo cambie. La más rebelde, la más excéntrica. Siempre esperando, pobres ilusos. Demasiado viejos para el radicalismo. En La vida material, Marguerite Duras dice que lo que llena el tiempo verdaderamente es perderlo. El tiempo es un ejército capaz de hundir las islas británicas. Una constelación diminuta, imperceptible. «Esto es un lápiz rojo, pero pinta negro. Las apariencias engañan», dice el protagonista de Je t’aime, je t’aime (1968). Vivimos en el corazón de lo indisponible.

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3 de octubre de 2022
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Dioses y monstruos

Hace unos días me topé en redes con una viñeta modernísima y revisionadísima sobre caperucita roja y el temible lobo feroz. El lobo le preguntaba a caperucita qué llevaba en la cesta y ella le respondía que le iba a reventar la cara de payaso que tenía, entre otras cosas. Luego, más abajo, un comentario de una chica que decía que nunca le contaba el cuento de la caperucita a su hijo porque este perpetúa la errónea idea de que las mujeres no deben ir solas por la calle o que necesitan a un hombre que las rescate.

Allá vamos. ¿Se puede cancelar un cuento de hadas del siglo XIV? La cultura de la cancelación impregna nuestros días. Disculpe, ¿dejará usted que su hijo lea a Nabokov en plena adolescencia? ¿Acaso le prohibirá a su hijo acudir al Museo del Prado para que no presencie a Saturno devorando a su hijo? Los niños del futuro caminarán con una tupida cinta en los ojos. Palos de ciego, ¡lo veo venir!

En Tremendous Trifles, G. K. Chesterton, el príncipe de las paradojas, indaga sobre la prohibición de algunas lecturas para niños. Al parecer, las autoridades de aquella época -principios del siglo XX- alegaban que los cuentos de hadas, monstruos y espadas introducían ideas erróneas y miedos infundados a los niños. Me permito la libertad de traducir al español un fragmento de dicha obra.

«Entonces, los cuentos de hadas no son los responsables de producir miedo en los niños, ni ninguna de las formas del miedo; los cuentos de hadas no le dan al niño la idea de lo malo o lo feo; eso ya está en el niño porque ya existe en el mundo. Los cuentos de hadas no le dan al niño su primera idea del fantasma. Lo que los cuentos de hadas le dan al niño, es su primera idea clara de la posible derrota del fantasma. El niño conocerá íntimamente al dragón desde que tenga imaginación. Lo que le proporciona el cuento de hadas es un San Jorge para matar al dragón»

Incluso la interpretación más simbólica de Carl Jung le daría la razón a Chesterton. Los cuentos de hadas enseñan a los niños a hacer frente a los conflictos humanos básicos, nutren su espiritualidad, conciencia e inconsciente van de la mano. La literatura nos garantiza que hay algo más allá de la oscuridad, más allá incluso de nuestras propias tinieblas.

Larga vida a los cuentos de hadas.

Fragmento original en inglés:

«Fairy tales, then, are not responsible for producing in children fear, or any of the shapes of fear; fairy tales do not give the child the idea of the evil or the ugly; that is in the child already, because it is in the world already. Fairy tales do not give the child his first idea of bogey. What fairy tales give the child is his first clear idea of the possible defeat of bogey. The baby has known the dragon intimately ever since he had an imagination. What the fairy tale provides for him is a St. George to kill the dragon»

 

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27 de julio de 2022
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Óleo y fe

Joven mártir ahogada en el Tíber durante el reinado de Diocleciano es un óleo de una belleza inasumible. Lo vi por primera vez en el Louvre el pasado mes de abril. Curiosamente, estuve a punto de pasar de largo hasta que la aureola que flota sobre el rostro de la joven, matemáticamente perfecta, captó mi mirada. La escena es triste, mórbida y lúgubre, deja el corazón del revés. Una mujer joven flota boca arriba, sus manos atadas sugieren que fue prisionera. Está arropada por una luz blanca, divina y sobrenatural, que se funde incluso sobre la rugosidad de las aguas que la envuelven. Durante el reinado de Diocleciano se dio la Gran Persecución, tanto el Estado como los ciudadanos y autoridades del Imperio Romano acosaron y asesinaron sistemáticamente a los cristianos para vigorizar el culto imperial politeísta. A pesar de que algunos apostataron para salvar sus vidas, el sufrimiento de sus mártires hizo que la teología cristiana y la estructura eclesiástica cobraran más fuerza que nunca. Esta joven mártir, de la que sigo embelesada, murió a causa de su fe.

Su fondo, tan negro y explícito, da paso a un atardecer en tonos verdosos y anaranjados. A lo lejos, dos hombres observan el cadáver de la joven. Parecen llorar, un espectáculo privado. El contraste entre claros y oscuros ataja la horribilidad de la escena. Qué peligro: una observa esta maravilla de Delaroche y piensa que la muerte es tierna y melodiosa, que la muerte y sus distintas formas son pulidas, finas. Y, sin embargo, la perfección de su aureola silencia el horror. La duda es el dolor espiritual más famoso. Con frecuencia, la vida humana entra en contacto con el miedo y la tragedia. Siempre se puede volver a nacer. La aureola es el signo inequívoco de fe. Esta es la gran belleza.

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9 de julio de 2022

Fotograma de Los bingueros

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Una generación de cristal

Esta semana se hacía viral el anuncio del pirulo tropical. Por favor, véanlo. El escarnio tuitero no tardó en viralizarse. Que si es machista, de mal gusto, que si incita al abuso y a la ludopatía infantil… Poca gracia y asqueroso. ¡Me ofende, no me gusta y punto!, escribía una. Por el bien de todos, esperemos que la amplitud de miras sea igual de cíclica que las crisis económicas.

No sé si será cuestión de si nos gusta o no, pero estoy segura de que en tiempos pasados, dicho anuncio, no despertó mucho más interés, simplemente una risotada o comentarios menos acomplejados. Se afirma, en muchos de esos tuits, que la cárcel sería un buen lugar para esos publicistas rancios y asquerosos, que por eso estamos como estamos. ¡Ay! Como si el marketing, o el resto de la humanidad, tuviera que seguir el imperante código de los hipogresistas morales. Ojalá esa pasión por el bien en otros ámbitos del planeta. El diagnóstico está claro: una evidente resistencia a la madurez, más allá de la posible sobreprotección experimentada, o la demencia del currículo escolar. Ofendiditos. Remilgados. Tiquismisquis. ¿La viruela del buenismo? Una generación de cristal que se lo toma todo demasiado a la tremenda.

Hace unos días, vi con mis padres Los bingueros, una película de Esteso y Pajares. ¡Qué bien lo pasamos! Tanta risa, tanta incorrección. Eran tiempos de apertura, se nota. La picardía se echa de menos. Parece que la carcajada limpia, en el cine, ya es cosa de outsiders. Y, sin embargo, cuando se la recomendé a una persona con la que tenía que entablar conversación por necesidades estrictamente circunstanciales -gajes del oficio-, me dijo que, si salía el tal Esteso no la iba a ver, que eso era muy machista. Vale, mea culpa.

Aquí estamos, viéndolas venir. ¿Qué será de nosotros? Ya no me encuentro tan preocupada por empezar a peinar canas.

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21 de mayo de 2022
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Volverse loco

Lecturas, aparentemente fáciles, que se vuelven imposibles. La muerte en sus manos, el inquietante debut de Ottessa Moshfegh en la literatura de suspense, es un pan sin sal. Crimen sin cuerpo, locura sin motivo. Yo quería un libro fácil, un libro para leer en el metro o en los aeropuertos, pero no ha podido ser. Con lo que me gusta a mí un thriller… Moshfegh, the next great thing de la literatura americana —como dice Rodrigo Fresán—, no acaba de cumplir en esta novelita de suspense. Eso sí, cumple con creces en Mi año de descanso y relajación, una novela que dejaré de recomendar el día que encuentre otra, tan pesimista y mucho más cósmica, que me enamore más.

Una mujer de setenta años camina por un bosque con su perro. Divisa una nota escrita a mano. «Se llamaba Magda. Nadie sabrá nunca quién la mató. No fui yo. Este es su cadáver.» Pero no hay cadáver. La obsesión se desata hasta trazar la historia del asesinato de la misteriosa Magda. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué? La mente es nuestra experiencia, nuestro sensor, la máquina de tejer historietas. Un trampantojo constante, elucubraciones extrañas en un pueblo desangelado. Y sí, coincido, Moshfegh es la autora de referencia de los ermitaños y los excéntricos, pero no de las mujeres que se vuelven locas por perseguir crímenes imperfectos. El discurso imaginario siempre es bienvenido, su literatura es fabulosa, escribe de maravilla. Moshfegh posee unas regiones neuróticas que seducirían hasta al lector más aburrido. La pulsión de muerte permanece desde su primera novela. Inherente. Lo tenebroso le va de perlas. Sin embargo, volverse loco nunca pasará de moda.

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3 de mayo de 2022
Hijos del pintor en el salón japonés. Mariano Fortuny, 1874.
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¿Arte o engañifa?

La sensación de engañifa al pasear por un museo de arte contemporáneo es ineludible para los pocos mortales que seguimos sin captar el sentido de algunas obras que nos ofrecen como arte. Año 2022: a veces, sólo a veces, una no sabe si está en un museo o en un parque temático. En este sentido, podría decirse que el museo Tate Modern de Londres es insufrible. Hice una única visita en 2017, salí tan escaldada que, ahora que me encuentro pasando unas semanas en Londres, sería el último museo en mi lista de quehaceres turísticos.

Hemos perdido el nexo de adhesión subliminal entre la obra de arte y quien la contempla. Si la obra es comprensible a primera vista, ¿significa que ya no es arte? A pesar de todos sus intentos, el dogma del escándalo ya no impresiona. Sacos de patatas dispuestos alrededor de una sala vacía, nudos marineros hechos con cabellos de cien mujeres distintas, montículos de arena, calaveras con joyas o animales encerrados en habitaciones oscuras hasta morir de hambre son ejemplos de lo que algunos llaman arte contemporáneo. Me refiero a este tipo de arte, aunque quizás lo propio sería llamarlo arte contemporáneo en la era del sensacionalismo repulsivo de las redes sociales.

Tendemos a romper lo que funciona de mala manera. Ya no se producen obras de carácter mundano, lo bello y lo sublime se ha evaporado. Mando y dinero se presentan como sucedáneos místicos. La distorsión es tan absurda que no veo más que jeroglíficos incomprensibles bajo la excusa del dichoso arte contemporáneo. La razón de ser del productor de este arte es la del artista maldito, sufridor e incomprendido, con toda una sociedad en su contra que bien lo subvenciona y aplaude con fervor. Ese es el artista que triunfa en nuestra época y la rebeldía superficial es el producto con el que comercia.

La belleza del arte debe ser un misterio en sí misma. Jamás habrá otro Goya. ¿Volveré a tener un Gauguin tan cerca como aquel Nafé Faaipoipo sin dimensión? Ni manchistas ni manchadores, los macchiaioli. ¿Volverán? ¿Tendremos otro urinario de Duchamp? ¿Campos de color de Clyfford Still? ¿Pollock y sus chorretones? El arte deriva hacia un nihilismo terrible. Hace falta sensibilidad, mucha sensibilidad, la propia, la que surge del espíritu de cada uno, la que no está deformada por la ideología imperante, la publicidad a mansalva y las instituciones de adoctrinamiento. Tiempos difíciles, la insignificancia se alza al estatus de milagro. La trampa es muy fácil: cuando criticamos lo sincrónico es como si, al mismo tiempo, se hiciera un juicio malvado e injusto hacia lo transgresor. No es así. Nunca debería ser así.

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16 de marzo de 2022
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Recuérdame lo infeliz que me siento lejos de todas tus leyes

«La gente se junta por atracción, porque le conviene o porque tiene miedo a la soledad, pero el amor es una flor muy rara», respondió Battiato al ser preguntado por su ausencia de parejas. Y tan rara. Battiato nunca buscó el éxito, meditaba dos veces al día y creía en la reencarnación. Una carrera de luces y sombras, algo así como un corazón del revés. Excéntrico, reaccionario y moderno. ¿Estrella del rock con aires de monje eremita? Yo digo que sí.

Hace unas semanas, Sílex Ediciones publicaba En presencia de Battiato, una biografía del artista siciliano a cargo del escritor Eduardo Laporte. Un consejo: si quieren leer un libro de tintes musicales, que sea este y no otro. No hace falta vestir canas para tener un bonito recuerdo atravesado por una canción de Battiato. Mesmamente, a finales del año pasado, mi padre y yo escuchamos la mítica Prospettiva Nevski en bucle mientras recorríamos La Mancha y sus carreteras interminables. «E il mio maestro mi insegnò com’è difficile trovare l’alba dentro l’imbrunire».

Battiato, místico sin igual, dueño de una visión del mundo terriblemente espiritual, algún problema psiquiátrico por el camino y unos títulos de canciones que bien podrían leerse como un poema. Con tan sólo 19 años, el joven Francesco, se mudó a Milán, epicentro de la industria musical italiana, con una firme convicción: convertirse en Franco Battiato. Lo logró. Pasó por diversos trabajos de supervivencia, como mozo de almacén o repartidor, y abundantes horas de autodidactismo, desde instrumentos sacros como el armonio del sacerdote de su pueblo hasta su primer gran amor, la guitarra. Poderosa sensibilidad. Todos hemos empezado alguna vez, con o sin corriente gravitacional. En palabras de Pablo d’Ors, «Dios no está al final de la búsqueda, sino en la búsqueda misma».

Una vez leída esta suerte de biografía nostálgica, una se pregunta por qué nos empeñamos en hacer algunas cosas sin espíritu, ¿acaso sirve de algo? Todas las épocas han sido las mejores para el peor de los vacíos existenciales. Aun así, una certeza: las canciones de Battiato nos servirán de guía para estos tiempos y los que tengan que venir.

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23 de febrero de 2022
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Donde la vida levanta muros

La belleza, la verdad de una película, de un libro, existen rara vez sin que se tome en cuenta el tiempo. Perderse es un diario íntimo de sueños y arreglos esporádicos, clandestinos. Es el diario de una pasión soviética. El tratado de las caricias: una guerra en silencio. Perderse recoge la relación sentimental que Annie Ernaux mantuvo en doloroso y desesperante secreto, durante varios años, con S., un diplomático ruso. Pudo haber sido un espía de la KGB, pero nunca lo sabremos.

Allí donde la vida levanta muros, la inteligencia abre una salida, dice Proust. ¿Cuándo acaba la voluntad de ser amado? La literatura de Ernaux se basa en una escritura radiografiada, fija la vista en la búsqueda de la perfección de aquello que ama. Recordemos que esto es imprescindible para los amantes. El lujo de una gran pasión siempre acarrea desbarajustes emocionales. Ocurre con frecuencia, el juicio moral se suspende, la radiografía muestra el descosido y suena el teléfono. Juegos de palabras lacanianos. Nunca las palabras pudieron albergar tantos significados en los labios de un amante. ¿No es así?

El final del diario es insoportable, no por falta de emoción y desgarro, sino por la repetición del significado de los sueños. A fin de cuentas, es un diario en bruto y en él sólo puede manifestarse el sopor de las esperas. Le temps détruit tout.

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19 de enero de 2022

Peter Matthiessen y su equipo de sherpas en Namgung Pass, Dolpo. Dic 1973. Fotografía: © George B. Schaller

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La distancia dolorosa entre lo que sé y lo que soy

¿Qué se le pasa por la cabeza al que viaja hasta los confines del mundo en busca de lo imposible? En el otoño de 1973, Peter Matthiessen, escritor y naturalista iniciado en el budismo zen, emprendió, junto al zoólogo George Schaller, una expedición a la Montaña de Cristal para avistar al insólito leopardo de las nieves. La misteriosa tierra del Dolpo, al oeste de Nepal, es una de las regiones del mundo donde la cultura tibetana se ha conservado en su estado más puro. La Montaña de Cristal, rodeada de valles recónditos y primitivos, se eleva como una pirámide blanca que navega por el cielo. No se puede negar que El leopardo de las nieves parece escrito para convertirse en un clásico de la literatura de viajes. La voz susurrada de Peter Matthiessen trasciende sus páginas. Día tras día, trenza un relato conmovedor, plagado de bella histeria y descosidos espirituales. Algunos lo leerán como un diario de aventuras y una amalgama de todo aquello que se encontró por el camino; otros, en cambio, lo descifrarán como la guía mística que encontraron un día cualquiera en la típica tienda de libros de segunda mano. “Un hombre sale de viaje y es otro quien regresa.” Los años psicodélicos, demasiados sueños sombríos y la muerte de su esposa empujaron a Matthiessen a sentir la urgente necesidad de volver a casa siendo otro.

¿Para qué sirve un clásico? Uno puede agarrarse a un clásico tantas veces como quiera. Para qué negarlo, siempre habrá una frase que parezca escrita para uno mismo. Quizás El leopardo de las nieves sea el Evangelio de los corazones inquietos.

El leopardo de las nieves es ese oscuro e inalcanzable objeto de deseo. Animal invisible, cauteloso, escurridizo. Poco se sabía del más misterioso de los grandes felinos. La mayoría de las observaciones de las que se disponía por aquella época provenían del testimonio de los cazadores locales. Acostumbraban a resistir inmóviles cerca de grandes manadas de animales esperando a que el leopardo las atacara. No es fácil permanecer quieto y en silencio cuando la temperatura titubea alrededor de los diez grados bajo cero. El mismo George Schaller tuvo que permanecer un mes entero soltando cabras vivas como cebo para poder avistarlo y filmar las primeras películas que se hicieron sobre él.

Todo se vuelve extraño cuando divagas a más de tres mil metros de altura. Este verano viajé por las montañas celestiales de Kirguistán. Así como le ocurrió a Matthiessen, me percaté de que hubo un momento en el que el trance me permitió ser tres personas a la vez. El “yo” jadeante y malhumorado enfundado en el saco de dormir está demasiado cansado y tiene heridas sangrantes en los pies, no puede dormir y se fustiga por ello; el segundo es el “yo” arrepentido que echa de menos a su familia y se pregunta qué hace allí y por qué necesita complicarse la existencia de ese modo una vez más; el tercero observa maternal, y con cierta consciencia superior, a los otros dos como si de una experiencia extracorporal se tratara. Tres niveles de sensibilidad o esa distancia dolorosa entre lo que sé y lo que soy. Cuerpo, mente y naturaleza son una sola cosa.

La primera noche que acampé en las montañas celestiales sufrí alucinaciones. Nunca un sudor tan frío había recorrido mi cuerpo. Qué vergüenza. Podía verme a mí misma durmiendo en el saco. Una imagen recurrente me hacía temblar: mi compañero, un caballo kirguís, regio y espléndido, que por su instinto de supervivencia solo dormía de pie y estaba atado al arbolito bajo el que había montado la tienda de campaña, se dejaba caer sobre mi cuerpo dormido y me mataba. Una y otra vez, la escena se repitió tantas veces que llegué a pensar que ya estaba muerta y mi estado semiconsciente, además de estar al borde de la asfixia, era parte del ritual. A bulto, pudo ser una alucinación de tan solo diez minutos, pero en mi cabecita –y, por supuesto, en mi cuerpo– lo sentí como si hubiera ocurrido durante tres noches enteras, una vez tras otra y sin poder moverme. A la mañana siguiente, me di cuenta de que había intentado abrir la cremallera de la tienda de campaña para escapar. Había sido en vano. Comprobé mis niveles de oxígeno. Todo estaba bien. A Matthiessen, las alucinaciones también le pillaron durmiendo. Los protagonistas de las suyas fueron mustélidos, ardillas y perros. Acordarse y dejarlo por escrito es una sensación morbosa. Él lo describió como estar en el Bardo, sentir que eres dueño de dos existencias, hallarte en un estado intermedio en el que la alucinación precede a la reencarnación.

No hace tanto, nos preguntábamos si el centro del universo lo ocupaba el Sol o la Tierra. Algunos budistas dicen que la mente occidental no es capaz de asimilar percepciones orientales que no son lineales, seguimos confundiendo espacio y tiempo. Los Vedas, en cambio, lo especificaron un poco más. Dicen que no vemos el universo tal como es y que nos limitamos a una ilusión. El espectáculo mágico de la naturaleza vivido como una alucinación colectiva. Quizás el viaje a pie, asimilar su lentitud y sentir el propio cuerpo flaquear nos enfoque a un estado altamente receptivo, más allá de nuestra limitación corporal y visual. Estamos vivos. Algunos se atreven a preguntarlo: Entonces, dime, ¿qué se aprende con tanto dolor de pies, frío y cansancio? Se aprende que la insatisfacción es un regalo.

La libertad en la montaña es muy distinta a la libertad que se percibe en la ciudad. Soltar lastre, acumular menos, moverse con sencillez. He visto a montañeros arrancar las páginas de los libros a medida que los van leyendo, incluso convierten las páginas en bolas de papel y las introducen en el forro de sus abrigos para mantener y optimizar su tan valioso calor corporal; otros aguantan con la misma ropa semana tras semana. En mi caso, a mitad de camino, consumida por el peso de la mochila, regalé unos prismáticos a una familia de nómadas y quemé la ropa sucia que ya no necesitaba. Nunca me he sentido tan libre. De vuelta a la civilización, la palabra libertad pierde fuelle. Solo recuerda a la política. Unos la desprecian; otros la desvirtúan. Es desolador. La pregunta que formuló Erich Fromm se responde por sí sola. ¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla?

¿Qué busca realmente el que sube y baja montañas sabiéndose conocedor de la naturaleza escurridiza de sus propósitos? En Imágenes que piensan, Walter Benjamin se refiere a ello como una encrucijada, un esfuerzo de carácter destructivo que convierte en ruinas lo existente. A veces, no hay otra manera de vivir. Una de las noches que pasaron en Katmandú, un biólogo que andaba investigando las huellas del yeti, le preguntó a Matthiessen qué estaba haciendo alguien como él allí. Entendía la función de Schaller al ser biólogo y buen montañero, pero no acababa de comprender su presencia. Ruborizado y molesto, Matthiessen le contestó que no lo sabía. Punto final. “¿Cómo iba a decir que deseaba penetrar los secretos de las montañas en busca de algo todavía desconocido que, como el yeti, por el hecho mismo de buscarlo, podía muy bien no llegar a encontrarse?”

Tras dos meses de andadura, desesperados por las lluvias monzónicas y los continuos retrasos de los sherpas, Matthiessen y Schaller alcanzaron los más de cuatro mil metros de altura. Allí, los carneros azules y zorros campaban libremente y pudieron recabar datos de altísimo valor científico. “La intensidad del silencio en este sitio es un aviso de que aquí los seres humanos están fuera de lugar.” Cegados por la nieve, cada día que pasaba, la Montaña de Cristal parecía más inalcanzable que al principio del viaje. “No esperes nada”, le advirtió el roshi Eido el día de su partida. Matthiessen nunca llegó a ver al leopardo de las nieves. Pudo atisbar una huella de sus garras. Curiosamente, ese rastro se hallaba justo encima de la huella que había dejado el paso de Matthiessen el día anterior. Lo tomó como una señal para no abandonar. “Me basta con saber que el leopardo es, que está aquí, que sus ojos helados nos vigilan desde la montaña.”

Desbordando introspección, llegados a este punto, huelga decir que el leopardo de las nieves es una excusa. Quiero pensar que todos pecamos de tener un leopardo de las nieves, esquivo e indomesticable, metido en la cabeza. La adherencia a lo desconocido es esencial para un ser humano en todo su esplendor. La obsesión por lo inalcanzable, la belleza de lo invisible; incluso la naturaleza más peligrosa puede devolverte a la vida. ¿Cuál es mi leopardo de las nieves? Quizá ser testigo de otras formas de vida. Vivimos precipitados en el tiempo, pero la búsqueda de nuestro leopardo de las nieves supone lo contrario a la inmediatez.

¿Por qué la muerte está tan presente cuando uno se lanza a lo inexplorado? El mayor miedo de Matthiessen era morir de frío y dejar huérfanos a sus hijos; el mío, morir enterrada bajo el típico alud de verano cuando alcanzara cotas más altas. Extrañamente, aunque el miedo sea evidente, pocos dan media vuelta y regresan al origen. No quisiera que mis palabras se malinterpreten: nada de esto tiene que ver con un peculiar afán de heroicidad o una inevitable colección de proezas. ¿Por qué creo que no hay vuelta atrás para algunos? Porque el amor siempre está presente. Matthiessen amaba la fragilidad de sus fuerzas, los recuerdos que asistían a su mente y su miedo. ¿Amo yo los míos? Sí, quisiera agarrarme a ellos lo que me queda de vida. No pido nada más.

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13 de diciembre de 2021

Viñeta. El Roto.

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Histeria

«La ambición de poder es el núcleo de todo. La paranoia es, en el sentido literal de la palabra, una enfermedad del poder», escribe Elias Canetti en Masa y poder.

La prensa sistémica ha cancelado el sentido común. Abundan encuestas y titulares escalofriantes:

¿Deberían los no vacunados pagar por los gastos de su ingreso hospitalario y tratamiento? Austria confinará a los no vacunados. Prohibido visitar a sus familiares ingresados si no disfruta de la doble pauta de vacunación. Berlín deja sin vida social a los no vacunados. Confinar a los antivacunas. ¿Qué hacemos con los antivacunas? Europa endurece las medidas contra los antivacunas por el avance del COVID. Ha llegado la hora de actuar contra los antivacunas que van por ahí matando a gente. Cuñadismo vacunal, la nueva amenaza para las relaciones. A la caza del no vacunado. Los expertos advierten de lo que no se puede hacer en Navidad: No entremos en casa de los no vacunados, no los invitemos. Matar al no vacunado.

Punk is dead. La histeria vacunal roza máximos históricos. El tema ha llegado incluso a las pescaderías de barrio y sus conversaciones amables. ¿A qué esperas para ponerte la tercera dosis? Sintonizamos las principales cadenas de televisión y no vemos más que a un montón de tertulianos sin mascarilla echándole la bronca a los que no la llevan. Es que los techos del plató son muy altos, decían. El acceso al Vaticano sólo es posible con el pasaporte Covid. ¿Pasaporte de salud? La situación es tan ridícula que incluso la cadena McDonalds lo pide en algunos países. Berghain, el templo alemán de la música techno y las drogas, lo pide.

Donde hay riesgo, debe haber elección. El pasado mes de junio, mi querida amiga Sara, joven y activa, se preparaba para su tan esperado viaje a Islandia. Lo primero que le vino a la mente fue la obligatoriedad de mostrar su pauta de vacunación en el control de pasaportes del aeropuerto. Cumplió. Acudió a su cita y se puso la primera dosis de Pfizer. El calvario empezó tres horas después. Mareos, dolores de cabeza, vértigo. Incluso perdió la vista, todo borroso y nada a lo que agarrarse. En urgencias tan sólo le recomendaron reposo. Tres días después, se le inflamó la parte izquierda de la cara y el cuello. Acabó en parálisis. Luego, vinieron las taquicardias y subidas de tensión. Urgencias y TAC cerebral. El dímero D disparado. Su sangre se había coagulado hasta niveles insospechados. Han pasado cinco meses. Constantes ingresos en urgencias y prescripciones médicas, pero Sara no ha recuperado la buena salud de la que disfrutaba antes. Su día a día es una retahíla de mareos, náuseas y vómitos. Sinfín de vértigos, incluso tumbada en la cama. ¿Cómo era aquello de vacunarse para volver a la vida normal? Huelga decir que no hubo viaje a Islandia. Constantes visitas a neurólogos, públicos y privados, y todavía no ha podido dar con un tratamiento válido.

La libertad nos constituye como seres humanos. Los tres comportamientos de Fromm: Autoritarismo, destructividad y conformidad. Los vacunados contagian igual que los no vacunados. No lo digo yo, lo dice The Lancet. Basta ya de eufemismos y retórica oficialista. No son pasaportes e indicadores de salud, son permisos de movimiento. Australia, que hace poco gozaba de una de las democracias más liberales del mundo, se ha convertido en un infierno. Incluso Italia lo pide para trabajar. Miles de italianos se manifiestan cada día en las calles más concurridas de sus ciudades y la prensa no dice ni mu. Austria apunta a la vacunación obligatoria y un nuevo confinamiento. Un padre de familia lituano se lamenta por Twitter al no poder ir a comprar a su centro comercial. Without a pass, you’re banned. Estamos asistiendo a una debacle espiritual e irracional de la que no podremos recuperarnos. Aquellos que preferimos acudir a nuestra libre elección somos tildados de fachas conspiranoicos o portadores de un gorrito de papel de aluminio en la cabeza. La ventana de Overton está más abierta que nunca. Por favor, ¿qué más nos queda por ver? ¿Ha empezado ya la guerra por la libertad —me refiero a la libertad de verdad, no la chorrada del eslogan electoral— y no nos hemos dado cuenta?

Hace unas semanas, me topé por redes sociales con unas declaraciones de una instagrammer llamada Deborah Ciencia. «El bien y el mal existen. Los buenos serían los que se vacunan y los malos los que no se vacunan». ¿Por qué se puede alardear de ser divulgador científico en la televisión pública y acudir al moralismo más barato? Recordemos cuando el debate era la forma más sana de poner ideas en común. ¿A quién no le gusta un buen debate? Pues me temo que también lo hemos prohibido. Hace unos meses tuvo lugar un intento de mesa redonda acerca de la gestión de la pandemia en La Clave Cultural, el programa de Federico Ruiz de Lobera. Los invitados: tres médicos disidentes, María Luisa Carcedo, exministra de Sanidad del PSOE, y el presidente del Colegio de Médicos de Madrid. A la pregunta, ¿qué opina de los tropecientosmil efectos secundarios derivados de estas vacunas y sus muertes registradas? Carcedo y el presidente del Colegio de Médicos abandonaron el plató raudos y veloces. El vídeo fue eliminado de YouTube por incumplir las normas de la plataforma. ¿Qué normas son esas? Aquí nadie niega el virus, sólo nos hacemos preguntas. ¿Qué sería de nosotros si no nos hiciéramos preguntas? Hace unos días nos despertábamos con otra noticia: Instagram bloquea el hashtag inmunidad natural. Vamos a ver, ¿qué problema hay ahora con la inmunidad natural? El problema es que esa inmunidad no te la proporciona la vacuna, te la da tu sistema inmunológico.

Polarización y silencio cómplice. Otra pregunta más: ¿Por qué despreciamos nuestra libertad?

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19 de noviembre de 2021
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