Rafael Argullol
La sospecha es como la carcoma: actúa lentamente, pero sus consecuencias son irreversibles. A este respecto, los partidos políticos han jugado con fuego y han acabado quemando su crédito entre los ciudadanos. Durante años han alternado, a conveniencia, su punto de mira con relación a la moral democrática. Por una parte, cuando convenía a algún partido, levantando las suspicacias, como en la conocida insinuación de Pasqual Margall sobre el cobro de comisiones en la etapa anterior a su presidencia; por otra, olvidando rápidamente estas suspicacias con un pacto implícito de las fuerzas políticas, tal como, en efecto, sucedió con aquella denuncia, ni sufientemente investigada ni suficientemente desmentida, La acumulación de la sospecha acaba por obstruir el funcionamiento democrático, con los ciudadanos sumidos en la desconfianza y los responsables políticos en el acorralamientos.
De ahí el tono actual: gentes que proclaman la inocencia propia y la culpa de los demás ante un público de descreídos. Los ciudadanos sabemos poco de lo que sucede y ha sucedido, en parte por la opacidad de las instituciones, en parte por nuestra apatía. Sin embargo, lo poco que sabemos no nos gusta. Sospechamos demasiado como para sentirnos tranquilos acerca de la salud de nuestra democracia. Pero no creo que mejore el clima de confianza con arengas patibularias en las que, a falta de otros recursos oratorios, se recurre al idioma excremental de los sainetes de poca categoría. Además todas esas expresiones de patio de colegio, o de cárcel, se parecen demasiado a las de las transcripciones que nos toca leer cada día de las conversaciones telefónicas de los corruptos. Ellos también se amenazan unos a otros con tirar de la manta o salpicarse de mierda. Señores representantes de la ciudadanía, si quieren hacer un servicio a la democracia, digan de una vez la verdad. Pero ni griten.