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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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Galería de espectros: Marat

"La muerte de Marat", Jacques-Louis David, 1793Rafael Argullol: En mi galería de espectros he visto el de Marat en la bañera.

Delfín Agudelo: ¿Te refieres al cuadro de David?

R.A.: Sí, al cuadro de David en que Marat, el líder revolucionario, se convierte en un santo patrono de la revolución francesa. Toda la preparación iconográfica que hace David para la presentación del cadáver de Marat en la bañera va dirigida a conseguir esa sacralización de lo revolucionario. En ese sentido me parece que este cuadro y el protagonismo de Marat sería la culminación de toda la liturgia, de todos los rituales, de lo ceremonial puesto en marcha por parte de la revolución francesa para parecer no solamente un nuevo proceso histórico sino al mismo tiempo una nueva religión pagana del futuro francés y de Europa. Llama la atención toda la escenografía que se construye en la revolución, la apelación al cambio terminológico de los meses, de los días, el hecho de que la propia razón, centro del futuro de la humanidad, se convierte en la diosa razón. En ese ambiente revolucionario de crear una nueva religión evidentemente se necesitaban nuevos santos, y el que está más por encima de toda sospecha es Marat, llamado por todos a considerarlo incorruptible, incluso más allá de los distintos partidos. En cualquier caso a mí me gusta en esa representación de Marat ver cómo David se declara heredero de la propia iconografía de los grandes santos laicos del pensamiento occidental. Creo que la disposición del cadáver en la bañera viene a recordar algunas descripciones de la muerte de Séneca, e incluso más lejos, la de Sócrates, aunque en ese caso se trate de un suicidio y en éste de un asesinato. Creo que esa disposición de procedencia filosófico-pagana en Marat converge con la asunción de toda la herencia sobre el cadáver de Cristo después de la crucifixión, la lamentación sobre su cuerpo, y en ese sentido Marat en la bañera sería una especie de síntesis, de híbrido entre la tradición filosófico-pagana y la propia tradición cristiana, pero secularizada. De manera que a través de una estética clasicista que daría solemnidad a todo el marco, David de alguna manera pintó al principal santo de la revolución, al protomártir, a Jean Paul Marat.

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23 de mayo de 2008
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Buscadores de patria

Rafael Argullol: Esto es lo que debemos acostumbrarnos a hacer: relativizar las denominaciones nativo y extranjero.

Delfín Agudelo: Esto implicaría, necesariamente, cambiar el concepto de ciudad y de patria. Imagino que será posible con las nuevas generaciones, que son las que han vivido desde corta edad este tipo de mezclas narrativas. Esperemos que sea así.

R.A.: En el nuevo paisaje en que vivimos, nadie vive eternamente en cien metros cuadrados, como pasaba antes. Creo que lo oportuno es ir acostumbrando a ser algo extranjeros en nuestra propia tierra, y algo nativos en otras tierras. Esto es el centro de la educación del futuro: educar en esta flexibilidad. De lo contrario, lo único que podemos esperar es una especie de grandes violencias internas en el seno de la megápolis. Educar en esta flexibilidad no es algo violento a la naturaleza humana, sino reflotar en la naturaleza humana ese carácter nómada interior. Esto es básico desde el punto de vista literario-artístico, incluso filosófico: tenemos que desembarazarnos de esa idea patriarcal de patria y de alguna manera buscar ser buscadores de patrias -sin despreciar el propio origen- pero ser buscadores de patrias. En eso consistirá la educación del futuro, en esa tensión entre el nativo y el extranjero, cada uno vistiéndose como el otro. Y no creo que haya nadie que pueda sustraerse de esto en el futuro, tal como se ha organizado el planeta tierra. Por eso creo que hay muchas cosas obsoletas pero que todavía reconocemos. Por ejemplo la identificación de literatura y lengua. Todavía ahora el tópico de que la lengua es la patria de una literatura es mayoritario; pero eso se quebrará. En esas megápolis van a convivir muchas lenguas, y eso no quiere decir que haya una literatura de esa determinada ciudad en la que coexistirán muchas lenguas. Se irá a una especie de nuevo helenismo de carácter universal, en el que convivirán distintas estructuras de tradición y de ideología, de religión y lengua, y esa convivencia es lo que llamaremos arte y literatura en el futuro.

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22 de mayo de 2008
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Las metamorfosis de Ali Bey

Rafael Argullol: Tenemos una especie de juego de estratos demográficos que se está produciendo además a una enorme velocidad y hubiera sido completamente imprevisto hace tres o cuatro décadas.

Delfín Agudelo: Me llama la atención el nativo, en relación con la idea tuya de la patria: no es aquella en la que se nace, sino a la que uno llega, la que se construye. Estas reacciones un tanto peligrosas, por xenofobia, intolerancia, a esta alteridad que llega a la ciudad, en apariencia terminan siendo que el nativo es uno más, que no tiene por qué sentirse con la exclusividad distinta al que llega. Oímos decir: "Yo sí soy de acá". ¿Pero qué es ser de "acá"? ¿Qué implica que haya vivido toda la vida en la ciudad?

R.A.: Este es un tema extraordinariamente interesente y sobre el que he escrito a raíz de la lectura de una biografía maravillosa de Alí Bey, un viajero barcelonés que a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX fue el segundo o tercer europeo en entrar en la Meca. Este hombre, que se llamaba Domingo Badía, y que adoptó para trasladarse a África y Asia el nombre de Alí Bey, es un hombre extraordinario, y que la obra que finalmente escribió -la recopilación de sus viajes por África y Asia, publicadas en París, me parece, en 1816- es una de las grandes obras maestras de la literatura de viajes. Me fascina la personalidad de Domingo Badía, alias Alí Bey- o al revés, Alí Bey, alias Domingo Badía- porque tenía esa enorme capacidad de metamorfosis. Fue un hombre que tuvo la capacidad de ponerse en el otro extremo de sí mismo continuamente. Como cristiano tenía una enorme facilidad de verse como musulmán; como alguien que hablaba francés o español, podía vestirse como alguien que hablaba árabe. O como alguien que nació en una clase social medianamente modesta, y que siempre tuvo dificultades para vivir, se veía muy bien y los otros lo veían muy bien como príncipe turco. De hecho hay una maravillosa anécdota en que se encuentran en Alejandría Chateaubriend y Alí Bey, y éste, cuando tiene la cita con Chateaubriend, le dice "¡Atala, René!" Chateaubriend, explotando en vanidad literaria -que él mismo después tendrá que justificar- dirá: "Por fin he encontrado al turco más sabio que pueda concebirse, que está familiarizado con mis personajes literarios." Cuando vuelve a Europa, Chateaubriend se entera de que el príncipe turco familiarizado con sus obras es en realidad un barcelonés llamado Domingo Badía, pero que había logrado ser el camaleón perfecto, no en el sentido peyorativo del término, sino en el sentido interno del viajero. Para mí la esencia del viajero es aquél que es capaz de mirarse desde distintos lugares y sabe situarse en distintas pieles. Y este personaje lo hizo hasta grados maravillosos, porque tenía esa capacidad de sentirse nativo, y para intercambiar el papel del nativo y el extranjero. Esto es lo que debemos acostumbrarnos a hacer: relativizar las denominaciones nativo y extranjero.

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21 de mayo de 2008
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La dispersión urbana: Barcelonas

Carnicería del Raval (www.flickr.com/cabernicola)Rafael Argullol: Hay un evidente dificultad para realizar la novela, la película, incluso el poema de la megápolis, porque no hay este autorreconocimiento, ni su posibilidad.

Delfín Agudelo: La megápolis aniquila entonces el sentido del autorreconocimiento. Me pregunto qué pasa en la megápolis con el oriundo de la ciudad, con aquél que nació y ha vivido todo el tiempo en ella. Pienso, cómo no, en Gangs of New York, de Scorsese: la idea de los nativos contra los irlandeses. Pero vemos entonces este fanatismo de Bill the Butcher, que podemos traer a colación en la actualidad - pensando en puntuales brotes de xenofobia. Vemos así a todos aquellos que dicen que el inmigrante viene a quitar trabajo, a subir índices de criminalidad, a corromper la cultura. Aparentemente olvidan que el inmigrante también hace de la ciudad una megápolis, es uno de sus positivos creadores. La ciudad es impensable sin las voces narrativas que fluctúan dentro suyo.

R.A.: Esto se está viendo muy bien en una ciudad como Barcelona, donde en estos momentos al menos conviven tres Barcelonas pero no siempre en una ósmosis deseable. Por una lado la Barcelona de los nativos barceloneses; la otra es de los centenares de miles de inmigrantes que han llegado en el plazo escaso de diez años; y por otro lado la Barcelona del turismo magnificado, que es otro de los grandes fenómenos de esta época, que hace que centenares de miles de personas se desplacen de un lugar a otro y ocupen escenarios urbanos, que es un factor que desde luego no es para nada despreciable. Estas tres Barcelonas muchas veces tienen una coexistencia difícil y a veces incluso diría inexistente. Y en parte eso es explicable por la violencia del choque. De la misma manera que el ciudadano era hospitalario con el viajero extranjero que llegaba a la ciudad, y había ancestrales leyes de hospitalidad que afectaban en todas las culturas a ese viajero y al anfitrión que tenía que recibirlo, el turismo masivo tiene algo de nueva invasión de los bárbaros, y causa retracción en los nativos. Y con respecto a las migraciones hay que reconocer que son más difíciles de conciliar cuanto más alteridad transportan. Las migraciones campesinas que originaron el proletariado urbano que aparecen en las novelas de Balzac, Zola y Dickens, no dejaba de ser conformada por unos individuos, en muchos casos analfabetos, es verdad, pero cuya lengua era el francés o el inglés, y cuya religión era la misma que la de los burgueses que los estaban esperando en al ciudad. Eso se alteró profundamente en nuestros días. De entrada una enorme cantidad de los inmigrantes transportan otros idiomas, otras religiones, otras tradiciones, otras literaturas, otros artes, otros folclores. Ya no solo otras razas, que en el fondo sería quizá lo que es más fáRaval Power, www.flickr.com/cabernicolacil de congeniar, y de lo que más se ha hablado.

Más allá de la piel hay la identidad profunda. En ese sentido hay que tener en cuenta que las migraciones de nuestra época transportan mucha alteridad. Eso en España y Barcelona se está viendo mucho. Barcelona era una ciudad de continua inmigración, pero por lo general de otros lados de España, de gente que hablaba un idioma que también se hablaba en la ciudad, que compartía una tradición, una religión. En cambio, lo que ha sido chocante, que seguramente será estimulante pero también peligroso y puede desencadenar estallidos, es que las nuevas migraciones transportan alteridades muy fuertes, que se sitúan en el ámbito de la ciudad y generalmente desconocen por completo lo que son las señas de identidad tradicionales de los nativos de la ciudad. Tenemos una especie de juego de estratos demográficos que se está produciendo además a una enorme velocidad y hubiera sido completamente imprevisto hace tres o cuatro décadas.

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20 de mayo de 2008
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Galería de espectros: el capitán Ahab

/upload/fotos/blogs_entradas/gregory_peck_as_captain_ahab_moby_dick_med.jpgRafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el espectro cojo del capitán Ahab.
Delfín Agudelo: ¿Te refieres al capitán de Moby Dick?
R.A.: Sí, me refiero a ese personaje que verdaderamente es un personaje difícil de asumir y difícil identificarse con él, o a menos a mí me sucede porque soy alguien que comprende mucho más la cólera que la constancia en el rencor y en la venganza, como tiene el capitán Ahab. Ahora, también considero que es un personaje que una vez entras en su piel es muy difícil escapar de su fuerza, de su voluntad de poder nietzscheana y en esa competición que establece con su enemigo, con la ballena blanca, que es una competición claramente mística y teológica, aunque sea una teología perversa o una teología oscura, del mal. Cuando pienso en el capitán Ahab pienso en la isla de Nantucket, donde estaba la sede de los grandes barcos balleneros, y donde todo olía a una ballena. En ese bar donde se emborrachaban los marineros y sobre todo Ahab, que tenía todas las formas de un interior de la ballena, y el tema de conversación constante era la ballena y la caza de la ballena. Pero Ahab se desinteresaba de ese tema en su sentido económico, pragmático, en su sentido de supervivencia porque verdaderamente él únicamente está interesado en la persecución en una sola ballena, de un leviatán, de un monstruo que previamente le ha dejado cojo, le ha mutilado la pierna. Y eso se convierte en el centro de su única pasión, de su obsesión, de su vida, y se convierte también en una especie de duelo, de danza en la cual el capitán Ahab y Moby Dick parece que vayan intercambiando sus propios papeles. Y evidentemente eso le lleva a lo que sería la culminación del personaje que ninguno de sus tripulantes o marineros puede entender, porque pienso que su deseo es místico, que es el de finalmente clavar el arpón a Moby Dick, a la ballena blanca, y hundirse con ella en las profundidades como efectivamente sucede en la novela. Pero ese hundimiento no deja de ser paralelo o parecido a aquella unión o especie de penetración mutua que narran los místicos entre el que persigue a Dios y Dios mismo. Ahí nos encontraríamos con una especie de gran encuentro demoníaco entre un hombre que acaba identificando a Dios como su propio objeto de rencor, venganza, de pasión negativa. En cierto modo Moby Dick es el dios, el amigo, el amante, y evidentemente también la perdición del capitán Ahab.
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19 de mayo de 2008
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Diálogos diseminados

Centro de BogotáRafael Argullol: Más que un autorreconocimiento de la megápolis, se da una especie de resistencia, casi diríamos de guerrilla de la imaginación o del relato que remite a las propias raíces y tradiciones, que es lo que transcurre en ese mundo diseminado y subterráneo.

Delfín Agudelo: ¿Guerrillas de la imaginación?

R.A.: Para decirlo más claramente: de la misma manera que nosotros vamos a una ciudad y nos encontramos con las mismas cadenas, las mismas empresas, los mismos anuncios de publicidad y las mismas grandes producciones cinematográficas, y que en los televisores de los hoteles de esas ciudades encontramos las mismas teleseries, que forman parte ya no de esa megápolis o de la otra, sino de una sola que se mimetiza universalmente, de la misma manera hay una especie de guerra de guerrillas interna desde el punto de vista de la imaginación o de la narración de las propias huellas en las cuales cada uno de estos núcleos busca profundizar en su pasado, busca ahondar en los restos por encima de la amnesia. Y lo que es más importante: a partir de las migraciones universales de nuestra época lo que con frecuencia se produce es una especie de convergencia de esas guerrillas, de esos juegos. Es entonces cuando estamos entrando en algo que será decisivo para evaluar el arte de nuestra época. Seguramente no será tanto el arte oficial, que de una manera espectacular se está ofreciendo en los grandes circuitos, que de alguna manera reproduce esos mimetismos de la megápolis, sino que lo más creativo de nuestra época serán los frutos de esa guerra de guerrillas estéticas que se está produciendo, que es la confluencia de esos diálogos diseminados en ese mundo que sin embargo tiene enormes dificultades para el autorreconocimiento. Por eso se hicieron novelas que reflejaban la metrópolis, como por ejemplo Berlin Alexanderplatz de Döblin. Se hicieron películas que la reflejaban, como Metrópolis de Fritz Lang, y tantas otras en Nueva York, por ejemplo. En cambio hay un evidente dificultad para realizar la novela, la película, incluso el poema de la megápolis, porque no hay este autorreconocimiento, ni su posibilidad. Personalmente, no conozco ninguna película de la megápolis. Conozco películas que me interesan bastante poco, situadas en una especie de futuro aséptico. Pero no de ese escenario que en estos momentos estamos viviendo.
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14 de mayo de 2008
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Galería de espectros: Kane

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto la silueta cansada del agónico Kane.
Delfín Agudelo: ¿Te refieres al ciudadano Kane de Orson Welles?
R.A.: Sí, pero de una manera bastante sorprendente. Siempre que pienso en Kane pienso fundamentalmente en el personaje que al parecer fue la inspiración de Welles para dibujar la silueta de Kane, y pienso en una visita que hice al castillo-refugio de ese personaje, que era el gran magnate de la prensa, como recuerda Welles en la película, Hearst, el primer hombre que dominó de manera masiva los medios de comunicación norteamericanos y la opinión pública. Hearst era un hombre que aparte del poder quería también la gloria. Como le era difícil conseguirla, pensó –y ese aspecto es interesante- hacerlo a través de la acumulación de obras de arte compradas en Europa. Una vez visité su castillo, que fue donde se retiró y murió, y que Orson Welles de alguna manera reconoce en Ciudadano Kane, que está en la localidad californiana de San Simeón. Allí acumuló diez mil obras traídas desde Europa. El propio castillo fue la consecuencia de trasladar piedra con piedra desde Segovia. Reconstruyó el castuillo en California, lo llenó con las miles de cajas procedentes de Europa que en un ochenta por ciento nunca llegó a abrir. Para mí, el personaje Kane que tiene muchos aspectos fascinantes como personificación del poder y del mal que implica la manipulación desde el poder que nos puede llevar a verlo en su ascenso y maduración como magnate en el capitalismo norteamericano. Tiene sin embargo este final inquietante, este final fascinante que Orson Welles mismo intentó mantener con la famosa palabra rosebud, que es la bola que le cae a Kane cuando muere: es ese hombre encerrado en medio de su riquezas artísticas no abiertas. El hombre que ha alcanzado el máximo poder intentando ahora conseguir la gloria, pero que no se acaba de atrever a abrir las cajas que para él la representaban.

 

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13 de mayo de 2008
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Galería de espectros: el Monje

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto a lo lejos el del Monje.
Delfín Agudelo: ¿Hablas de “El monje a la orilla del mar” de Friedrich?
R.A.: Sí, en efecto. Ese monje que prácticamente se pierde en los azules oscuros del cuadro y que a mi modo de ver representa un sentimiento muy contradictoria pero en cierto sentido también complementario. De un lado la sensación de separación de la naturaleza, la sensación de escisión respecto al cosmos, pero por otro lado paralelamente el sentimiento de nostalgia, el sentimiento de anhelo de unión con lo cósmico, el anhelo de unión con lo universal. De manera que en ese cuadro la propia actitud de esa figura casi sobre insinuada del monje me parece que se concentra muy bien toda la pulsión trágica del romanticismo en la cual se produce ese antagonismo entre la sensación de lejanía y al mismo tiempo el deseo de comunión con la naturaleza. Por otro lado es un cuadro que tiene unas características a mi modo de ver revolucionarias porque en él Friedrich lo que hace es revocar lo que es la tradición renacentista de la perspectiva, intenta que el espacio sea un espacio que en lugar de adquirir la profundidad de la perspectiva caiga sobre el propio espectador, y en ese sentido rompe con lo que es la tradición pictórica europea. En el recuerdo del monje y en el recuerdo de esa pintura en que hay esos tres reinos –el de la tierra, el del mar y el del cielo, entremezclándose- siempre me traslada al comentario que hizo el escritor Heinrich Von Kleist cuando contempló por primera vez este cuadro que fue un cuadro que provocó un gran escándalo en su época cuando fue expuesto por primera vez. Dijo: “Contemplar la pintura de Friedrich es lo mismo que mirar sin párpados”. Eso me impresionó por la sensación de la retina del espectador que deja de estar encuadrara por los mimos párpados y creo que tiene que ver con este efecto avasallador de la pintura de Friedrich.
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12 de mayo de 2008
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Guerrilla de la imaginación

Claude Monet, "Boulevard des Capucines", 1873Rafael Argullol: Esa fusión de comunidades está originando una especie de caos narrativo que puede ser extraordinariamente fértil en el futuro, pero siempre tenderá a ser asfixiado y obturado por lo que es el discurso monolítico que está gestionado desde los medios del poder.
Delfín Agudelo: Esta gigantesca mezcla de narraciones y narrativas se crea en la megápolis y, si bien muchos de estos textos creados no hacen referencia explícita a la megápolis como tal, muchos sí la caracterizan. En esa medida, para que esto suceda, creo que hay un momento en que la megápolis tiene que caer en cuenta de que lo es; el ciudadano de la metrópolis lo supo en su momento, a finales de siglo XIX. El parisino se reconoce en una capital cultural de occidente. Hay un caso distinto en el siglo XX, que es de quien se reconoce en la megápolis.
R.A.: Creo que hay una gran diferencia respecto al paso de la ciudad tradicional a la metrópolis, y de ésta a la megápolis La metrópolis todavía tuvo mecanismos de autorreconocimiento, muy convulsos, porque en muchos casos implicaron grandes cismas, revolucionarios y contrarrevolucionarios. En el terreno del arte, luchas sin cuartel entre vanguardias y núcleos de conservación y tradición. Pero hubo todo un proceso de autorreconocimiento y es ahí donde podemos encontrar la gloria creativa, por así decirla, de ciudades como París, Londres, Nueva York, Viena o Londres, en ese proceso. En definitiva, desde Baudelaire en adelante, el arte moderno forma parte de ese caudal de autorreconocimiento. No creo que hubiera podido ser posible lo que llamamos vanguardia histórica si no hubiera sido en el seno de ese autorreconocimiento de la metrópolis. A pesar de que aumentaba de manera gigantesca sus proporciones, conservaba la posibilidad de establecer señas de identidad, aunque fueran muy elásticas. En cambio, en el caso de la megápolis, una de sus características es que impide el autorreconocimiento a sus propios pobladores. Es decir, el poblador de la megápolis solo en parte tiene un vínculo emocional de conexión con ese habitad. Y lo tiene en cuanto diríamos aún recuerda el momento en que era una ciudad. Pero por lo general lo que se impone es ese alud de amnesia, continuamente cortado por grandes borracheras de actualidad, y con unos habitantes que giran alrededor de esas borracheras. Más que un autorreconocimiento de la megápolis, se da una especie de resistencia, casi diríamos de guerrilla de la imaginación o del relato que remite a las propias raíces y tradiciones, que es lo que transcurre en ese mundo diseminado y subterráneo.
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9 de mayo de 2008
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Con o sin el diablo

Hace un par de semanas asistí a un concierto inusual. Fue en el pequeño auditorio de Santa Coloma de Gramanet, una población del cinturón barcelonés. En el transcurso del concierto la violinista ucraniana Ala Voronkova interpretó, seguidos, los veinticuatro caprichos de Niccolò Paganini, algo completamente excepcional dada la extrema dificultad de muchos de ellos. Fueron dos horas de música difícil y magnética en las que Voronkova, plantada en el centro de un escenario de madera desnudo y sin ornamentación alguna, hacía luchar el arco con las cuerdas en una equilibrada combinación de virtuosismo y furia. Aparte de la habilidad técnica el esfuerzo físico de la interpretación era tan grande que los espectadores permanecíamos en vilo, temerosos de que algo interrumpiera aquel derroche sonoro.
Entre capricho y capricho era imposible no pensar en la enorme cantidad de horas de aprendizaje y ensayo ocultas bajo aquella interpretación que tras la forma apasionada de la escuela rusa, en la que se ha educado Voronkova, dejaba adivinar un milimétrico rigor. Si la música que llega a los oyentes es siempre la pulcra y brillante cabeza del iceberg que destaca sobre la enorme montaña sumergida de los ensayos y repeticiones que los intérpretes han debido realizar para que acabe brillando aquella luz, en el caso de los caprichos de Paganini el amontonamiento de horas necesario para llegar al concierto al que estábamos asistiendo debió de ser descomunal.
Voronkova se había enfrentado a los sonidos limítrofes de una música casi imposible. Paganini mismo, a pesar de su proverbial desmesura, no parece que interpretara nunca los veinticuatro caprichos en un único concierto y es bien conocido el terror de los violinistas de su época ante las envenedadas partituras del maestro de Génova. En algunos de los caprichos la andadura hacia las fronteras musicales por parte de Paganini es tan decididamente temeraria que queda en entredicho su propia capacidad para conseguir que aquello sea música.
Y en efecto, en manos de Ala Voronkova, y a través de su violín, la música de Paganini parecía expandirse por el pequeño auditorio como una música que luchara contra sí misma, un juego de mil disonancias en busca de una secreta armonía. En muchos momentos los caprichos se erigían en una premonición del estilo futuro, anunciando las salvajes alegrías y los tormentos de la música del siglo XX. Había algo simultáneamente diabólico y angelical en aquella persecución del gozo en medio del caos.
Recordé el delicioso relato Noches florentinas de Heinrich Heine en el que se alude a la leyenda que rodeaba a Niccolò Paganini y se recrea uno de sus conciertos en la ciudad de Hamburgo. Heine, buen conocedor del ambiente musical de su tiempo, encuadra su narración en los días de la muerte inesperada del joven Bellini y de la muerte falsa del viejo Paganini, un sonado error periodístico que fue la comidilla de la época. La anécdota le sirve para introducir al lector en el supuesto pacto de Paganini con el diablo para llegar a componer una música imposible. (Un siglo después Thomas Mann haría uso de retazos de esta leyenda para describir un pacto semejante aunque de consecuencias más dolorosas en su novela Doctor Faustus).
El gran talento narrativo de Heine hace que se desplieguen con precisión las siluetas que conforman el demonismo de Paganini. De entrada ninguno de los mejores pintores ha logrado plasmar el rostro del músico. O lo embellecen demasiado o por el contrario lo afean en exceso. La personalidad de Paganini se escabulle ante la mirada de sus contemporáneos. Hay, sin embargo, una excepción, la del oscuro pintor John Meter Lyser, quien con escasos trazos de lápiz supo representar tan bien al violinista que, según Heine, la gente que veía la obra no sabía si reírse o aterrorizarse ante la fidelidad del dibujo.
La particularidad de este retrato tan fiel es que ha sido llevado a cabo por un pintor que jamás pudo escuchar la música de Paganini pues era sordo. La sordera de Lyser, amigo personal de Heine, le sirve a éste para trasladar al lector la idea de que la música imaginada por el compositor estaba más allá de los sonidos emitidos por el violín: un pintor sordo lo había captado con más hondura que los otros pintores. Lyser, por su parte, está seguro de que es el mismo diablo quien ha guiado su mano.
Heine enlaza esta declaración con la fantasmagórica historia que se contaba en Italia acerca del criado que acompañaba siempre a Paganini, una especie de Mefistófeles que se había convertido en la sombra del compositor fáustico. Quedaba claro así que Paganini había vendido el alma y que el diablo le hacía compañía para que no se le escapara. Con su ironía habitual Heine se ríe de la leyenda del sospechoso criado, un tipo vulgar y adulador que bailotea alrededor de la delgada e imponente figura de Paganini, quien para confirmar su fama siempre va vestido con una lúgubre levita. Aunque en apariencia el criado o secretario se llama Georg Harrys, un escritor de comedias, en la realidad es el diablo quien ha ocupado el cuerpo del pobre Harrys dejando su alma, junto con otros trastos, en un arcón de Hannover.
El resto de la primera noche florentina de Heine es una sensacional recreación de un concierto de Paganini en Hamburgo. En ella queda claro que para el escritor alemán – quien al parecer asistió a varios conciertos del violinista –el demonismo de Paganini no es otra cosa que la exploración apasionada de los límites de la música. A lo largo de su descripción los sonidos arrancados al violín tanto hacen descender al espectador a abismos infernales, transformados ellos mismos en ángeles caídos, cuanto lo elevan a esferas celestiales, partícipes de una gracia imperecedera. En su enfrentamiento con los sonidos Paganini no toca el violín, como se suele afirmar, sino que batalla con él, lo arremete y se deja agredir. En el instante culminante del concierto da la impresión de que se rompe una de las cuerdas debido al continuo pizzicato. Pero nadie puede afirmarlo a ciencia cierta pues, tras la supuesta ruptura, Paganini continúa su interpretación, aun más vibrante y vigorosa de lo que había sido hasta entonces.
Creo que en su relato Heinrich Heine resume inmejorablemente la alegría y la ansiedad de la búsqueda de armonía en medio del torbellino. Quizá esto pueda resultar hoy día incomprensible para una época con cierta tendencia a la perversión pragmática y en la que la acumulación tecnológica amenaza con oscurecer los esplendores del misterio.
Pero si realmente resulta incomprensible –o como los espíritus acomodaticios repiten “demasiado utópico”- tanto más es de agradecer que alguien siga recogiendo el único reto que realmente vale la pena. Me hubiera gustado que Heine hubiera asistido al concierto de Ala Voronkova en el pequeño auditorio de Santa Coloma. Con diablo o sin diablo.
 
El País, 24/02/2008
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8 de mayo de 2008
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