Llegó el momento más temido.
El obispo Teodoro
-harto, según sus palabras, de las provocaciones paganas-
ordenó destruir el último templo
de la odiada religión de los Antiguos.
Apolo cayó entre los alegres martillazos de los obreros,
y su sacerdote, Hemón, abandonado por todos,
se arrojó al mar jónico desde lo alto de una cueva.
Esperaba que al menos Poseidón le acogiera.
Pero el dios marino guardó silencio,
porque ya en silencio estaban todos los dioses,
y todos los hijos de los dioses,
y todas las bocas que durante siglos
habían contado la eternidad de la belleza divina.
Nadie esperaba a Hemón, el sacerdote de Apolo.
Y de esa derrota nació nuestra nostalgia.
