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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El otro muro

A excepción, quizá, de los alemanes, los jóvenes que ahora tienen 20 años saben muy poco de lo que sucedió el año de su nacimiento, cuando el muro de Berlín fue derribado y se puso fin a una de las vergüenzas más llamativas de Europa. Recuerdan algo de lo que les enseñaron en la escuela, pero han olvidado ya las circunstancias que desembocaron en los hechos de otoño de 1989 y que significaron el aparente desenlace de la guerra fría, una etapa histórica también hoy envuelta en bruma. Los europeos adultos sin duda se acuerdan de aquellas imágenes de hace dos décadas, aunque no muestran un gran entusiasmo a la hora de rememorarlos. Fuera de Alemania, e incluso para bastantes alemanes, no hay grandes motivos de celebración por más que se dé por buena la demolición del muro de Berlín.

Tras aquella caída, las posibilidades que se presentaban eran tan ricas que, 20 años después, el balance es un poco mísero, especialmente en el continente destinado a protagonizar un renacimiento. Contra lo que entonces se auguraba, Europa no sólo no ha protagonizado una edad de oro, sino que aparece ante el mundo agotada y sin ideas. Carece de aura y no seduce a sus ciudadanos, ni siquiera a los recién incorporados del este. La corriente de alivio suscitada por la extinción del socialismo totalitario ha sido sustituida por la inquietud consecuente con un capitalismo sin límites para la depredación y el pillaje. En el proceso se ha perdido la referencia del mejor pensamiento político europeo de la segunda mitad del siglo XX ¿Quién se acuerda, por ejemplo, de Olof Palme y de los que buscaban una brillante tercera vía entre la barbarie comunista y la capitalista?

En lugar de por gentes como Olof Palme, Europa está encabezada por pragmáticos mediocres, como Durão Barroso. Aunque aún podría ser peor si llegara a la presidencia un embustero confeso como Tony Blair; la sola posibilidad de que el hombre que mintió descaradamente en la guerra de Irak sea el presidente europeo proporciona una idea del bajo tono moral de la Europa presente. Si los europeos no somos capaces de derribar el otro muro que atraviesa el continente, el de la apatía, de poco servirá hacer grandes celebraciones de lo que pudo ser y no ha sido.

 

El País, 14/11/2009



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17 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Todos somos Edipo

Rafael Argullol: Entonces aparece con todo su esplendor ese claroscuro de las ciegas esperanzas a las que aludió Esquilo en su Prometeo.

Delfín Agudelo: Ante las imágenes del verso referido, la ceguera y sus falsas esperanzas, no puedo dejar de pensar en Edipo. Comprendiéndolo como el tipo de hombre, vemos su liberación de la subjetividad para convertirse precisamente en tal: la relación que se establece de la ceguera tanto con Tiresias el invidente y con su destino ineludible que es terminar ciego. Es un poco esta plancha que se hace sobre el humano: siempre vamos a estar sujetos a nuestra propia ceguera y la verdad, en la medida en que queremos llegar a ella, implica la liberación de la ceguera.

R.A.: Creo que de la misma manera que decía que "ciegas esperanzas" es uno de los versos que más magistralmente resumen la condición humana, creo que el mito de Edipo es el mito más universal. Y evidentemente para reconocer esa universalidad debemos liberarnos un poco del prejuicio moderno del llamado "complejo de Edipo", popularizado por Freud y la psicología moderna, que afronta de una manera sesgada un espacio parcial del mito. El mito de Edipo es el más universal porque todos somos Edipo, ya que es un problema de distancia. Nosotros en general tenemos una excesiva cercanía respecto a nosotros mismos. Esa cercanía hace que creamos que lo que llamamos nuestra identidad sea nuestra identidad real. ¿Por qué? Pues porque nos lo han dicho desde pequeños, porque nos lo han dicho en la escuela, porque tenemos apellidos, porque nos han dado un carné de identidad, porque nos han nombrado con un determinado nombre, etc. Pero el problema es que siempre estamos demasiado cerca de nosotros, y para conocernos realmente es necesario alejarnos de nosotros y mirarnos  no desde un solo punto vista o sitial sino desde muchos sitiales: ver lo que está oculto en nosotros, ser capaces de ver lo inconfensable que hay en nosotros, ser capaces de ver lo que hay en los sueños, en la duermevela, liberar al máximo nuestros pensamientos. En la medida en que somos capaces de mirar desde estos distintos sitiales nuestra propia vida y nuestra propia trayectoria nos damos cuenta que lo que llamábamos identidad era algo absolutamente falso, y que para llegar a un conocimiento medianamente aceptable de lo que es nuestra vida, de lo que es nuestra existencia, tenemos que desarticular muchas evidencias, tenemos que desnudarnos, tenemos que cegarnos, y tenemos que aprender a mirarnos de nuevo sobre lo que es la vida.

Todos somos Edipo en ese sentido. Edipo era un hombre que llegó al máximo de conocimiento respecto a esa identidad falsa en el inicio de la obra de Sófocles, pero que luego ese conocimiento es completamente frágil, fraudulento, como el que tenemos nosotros acerca de nuestra supuesta identidad hasta que la ponemos en cuestión. Y de ahí que en el enfrentamiento, en el clímax de la obra de Sófocles entre Edipo y Tiresias, Edipo, que es el que ve, no está en condiciones de ver, y Tiresias, el adivino ciego, es el que realmente ve. En el desenlace Edipo tiene que arrancarse los ojos para empezar ese aprendizaje de revisión, de volver a mirar de otra manera sobre lo que es la vida. Por tanto no es solo la cuestión que se ha hablado por parte de la psicología de que Edipo incurre en dos de los tabúes más grandes de la cultura antigua y moderna, ya que eso es un problema parcial; el problema más importante de Edipo es que estaba convencido de que era uno que no era, y que para llegar a avanzar respecto a quien es realmente, tiene que cegarse respecto a lo que era la mirada anterior y volver a mirar de otra manera. Edipo quiere decir "el de los tobillos torcidos", pero en realidad debería querer decir, también, "el que tiene que mirar de otra manera", para así llegar a conocerse. A mí además me parece muy interesante el tema de Edipo en el contexto de la cultura europea porque es como el paso de una sabiduría arcaica a una sabiduría moderna que planteó la filosofía en sus orígenes. Cuando Edipo descifra el enigma de la esfinge, él se está enfrentando con métodos arcaicos y míticos al problema del conocimiento, pero eso no es suficiente: a partir de ahí tiene que poner en marcha toda la maquinaria de interrogación que en el terreno de la filosofía llevó a cabo Sócrates y que luego recogió Platón. Si Edipo hubiera solo descifrado mistéricamente el enigma de la esfinge, nos hubiéramos quedado en un universo mítico-arcaico. Si Edipo quiere avanzar mucho más en el conocimiento de la identidad, tiene que empezar a disparar una serie de porqués, como aconsejaba también Sócrates, casi contemporáneo de Sófocles, y eso es porque esto necesariamente lleva a la desarticulación de la propia identidad a poner en cuestión muchos planos de lo que llamaos confidencia, y avanzar hacia otros niveles de la conciencia mucho más complejos pero que a la final dictaminan nuestra identidad real. Por tanto Edipo sería por un lado un problema de distancia, por otro lado el del paso de un tipo de sabiduría mistérica y enigmática a otra sabiduría que es la filosófica. 



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14 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La esperanza objetiva

Rafael Argullol: Es muy difícil convencer al hombre que renuncie al corto plazo. 

Delfín Agudelo: Tengo la impresión de que en el anhelo de eliminar la incertidumbre y salirse del corto plazo existe una buena voluntad que, sin embargo, estará siempre vinculada al castigo. Prometeo siendo un titán roba para los humanos, pero Zeus luego inflinge un castigo sobre él y sobre éstos; Edipo carga con su buena voluntad y espera encontrar la verdad, pero su desvelamiento vendrá acompañada de un castigo. La buena voluntad, a la vez, del Doctor Frankenstein: sí tiene su momento egocéntrico de asumir al postura de un dios, pero también detrás se presenta el ímpetu medicinal de ayudar, que será crudamente castigado por su misma creación. La esperanza sobre la buena voluntad, aparentemente viene acompañado de un castigo.

R.A.: Creo que sí, viene acompañado de un castigo siempre que no entendamos el castigo desde el punto de vista de la culpabilidad propia de la religión cristiana y propia en nuestro caso del catolicismo. Del castigo en el sentido de que nuestra aspiración a la armonía y al cosmos siempre va acomañada de la presencia del caos y del desorden, de la disonancia. Y eso muchas veces es reconocible cuando tratamos de contrastar lo llamado objetivo y lo llamado subjetivo. Un ejemplo: cuando alguien mayor, un ser querido nuestro, entra en un proceso de deterioro físico, la mirada objetiva sobre ese deterioro físico nos llevaría a desear su muerte. Pero la mirada subjetiva nos hace desear de una manera muy entrañable y muy egoísta en el buen sentido de la palabra su supervivencia. Ahí encontramos ya un choque típico de nuestra condición humana entre la mirada objetiva que es capaz de mirar desde la distancia y la mirada atrapada en el corto plazo, en el amor, en la pasión, en la familiaridad, en la hermandad: generalmente nos hace mover en un corto plazo y corta distancia, mientras que en cambio desde alguna distancia mucho más amplia se puede ser más objetivo. Incluso podemos llegar a conclusiones muy crudas: entre los cuidados sanitarios que se necesitarían para que unos niños hambrientos de un país pobre fueran tratados médicamente y lo que estos mismos recursos empleados en nuestro propio padre ya muy viejo harían es evidente que desde un punto de vista humano y objetivo optaríamos por lo primero, pero es del todo seguro que la mayoría de la gente, frente a la abstracción que significa lo primero,  opta por lo segundo. Es como el tema del placer y del dolor en el cual solo podemos ser subjetivos. Por tanto la cuestión del castigo o el otro lado de lo prometeico no es sólo que sea una especie de moralina o de juicio o castigo moral, sino que forma parte de nuestra propia condición porque tenemos que ver siempre las cosas desde varios frentes, y nos inclinamos por uno y otro dependiendo de nuestra propia situación.

La verdad no está siempre en el mismo platillo, tal como comentábamos antes: cuando a Aristóteles le preguntaron el por qué había abandonado la escuela de su maestro Platón, él dijo: "Amo mucho a Platón pero amo muco más a la verdad". Ante un dilema semejante, cuando a Camus le preguntaron entre la verdad y su madre, él escogió su madre. La respuesta de Aristóteles tiende a lo objetivo, mientras la de Camus a lo subjetivo. ¿Cuál de las dos es cierta? Las dos. Entonces en toda la lógica prometeica del pasado y del presente nos movemos continuamente en este vaivén, que es una de las tradiciones de ciegas esperanzas: a veces enfocamos la vida desde el punto de vista de la ilusión esperanzada y a veces el hecho de que esa espera estaba equivocada, estaba ciega, y era un autofraude. ¿Cuándo es una cosa o la otra? Es imposible discernir: incluso en una sola hora podemos cambiar varias veces de posición, y a mi modo de ver eso da esa profundidad inigualable a esa rara sentencia, "Insuflar en los hombres ciegas esperanzas", para que superaran el absurdo. No se sabe si estas ciegas esperanzas son para bien o para mal, pero en cualquier caso nos alejan del abismo, aunque sea provisionalmente. Y esta es nuestra situación: cuando tenemos algún dolor de algún tipo, físico, amoroso, moral, por enfermedad o muerte de alguien cercano, nos aferramos a esas ciegas esperanzas de manera mucho más pura que en la rutina de la vida cotidiana. En la rutina de la vida cotidiana también, pero como más descoloridas, esas ciegas esperanzas se presentan con toda su brillantez en los acontecimientos que cortan la rutina en nuestra vida personal. Y sospecho que lo mismo ocurre en la vida colectiva, que se presentan con mucha más nitidez no tanto en los días rutinarios, sino cuando hay guerras, revoluciones, grandes rupturas en el interior de esa rutina. Entonces aparece con todo su esplendor ese claroscuro de las ciegas esperanzas a las que aludió Esquilo en su Promete


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7 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Renunciar a la espera?

Rafael Argullol: Si el hombre fuera capaz de crear absolutamente la vida anularía las incertidumbres del futuro y llegaría a una situación de dominio sobre su propia existencia y sobre lo que hemos llamado destino.

Delfín Agudelo: Pero el hombre avanza como el caracol con su casa a espaldas: nunca podrá librarse del destino, de su temor y de su zozobra, porque a lo largo de los siglos el destino ha sido precisamente una de sus grandes preocupaciones inherentes a su esencia misma. Nuestros tiempos modernos nos han inundado de nuevas y más complejas incertidumbres.  

R.A.: Evidentemente lo que ponen de relieve las obras modernas en las que se reformula el mito prometeico desde Frankenstein a Blade Runner y a tantas películas es que la zozobra humana, en la medida en que intenta dominar ese territorio de incertidumbre que es la relación del presente y futuro, se genera en nuevos territorios de incertidumbre.  Es la lógica del Prometeo griego, es la lógica del moderno Prometeo; pero en la medida en que el doctor Frankenstein creía que había dominado la vida, esa vida plantea nuevos problemas, y es la misma lógica que nos afecta en nuestro siglo XXI en el momento en que todos nuestros avances científicos parecen espectaculares al corto plazo. Por ejemplo en el terreno de la genética, de la neurología, de la comunicación, de la astronomía vemos avances que en lugar de llevarnos a un dominio de esta incertidumbre mediante su anulación lo que hace es crear nuevos territorios de incertidumbre. Es la lógica de lo que llamo el archipiélago: colonizar una isla y cuando ya estás en la otra punta te das cuenta de que hay más islas esperando. Saltas, colonizas, y cuando llegas al final te das cuenta de que hay en racimo otras esperando. Y eso nos lleva al principio: la esperanza que es lo que plantea Prometeo, la esperanza en la posibilidad de reducir al máximo la angustia es buena o mala.

Es muy difícil dar una respuesta, porque por un lado parece que nos lleve a una carrera sin fin, pero por otro lado sería mejor, quizás, como han dicho algunos filósofos y pensadores y escritores, sería quizás mejor desprenderse de la esperanza y en ese sentido no emprender esa carrera sin fin de isla en isla y archipiélago en archipiélago. Es difícil y ese dilema, esa dificultad de optar, ha guiado a la humanidad desde un principio y nos sigue llevando en nuestros días. Te daré un ejemplo muy claro, que es de la llamada ecología, cambio climático, etc.: literalmente no sabemos qué hacer con eso, pero no solo porque haya enormes intereses creados al respecto, sino porque al hombre le cuesta mucho auto-otorgarse un estatuto de quietud, de pasividad. No es solo que el capitalismo, el mercado, etc., con sus intereses dificulten una fórmula universal sobre el cambio climático o sobre la ecología, sino porque la propia lógica de la condición humana hace que sea muy difícil que el hombre llegue a plantearse una especie de detención el la carrera y se diga: "No voy a avanzar más en determinados territorios, renuncio a la colonización y transformación porque a la larga sé que serán negativas". Eso será muy difícil porque el hombre a la corta espera -y de nuevo sale el término esperanza- pretende que esas colonizaciones le reporten ventajas no solo económicas, sino de felicidad, de bienestar, etc. El tema de la esperanza también nos lleva a esa dificultad humana de medir los ritmos. El largo plazo y el corto plazo. Al hombre se le puede decir al largo plazo "lo conveniente es esto", pero claro, nosotros, por nuestra propia incertidumbre, nos movemos en el corto plazo. Es muy difícil convencer al hombre que renuncie al corto plazo. 



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3 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Espera y conciencia del tiempo

Rafael Argullol: En nuestro momento también nos movemos en esa especie de doble dirección. A veces nos parece que esperar es muy bueno y a veces no.

Delfín Agudelo: Pienso en la esencia misma de la esperanza o la espera como un elemento inherente al hombre mismo. En términos prometeicos pienso en Frankenstein o el moderno Prometeo, que tiene esta dimensión un tanto profética sobre lo que será el devenir científico. Es casi como si la esperanza implicara un pesimista destino irreprimible del cual nunca podrá deshacerse. Si pensamos en el doctor Frankenstein, con esa increíble facultad visionaria de muchas de las cuestiones que se nos plantean en la actualidad- los clones, la creación de la vida, una gigantesca sobreproducción humana con fines determinados-, contemplaríamos ese destino ineludible, ya que su avance estará vinculado a la desgracia.

R.A.: Creo que el hombre es fundamentalmente un animal que tiene conciencia del tiempo, y evidentemente por tanto de la muerte, pero sobre todo del tiempo. Y como tal ese animal que ha llegado a una conciencia del tiempo más o menos refinada tiene dos enormes preocupaciones: el tiempo como pasado y el tiempo como futuro. La primera preocupación se refleja en la gran meditación humana alrededor de la memoria y del recuerdo, tanto individual como colectivamente: el recuerdo de la memoria de nuestro pasado o infancia, el recuerdo de la memoria del pasado colectivo, a lo que llamamos Historia, el recuerdo y la memoria de los antepasados que ha generado ritos funerarios; en definitiva, esa relación entre el presente y el pasado que ha marcado el nacimiento y desarrollo del arte. Por eso era oportuno entre los antiguos griegos que la memoria, Mnemósine, fuera la patrona de las artes y de las musas.

Ahora, por otro lado, el hombre ha tenido la otra dimensión de preocupación: la relación entre le presente y el futuro, y es ahí donde ya no solo entra la meditación sino la acción, y la acción quiere decir el intento humano de reducir al máximo los territorios de la incertidumbre, porque el futuro se ve siempre como una incertidumbre radical, y en la medida en que nosotros nos ilusionamos con la idea de poner coto a esa incertidumbre, en esa misma medida el hombre ha creído que sería más feliz. En cierto modo toda la evolución de lo prometeico va en esa relación. Prometeo ya quiere decir "el que prevé", el que intenta de cierto modo reducir el riesgo del futuro. Predecir, prever: eso lo encontramos en todas las grandes opciones prometeicas modernas, empezando por la obra literaria a la que has aludido y que ha reformulado el mito de Prometeo en el mundo moderno que es el Frankenstein. Allí el mito de la técnica y el mito del conocimiento científico es trasladado a un intento de reducir al máximo esa incertidumbre. De hecho, si el hombre fuera capaz de crear absolutamente vida, es decir, de recrearse absolutamente él mismo, en teoría anularía prácticamente lo que son las incertidumbres del futuro y llegaría a una situación de dominio sobre su propia existencia y sobre lo que hemos llamado destino.



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30 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ambigua esperanza

Rafael Argullol: La literatura de los últimos lustros es una literatura dominada por este claroscuro de las ciegas esperanzas.
Delfín Agudelo: Veo estas ciegas esperanzas al volver sobre el mito prometeico en Hesíodo, en la medida en que la esperanza se define como uno de los vicios que no sale de la caja de Pandora.
R.A.: Claro, esto es el quid de la cuestión, es el núcleo de la cuestión. Si la esperanza o espera, que es la misma palabra en griego, fuera algo unidimensionalmente bueno o malo, no serviría para esa esencialidad de la condición humana a la que antes me he referido. Lo que le da esa fuerza extraordinaria es que ya en su propia presentación mítica en Hesíodo, y luego también en la tragedia griega, la esperanza es completamente ambivalente. Por un lado la esperanza queda en el fondo de la caja de Pandora, pero no sabemos si queda en el fondo porque es un bien o porque es un mal. Nosotros mismos nunca sabemos si esperar o tener esperanzas es un bien o mal porque cambiamos de opinión muchas veces a lo largo del día. Para algunos no esperar es entrar en un horizonte de tranquilidad; para otros tener esperanza es justamente imprescindible para vivir.
Esto también ocurre en la vida colectiva. Muchas sociedades que no esperan una enorme mejora de la humanidad quizá viven más tranquilas que otras que han esperado drásticas mejoras a través de un proceso revolucionario, etc. Es decir, esa ambigúedad afecta realmente a todos los ordenes. Creo que todas aquellas formulaciones que ha hecho el arte y la literatura, que han sido muy unívocas, han tenido menos rigor y fuerza que aquellas que han implicado esa ambivalencia. Nosotros en nuestro momento también nos movemos en esa especie de doble dirección. A veces nos parece que esperar es muy bueno y a veces no.



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25 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ciegas esperanzas

Rafael Argullol: Si tuviera que quedarme con un único fragmento de la historia de la literatura en el que se define la esencia de la condición humana me quedaría con el verso de Esquilo del Prometeo encadenado, en el cual Prometeo explica que ha insuflado en los hombres ciegas esperanzas.
Delfín Agudelo: A Esquilo lo podríamos catalogar, con muchos de los otros autores que contemplaremos, como un pensador antiguo del siglo XXI. En esta medida, ¿consideras que dicho verso define la esencia humana del siglo XXI?
R.A.: Diría que sí. El hecho de que el hombre haya hecho frente al absurdo y al sinsentido a través de esas ciegas esperanzas a las que alude Esquilo es algo que define lo que fue la tragedia griega, el intento de llegar al núcleo mismo del conflicto humano en la existencia, y eso le da una dimensión ahistórica, aparte de histórica; es decir, es evidente que nosotros podemos leer el Prometeo encadenado de Esquilo como una tragedia griega situada en el contexto mental griego, pero al mismo tiempo lo podemos leer dentro de un escenario abierto, ahistórico y atemporal, que cruza los siglos y llega a nosotros. En nuestra propia época cuando nos preguntamos acerca del porvenir inmediato de la humanidad, tanto colectivamente como en nuestras vidas personales, nos preguntamos por el futuro inmediato de nuestra existencia. Evidentemente estas ciegas esperanzas dominan nuestras expectativas. Por un lado esperamos, pero por otro lado lo hacemos dentro de una gran incertidumbre. 
El siglo XXI refleja eso de una manera particularmente clara. Por un lado es un siglo en el cual el hombre parece que ha desarrollado grandes elementos pronosticados a través del mito prometeico en el terreno del conocimiento y la tecnología, pero al mismo tiempo el hombre se mueve en un horizonte de miedo, en un horizonte de temor, de incertidumbre agudísima respecto a lo que le rodea. Por tanto no es de extrañar que muchas manifestaciones artísticas o cinematográficas, o incluso videográficas, de nuestra época incidan en esa cuestión, y también la literatura de los últimos lustros es una literatura dominada por este claroscuro de las ciegas esperanzas.



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19 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Miedo y piedad

Leyendo el libro del helenista Wilhelm Nestle Historia del espíritu griego me he encontrado un pasaje que parece escrito por un historiador del futuro al considerar nuestra propia época. En este pasaje, alusión al mundo helénico del siglo VI antes de nuestra era, se hace referencia a una explosión demográfica, a migraciones masivas, al aumento de comunicación entre países, a un temor sistemático y a "un ambiente moral caracterizado por la general desaparición de la piedad". Aunque no me entusiasman los paralelismos históricos, forzados la mayoría de las veces, me ha llamado la atención la insistencia de Nestle en la presencia del miedo y en la ausencia de la piedad porque, en efecto, creo que ambos fenómenos son simultáneos y se dan con fuerza también en nuestro tiempo.

En relación al miedo, Nestle opina que los textos procedentes del periodo inmediatamente anterior al Siglo de Pericles denuncian una atmósfera inquietante de amenazas que no siempre están justificadas por los acontecimientos que realmente ocurrieron. Esa sociedad que él estudia mediante los escritos de la literatura épica y de la primera filosofía parece atenazada por signos turbadores pese a que, por lo que sabemos, gozó de una notable prosperidad y alcanzó una sobresaliente capacidad organizativa, sobre todo en la polis del Asia Menor. Sin embargo, la riqueza mercantil, el despegue artístico y los prolongados períodos de paz no fueron suficientes para alejar las señales siniestras que, a juzgar por los testimonios que hemos preservado, irrumpían en el escenario en forma de malos augurios y oráculos sombríos. Si es cierto lo que han dejado escrito los poetas, los hombres de ese momento únicamente superaban un temor cuando ya habían abrazado otro.

Una actitud que, saltados los siglos, resumía muy bien un titular reciente del New York Times: ¿A quién hay que temer hoy? El periódico neoyorkino se preguntaba si el terrorismo seguía siendo la principal fuente de nuestro pánico, como lo había sido en los años posteriores al 11 de septiembre de 2001 o si, por el contrario, habíamos ya identificado otras sólidas pistas por las que avanzar hacia nuestro íntimo temor. La conclusión del artículo era que, en cierto modo, el hombre contemporáneo necesita estar anclado en un temor, del tipo que sea, pero no andar a la deriva.

Las oleadas de males augurios y oráculos sombríos de las que se hace eco la poesía griega son recogidos en nuestros días, puntualmente, por los medios de comunicación, los cuales -como también hacía la antigua poesía- cuando ya han agotado los inevitables capítulos dedicados a las guerras y las hambrunas, orientan nuestros ojos y nuestros oídos hacia inesperadas catástrofes que prometen aniquilarnos y cuyos efectos psicológicos persisten más allá de sus manifestaciones reales. No deja de ser curioso que los principales pronunciamientos oraculares de nuestros días se presenten, revestidos de un inapelable lenguaje científico, en los espacios de información sanitaria, cada día más abundantes y cada día más inclinados hacia el reforzamiento de la intranquilidad de los pobres mortales. Sin dioses y sin sibilas que nos asusten a los humanos con sus presagios, soportamos, no obstante, la autoridad de los expertos que emplean sus artes -o malas artes- para confeccionar el catálogo de los inminentes cataclismos. Sólo en la última década los expertos-videntes han construido a nuestro alrededor, con sus epidemias y pandemias, un bestiario que hace palidecer a los monstruos medievales: enfermedad de las vacas locas; gripe aviar, o porcina, llamada luego, bastante absurdamente, nueva.Cuando el monstruo mayor, la serpiente, el terrorismo parece no ser suficiente para mantener la tensión, surgen en el horizonte estos animales mutantes y terroríficos, cerdos, vacas, aves; es decir, nuestros alimentos convertidos en veneno masivo. Nadie sabe con exactitud el grado de veracidad de todas esas noticias. Lo que es seguro es que tras la sombra de una epidemia aparecerá otra, sea porque alguien está interesado en que así se desarrollen los hechos, sea porque como aquellos hombres del siglo VI antes de nuestra era, no sabemos, al menos por el momento, vivir sin el morboso estímulo de la amenaza y, paradójicamente, nos sentimos más seguros cuando podemos preguntar ¿a qué toca temerle hoy?

Es muy posible, por otra parte, que esta obsesión por el temor, convertido en condición para la supervivencia, repercuta negativamente en nuestra capacidad de compasión. El miedo atenaza y acostumbra a disolver la relación generosa con la existencia a la que está predispuesto el que se siente libre de temor o que se enfrenta sin falsedades a la propia inseguridad que genera la vida. Es más: el miedo transformado en ciega cotidianidad, en algo definitivamente asumido e insuperable, puede llegar a borrar la idea misma de piedad, una suerte de trasto inútil del que no se puede hacer uso alguno en una sociedad milimétrica dibujada para la producción y la posesión.

Hace poco, un profesor de historia de la medicina me comentó que tenía grandes dificultades para que sus estudiantes comprendieran el significado del término piedad. Al sospechar que quizá sus oyentes otorgaban a la palabra una connotación religiosa recurrió a una especie de traducción laica y se refirió a filantropía. Con el cambio algo ganó, pero no mucho, y el hombre estaba desesperado porque pensaba que sus estudiantes, precisamente por ser de medicina, tenían que ser los primeros en reconocer el sentido profundo de la piedad. Era chocante, desde luego, esta ignorancia en buena parte de los futuros médicos, los cuales, muy probablemente, llegado el momento, no se sentirían demasiado obligados a colgar de la pared de su despacho el Juramento Hipocrático, juzgado como definitivamente anacrónico en la época de la eficacia y la funcionalidad.

No es de descartar que esa misma dificultad relatada por el preocupado profesor de historia de la medicina se pueda extender a todos los ámbitos, a excepción, tal vez, de aquellos que, enfrentados a la pobreza y a la desigualdad, han convertido la compasión en una pasión. Fuera de estos casos, afortunadamente bien representados asimismo en nuestra época, no parece que la práctica de la piedad obtenga un sitial relevante en nuestras escalas de moralidad. El prestigio de que goza entre nosotros la posesión inmediata de las cosas y el acatamiento del utilitarismo en todos los órdenes deja pocos resquicios para una actividad poco rentable o cuya rentabilidad se mide a través de esta lentísima acumulación que caracteriza a los procesos espirituales.

No es que estemos dominados por la impiedad, malvados a conciencia, por así decirlo, sino que, para demasiados, la piedad ha dejado de formar parte del rompecabezas humano. Escuché atentamente, semanas atrás, al ejecutivo de France Telecom al que se hacía directamente responsable de la epidemia (de nuevo una epidemia) de suicidios entre trabajadores de la compañía que no habían podido soportar más situaciones de oprobio e indignidad. Como desconozco el asunto por dentro, me he formado una idea a través de las informaciones que no me permite juzgar con detalle lo sucedido en la empresa. No obstante, sí puedo emitir un juicio sobre el alto ejecutivo de acuerdo con sus explicaciones: este hombre, acusado indirectamente de 25 muertes, magnífico especialista en balances y reajustes, brillante con los números, habló tres cuartos de hora con buenos recursos oratorios sin dedicar un solo segundo a algo parecido a un ejercicio de piedad. Cuando apagué el televisor pensé que se sentía "un héroe de nuestro tiempo". Acaso con razón.

Pero tampoco es necesario dejarse aplastar por esta percepción. La mezcla de temor y falta de piedad detectada por Wilhelm Nestle en el siglo VI antes de nuestra era no impidió el advenimiento de una época espléndida que, pese a muchas penurias, acogió a la democracia, el arte clásico y la filosofía. La tragedia ática nos lo explica maravillosamente al combatir el temor mediante la catarsis, y al proponer la compasión como el vínculo más elevado que une a los seres humanos. Sería un consuelo pensar que también en esta actitud podamos, quizá pronto, encontrar similitudes entre el pasado y nuestro tiempo.

 

El País, 08/11/2009



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11 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Oratorio

Se amenazan unos a otros con "tirar de la manta" cuando no directamente con poner en marcha el ventilador, que "salpicará a todos de mierda". También nos dicen que levantarán las alfombras o dejarán al descubierto las cloacas que se ocultan bajo la superficie. Hay quien va más lejos en el dominio del lenguaje y asegura que el adversario, a poco que se equivoque, se "quedará con el culo al aire". La llamada vida pública está llena de individuos que se presentan como políticos pero hablan como matones dispuestos a ajustar cuentas por cosas que ellos saben y los demás desconocemos. En medio de la confusión hay dos aspectos llamativos, estrechamente conectados entre sí: el clima de sospecha generalizada y el tono utilizado para difundirla.

La sospecha es como la carcoma: actúa lentamente, pero sus consecuencias son irreversibles. A este respecto, los partidos políticos han jugado con fuego y han acabado quemando su crédito entre los ciudadanos. Durante años han alternado, a conveniencia, su punto de mira con relación a la moral democrática. Por una parte, cuando convenía a algún partido, levantando las suspicacias, como en la conocida insinuación de Pasqual Margall sobre el cobro de comisiones en la etapa anterior a su presidencia; por otra, olvidando rápidamente estas suspicacias con un pacto implícito de las fuerzas políticas, tal como, en efecto, sucedió con aquella denuncia, ni sufientemente investigada ni suficientemente desmentida, La acumulación de la sospecha acaba por obstruir el funcionamiento democrático, con los ciudadanos sumidos en la desconfianza y los responsables políticos en el acorralamientos.

De ahí el tono actual: gentes que proclaman la inocencia propia y la culpa de los demás ante un público de descreídos. Los ciudadanos sabemos poco de lo que sucede y ha sucedido, en parte por la opacidad de las instituciones, en parte por nuestra apatía. Sin embargo, lo poco que sabemos no nos gusta. Sospechamos demasiado como para sentirnos tranquilos acerca de la salud de nuestra democracia. Pero no creo que mejore el clima de confianza con arengas patibularias en las que, a falta de otros recursos oratorios, se recurre al idioma excremental de los sainetes de poca categoría. Además todas esas expresiones de patio de colegio, o de cárcel, se parecen demasiado a las de las transcripciones que nos toca leer cada día de las conversaciones telefónicas de los corruptos. Ellos también se amenazan unos a otros con tirar de la manta o salpicarse de mierda. Señores representantes de la ciudadanía, si quieren hacer un servicio a la democracia, digan de una vez la verdad. Pero ni griten.

El País, 31/10/2009


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6 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Idealismo

La interesante película de Oriol Porta, recién estrenada, Hollywood contra Franco es una magnífica guía para comprender que la fábrica de sueños lo era también de consignas, vinculadas siempre a lo que era necesario a la política de Estados Unidos. Pocos acontecimientos del siglo pasado lo demostraron tanto como la guerra civil española, sangriento laboratorio para muchas cosas; entre ellas, la utilización del cine en las luchas de propaganda, un ensayo general para la inminente contienda en Europa y para la posterior guerra fría. Hollywood contra Franco nos muestra la calculada dosificación con que las grandes productoras trataron el conflicto español: con avarienta prudencia al principio, mientras Roosevelt mantenía la hipócrita estrategia de no intervención, al igual que hacían Gran Bretaña y Francia; con entusiasmo después, cuando el desastre republicano se convirtió en el eco romántico de quienes intuyeron, peleando en las Brigadas Internacionales, la bárbara inminencia de Hitler y el nazismo, y finalmente con nueva tacañería, coincidiendo con la atmósfera de la guerra fría, que incluía la caza de brujas del macartismo y el descubrimiento de que Franco era un excelente servidor de los intereses norteamericanos. Las pocas excepciones, las grandes productoras que no tuvieron inconveniente en utilizar los beneficios económicos que implicaba rodar en la España franquista al tiempo que mantenían el veto a los directores y guionistas aniquilados por el senador McCarthy.

Y es precisamente la biografía de uno de éstos, el guionista Alvah Bessie, hilo conductor de la película de Porta, la que nos introduce en la grandeza y la miseria del "idealismo", la palabra más invocada a lo largo del filme al justificar la movilización de 3.000 jóvenes americanos para participar en la guerra de España. La grandeza inicial es fácil de deducir. La miseria posterior también es coincidente con el lado miserable de la mentalidad revolucionaria: siempre hay alguien que se considera más puro que los demás. Y así se lo hicieron saber los veteranos de la Brigada Lincoln al demasiado famoso Ernest Hemingway cuando publicó Por quién doblan las campanas.

Pero, más allá de esta alternancia de grandeza y miserias, el idealismo contrastado con la experiencia de los años, como aparece en el viejo Alvah Bessie, tiene algo de conmovedor y estimulante. Alguien que ha sabido decir no a los poderosos siempre nos proporciona una enseñanza.

 

El País, 17/10/2009



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30 de octubre de 2009
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El Boomeran(g)
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