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Escrito por

Rosa Moncayo

Rosa Moncayo (Palma de Mallorca, 1993) estudió Business Administration en la Universidad Carlos III de Madrid. Con 20 años, le concedieron una beca para realizar sus estudios en Seúl, Corea del Sur. Actualmente reside en Madrid. En 2020 publicó La intimidad en el sello editorial Barrett. Fotografía: Laura Carrascosa

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Un día lo creo y al siguiente no

Leyendo Yoga, de Carrère, me encuentro con un fragmento de lo más persuasivo. «Hervé es mi opuesto. La espiración es su fuerte. Lo que más quiere es vaciarse, aligerarse. Todos estamos de paso en la vida pero él es consciente de ello. Él no se instala, se siente un inquilino y hasta un subarrendado, mientras que yo poseo el instinto del propietario preocupado por agrandar sus posesiones y, como los patriarcas bíblicos, por crecer y prosperar. Mi tendencia natural es crecer, la suya decrecer».

Me da por pensar que tiendo a lo mismo, que siempre ando preparándome para lo que pueda pasar, me inflo de suposiciones -como el que dice que piensa demasiado, el taquipsíquico-, que me preparo para esa llamada del terror que sólo ocurre cuando ya eres adulto y que, precisamente, lo más interesante de hacerse mayor consiste en no entrar en demasiados detalles.

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21 de marzo de 2021
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María Iordanidu

El verano de 2019 me fui de vacaciones al Cáucaso para cruzarlo a pie. De Tiflis a Batumi, ciudad sin igual. La gran belleza ocurrió en Kazbegi, región en la que me hubiera gustado quedarme unos días más. Allí conocí a Guli, dueña de una tiendita de abarrotes. Guli hablaba inglés porque su hermana gemela vivía en Reino Unido y la visitaba muy a menudo. Me contó que su hermana se fue de Georgia cuando apenas tenían veinte años y la guerra de Abjasia ya había hecho mucho daño. «I missed her so much, but I felt like staying home», me dijo.

Guerra y vidas separadas. Hace poco llegué al nombre de María Iordanidu (Constantinopla 1897 – Atenas 1989), a quien la irrupción de la Primera Guerra Mundial la pilló de vacaciones en el mar Negro, en Batumi. Como a la protagonista de su novela, Ana, este acontecimiento la obligó a quedarse en Rusia cinco años. Borrada de la faz de la tierra y sin noticias de casa, tuvo que aprender ruso y adaptarse a un país trémulo. «Cuando se encienden las estufas y los samovares, cuando tienes los pies enfundados en unas buenas botas de fieltro y el estómago lleno, el invierno ruso es precioso. Pero si no tienes todo eso, mejor que no hubiera invierno».

Cada vez me gustan más las novelas de aventuras, lo raro es que antes las aborreciera tanto. Por cierto, sigo deseando que publiquen los viajes de Ibn Battuta en español. Leer en inglés resta entusiasmo.

El libro de Iordanidu me ha maravillado por su cotidianidad en los grandes acontecimientos. El tono costumbrista genera comodidad al leerla, una narración superficial que admite y busca la imaginación del lector. Cómo me hubiera gustado entrevistar a María Iordanidu. ¿Quién más es capaz de describir en un tono tan irónico y entusiasta un naufragio en tierra hostil? Personaje fragmentado, pero campechano. La edición de Acantilado cuenta con un glosario esencial y unas valiosísimas notas de la mano de la traductora Selma Ancira.

«Amorcito». Algunas palabras resuenan como un semantron en el oído, como una voz venida de otro mundo. De un mundo que ya no existe, y runrunean nostálgicas en el mundo que empieza.

Semantron: instrumento de percusión idiófono que en los monasterios ortodoxos es usado para llamar a los monjes a orar.

Kazbegi

 

Batumi

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3 de marzo de 2021
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Boi

—Y, por último, ¿por qué ha escogido la versión en español de esta canción?

—Bueno, porque todo el mundo conoce la original. Aunque, si lo mira bien, jamás va a ser lo mismo decir te quiero en el idioma de tus entrañas.

[Suena Tú serás mi baby de Les Surfs]

 

No entiendo por qué no había oído hablar de esta película. Se estrenó en 2019. Hizo falta que la subieran a Netflix —no está en Filmin, este dato todavía me descoloca— y que el algoritmo nos la recomendara el domingo por la mañana para que llegáramos a ella. Ópera prima de Jorge M. Fontana. Trata sobre Boi, un chico de 27 años, aspirante a escritor, que empieza a trabajar como chófer privado. Sus primeros clientes son dos singapurenses que deben cerrar un trato en menos de 48 horas desde su llegada a Barcelona.

A fin de cuentas, para una película como Boi, el argumento es lo de menos. De ella me interesan, sobre todo, las escenas de espera y contemplación entre viaje y viaje. En una de ellas, Boi lee El tigre de Tracy, esa novela tan loca de Saroyan en la que el mejor amigo del protagonista es un tigre que luego resulta ser una pantera negra. «¿Cuál es la diferencia entre un buen café y el mejor café? La publicidad—contestó Tracy». Me gustó el detalle. El café, curioso elemento a golpe de leitmotiv. ¿Usted sabe sacar el café por la nariz?

Hay mucha belleza en esta película, toda concentrada en frases cortas. «Eres tú. ¿No te acuerdas? El escritorzuelo con la niebla por dentro. Y ahora, con todas las puertas cerradas... Mira arriba. Hay una ventana abierta». Cameo del desaparecido David Sust, última vez visto en Demasiado viejo para morir joven.

Sólo leo reseñas de las pelis que me han gustado. En una se quejaban de la falta de personajes femeninos del reparto. La crítica decía que las mujeres sólo aparecen para dar propósito, razón de ser y motivos para la melancolía del protagonista, que apenas están construidas y ni siquiera son necesarias para la trama. ¿Cómo puede ser que con una película de este calibre sigamos con la misma cantinela? Es más, ¿qué razón hay para reclamar una cuota femenina impostada para unos personajes que nunca lo fueron?

Si hay libros de los que deseamos adaptaciones cinematográficas, también hay películas de las que es justo desear novelas. Boi es una de ellas.

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10 de febrero de 2021
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Una mujer

Se me había olvidado lo que era leer a Annie Ernaux. Ayer, bien caída la tarde, con una monografía de Auschwitz y tres mil quinientos trámites burocráticos todavía pendientes —qué mejor manera de pasar el mítico Blue Monday— me presenté ante mi estantería favorita de la casa y elegí Una mujer. Algunos lo llamarán procrastinar. Ya lo había leído aquella vez en Formentor, pero no importa, suelo releer los libros de Ernaux con la misma intriga que la primera vez, me ocurre desde que descubrí aquella edición antigua de Pura pasión. Es lo que tiene creer que padeces los mismos males que la autora.

Justamente, fue ayer cuando me di cuenta de que lo que más me gusta de Ernaux es su manera de ver su presente y situarlo de manera tan precisa. Creo que esta revelación se debe a que no tengo buena memoria, apenas me acuerdo de mi infancia, diría que mi primer recuerdo es de cuando tenía ocho años. Incluso mi pareja se lleva las manos a la cabeza cuando le cuento alguna historia, repetida, por supuesto, con la misma ilusión que la primera vez. Aun así, qué más da, se la vuelvo a contar.

Es la belleza y el arte de la situación literaria —los que hayan leído Una mujer me entenderán: las forsythias y el crucifijo, los barrotes subidos de la cama y el camisón blanco bordado, L’école des fans de Jacques Martin en un hospital de Pontoise. «Ahora, todo está unido».

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19 de enero de 2021
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Decepcionados

El 1 de enero me di una vuelta por las redes sociales, todo eran alusiones a la maldad del 2020 y la bondad que nos traería el 2021. Qué cosa más tonta. Mi lectura para esos días de fiestas y homenajes gastronómicos fue la larga entrevista que le hizo Bertrand Richard a Gilles Lipovetsky, lectura obligatoria:

¿Qué nos permite hoy diagnosticar el crecimiento de la decepción?

A la escala de la historia secular de la modernidad, el momento actual se caracteriza por la desutopización o la desmitificación del futuro. La modernidad triunfante se ha confundido con un desatado optimismo histórico, con una fe inquebrantable en la marcha irreversible y continua hacia una edad de oro prometida por la dinámica de la ciencia y la técnica, de la razón o la revolución. En una visión progresista, el futuro se concibe siempre como superior al presente, y las grandes filosofías de la historia, de Turgot a Condorcet, de Hegel a Spencer, han partido de la idea de que la historia avanza necesariamente para garantizar la libertad y la felicidad del género humano. Como usted sabe, las tragedias del siglo XX, y en la actualidad, los nuevos peligros tecnológicos y ecológicos han propinado golpes muy serios a esta creencia en un futuro incesantemente mejor. Estas dudas engendraron la concepción de la posmodernidad como desencanto ideológico y pérdida de la credibilidad de los sistemas progresistas. Dado que se prolongan las esperas democráticas de justicia y bienestar, en nuestra época prosperan el desasosiego y el desengaño, la decepción y la angustia. ¿Y si el futuro fuera peor que el pasado? En este contexto, la creencia de que la siguiente generación vivirá mejor que la de sus padres anda de capa caída.

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5 de enero de 2021
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Lo que sé de Ayn Rand

El libro más barato que jamás he comprado es Los que vivimos de Ayn Rand. Me costó 50 céntimos. Todavía me acuerdo: letra enana, tapa blanda roída y 500 páginas llenas de polvo. En el instituto se corrió la voz de que habían abierto una tienda de segunda mano en Palma y se podían comprar discos a muy buen precio. Allá que fuimos todos. Sorpresa: también había libros. El título me llamó la atención. No sabía quién era Ayn Rand y, por aquel entonces, leer sobre la Revolución rusa era un peñazo. Años más tarde, mi hermano pequeño lo leería con mucha más pasión que yo.

Los libros de Ayn Rand son solitarios, tienen cierto lirismo, pero muchos los seguimos convirtiendo en alegatos de pensamiento crítico, ignorando todo lo demás. Error. Hace ya un tiempo que estoy más enganchada al panorama político que nunca. Creo que este interés tan súbito debió de acelerarse con la pandemia y ese querer estar al tanto de lo que se nos venía encima. Estoy segura de que gran parte de los que amamos a este país desayunamos llevándonos las manos a la cabeza. Hay gente, en cambio, a la que le da igual.

El otro día, cenando con unos amigos, vi cómo una suerte de alucinación fantástica que llevaba tiempo en mi cabeza se hacía realidad. Es una idea simple, pero triste. Aquellos que apoyan al Gobierno sin importarle un comino lo que hacen mal, reverenciando todos y cada uno de los errores, lo hacen porque tienen un miedo fóbico y extraordinario a que se les encasille con el estereotipo de la derecha. Por supuesto, ocurre también al revés cuando se dan las circunstancias precisas. Soy de las que piensa que siempre es mejor llevar la contraria que ignorar una metedura de pata, pero no fue así y el vino hizo que todo quedara en un susto. A pesar de todo, se me apareció la figura de Gary Cooper, quien dio vida al protagonista de El Manantial en la gran pantalla hollywoodiense, justo al final de la cena. ¿Adónde se nos ha ido el pensamiento crítico? Al escribir esto, se me ocurre nombrar las tres líneas básicas sobre lo que sé de Ayn Rand -como bien dice el título de esta entrada-. Ahí van: el pensamiento es propiedad individual, la felicidad debería ser nuestro único propósito vital y el sacrificio personal es inmoral.

Unas semanas atrás, recibí las ediciones que la editorial Deusto ha publicado tan impolutamente -sus páginas sí que se leen bien: carecen de polvo, tapa dura y la letra es adecuada- de El Manantial, Himno e Ideal. Qué alegría me llevé. Al igual que con el cine, disfruto mucho más aquellas novelas en las que no ocurre nada en concreto, bueno, mejor dicho, aquellas que no tienen un propósito final; podría decirse que las novelas de Ayn Rand son la excepción. ¿Qué decir de El Manantial cuando incluso todo lo malo ya está dicho? Himno e Ideal son joyas raras y extravagantes. Himno es distópica y profética. Una alarma convertida en novela, un mundo en el que ha desaparecido la palabra «yo». Incluye un facsímil de la edición original inglesa con las correcciones, escritas con puño y letra, que hizo para la edición estadounidense. Ni una página se salvó del garabato ininteligible de la mismísima Ayn Rand. Ideal trata sobre la integridad y lo horrible que es la idolatría. Al poco de escribirla, Rand se dio cuenta de que la historia funcionaría mejor como obra de teatro. Así ocurrió.

He pasado el mes de noviembre, y parte de diciembre, leyendo a Rand y me he vuelto más escéptica que lo que ya era. Otro tema: me indigna que alguien, sea quien sea, desprestigie cualquier creación artística asociándolo a lo juvenil, lo adolescente. Obama perdió muchísima decencia cuando dijo que leer a Ayn Rand era cosa de adolescentes incomprendidos. Será que algunos seguimos siéndolo.

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16 de diciembre de 2020
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Oh…

«Mis novelas son negras porque el mundo en el que vivimos no es demasiado luminoso», suele decir Philippe Djian cuando lo entrevistan. Debo decir que nunca había leído tantas reseñas negativas sobre una novela. Cuando me propuse escribir sobre «Oh...», una joya insólita de la literatura francesa, pensé que, antes de soltar el argumento principal en una sola frase, debía poner en contexto demasiados aspectos de la novela para que el potencial lector no lo malinterpretara y perdiera interés. En fin, no lo voy a hacer porque me cargaría ese je ne sais quoi literario y elemental.

«Oh...» son treinta días en la vida de Michèle, una empresaria de 50 años a la que acaban de violar en su propia casa. No acude a la policía y, cuando descubre quién ha sido -aquí llega el cortocircuito-, vuelve a acostarse con él, con el hombre que la violó. Es una novela cerebral y agotadora, no lo digo en el mal sentido de la palabra, sino en el mejor que podría tener. Se agradece, a veces, leer una prosa tan directa y espontánea, casi como un guion de cine.

Parece que este argumento no fue bien digerido por muchos lectores y de ahí que yo me haya topado con tanta mala crítica. «Nadie se creería ni por un momento que no me procuran placer estas mascaradas aterradoras, por muy retorcidas que sean, pero yo nunca he dicho lo contrario, jamás he fingido que se tratara de una cuestión platónica». Michèle, siempre con un estado de ánimo más tétrico que triste, accede -y propicia- una y otra vez el mismo encuentro: los mismos gritos de socorro y el mismo pasamontañas. Se puede divergir por otra lectura: quizá llevar a su agresor a sentir humillación por el simple hecho de prestarse fácilmente a otra simulación de violación.

No sé hasta qué punto estará de acuerdo conmigo la persona que lea esto, pero parece que la literatura francesa es de las pocas que sigue creando personajes masculinos de dudosa moral y, todavía más importante, que siguen siendo creíbles, a la par que criticados. ¿Ocurre lo mismo con los personajes femeninos? Ignoro el motivo, pero el problema es que no los encuentro tan a menudo o, tal vez, por caprichos de la estadística, esos libros no caen en mis manos con la misma asiduidad.

«Con la perspectiva que me da el tiempo, no entiendo cómo pude acceder a jugar a ese juego abominable, a menos que el sexo lo explique todo, pero no lo veo nada claro. En el fondo no creía ser una persona tan rara, tan complicada, tan fuerte y tan débil al mismo tiempo. Es sorprendente. La experiencia de la soledad, del tiempo que pasa, es sorprendente. La experiencia de uno mismo. Otras más valientes que yo han vacilado; aunque yo hice mucho más que vacilar, claro. A veces, vuelvo a ver escenas enteras de nuestros encuentros, por razones que se me escapan asisto a ellas, como si flotase varios metros por encima de esas dos criaturas enfurecidas que pelean cuerpo a cuerpo en el suelo, y alucino con mi actuación».

«Oh...» fue llevada a la gran pantalla por Paul Verhoeven en 2016 con el título Elle y Michèle fue interpretada por mi actriz favorita, Isabelle Huppert, otro motivo más para verla. De Verhoeven, debo decir que me sigue fascinando su filmografía tan dispar, desde RoboCop o películas que bien podrían pasar por la película del domingo por la tarde de Antena 3 hasta Delicias turcas, una cinta poética que me gustó mucho y también recomiendo.

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27 de noviembre de 2020
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Huyendo de la felicidad

Todos los libros buenos pasan desapercibidos. Me da rabia. No es ninguna novedad. El nenúfar y la araña es un libro que deberíamos haber aplaudido como merece. El miedo y su introspección son temas que me fascinan. En esta novela, editada impecablemente por Tránsito Editorial, hay de sobra.

Claire Legendre (Niza, 1979) ha escrito un libro sobre la violencia, la que ejercemos contra nosotros mismos, y la hipocondría. Legendre, además, es precisa y dispar en los temas: un nódulo pulmonar por sorpresa, la vivencia de su juventud conociendo la fecha exacta de su muerte, los sabotajes amorosos o la aracnofobia hereditaria. Recordaremos que «el modo más seguro de no temer a la araña es convertirse en ella».

Este es un libro sobre el momento exacto en el que la herida escuece. Lo triste aquí aparece como ineludible y virulento hasta que llega la litost checa -palabra que algunos traducen como remordimiento, aunque considero que no es acertado-; la litost es el espectáculo de la miseria propia. «Las litost pueden ser recientes o antiguas; las del mismo día son vigorosas, pero las viejas litost remachadas son las peores, se incrustan y se convierten en mitos. Una vez olvidada, digerida, puede resucitar ante una palabra que oímos en la radio, un vaso que se rompe, un encuentro fortuito... La resurrección intempestiva de litost puede acabar incapacitándonos en la vida cotidiana».

Más allá de todo lo que podemos considerar como una buena prosa, ya sea porque su lirismo nos alcance racionalmente, la trama nos toque la fibra sensible o se le dé muy bien narrar experiencias comunes, Legendre comparte dos temas que, creo, serán de interés general. El primero, la tesina de su amiga Fanie Demeule sobre la anorexia mental. Viene a decir que si algo te gusta mucho y no puedes «estirarlo a voluntad», como mínimo podrás privarte al completo y así sentir el poder que mereces sobre aquello que amas. Bien lo cantó Jane Birkin: «Huir de la felicidad por miedo a que huya». El otro, el complejo del novelista. No hay consuelo en transformar las desgracias en libros, «las lágrimas en lirismo». El consuelo literario no existe.

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16 de noviembre de 2020
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