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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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Malvinas: Fotos borrosas y una carta perdida

Ya son 39 años desde aquel 1982 en que a los diez mil veteranos argentinos la Guerra de las Malvinas nos cambió la vida. Tardé mucho en escribir, en saber qué y cómo escribir, sobre esos días terribles.
Este es el primer texto que publiqué en un diario: fue en el décimo aniversario, abril de 1992. En el Suplemento Sí de Clarín, gracias al gran editor Marcelo Franco. Iba con un dibujo que no puedo encontrar ahora, del genio Hermenegildo Sabat, que mostraba a un soldado acribillado de manchas de tinta.
Acababa de leer el libro que me marcó el camino, “Las cosas que llevaban”, del mejor escritor de la guerra y veterano de Vietnam Tim O’Brian. Los que lo leyeron encontrarán el intento de encontrar mi voz en la suya. Lo llamé “Fotos borrosas y una carta perdida”.
Es la primera vez que la comparto después de esa publicación hace 29 años. Y quise acompañarla con primera foto que me tomaron en el living de la casa de mis padres, apenas volví de la guerra y todavía no me había sacado la gorra sucia de humo y de muertes.

Esa es mi foto borrosa:

Y esta es mi carta perdida:

"Esa mañana del 15 de junio de 1982, un día después de la rendición, nevó por primera vez. Ahí me dí cuenta que todavía no había empezado el invierno. Por los caminos escarchados, tropezando con las piedras, los fantasmas bajaban esqueléticos y ojerosos de las montañas. Nunca más vi miradas así. Yo pasaba con un grupo de sobrevivientes por entre los soldados de ambos bandos que enterraban a sus muertos entre los charcos helados y el humo que salía de la boca junto con las puteadas. Después ví en el casino de oficiales a altos jefes militares de ambos bandos risueñamente tomando whisky.
* * *
La guerra de las Malvinas es menos la que yo viví que la que imaginaron ustedes. Tiene más de fantasía que de realidad. Como me imagino le pasará a los que conocieron a Gardel o frecuentaron a Marilyn Monroe, ya se me hace que lo que me acuerdo no es lo que pasó. Malvinas es lo que creen y piensan los millones que nunca pisaron esa turba porosa ni sintieron ese endemoniado viento, siempre del mismo lado, ni respiraron esa mezcla de olor a pólvora de afuera, suciedad del propio cuerpo y miedo de más adentro.
Pero aunque mi historia sea poco importante y nunca pueda transmitir la sensación exacta, quiero contarles dos o tres cosas de Malvinas. Si quieren, escúchenme como a un loco al que le pasó algo fulero y se quedó fijado en ese recuerdo que repite una y otra vez. Pobre tipo. En el fondo, todos somos locos que contamos siempre la misma historia. La diferencia es que ésta es con soldados, tiros y suspenso. Es una de guerra. Pero no es como la pintan en Hollywood. No hay música, no hay gloria, no hay montaje que te evite el espectáculo desagradable de cuerpos cortados por la mitad. El que se muere no aparece después en una de vaqueros. Se murió. Y para los otros, la cosa no termina a la hora y media. Si te cortaron una pierna, si viste a un amigo sin cabeza, si mataste a alguien, es para siempre.
* * *
Hace poco, unos pibes que entraron a la secundaria después del '83 me preguntaron por qué fui a las Malvinas. La verdad es que no se me ocurrió que podía no ir. No se me ocurrió no obedecer cuando vino la policía a decirme que tenía que presentarme ese mismo domingo de Pascua en el comando. Nos habían educado para que no se nos ocurriera la posibilidad de negarnos a obedecer.
Era noche cerrada y un oficial nos arengaba con cínica frialdad: "Cuando vuelvan, si es que vuelve alguno..." No me acuerdo si hacía frio. Me acuerdo que varios temblábamos. Nos probábamos las botas y las camperas y mirábamos a los más bromistas, pero ellos también tenían un nudo en la garganta. Lo peor fue cuando apagaron las luces. Nos acostamos en el piso del comando, casi nadie durmió, y a las seis de la mañana salimos marchando para el aeropuerto de El Palomar, donde nos amucharon en un avión de transporte.
De Río Gallegos volamos a Malvinas en un Fokker. Anochecía y alcanzamos a ver la silueta árida de las islas antes de aterrizar. El sol iba perdiéndose en el mar y nadie sabía lo que le esperaba. Los pibes que nos recibieron esa noche y nos dieron un guiso memorable hablaban como veteranos de Vietnam o de Corea. Habían desembarcado en las Malvinas hacía sólo diez días, tenían 18 o 19 años igual que nosotros, pero si le podés dar a alguien un consejo capaz de salvarle la vida, te sentís un viejo. Cuando 20 días más tarde llegaron los voluntarios, yo también me sentía aquel veterano que se las sabe todas. ¿Y qué sabíamos? Lo que pasaba era que no teníamos conciencia de lo que nos podía pasar.
* * *
El primer refugio que hicimos era una reverenda porquería. Lo terminamos el 30 de abril y el 1ro de mayo fue el primer ataque aéreo y tuvimos que pasarnos cinco horas de cuclillas en ese pozo infame. La peor tortura era que no se podía salir a mear. Nadie se imaginaba que te podía caer una bomba si salías a mear. De hecho, a la tardecita salíamos en pequeños grupos y se fumaba un puchito compartido y se comentaba con los que estaban de guardia detrás de los sacos de arena.
Marcelo, el petiso que cargaba a todo el mundo y tenía un don especial para imitar a los suboficiales, entró justo atrás mío en el refugio cuando sonó la primera alerta roja. Qué cagada, pensé yo. Marcelo me había tomado de punto y no perdería oportunidad de cargarme en continuado en esa convivencia forzosa. Me di vuelta para mirarlo y estaba pálido y serio, con la mirada perdida en el techo de chapa por donde caían hilitos de tierra. Cuando sonaron las primeras bombas me aferró el brazo y no me soltó hasta que gritaron que ya no había más peligro. Después siguió con las bromas y las cargadas, pero nunca más se la agarró conmigo.
En la última reunión de los que estuvimos juntos en las islas - que se hace cada 20 de junio, el aniversario del día que volvimos - me contaron que Marcelo se suicidó. "Estaba medio loco". Quise preguntar más, pero se decidió por consenso cambiar de tema. El bebé de uno, el casamiento de otro, un tercero que se fue a Estados Unidos. Yo no podía sacarme de la cabeza la imagen de Marcelo cagándose de risa de cualquier boludez. Sólo en ese momento, en la oscuridad del refugio, había tenido un mínimo indicio de cómo sería la persona que se escondía detrás de la máscara del payaso, el dueño de esa mano aterrada. La mano que lo mató.
* * *
El último bombardeo era ya a pocos días de la rendición. Supongo que se podrá rastrear el día, porque esa noche (que era el mediodía de las islas) jugaba Argentina en el mundial de España. Yo estaba ese mediodía en la casa de un funcionario inglés que un alto oficial había tomado como vivienda y cuartel general. Nos juntamos todos en la cocina, que tenía paredes de piedra. Yo estaba debajo de la mesa y tenía que levantar la mano y agarrar la antena de la vetusta radio con los dedos para que se escuchara el partido. Los cabos se comían las uñas debajo de la escalera que daba al desván. El partido era algo tan irreal en ese momento ... sin embargo era mucho más cierto que las noticias que transmitía la radio sobre el desarrollo de la guerra. "Poné radio Carve de Montevideo," me decían los oficiales. "Así puede que nos enteremos de algo." Pero el día del partido no hay quien los sacara de Rivadavia. Ese fue el día que el bombardeo inglés voló dos depósitos, el cuartel de policía y la casa de unos kelpers.
* * *
Juan Ramón se había metido en la Escuela de Mecánica de la Armada a los 15 años. Es lo que llaman la "conscripción económica", una de las pocas formas que tienen los que nacieron en el tercio sumergido de zafar del hambre, de la incertidumbre, de la humillación del desempleo. Juan Ramón tenía empleo asegurado, comida, cama, beneficios sociales. Nunca se le había ocurrido que el empleo era prepararse para matar gente y para tratar de que no lo mataran a él. Era marinero de segunda cuando lo mandaron a las Malvinas. Tenía 17 años. Su cuerpo envuelto en una frazada fue enterrado en Bahía Fox una madrugada ventosa de fines de mayo.
Las versiones sobre su muerte no son claras. Parece que marchaban en fila india a esconderse en medio de una lluvia de esquirlas cuando empezó a correr y a disparar para cualquier lado. Los barcos ingleses tenían cañones que disparaban más lejos que la artillería argentina, y entonces se alejaban donde no podían alcanzarlos y tiraban bombas hasta cansarse. "Se volvió loco," decía uno de los cabos que lo trajo a la mañana siguiente. El cabo tenía el casco perforado por una bala que había disparado Juan Ramón. Pusieron el cuerpo envuelto en la frazada al lado de la manguera de donde sacábamos agua. Todo ese día y hasta la mañana siguiente nadie quería ir a buscar agua, para no encontrarse con esas botas saliendo por debajo de la frazada.
* * *
"...y delfines juguetones que siempre nos seguían, patos salvajes y toda clase de aves marinas, y las elegantes gaviotas que nunca me cansaba de mirar, planeando sobre el mar, casi tocando las olas, casi jugando con ellas y pasando una y otra vez por delante de la proa..."
Este es un fragmento de una carta que mandé a mi familia el 8 de junio de 1982 desde las Islas Malvinas. El barquito en el que estaba tenía la misión de buscar sobrevivientes o cadáveres de barcos hundidos y aviones derribados. Yo me la pasaba mirando el mar y la costa, y entre la guerra y mis ojos se interponía la naturaleza, la belleza salvaje de las Malvinas.
* * *
Cuatro días después, el 12 de junio a las cinco de la mañana yo estaba de guardia frente al comando de Marina en Puerto Argentino cuando apareció exultante un Capitán de Fragata artillero dispuesto a contar a quien quisiera oír su hazaña cómo había impactado su Exocet en un buque enemigo. Hacía una semana iba todas las noches a un punto estratégico en la costa rocosa y aguardaba el momento propicio para disparar su sofisticado juguete.
Esta vez las densas nubes de humo que cubrieron el incipiente amanecer le trajeron la certeza del éxito y la satisfacción del deber cumplido. A media mañana la radio dijo que el trasporte de helicópteros Glamorgan había sido seriamente averiado. El capellán vino a darnos la buena noticia. Agregó, con la entonación jubilosa de quien anuncia el castigo divino, que había habido "bajas" entre las tropas enemigas.
Siete años después, el viernes 21 de abril de 1989, alcancé un papelito arrugado a una de las empleadas de la biblioteca de la Facultad de Ciencias Sociales. Contenía varios números y letras, el código de un grueso volumen teórico que debía fagocitar durante el fin de semana. La empleada me trajo otro libro, que respondía a otro número de código. Se llamaba "Cartas de un Marino Inglés." El título era mucho mas sugestivo que el del indigerible tomo que yo había pedido, así que me lo llevé. El nombre de su autor, David Tinker, me sonaba a aventurero de los mares del sur.
* * *
"... Aún aquí hay una sorprendente cantidad de aves marinas, y no solamente de las más grandes. Supongo que cuando se cansan, se sientan simplemente sobre el agua. La semana pasada tuvimos un par de gaviotas, muy blancas y mansitas, que parecian disfrutar paseándose por la cubierta de vuelo buscando bocados interesantes. Les pusimos algunos trocitos de pan, y una de ellas se animó a comer de la mano de un suboficial aeronáutico..."
Este es un fragmento de una carta que mandó el Teniente de Navío inglés David Tinker a su familia el 8 de junio de 1982 desde las Islas Malvinas. David tenía 25 años y esta es la última carta que escribió. Cuatro días mas tarde, un Exocet cayó sobre la cubierta de vuelo del Glamorgan, donde estaba de guardia, matándolo en el acto.
Hugh Tinker, el padre del joven marino muerto 48 horas antes del fin de las hostilidades en el Altántico Sur, recopiló y editó las largas cartas que habían llegado a su casa en Shropshire, Inglaterra y las dolorosas y aún mas largas que fueron llegando luego de saberse la noticia de su muerte. En ellas hablaba de las próximas vacaciones y de planes para el futuro, cuando cumpliría la meditada decisión que ya había tomado al acercarse a las islas: dejar la marina.
* * *
Yo conocí al asesino de David Tinker. Era el orgulloso oficial de bigote gris que entró al comando esa madrugada helada. David probablemente asesinó amigos, compañeros míos. La guerra es así. Suena mal que yo hable de asesinos. Casi de mal gusto. Creo que entiendo las cartas de David Tinker no por lo elocuentes o persuasivas que puedan ser sino porque yo también estuve allí. Yo también sentí esa locura y tuve esa desesperación de escribir cartas, de repetirme que había cosas hermosas, pero también de contar el horror, de sacudir a los insensibles. La diferencia es que yo sobreviví. Lo que no sé es si volví. Tal vez estas líneas desordenadas sean una nueva carta que mando desde el frente."

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2 de abril de 2021
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Cien años con Astor Piazzolla

Hace hoy cien años nació Astor Piazzolla. Quiero compartir un texto que escribí hace más de 20 años, que publiqué en La Nación de Costa Rica y luego en mi libro El arte de escuchar. Es el más antiguo y el más personal de los perfiles de esa colección. Su música nunca dejará de acompañarme, como a tantos de los hijos de su arte. 

Hay música que nos gusta. Hay música que nos enamora. Pero solo unos pocos compositores e intérpretes, un puñado de canciones y melodías en el mundo nos hacen sentir que fueron compuestas para nosotros. Que nos hacen decir: «Este concierto es un espejo». O: «Hay algo en mi cuerpo que está tocando ese instrumento». O: «Esa canción soy yo».

En mi caso, admiro el jazz moderno, me alegra el swing y adoro a Mozart. Pero cuando Astor Piazzolla llena su bandoneón de vida y aire y fuego y recuerdos, tengo que cerrar los ojos.

Cierro los ojos y ahí estoy, hace quince años. Desaparece el presente y estoy otra vez en Buenos Aires. Acabo de llegar muy temprano a un espectáculo en un barcito en la calle Juramento del barrio de Belgrano y me dejan entrar. Mi asiento es el más barato, acuclillado en la escalera. Escapo del sol de la tarde y entro en el mundo del tango, donde siempre está oscuro y húmedo. El bar está vacío. Camino pegado al escenario y ahí lo veo. Parece un acordeoncito, pequeño, negro, arrugado y sereno. En la penumbra brillan los botones blancos a cada lado. Los botones están gastados de tanta música. El instrumento parece tan desamparado entre un piano de cola y un contrabajo. Tan frágil. Tan humano. Mis manos se mueven sin consultarme y por un segundo, la yema de mi dedo índice toca el bandoneón de Piazzolla.

Astor Piazzolla toca como hablamos. Sus manos extraen suspiros plañideros sobre una rodilla apoyada en un taburete. Los brazos se abren y se cierran para contarnos nuestras propias historias, con voces manchadas por el cigarrillo, con gestos franceses y manos italianas. El bandoneón de Piazzolla habla Buenos Aires y su color son las infinitas variantes del gris lluvioso.

Dicen que nació en Mar del Plata en 1921, pero no es verdad. Piazzolla existió siempre, y cuando no lo veíamos estaba mamando jazz negro en Nueva York, estudiando armonía en París, grabando discos como un poseso en Milán, o escuchando a los borrachos en los boliches del abasto y las cantinas del puerto de Buenos Aires. Dicen que murió en 1992 pero no me van a obligar a creerlo. Por ahí andará.

Rueda el disco. Mientras su quinteto reinventa el tango con cada murmullo y aullido del piano, el contrabajo, la guitarra, el violín y el bandoneón, los aromas de Buenos Aires invaden la sala, esté donde esté. El olor se combina enseguida con el regusto de la última copa derramada sobre una mesa donde la conversación fue demasiado lejos, o se pierde entre las espirales del pan recién horneado al volver a casa con las luces del alba.

Mis ojos siguen cerrados. Piazzolla está tocando y el aire se detiene, pegajoso y espeso, con un regusto de brisa fresca y ácida del río, que acaricia las copas de las tipas y el lomo de los empedrados en las calles de Buenos Aires.

¿Cómo va a estar muerto alguien que levanta una ciudad con el suspiro de un instrumento?

El niño peleón

El 4 de agosto de 1990 el cerebro de Astor Piazzolla, unos de los músicos más geniales del siglo xx, sucumbía a un infarto en París, en medio de una gira de conciertos. En coma profundo fue transportado a Buenos Aires y nunca se despertó. Su muerte vino casi dos años después, el 4 de julio de 1992. El estado casi vegetal de Piazzolla fue un mazazo para todos los que lo conocieron. Era inconcebible que el creador más activo, polémico y creador que haya dado la música de América Latina, estuviera inmóvil, como astillado en vida. En los primeros meses tras la vuelta, decenas de amigos, colegas y hasta políticos hicieron la procesión hasta su cama. Pero la actividad febril, la lengua punzante, el genio creador ya no estaban allí. Con el tiempo las visitas se comenzaron a espaciar hasta hacerse muy esporádicas.

El compositor, director y bandoneonista tuvo un fin con el que nadie había soñado. Durante veintitrés meses de coma, estaba pero no estaba. Los que lo habían criticado y combatido hasta la crueldad ahora le rendían homenajes, se declaraban sus discípulos; se celebraban festivales y simposios con su obra. Dicen que él, en su cama, de vez en cuando, esbozaba algo parecido a una sonrisa. Su última compañera, Laura Escalada, sufría estoicamente a su lado. Curioso destino para un artista que nunca dejó de pelear buscando la perfección en el arte.

Astor Piazzolla nació en la ciudad costera de Mar del Plata el 11 de marzo de 1921. Era hijo de inmigrantes del sur de Italia: su padre, el «nonino» que el músico eternizó en su creación más famosa Adiós Nonino), era comerciante, artesano y buscavidas. La madre, igual de trabajadora y abnegada, se deslomó en la peluquería, la manicura y la costura.

En 1925 los Piazzolla dejaron todo para probar suerte en Estados Unidos. En las calles del Greenwich Village, entre mafiosos italianos, irlandeses y judíos, el niño Astor aprendió a defenderse en la ley de la calle. Pocos meses antes de entrar en coma le contaba al periodista Natalio Gorín: «A los seis años ya me habían echado de dos escuelas por peleador. Los pibes de mi barra me decían Lefty (zurdo), porque mi trompada ya se había hecho famosa. Yo era violento, malo en serio. Formaba parte de una barra muy fuerte, de italianos; nos peleábamos siempre con la barra de los judíos. Era la versión infantil de lo que pasaba entre los grandes. Lo nuestro no pasaba de las trompadas, pero había que tener agallas, y a veces aguantar palizas terribles; el que escapaba era considerado cobarde».

Varias veces Piazzolla reflexionó en entrevistas sobre lo que le sirvió esa dura escuela para levantarse una y otra vez, sobreponerse a insultos y ataques, hasta lograr revolucionar el tango. Durante casi toda su carrera, los músicos clásicos argentinos lo consideraban un cabaretero más, y los tangueros de la vieja guardia, un traidor. Él apretaba los dientes y los puños, como en las callejas del Manhattan de los años veinte y seguía adelante.

El amigo de Gardel

La foto parece de mentira: un adolescente flaco y con cara de pícaro, con un manojo de diarios bajo el brazo apunta hacia un punto en la lejanía. Un policía y dos hombres miran en la misma dirección. Es una escena de la película El día que me quieras, de 1937. Uno de los hombres es el actor de la época de oro del cine argentino Tito Lusiardo. El otro es Carlos Gardel. El adolescente es Astor Piazzolla. ¿Cómo se conocieron los dos genios del tango?

En la década de 1930, don Vicente Piazzolla, un fanático del tango, le compró a su hijo un bandoneón, pero el niño no se interesaba por los discos de tango de su padre. Prefería escuchar y tocar piezas de Bach o levantar presión con la orquesta de Cab Calloway y otras grandes bandas de jazz de la época.

Fue en ese tiempo cuando Carlos Gardel llegó a Nueva York para grabar esas películas que dieron la vuelta a América Latina y compitieron con éxito contra las grandes producciones de Hollywood. Un Piazzolla de trece años le llevó una talla en madera, ofrenda de admiración de su padre. Gardel adoptó al joven como guía, y por varias semanas iban juntos de compras y paseaban por la ciudad. Gardel casi no hablaba inglés.

Al enterarse de que Astor tocaba el bandoneón, lo invitó a acompañarlo en sus espectáculos. El adolescente tuvo que aprender a las apuradas sus primeros tangos. También apareció como actor improvisado, haciendo de canillita (niño vendedor de diarios) en su película más famosa. Aunque parezca increíble, en ese momento el tango no le gustaba. Tuvo que volver a Mar del Plata a los dieciséis para que le empezara a picar el bichito.

El tanguero

En una antología del maestro publicada en los ochenta se incluye la carta con la que Piazzolla se lanzó a abrazar la música que lo llevaría a todo el mundo: a los dieciséis años, ya de vuelta en Argentina, le escribió al famoso violinista Elvino Vardaro en un español espantoso lleno de anglicismos, diciéndole que era su «hincha» y que quería estudiar con él. Años después Vardaro formaría parte de uno de los quintetos de Piazzolla.

A los dieciocho años Astor abandonó Mar del Plata para siempre y se instaló en Buenos Aires. Su sueño era entrar en el mundo del tango. Tocó con la orquesta del Tano Lauro, un conjunto de segunda fila, esperando su ocasión para entrar en una de las grandes orquestas de la época de oro (que para Piazzolla duró de 1940 a 1955). Con sus característicos empuje, seguridad en sí mismo y desparpajo, Piazzolla iba a los bares que frecuentaban los músicos de la orquesta más famosa, la del Gordo Aníbal Troilo, Pichuco.

Su ocasión se presentó cuando un músico de Pichuco enfermó poco antes de una gira. Troilo aceptó escucharlo. «Toqué dejando la vida en cada nota, y cuando terminamos el Gordo me dijo lo que esperaba por vía indirecta, en ese idioma tan particular que tenía: “Pibe, nosotros actuamos con pilcha azul, ya lo sabe”», le contaba Piazzolla años después a su biógrafo Natalio Gorín.

En los cinco años en que tocó con Troilo, Piazzolla se formó como músico y como persona. Se casó con la pintora Dedé Wolff, tuvo dos hijos (Diana y Daniel), escuchó a las grandes orquestas de la época (Osvaldo Pugliese, Horacio Salgán) y empezó poco a poco a escribir arreglos para Troilo y reemplazar al maestro en los solos de bandoneón. Tres mañanas por semana estudiaba contrapunto y composición clásica con el «erudito» vanguardista Alberto Ginastera. Soñaba con casar el tango y la música clásica.

Después de actuar en los clubes de barrio, dormía un par de horas y se iba a los ensayos de la Filarmónica de Buenos Aires. Por las noches, intentaba aplicar las armonías de Béla Bartók a los tangos de Arolas o Julio de Caro que arreglaba para Pichuco.

El estudiante

Pero en 1944 Piazzolla ya estaba listo para volar. Dejó a Troilo y formó una orquesta para acompañar al popular cantor Fiorentino, y dos años más tarde lanzó su propio grupo. Pero por primera vez no tenía claro adónde tenía que ir. Le pareció que la música clásica le daría la respuesta. Ganó una beca del gobierno de Francia y en 1954 parte a París para estudiar con la más importante pedagoga de la época, Nadia Boulanger, la maestra de Leonard Bernstein, Philip Glass, Ígor Markévich y Dinu Lipatti.

Piazzolla había llegado a París con un baúl lleno de partituras clásicas. El bandoneón lo dejó en el armario del hotel: le avergonzaba reconocer su «pasado tanguero». Las primeras semanas, la gran Boulanger encontraba sus piezas correctas pero faltas de vida y carácter. Hasta que se le ocurrió preguntarle qué hacía en Buenos Aires, y llegó el gran momento.

Así se lo contó años después a Natalio Gorín: «Nadia me miró a los ojos y me pidió que tocara uno de mis tangos en el piano. Ahí le hablé del bandoneón, que no esperara escuchar un buen pianista porque en realidad no lo era. Ella insistió: “No importa, Astor, toque su tango”. Y entonces empecé con Triunfal. Creo que no habré llegado a la mitad. Nadia me detuvo, me tomó las manos… y me dijo: “Astor, esto es hermoso, me gusta mucho, aquí está el verdadero Piazzolla, no lo abandone nunca”. Y esa fue la gran revelación de mi vida».

Al volver a Buenos Aires, Piazzolla ya tenía señalado el camino. Fundó su Octeto de Buenos Aires y una orquesta de cuerdas. Después vinieron los quintetos, las orquestas y el sexteto final. Se metió de lleno en fusiones con los movimientos de vanguardia de la música clásica y el jazz, y compuso la música de unas cincuenta películas. Pero siempre recordó la lección de Nadia Boulanger: lo suyo era la reinvención del tango.

El músico clásico

«Piazzolla nos obligó a estudiar a todos», dijo una vez su colega Osvaldo Pugliese.

En ritmo de tango, Astor compuso suites, conciertos, piezas para insospechadas combinaciones insospechadas, y hasta fugas (como las de Johann Sebastian Bach) de impecable factura. Su creación más ambiciosa, María de Buenos Aires, es una ópera (él la llamó, con mezcla de modestia y soberbia, «operita») con letra de Horacio Ferrer.

Piazzolla pensó que su obra comenzaría un nuevo género en la música de su ciudad, y su gran frustración fue no encontrar seguidores de su talla. Su ópera no fue la primera, sino la única en tiempo de tango. Sin embargo, cada vez más los músicos clásicos tocan sus obras.

Algunos de los grandes instrumentistas del siglo, como el chelista Yo-Yo Ma, el pianista Daniel Barenboim o el violinista Gidon Kremer, abrazaron con pasión la música de Piazzolla. Sus respectivos discos piazzollianos son grandes éxitos en Europa y Estados Unidos. Aún en vida de Piazzolla, orquestas y cuartetos de cuerda, como el vanguardista Cronos, le encomendaban piezas y las tocaban con él por los cinco continentes. Incontables grupos de danza bailan cada año las melodías violentas y líricas de este tanguero que comenzó marcando el compás para el Tano Lauro.

Su conquista, contra viento y marea, del mundo de la música clásica se corona la noche del 11 de junio de 1983. Allí, con su bandoneón y su quinteto, llena las más de tres mil butacas en los siete pisos del Teatro Colón.

Para los músicos populares argentinos, gritarles «¡Al Colón!» desde las baldosas de un salón de baile o en el pasto de un parque o un estadio es como mentarles un paraíso que nunca será suyo: la entrada en el templo mayor de la Gran Música. Allí Piazzolla no entró copiando los ejemplos que le mostraba su maestro Ginastera ni adaptando lo que aprendió en París, sino de la mano del tango. Su tango.

El inventor

Antes de Piazzolla, el tango era fundamentalmente una música bailable, urbana, con letras muy elaboradas debidas a grandes poetas (Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, Cátulo Castillo, Enrique Cadícamo), pero con un universo de melodías y armonías que iban perdiendo vigor con el paso de las décadas. Piazzolla lo lanzó a alturas insospechadas usando su conocimiento de la historia del tango desde adentro, su prodigiosa imaginación para los timbres y colores instrumentales, su talento para inventar la melodía que llega al corazón, y su conocimiento de la polifonía de Bach y la armonía de Bartók y Ravel.

Con Tango del Ángel, Lo que vendrá, Adiós Nonino, Las cuatro estaciones porteñas, Retrato de Alfredo Gobbi o Concierto para quinteto, inventa un nuevo lenguaje para hablar de una ciudad que, en los cincuenta y sesenta, se expandía, se modernizaba y se sofisticaba. Piazzolla ponía la banda sonora de una nueva Buenos Aires. Muchos jóvenes se reconocían en sus cadencias, pero la guardia vieja siempre le guardó rencor. No le perdonaban haber «destruido el tango», como decían. Pero no se daban cuenta de que el viejo tango se estaba convirtiendo en una pieza de museo.

Después de María de Buenos Aires, Piazzolla se acercó más al gran público con una versión renovada del «tango-canción».

Así lo recuerda su compañera Laura Escalada: «En 1969 la Balada para un loco es un enorme éxito mundial. Ese género, más comercial, lo acerca al gran público. Su público, hasta entonces integrado por un grupo reducido de entendidos, se hace cada vez más numeroso y reconoce en Piazzolla la expresión auténtica de la música de Buenos Aires. Así es que cosecha los más cálidos éxitos en América Latina».

A la Balada para un loco, interpretada por la voz arenosa y callejera de Amelita Baltar y por el decir cansino de Roberto Goyeneche, le siguieron otros grandes tangos-canción: Chiquilín de Bachín, El gordo triste (homenaje a Troilo), Balada para mi muerte o Los pájaros perdidos. Si uno se pone a caminar por las callejas empedradas de San Telmo, de la Boca, de Palermo o del Abasto, seguro que escuchará a un camionero que carga sus cajas o una señora con ruleros barriendo la vereda mientras silban un tango de Piazzolla. Si uno se para a preguntarles, probablemente la señora de los ruleros o el camionero no sepan de quién es. No hay mayor gloria para un músico popular.

Y nunca dejó de inventar. En palabras de su viuda: «Astor Piazzolla es uno de los pocos compositores que pudo grabar, y representar en conciertos la casi totalidad de su obra, la cual abarca unos cincuenta discos. En sus últimos diez años, escribió más de trescientos tangos, unas cincuenta banda musicales de films…, así como también temas musicales para obras teatrales y ballets».

El jazzista

Ya desde sus días de infancia en las calles de Nueva York, Piazzolla siempre fue un apasionado del jazz. En sus versiones de tangos clásicos, como El Choclo o La Cumparsita, jugaba transformando el compás tradicional del dos por cuatro en un swing tranquilo, para volver hacia el final a un reconocible chan-chan. En Coral, del disco del quinteto Adiós Nonino de 1969, se acerca a lo que están haciendo los jazzeros más sofisticados de los cincuenta y sesenta, como Miles Davis, Charlie Parker y Gerry Mulligan.

Por eso no resultó extraño cuando las grandes figuras del jazz se empezaron a interesar por la obra de Piazzolla y vieron puntos de comparación entre lo que ellos querían hacer a partir del hot jazz de Nueva Orleáns y lo que Astor estaba creando a partir del tango. La diferencia era que en el Cono Sur, Piazzolla estaba solo.

Laura Escalada recuerda que «en 1974, Gerry Mulligan, una de las máximas figuras del jazz, solicita a Piazzolla trabajar en conjunto y así nace Summit. En 1986, graba con Gary Burton en el Festival de Montreux la Suite for Vibraphone and New Tango Quintet, lo que despierta la admiración de grandes solistas de jazz como Pat Metheny, Keith Jarrett, Chick Corea, quienes a su vez le irán encargando obras. En 1989, la revista de jazz Down Beat ubica a Piazzolla entre los mejores instrumentistas del mundo».

Años de soledad, el tercer tema del lado A en el viejo disco Summit, resume este uso que hace Piazzolla de elementos a primera vista imposibles de juntar, para llenarlos de sentido, arte y emoción. El saxofón barítono de Mulligan desgrana el tema, un milagro de melodía, y en el momento álgido se le une un bandoneón sorpresivo, como una punzada en la boca del estómago. Su juego tiene el ritmo sincopado del jazz, el sabor del tango y la erudición de los clásicos. ¿Qué es? ¡Qué importa! Es la música de Buenos Aires.

Piazzolla se dio el gusto, al final de su vida, de llenar el Central Park de Nueva York con su fusión de tango y jazz. Como con la música clásica, este fue otro regreso triunfal a los orígenes.

El pescador de tiburones

Piazzolla amaba la playa de olas furiosas de Punta del Este, en Uruguay, donde el Río de la Plata se junta con el Atlántico. Allí salía mar adentro en el barco de su amigo Dante para enfrentarse con los monstruos prehistóricos. «Me volvía loco la pelea con un bicho de ciento veinte o ciento cuarenta kilos tirando mar adentro. Es uno contra uno, aunque yo tenía el auxilio de un corsé porque nunca se sabe, aparece un tiburón como el de la película y se lleva todo a la rastra, empezando por el pescador», le contaba a Gorín en el mismo Punta del Este. «Era como un desafío. Uno más. Nunca le tuve miedo a nada. Ni en la tierra ni en el mar.»

Era el espíritu del músico que perdió y rehízo su grupo mil veces. Que invirtió todos sus ahorros para montar María de Buenos Aires. Que rechazó tocar en los bailes de carnaval porque le imponían el estilo del tango tradicional. Que sufrió las afrentas de los viejos tangueros y el desprecio de los académicos, hasta que se sobrepuso a todo a fuerza de genio y voluntad. Cuando estaba a punto de disfrutar de su merecida fama, el cuerpo le empezó a fallar.

En 1988 le hicieron un cuádruple bypass y el médico le prohibió pescar tiburones. Nunca dejó de extrañar esos terribles combates en alta mar. Pero sí pudo seguir tocando, y en el verano europeo de 1990, en la cumbre de su prestigio, era la estrella en conciertos sinfónicos y festivales de jazz.

En ese momento de actividad febril lo sorprendió el ataque al corazón.

Lo acompañaba Laura Escalada, una periodista de televisión que en 1976 lo convocó para una entrevista y se convirtió en la mujer de su vida.

Hoy Laura se dedica a difundir la obra de su marido desde la Fundación Astor Piazzolla.

Esto decía Piazzolla: «Tengo una ilusión: que mi obra se escuche en 2020. Y en 3000 también. A veces estoy seguro, porque la música que hago es diferente. Porque en 1955 empezó a morir un tipo de tango para que naciera otro».

Astor Piazzolla es para siempre nacimiento y novedad. Como homenaje seguramente le gustaría que nadie lo llore ni lo idolatre, sino que lo escuchen, lo discutan y sientan con él el pulso de Buenos Aires.

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12 de marzo de 2021
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Nunca más solas: el camino de las mujeres viajeras por Liliana Chávez

Viajar sola, el libro de la investigadora y periodista mexicana Liliana Chávez que acaba de publicar la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, lleva a sus lectores a los lugares donde se metieron grandes escritoras del pasado, como Elena Garro y Rosario Castellanos, sin compañía ni permiso de padres o maridos, a contracorriente de sociedades machistas abriendo camino y desbrozando maleza. Y también al nuevo viajar y contar de andariegas actuales, como María Moreno, Magali Tercero y Susana Chávez-Silverman.

Con todas ellas, se sumerge no solo en sus crónicas y libros publicados, sino que también se interna en fascinantes textos poco transitados por los investigadores: cartas, diarios, relatos íntimos.

El libro está investigado con rigor, y uno de los principales valores que presenta es que se interna en un corpus raramente transitado por los estudiosos: las cartas, los diarios personales, el relato de experiencias íntimas, que no suelen considerarse a la hora de estudiar la obra de los escritores y tampoco son parte de las experiencias de viaje que incluso las mismas viajeras consideraron de valor para publicar en libros o en artículos. Pero estos textos permiten estudiar la experiencia misma de viajar, el encuentro con expresiones denigratorias, machismo, incluso peligros.

El viajar solas de estas mujeres era un desafío a los cánones de su tiempo. Y, sobre todo, las mujeres que estudia este libro son latinoamericanas, de la periferia. Mujeres de países machistas, donde incluso sus parejas y familias, muchas de las cuales estaban en la parte más liberal, la élite ilustrada de su época, no las apoyaban y en muchos casos no las entendían.

Es muy valioso el contraste con las viajeras de dos y tres generaciones más tarde. Las condiciones son mucho mejores, pero persiste la extrañeza de ver a la mujer viajando sola o entre mujeres, en muchos lugares del mundo.

El texto es a la vez un estudio literario y una etnografía de la viajera y su abrir caminos para una visión femenina del mundo y para las cosas que su género podrá hacer en el futuro. El camino, como indica el mismo libro, todavía no está completado, porque aún no es igual viajar como mujer que como hombre.

Es una lectura indispensable para entender y admirar el viaje y la pluma de estas pioneras y sus atrevidas herederas. Muestra un camino prometedor en la investigación, al combinar en textos que no son biográficos elementos de la obra publicada, de escritos epistolares y de notas para sí mismas de estas viajeras, y usar una amplia bibliografía.

Una de las tantas felicidades de su lectura es la combinación de rigor académico y un lenguaje cercano a la divulgación y el periodismo narrativo, muy apropiado para explicar los conceptos, seguir un orden cronológico y comprensible.

Esto es especialmente destacable y encomiable porque muchos de los capítulos tienen temas que invitan al estudio de una complejidad teórica y el encuentro de saberes cruzados o híbridos.

Por ejemplo, en el estudio del uso de la mescolanza de lenguas, un spanglish propio con inventos y cruces entre el español y el inglés donde desafía a los puristas e incluso a los que buscan un idioma de los latinos de EEUU “normalizado”, el estudio de la obra de Susana Chávez-Silverman se adentra en conceptos de la lingüística y de la sociopolítica. Lo encuentro un modelo de estudio de una búsqueda de lenguaje híbrido y en construcción.

En otro capítulo, donde Chávez analiza los textos viajeros de María Moreno, se interna en el modelo de la viajera desafiante de los gustos y lo aceptable, una erudita que hace de ignorante y desde una posición “proletaria” critica y parodia el gusto burgués.

En ambos casos, el trabajo textual combina la visión del relato de viaje desde la experiencia viajera misma, desde la búsqueda de un lenguaje nuevo y novísimo para contar el viaje, y el permanente debate con y rechazo de las formas canónicas de viajar y de contar el viaje. Para esto acude a estudios de feminismo, de antropología, de sociología, de investigadores del periodismo, la literatura y la sociolingüística.

Como saben muchos de los seguidores de este blog, yo soy el director de esa colección. Hace años que conozco a Liliana, desde que juntaba lecturas, entrevistas y experiencias para su fascinante tesis de doctorado en Cambridge, que también verá la luz como libro este año. Cuando me contó de esta investigación, de inmediato supe que sería una excelente contribución a esta colección que empezó hace casi una década en Barcelona.

Desde 2013, casi sin buscarlo, el mundo de la literatura de hechos reales escrita por mujeres y el camino de las mujeres viajeras se convirtió en uno de los sellos de Periodismo Activo. Empezamos con una antología de entrevistas de Margarita Riviére, seguimos con la visión de la comunicación política por Estrella Montolío, y el trío de libros sobre el viaje y las mujeres, de María Angulo (Inmersiones), Patricia Almarcegui (Una viajera por Asia Central) y Juliana González-Rivera (Viajar y contarlo).

Viajar sola corona este esfuerzo colectivo. Se lee con deleite y nos deja pensando y soñando con nuevos cruces y con la admiración del camino recorrido por estas intrépidas viajeras. Hoy, en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, quiero recomendarlo con fervor.

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9 de marzo de 2021
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El corresponsal deslenguado: Enric González en Londres, Nueva York y Roma

Hace unos años, para mi cumpleaños número 50, mi buen amigo Frederic Vincent no me regaló un libro. Me regaló tres.
Los tres libros son cortitos, pero eso no les quita mérito. Son unas deliciosas… es decir, unos deliciosos… ¿qué?
¿Cómo definir lo que hace el aún joven pero ya legendario corresponsal del diario El País Enric González en sus ensayos históricos, recorridos peripatéticos, perfiles, anécdotas y debates alrededor de Londres, de Roma y de Nueva York?
* * *
Vamos por partes, así podré contarles cómo llegué a compartir la casi infinita admiración que siente Freddy por este fino estilista disfrazado de rudo fajador. Resulta que González pasó la mayor parte de la primera década del siglo XXI como corresponsal en tres ciudades maravillosas: Londres, Nueva York y Roma, y estos libros surgen de esas estancias y se esparcen por doquier.
Su método es este: cuando Enric González está en una ciudad, además de matarse trabajando para contar a sus lectores de El País lo que pasa en la política, la economía y la cultura de cada país (cuando estaba en Estados Unidos fue aquello del 11 de septiembre, y cuando estaba en Roma se le muere el Papa, por ejemplo), va paseando, hablando con los nativos, tomando notas, tomando cafés y aperitivos, tomando lecciones de cómo ser un buen romano, un buen londinense, un buen neoyorquino.
Y en la ciudad siguiente, mientras trajina las noticias y se empapa de su nuevo ambiente, escribe una carta de amor y nostalgia a la ciudad de la que se fue en forma de libro. Él mismo dice que es el autor de títulos más perezoso del mundo, y no hay con qué rebatirle. Los libros, editados por RBA, se llaman Historias de Londres, Historias de Nueva York e Historias de Roma.
* * *
A las tres llevó su curiosidad inextinguible, su sentido del humor que empezó siendo catalán y que ya tiene de lo mejor del humor inglés, del neoyorquino y del itálico, a su esposa Lola, a la vez fantasma y baluarte del sentido común en los tres libros, y una gata, Enough.
Enough, como su nombre lo indica, es producto de la estancia en Londres, donde gracias a ella trabó relaciones con sus vecinos y aprendió sobre la importancia de las mascotas en la vida familiar británica.
En Roma, ya vieja y cansada, Enough llega al final de su vida terrenal, y a González le sirve para internarse en los laberintos de la burocracia italiana.
Londres se entiende en sus dos mundos: el este y el oeste, el lado rico y el pobre, el mundo de los clubes exclusivos y los callejones donde merodeaba Jack el destripador.
Roma se entiende a partir de las dos religiones que gobiernan la ciudad: el fútbol y el Vaticano.
Nueva York se explica, en cambio, por períodos históricos: la era hippie en el Village, la lucha por los derechos civiles en Harlem, el mundo desvergonzado del dinero fácil en el Wall Street de la era Clinton.
Y en las tres ciudades, González nos acerca a la cofradía con más de amistad que de competencia feroz entre los corresponsales de medios españoles.
* * *
Este verano, ya instalado en Santiago de Chile, volví a esos deliciosos libros de Enric González, al verlos en librerías santiaguinas reeditados y agrupados en un tomo robusto que incluye las tres (Todas las historias y un epílogo, RBA, 2018).
Me recordó el pasaje de los también breves y sabrosos libros de Italo Calvino, El caballero inexistente, El barón rampante y El visconde demediado, publicados tras la muerte del autor en un solo tomo con el nombre de Nuestros antepasados (Ed. Siruela, 2019).
Lo de Calvino es fábula, invención que ayuda a entender la realidad. Lo de González es estricta no ficción poética, que invita a soñar.
Nunca sabes con qué te va a salir Enric, pero con qué gracia, con qué juguetona precisión cuenta sus historias. Uno termina con la idea de que el corresponsal González no cree en nada, y por eso mismo, termina haciéndote creer en el poder de la palabra para hacerte viajar en un plisplás a las grandes ciudades donde ha recalado.
Ahora, después de salir airado y volver en gloria a El País, está en Buenos Aires. Preparémonos.

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19 de febrero de 2021
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El planeta desde el que miran a Bach

La NASA informó que según datos del telescopio espacial Kepler, hay un planeta muy parecido al nuestro, casi del mismo tamaño, cuya distancia a su pequeña estrella hace que tenga una temperatura y una atmósfera que podrían alojar agua y vida.
Por el sistema de ir llamando los cuerpos celestes descubiertos por ese telescopio, bautizado en honor del astrónomo del mismo nombre, se llama Kepler-1649c. En la ilustración, puesto al lado de una foto de la tierra, parece idéntico: de hecho, tiene 1,05 veces la superficie de nuestro planeta.
¿Habrá vida en Kepler-1649c? ¿Nos estarán mirando? ¿Nos habrán descubierto?
El problema es que este planeta está muy lejos: a 300 años luz. A mí lo que más me fascina en esto de las distancias siderales es cuando la lejanía se transforma en tiempo. Recuerdo cuando en el colegio entendí que un año luz no es una medida de tiempo sino de distancia, pero de distancia medida en los años que tarda la luz, tan veloz en nuestras cercanías terrestres, en llegar a un confín a otro de la galaxia.
300 años luz. Eso significa que, si nos están mirando, los instrumentos presumiblemente avanzados de los keplerinos están viendo ahora lo que pasaba en la tierra en 1721.
Como tengo muchas cosas que hacer, pero una pregunta como esta no admite dilación, me puse a buscar qué nos estaba pasando en 1721.
Ese año, los dinamarqueses poblaron Groenlandia, se fundó la Universidad de Caracas, subió al trono de Pedro el papa Inocencio XIII, murió el pintor Antoine Watteau y nació la Condesa de Pompadour.
Nada espectacular.
Pero algo extraordinario sí pasó en 1721, que es hoy mismo para los observadores de Kepler-1649c.
En su modesto estudio en Köthen, soñando con cambiar de destino y conseguir un puesto en la corte del marqués de Brandemburgo, Johann Sebastian Bach se afanaba componiendo sus Conciertos brandemburgueses.
Imagino, en esa lejanía que se transforma en tiempo, que una raza avanzada de keplerianos, con un instrumento inimaginable para nosotros, está ahora asomándose a la ventana de gruesos vitrales y a la mesa rústica del compositor, mientras crea su milagro de música instrumental, para flauta y trompeta, para dos violas, para flautas dulces, para un violín punzante y para el clavecín que, en el solo al final del primer movimiento del quinto concierto se lanza a jugar, como si improvisara, con la máxima libertad creadora y una extrema precisión rítmica y tonal.
Ahí está ahora el viejo Juan Sebastían, componiendo música celestial y soñando con un puesto de sirviente mejor que el que tiene, y para el que coloca al comienzo del paquete con sus partituras una carta en que pide al duque de Brandenburgo indulgencia para sus limitados medios, dada la gran sapiencia de tan distinguido señor.
El duque de Brandenburgo nunca abrió el paquete con estas maravillas, que nunca fueron tocadas en su salón, y nunca se consideró a Bach para un puesto en su corte; tendrá que esperar un lustro más para finalmente poder irse de la marchita corte de Köthen, a servir a los adustos y obtusos obispos de Leipzig, para quienes compuso sus dos pasiones, y que tampoco reconocieron su valía.
Más de un siglo después de la muerte de su autor, en la biblioteca de la corte de Brandenburgo se encontraron, sin abrir, estas partituras. Pero para que puedan ver eso los keplerinos todavía falta un siglo. Y otro siglo más para que este planeta se abra al mayor genio musical de la historia.
Duele hoy la forzada humildad del genio. John Eliot Gardiner, un gran escritor y el mejor intérprete actual de la obra de Bach, se pregunta cómo se veía Bach en su monumental tratado sobre la obra del genio.
En Música en el castillo del cielo, Gardiner estudia con amor e infinito respeto y profundidad todo lo poco que nos queda de la vida y el personaje más allá de su música.
¿Sabía Bach que era un genio? ¿Sabía que era más grande y sería mucho más valioso y perenne que los pomposos nobles y obispos a los que servía y a los que pedía humildemente migajas?
¿Sabía que su obra sería inmortal?
Me da escalofríos pensar que hoy, ahora mismo, desde un planeta como el nuestro a 300 años luz de distancia, unos seres seguramente más avanzados que nosotros lo están espiando mientras entinta su pluma y anota en su pentagrama manchado otra corchea milagrosa.

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2 de febrero de 2021
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Larry King, adiós al gran conversador

Ha muerto Larry King, el maestro inolvidable de la entrevista televisiva. No hubo y no habrá otro como él, porque transformó la conversación transmitida a través de una pantalla hasta el interior de los hogares en un género picante y amable, cercano y elevado, divertido y serio.

Durante 25 años, fue el rostro y la voz de un nuevo tipo de periodismo: el canal de noticias permanentes en la televisión por cable, un invento de Ted Turner que transformó de arriba abajo la forma de producir y transmitir información. Turner dijo este sábado, al saber de la muerte de Larry King, que sus dos mayores aciertos fueron fundar CNN y contratar a su entrevistador estrella, a quien describió como el mejor periodista del siglo XX.
Como tantos periodistas de éxito, King tuvo que adaptarse a lo desconocido y lo nuevo desde su infancia. Era hijo de inmigrantes judíos de Europa del Este, y aunque desde pequeño soñaba con ser periodista, su voz rasposa, sus ojos saltones y su cara de ángulos picassianos le jugaban en contra: al final, todo se volvió parte de su encanto.

Contaba como un chiste que, en su primer contrato televisivo, cuando le dijeron que Zeiger era “demasiado étnico”, que quería decir demasiado judío, vio una publicidad de una bebida alcohólica en el diario y en el momento le vino la inspiración: Larry King.

Así hacía Larry King periodismo, saltando a la pregunta o el comentario perfecto por impulsos súbitos. Sus asistentes se quejaban de que no se preparaba lo suficiente para las entrevistas. Sí sabía más de lo que mostraba, pero su método fue siempre preguntar desde la exacta mezcla de conocimiento e ignorancia de sus televidentes: era el representante de las preguntas que todo el mundo se hacía, ya sea que tuviera delante a alguno de los cinco presidentes con los que convivio en su etapa de oro en CNN desde 1985 a 2010, hasta cantantes, actores, deportistas, luminarias y criminales, seres anónimos, dictadores y rebeldes.

A todos los trataba con respeto, a todos les dada tiempo para explicarse, a todos les hacía preguntas cortas, claras, directas. Muy pocas veces se notaba qué pensaba él. Su presencia pesaba desde la autoridad de su inteligencia hasta el estrafalario atuendo de tirantes y corbatas llamativas, que tantos colegas de medio mundo imitaron soñando con adquirir así algo del arte del mejor entrevistador televisivo de la historia.
Vano intento: nadie pudo alcanzar la credibilidad, la autenticidad y la capacidad asombrosa para encontrar en el momento la pregunta justa y la palabra precisa. Su programa se llamaba Larry King Live, y esa palabra, “live”, lo dice todo, porque combina lo hecho en vivo, al instante, sin edición previa ni pausa, y lo vivaz, lo espontáneo. Nadie miraba a sus entrevistados con la intensidad de este escuchador genial.

Nelson Mandela, Madonna, Bill Clinton, Michael Jackson, Marlon Brando… nunca terminará el debate sobre cuál es su mejor entrevista. Mientras su fama crecía, publicó docenas de libros sobre su vida y su lucha contra el cáncer y apareció en varias películas, haciendo de sí mismo.

Muchos lo critican por su combinación de periodismo y entretenimiento, pero su persistente fama se debe, creo, a que nunca pretendió ser otra cosa que lo que era: otros harían las investigaciones duras, otros los análisis profundos (Larry no tenía educación universitaria), otros meterían el dedo en la llaga.

Larry escuchaba y sacaba de sus invitados lo que tenían dentro; muchas veces ni ellos sospechaban lo que acabarían confiándole.

Tras un cuarto de siglo en el aire su estrella declinó: el público prefería entrevistadores más duros y partisanos; pero no se resignó a retirarse y fundó con Ora Media algo que tal vez reemplace a la televisión por cable, aunque todavía no despega del todo: el canal por suscripción.

Los estadísticos dicen que hizo más de 50.000 entrevistas televisadas. También le adosan otro dato asombroso: ocho matrimonios y otros tantos divorcios.

Como con todos los grandes, los números dicen poco de lo que hará que su legado perdure en un arte tan efímero como el suyo.

Sus entrevistas seguirán vivas como obras de teatro, más encuentros que peleas, más intentos de entender al otro que ataques; eran muestras de un respeto y una generosidad en primer lugar hacia el público, y después hacia quien tenía delante. A todos los trataba como uno sentía que quería ser tratado.

Por eso esta semana tantos lamentan su muerte. Y tantos lo extrañaremos cuando encendamos la televisión y nos encontremos con la refutación de su personaje amable y punzante, ese duende pícaro que mira a su entrevistado como si en ello le fuera la vida.

¡Qué ganas dan ahora de conversar con Larry King!

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27 de enero de 2021
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El teatro del periodismo y la entrevista como obra teatral

Hay un diálogo entre dramaturgia y periodismo que desde hace años me llama la atención y al que le dediqué un capítulo en Periodismo narrativo: es la entrevista como género en la literatura de no ficción. Usando como ejemplos la obra de Studs Terkel, gran entrevistador radiofónico y autor de libros que desde voces anónimas explican los grandes hechos de su país; Oriana Fallaci, maestra de la entrevista punzante a los poderosos y los rebeldes; y Larry Grobel, estupendo escudriñador en la mente y la sensibilidad de los artistas, intento una teoría y unas lecciones sobre cómo el diálogo entre un entrevistador y un entrevistado puede construirse como una obra de teatro.

Para la época en que lo escribí todavía no había visto la obra teatral de Peter Morgan, luego transformada en película, Frost/Nixon. La película, con Frank Langella como el ex presidente norteamericano Richard Nixon y Michael Sheen como el joven y ambicioso periodista televisivo inglés David Frost, se interna en el antes y el después de las cuatro entrevistas que Frost hizo a Nixon en 1977, tres años después de su histórica renuncia a la presidencia. Pero la obra, por la concentración que permite y a la que obliga el escenario, se centra en esos cuatro diálogos televisados, que son una lección de periodismo, de política, de perturbaciones mentales y de ajedrez mental de dos brillantes performers que se jugaban mucho en esos encuentros.

Peter Morgan luego transformaría el momento clave de la monarquía británica tras la muerte de la Princesa Diana en un delicioso guion nominado al Oscar para la película The Queen (otra vez con el maravilloso y subvalorado Michael Sheen como el primer ministro Tony Blair), y más tarde la historia entera de la Reina Isabel y su curiosa familia en la serie de Netflix The Crown.

La obra de Morgan muestra una permanente relación de ida y vuelta, de acción y reacción y diálogo entre la realidad (política, social, económica, cultural) y la forma en que los medios cubren, descubren, inventan, influyen y construyen esa misma realidad y una realidad paralela: la realidad mediática, que cada vez más se superpone y reemplaza a cualquier atisbo de realidad independiente de la mirada de los periodistas, de los medios.

Frost/Nixon es el punto máximo de la entrevista periodística como obra de teatro. Con la fascinante marca de la casa de Morgan, que es tomar documentos, diálogos enteros, gestos captados por las cámaras, y transformarlos en un producto artístico que es a la vez reflejo y reinvención de ese mundo creado en el permanente punto de encuentro entre construcción política y construcción mediática. Los que vieron The Crown saben de lo que hablo.

El texto de la obra es básicamente la transcripción de los puntos álgidos de esas épicas cuatro entrevistas televisivas. El genio del dramaturgo fue ver el teatro detrás y dentro de la entrevista. Funciona porque tanto el entrevistador como el entrevistado sabían que lo que estaban creando era un producto narrativo, un programa televisivo de la era en que las noticias ya se habían transformado en entretenimiento.

Estas entrevistas son de 1977, un año después de Network, la gran película de Sydney Lumet que denuncia el triunfo del show sobre la información, que fue el mismo año de Todos los hombres del presidente, que transforma en un drama apasionante el trabajo tedioso de investigación de Bob Woodward y Carl Bernstein que terminó con la renuncia de Nixon.

Studs Terkel, Oriana Fallaci y Larry Grobel eran también dramaturgos, que en su preparación, ejecución y edición de entrevistas creaban obras de teatro con dos personajes: con su desarrollo dramático, su arco narrativo, su ir juntando presión, su explosión de sentido. Por eso pienso que las mejores entrevistas (como muchas de las recogidas en el clásico del género, Las grandes entrevistas de la historia, editado por Christopher Silvester, por ejemplo, las dos joyas de entrevistas tan dramáticamente distintas realizadas por Emil Ludwig y por E. G. Welles a Stalin en el mismo año 1936) son teatro puro.

O ese tipo de narración tan teatral en que descolló Hemingway, esos cuentos que son casi solo diálogo y acción como la reluciente punta de un iceberg y todo lo que piensan los personajes está latiendo debajo del agua.

Que los diálogos sean una de las formas en que el periodismo se manifiesta hoy está detrás del auge de uno de los géneros propios de la segunda década del siglo XXI: el podcast. Escuchar voces, junto con sonidos de ambiente, ruidos, música, pero fundamentalmente voces buscando entenderse, es muestra del valor narrativo del puro diálogo que marca este encuentro entre el periodismo narrativo y lo oral.

Oigo voces. En esta cuarentena he visto obras de teatro de cinco países armadas por un puñado de actores por zoom, cada uno en su living. Ahora, en pandemia y encierro, el teatro de voces se nos mete en casa y se transforma en una de las maneras más actuales de contar la realidad. Este maldito 2020 transformó el diálogo predominante de la literatura de no ficción ya no con la narrativa, sino con la dramaturgia.

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5 de enero de 2021
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Mi agenda 2021: Alicia en el país de tener las respuestas

El extrañísimo 2020 está terminando para mí de una forma bella y clara, y ahora entiendo por qué.

Me pasé todo el año tratando de justificarme cuando me preguntaban que cómo estaba. Bien, decía, bastante bien, como pidiendo disculpas entre tanta gente que lo está pasando tan mal.

Parte de mi trabajo es escribir y enseñar sobre lo mal que está yendo este año de enfermedad global, muertes, encierro, crisis económica y exacerbación de las diferencias sociales. Y también trabajar con alumnos y colegas que están en medio de situaciones angustiosas.

Las redes sociales nos traen el dolor en forma de chistes y memes, pero el miedo y el hartazgo están aquí. La gente está mal, está aterrada, está deprimida. Siento que para muchos este año fue un detener lo que estaban haciendo. El año que no fue, el año que desapareció.

Allá por el mes de abril alguien dijo en Facebook o Twitter que debían devolverle el dinero por su agenda de 2020, porque no la iba a usar.

Sonaba a verdad amarga, pero ya en ese momento para mí era mentira.

No puse en mi agenda los horarios y códigos de los vuelos y las direcciones de los hoteles, porque no salí de Santiago, eso fue verdad. Pero la agenda se llenó de clases y conferencias y charlas y encuentros por Zoom y Teams y Google Meets, y de montones de plazos para entregar artículos, reseñas, y dos libros enteros que pude terminar este bendito año.

Sí, este año terminé dos libros.

Sin salir a la calle, hice más que nunca. Y viví más plenamente y con la plácida felicidad que hace años anhelaba.

Y ahora, al abrir mi regalo de navidad, me encuentro con la respuesta a por qué pasé tan bien y debo celebrar sin culpas este 2020 en que encontré mi rumbo, que hacía tiempo buscaba.

La respuesta está en la agenda que ayer me regaló Carmen.

Mejor dicho, en el cambio y la continuidad que van de la agenda de este año, que en 2019 compré en una tienda de Moleskine en la estación de tren de Venecia, a esta del año que viene.

 

Las dos agendas se ven en la foto que acompaña este texto. La gastada y cansada de este año, color cereza madura, tiene los inconfundibles dibujos de la primera edición de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll.

Esa agenda a punto de expirar tiene en la tapa esos dibujos de Alicia, de la Reina de Corazones y de dos sirvientes o soldados-carta, del cinco de picas. Los soldados están mirando cada uno hacia un extremo de la tapa, como preguntando algo, y en medio, un rosal algo más alto que ellos.

Entre las Alicias figura una pregunta:

“How should I know?”

“¿Cómo saberlo?”

Sin haber hecho la relación, esa pregunta me llevó a vivir, leer, escuchar, escribir, enseñar, y sobre todo soñar una vida que en esta edad en que otros tienen sueños de nietos y de jubilación, para mí es un inicio de convivencia amorosa en una nueva casa, con libros y nuevos amigos y proyectos largamente postergados.

Carmen encontró, no imagino dónde, una Moleskine color rojo frutilla jugosa, más gruesa, también con personajes del Alicia original del genial dibujante John Tenniel.

Esta tapa tiene solo tres personajes. Muestra a los soldados del dos, el seis y el cinco de picas con el rosal mucho más alto y florecido. Esta vez los hombres se miran, conversan, y uno de dice a los demás:

“The best way to explain it is to do it”.

“La mejor forma de explicarlo es hacerlo”.

Mi vieja lapicera Parker de tinta azul ya se adosó a la nueva agenda, aunque el 2021 todavía haya empezado.

Pero yo ya tengo mi respuesta, la que me trajeron la vida y el amor.

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26 de diciembre de 2020

La última foto con vida de Facundo Astudillo Castro

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Los muertos hablan: cuerpos y cosas de los que faltan

No hay ningún comienzo más potente en la literatura argentina que el del Facundo de Domingo Faustino Sarmiento:

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: revélanoslo”.

Lo que Sarmiento le pide a las cenizas y la sangre convertida en polvo del caudillo riojano es que le explique lo indescifrable de un pueblo que elige la barbarie criolla en vez de la civilización europea, las luchas fratricidas en lugar de la paz fecunda de las aulas y los arados. En vida, Facundo Quiroga supo entender y liderar los anhelos y las luchas de su revoltosa montonera. Como Homero le pedía ayuda a los dioses del Olimpo y el Dante procuraba el auxilio del poeta Virgilio en la difícil empresa de contar una historia enrevesada, el gran Sarmiento pide ayuda a su personaje principal, a su enemigo admirado.

Pero no a él ni a su recuerdo: a sus huesos y su ensangrentado polvo. En su pedido está reviviendo al muerto. La invocación es un encantamiento, un acto de magia, la forma en que vuelven a la vida los desaparecidos en la literatura de lo real.

Como Sarmiento a Quiroga, podemos volver a la vida a las personas que nos enamoraron, nos atormentaron, nos siguen doliendo y a los que extrañamos con desmesura. Transformar los restos de los muertos en un Golem hecho de las palabras justas para insuflarles el soplo de la verdad sobre la página escrita.

Es, entonces, una de las formas en que nos hablan las reliquias de los muertos: para ayudarnos a entender algo que llevamos dentro. Pero las cosas que dejan los muertos también son capaces de revelar secretos de un manera menos filosófica y más detectivesca.

La historia de la literatura policial, de enigma, está poblada de relatos en los que un policía, un detective privado, un fiscal, el familiar o amigo del muerto o un periodista de investigación logran desentrañar las circunstancias de un crimen y revelar el nombre del asesino operando como un arqueólogo: haciendo hablar al cadáver, sus pertenencias o los objetos encontrados en el lugar del crimen.

El 5 de agosto de 2020, a 97 días de la desaparición de otro Facundo, el joven Facundo Astudillo Castro, quien fue visto por última vez en manos de la policía de la Provincia de Buenos Aires que lo había arrestado por no respetar la cuarentena del coronavirus, la investigadora de la Universidad de Buenos Aires Cora Gamarnik, especialista en el mensaje que transmiten las fotos y los objetos, posteó en Facebook este mensaje, que tituló “Lo que va de un objeto a una vida”.

En medio de un basural, adentro de una comisaría. Un basural que al lado tenía colchones porque también funcionaba de calabozo. Ahí se encontró un objeto pequeñito. El regalo de la abuela. Una sandía con una vaquita de San Antonio adentro. Un objeto de la suerte tal vez o el recuerdo del cariño de ese nieto. Facundo se fue con pocas cosas y entre ellas se llevó la vaquita adentro de la sandía. Tan pequeño era que se les escapó, que lo tiraron a la basura, que no lo registraron.

Un objeto que muestra la persistencia de una vida que se niega a desaparecer. Un objeto que demuestra que a Facundo se lo llevaron a la comisaría, que lo tuvieron ahí, que le quitaron su recuerdo.
¿Dónde está Facundo? ¿Qué hicieron con él?

La foto muestra un minúsculo objeto que perteneció a Facundo, el chico de 22 años que salió en plena cuarentena el 30 de abril en la localidad de Pedro Luro, en el Gran Buenos Aires, y no fue visto nunca más. Unos días antes de su texto sobre el objeto, Gamarnik había compartido en la misma red social la última foto de Facundo: de pie al lado de un coche policial, cabizbajo y con las manos unidas al frente, en actitud de sumisión o de súplica, mientras un policía uniformado lo vigila.

El hallazgo del regalo que le había hecho su abuela dentro de la comisaría da pistas de quiénes pudieran ser responsables de su desaparición. Las cosas nos hablan, nos cuentan sobre sus dueños, gritan y susurran, denuncian y delatan.

Las cosas que rodean a los muertos son material incandescente para muchas ciencias, artes y acercamientos. Desde que las dictaduras latinoamericanas comenzaron a cambiar la práctica de dejar los muertos expuestos en descampados y cunetas y empezar el ejercicio mucho más atroz y dañino de “desaparecer” los cuerpos, los familiares, las organizaciones de derechos humanos y los valientes científicos como el Equipo Argentino de Antropología Forense comenzaron a hacerle preguntas a los vestigios de los muertos.

No eran reliquias de civilizaciones desaparecidas hace siglos, como los que estudian tradicionalmente los arqueólogos. El terrorismo de estado hizo necesario aplicar estas técnicas de preguntarle a las cosas y a los huesos de muertos mucho más recientes. Las crónicas de Leila Guerriero El rastro de los huesos (2010) y La otra guerra de las Malvinas (2020), ambas publicadas en la revista dominical de El País, dan cuenta de forma magistral de esta búsqueda de hacer hablar a los restos humanos.

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23 de diciembre de 2020
Blogs de autor

Gerson Ortiz: elogio del reportero guatemalteco devenido fabulador

“¿Cuánta verdad y cuánta ruina puede esconder una sola canción?”, se pregunta uno de los personajes alucinados, heridos, lúcidos y complejos de una bella colección de relatos de Gerson Ortiz.

La lengua de los gatos, el segundo libro de ficción de este aguerrido periodista tras su innovador Soñarás jamás, es tan centroamericano en sus paisajes, miedos y miserias apenas atisbados como universal en un escudriñar sabio por los rincones oscuros del alma humana. Aquí bulle y susurra la urbe tercermundista, siempre al borde de lo rural y antiguo, poblada por fantasmas de una nutrida tribu de solitarios.

Música, animales, muerte y sexo vibran en estas páginas. Las canciones de Silvio Rodríguez, de Leonard Cohen y de los ácidos raperos y reggaetoneros de hoy son personajes que se cuelan en las historias; la muerte y las trompadas vienen con la precisa parsimonia de lo inevitable; los gatos se asoman al exacto abismo de sus humanos dolientes; y las escenas de camas destartaladas y malolientes son tan propias del ser latino como el aroma de los guisos de abuela.

Conozco y admiro desde hace seis años al Gerson Ortiz periodista, lector empedernido de crónica, impecable en su apego a la calidad y la ética. Este fabulador es la extensión lógica de aquel reportero riguroso: sus personajes son reconocibles y siempre sorprendentes: incluso los seres más malvados o ridículos son a la vez la personificación de una sociedad enferma y nuestros hermanos perdidos.

Salimos más humanos y agradecidos de la lectura de las historias húmedas y rasposas de La lengua de los gatos.

PD: los buenos escritores saben que es mucho más difícil escribir corto, sintético, que largarse sin medida. Este texto está en la contratapa de esta apasionante colección de relatos de Gerson Ortiz. Cuando me pidió que escribiera algo que entrara en “la contra” en vez de un prólogo de cinco o seis páginas, ya sabía que iba a tardar mucho en pulir, cortar, podar. Creo haber cumplido con su pedido. Recomiendo mucho estas fábulas del valiente reportero.  

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11 de diciembre de 2020
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El Boomeran(g)
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