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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

Maxim Shemetov / Reuters

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‘No man’s land’

Las palabras ocultan más de lo que parece a simple vista. Los traductores, sobre todo, entenderán a qué me refiero, pues saben que hasta el pasaje más prosaico se convierte en un desfiladero difícil de atravesar cuando tratan de verterlo a su lengua. Todo vocablo es un depósito de memoria, y con cada uso que se hace de ellos se suman nuevas posibilidades. Tiras del hilo de uno, y la complejidad te enreda en su madeja. Como en el río de Heráclito, no puedes bañarte dos veces en la misma palabra, pues el tiempo renueva su esencia sin cesar. Y mientras decides cuál es la mejor opción para darle vida en tu idioma, te hallas por unos instantes en un no-lugar, ni en esa lengua ni en la tuya, en una especie de silencio bilingüe. Como quien hace cola en el control de pasaportes de un aeropuerto: aún no has llegado del todo a destino.

Hace poco traduje una breve novela rusa de 1958 en que aparecía una expresión en inglés, “no man’s land” (tierra de nadie). Su autora, Nina Berbérova, relata la separación de dos amantes en París, cuando Alemania invade Polonia y Francia declara la guerra: ella, una joven emigrada rusa; él, un sueco que decide replegarse a su país neutral. En el aeropuerto de Le Bourget todo son promesas, pero pasarán siete años antes de que vuelvan a encontrarse… y hasta aquí puedo leer. Berbérova había sobrevivido a guerras, la civil rusa y dos mundiales. Algo sabía, pues, del arte de perder, inherente a todo exilio. Salvas la vida, sí, pero, como escribió Hannah Arendt en Nosotros, los refugiados, pierdes la cotidianidad familiar (hogar), la confianza de ser útil (ocu­pación), la sencilla expresión de los sentimientos­ (idioma), la vida privada (seres queridos). Hasta que leí a Ber­bérova, no man’s land me remitía a espacios abandonados de ciudades, pe­riferias desangeladas, lugares en transformación imprecisos y residuales donde se nota el peso del pasado. Sitios vistos con esa mezcla de extrañeza y ansiedad que describió en los noventa Ignasi­ de Solà-Morales –quien prefería el término francés terrain vague –, pues el mundo entonces había empezado a acelerarse y a causarnos la sensación de ser “extranjeros en nuestra patria, extraños en nuestra ciudad”. En cambio, Berbérova denomina no man’s land a ese espacio íntimo, irrenunciable, “desconocido para los demás y que nos pertenece sin reservas, donde prevalecen la libertad y el misterio”; es decir, donde se gesta todo lo que nos hace únicos y, por eso, supone un peligro para totalitarismos y autocracias que se afanan en liquidarlo. Para la protagonista, ni siquiera re­tomar una relación con su amado es razón suficiente para sacrificar su “tierra de nadie” , sin la cual dejaría de ser quien es.

Con todo, si hacemos una rápida búsqueda en internet de “no man’s land”, en la pantalla aparecerán imágenes de territorios devastados entre trincheras de los bandos enemigos de la Primera Guerra Mundial, donde la vida ya no crecía y cruzarlas significaba una muerte segura. Escribe Paul Fussell, en su ya clásico La Gran Guerra y la memoria moderna, que esa imagen de dos partes en trincheras enfrentadas hasta la destrucción ilustra “la costumbre moderna del enfrentamiento”: el nosotros, a un lado, y el enemigo –una entidad colectiva–, enfrente. Añade: “Uno de los legados de la guerra es esa costumbre de distinguir, simplificar y oponer de forma sencilla. Si la verdad es la principal víctima, la otra es la ambigüedad”. Más de un siglo después, la polarización ideológica, exacerbada con la verbosidad de las redes, ha arrinconado el diálogo y la pluralidad en una tierra de nadie.

Desde entonces no ha dejado de aumentar el potencial destructor, y países enteros son susceptibles de convertirse en “tierra de nadie”. Leo en The Guardian un titular que recurre a la misma expresión, no man’s land, para describir la situación de los inmigrantes atrapados en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. El interés mediático que ha despertado tal vez haga olvidar la de Croacia y Bosnia, o que este año se han registrado más muertes que en el anterior en el Mediterráneo, según la Organización In­ternacional para las Migraciones. Las palabras ocultan más de lo que parece a simple vista. Con solo tres tenemos una fotografía panorámica de la exis­tencia.

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13 de enero de 2022
Ilustración de Diego Mir
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Kintsugi, la belleza de las cicatrices de la vida

El ‘kintsugi’ es una técnica centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas y que ha acabado convirtiéndose en una filosofía de vida. Frente a las adversidades y errores, hay que saber recuperarse y sobrellevar las cicatrices.

En una época dominada por el consumismo y la obsolescencia programada, lo más probable es que si una mañana te levantas con el pie cambiado y, en un tropiezo, se te cae la taza del desayuno, te resignes a recoger sus pedazos y los tires a la basura sin más. Algo impensable en Japón. Hace cinco siglos, surgió en el lejano Oriente el kintsugi, una apreciada técnica artesanal con el fin de reparar un cuenco de cerámica roto. Su propietario, el sogún Ashikaga Yoshimasa, muy apegado a ese objeto indispensable para la ceremonia del té, lo mandó a arreglar a China, donde se limitaron a asegurarlo con unas burdas grapas. No contento con el resultado, el señor feudal recurrió a los artesanos de su país, que dieron finalmente con una solución atractiva y duradera. Mediante el encaje y la unión de los fragmentos con un barniz espolvoreado de oro, la cerámica recuperó su forma original, si bien las cicatrices doradas y visibles transformaron su esencia estética, evocando el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas, la mutabilidad de la identidad y el valor de la imperfección. Así que, en lugar de disimular las líneas de rotura, las piezas tratadas con este método exhiben las heridas de su pasado, con lo que adquieren una nueva vida. Se vuelven únicas y, por lo tanto, ganan en belleza y hondura. Se da el caso de que algunos objetos tratados con el método tradicional del kintsugi —también conocido como “carpintería de oro”— han llegado a ser más preciados que antes de romperse. Así que esta técnica es una potente metáfora de la importancia de la resistencia y del amor propio frente a las adversidades.

La filosofía vinculada al kintsugi se puede extrapolar a nuestra vida actual, colmada de ansias de perfección. A lo largo del tiempo conocemos fracasos, desengaños y pérdidas. Con todo, aspiramos a esconder nuestra naturaleza frágil, esa que nos hace más humanos y auténticos, bajo la máscara de la infalibilidad y éxito. Se ocultan los defectos, aunque desde que nacemos nos recorre una grieta. Adam Soboczynski apunta en El arte de no decir la verdad (Anagrama) que hemos aprendido a camuflar “con gran esfuerzo, y manteniendo la compostura, incluso la más terrible de las conmociones que nos golpean”.

Somos vulnerables no solo física, sino también psíquicamente. Cuando las adversidades nos superan, nos sentimos rotos. A veces, es el azar el que nos lleva al punto de ruptura; otras, somos nosotros mismos, con nuestras elevadas expectativas no cumplidas y la avidez de novedad, los que nos metemos en el hoyo. Como animales dotados de creatividad, tenemos una poderosa herramienta en la capacidad de concebir alternativas a la realidad. Pero cuando soplan malos vientos, ¿qué más nos ayuda a resistir la embestida? La respuesta es, según la escritora Joan Didion, el verdadero amor propio. La gente con esta cualidad “es dura, tiene algo así como agallas morales; hace gala de eso que antes se llamaba carácter”. Y el logro de una vida plena pasa, además, por librarse de las expectativas ajenas y dejar atrás la compulsión de agradar.

No hay recomposición ni resurgimiento sin paciencia. En el kintsugi, el proceso de secado es un factor determinante. La resina tarda semanas, a veces meses, en endurecerse. Es lo que garantiza su cohesión y durabilidad. Entre los cultivadores de la paciencia, Kafka ocupa un lugar privilegiado. Para él, la capacidad de saber sufrir y de tolerar infortunios era la clave para afrontar cualquier situación. Un día, mientras paseaba con un amigo, le dio este consejo: “Hay que dejarse llevar por todo, entregarse a todo, pero al mismo tiempo conservar la calma y tener paciencia. Solo hay una forma de superación que empieza con superarse a sí mismo”. La receta para vivir del autor de El proceso es sencilla, pero no por ello menos difícil: “Tenemos que absorberlo todo pacientemente en nuestro interior y crecer”.

Saber valorar lo que se rompe en nosotros nos aporta una serenidad objetiva. Apreciémonos como somos: rotos y nuevos, únicos, irreemplazables, en permanente cambio. ¡Feliz Año Nuevo!

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30 de diciembre de 2021

DIEGO MIR

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Elogio de la conversación

 

Entre los muchos logros de Internet figura el cruce inmediato de mensajes entre personas distantes. Paradójicamente, eso ha herido la comunicación verbal, entendida como el intercambio directo de ideas.

¿Conversar es un arte en peligro de extinción? Decir que sí sería, cuando menos, controvertido, pues hoy todo a nuestro alrededor está montado de tal manera que nos llegan sin cesar oportunidades de interactuar tanto con amigos como con desconocidos. La conectividad digital permite intercambiar mensajes sin límite, de modo que vivimos en la ilusión de estar inmersos en una suerte de charla infinita. Puede que la pregunta inicial no parezca tan desatinada si nos paramos a pensar en qué se entiende por conversación y, en especial, qué se espera de sus participantes: la expresión de argumentos, por un lado, y la escucha atenta, por el otro. En nuestro actual entorno hipertecnificado, ambas acciones constituyen todo un reto. Lo primero exige ciertas dosis de soledad previa para que quien hable haya tenido la posibilidad de elaborar algo genuinamente propio; lo segundo, prestar atención. O, dicho de otro modo, remar a contracorriente en el caudaloso río de estímulos e interrupciones por el que navegamos a diario. Y, además, dialogar no es un intercambio de monólogos. Afirmaba Jean de La Bruyère que el talento de la conversación no consiste tanto en mostrar mucho como en hacer que los demás encuentren.

Nuestras vidas se basan en interacciones, y la comunicación verbal es la herramienta más a mano para producirlas. Nadie discutirá la máxima aristotélica de que el ser humano es un animal social inclinado a exteriorizar opiniones y sentimientos. Por lo tanto, el silencio impuesto conlleva pesadumbre y, cuando un ser querido deja de dirigirnos la palabra, experimentamos dolor. El escritor Henry Fielding, en su ensayo de 1743 dedicado a la conversación, la definió como el intercambio de ideas mediante el cual se examina la verdad y en el que cada cuestión se analiza desde distintos puntos de vista, de manera que el conocimiento se comparte. La historia ha conocido momentos estelares de este arte desde que Platón señalara que es la forma más elevada del conocimiento. Muchos siglos después se empezó a percibir la relación directa entre estabilidad política y el mundo conversacional, aquel que David Hume describió como el de la conversación respetuosa en la que se da y se recibe en aras de un goce mutuo. Para mantener un intercambio lingüístico auténtico se deben dejar a un lado la vanidad, la intransigencia y el orgullo; así pues, la antítesis de la charla es la polarización enconada.

La conversación, tal como se ha desarrollado tradicionalmente a lo largo de la historia, tiene un denominador común: el cara a cara, el aquí y el ahora. Y esa necesidad de comunicarnos mirándonos a los ojos es lo que la omnipresencia de las pantallas ha empezado a difuminar, hasta el punto de que hay quien ha llegado a creer que, con esos sucedáneos de coloquios mediados por un dispositivo, nada se pierde en el camino. La pantalla, cabe recordarlo, no solo es una superficie que transmite contenidos, sino también, en su segunda acepción, una separación, barrera o protección que se interpone entre los individuos. Por eso investigadores como Sherry Turkle, profesora de Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología del MIT, alertan de la crisis de empatía que fomentan los aparatos electrónicos, pues nos privan de ver las emociones que afloran cuando dos personas se explican frente a frente y en tiempo real. Conversar, además, es la manera más eficaz de crear vínculos afectivos. Turkle apunta en En defensa de la conversación (Ático Bolsillo) que cada vez esperamos más de la tecnología y menos de las personas que nos rodean, a las que hemos arrebatado buena parte de nuestra atención para desviarla a contenidos alojados en otra parte. “Hemos sacrificado la conversación por la mera conexión”, añade, y cita estudios científicos que demuestran que la mera presencia de un teléfono en la mesa, aun desconectado, desvirtúa la atención de todos los presentes. Otro dato preocupante: cuanto más tiempo pasan conectados los niños, menor es su capacidad para identificar sentimientos ajenos.

Tal es nuestra confianza depositada en la tecnología para llenar los silencios, combatir el aburrimiento y expresarnos sin el temor a sentirnos juzgados que la industria se afana en desarrollar inteligencia artificial a fin de que hablemos con objetos en lugar de con personas. Los robots conversacionales son ya una realidad. Hoy en día es posible reunir todos los mensajes y comentarios de un usuario en la Red para que, una vez muerto, se puedan recrear sus patrones de conversación, de modo que podamos seguir chateando con él. Aunque esto, como vaticinó Alan Turing, no dejará de ser un juego de imitación. La tecnología es un medio extraordinario, pero nada es capaz, avisa Turkle, de sustituir una comunicación en persona y los beneficios que reporta. El sociólogo Georg Simmel, ya a principios del siglo pasado, calificó la conversación de antídoto contra la presión y el estrés que causaba la vida moderna. En fecha reciente, un estudio de la Universidad de Chicago ha probado que la tertulia fortuita entre dos extraños en un tren o en una sala de espera hace de ese momento una experiencia más agradable. Tal vez, señalan sus autores, sobrevaloramos el deseo de intimidad en un planeta cada vez más poblado. No entender los beneficios de la interacción social deriva forzosamente en soledad, empobrecimiento y falta de empatía.

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20 de diciembre de 2021
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La verdad os hará extranjeros

 

En mi última estancia en la capital rusa, antes de la pandemia, descubrí una ciudad distinta. Me alojé en el sur, no en el centro, en una residencia para doctorandos, por donde pasa el tercer anillo de circunvalación que rodea la plaza Roja. La estructura radial de Moscú acentúa la centralidad del Kremlin, formal y metafóricamente, como si fuera un panóptico: todo gira en torno a él, y parece que puede apretar o aflojar los anillos a su antojo. El Kremlin estruja y, si quiere, ahoga. Una ciudad distinta, decía, no por la nueva oferta de esta urbe descomunal, sino porque pude leerla mejor entre líneas. Había encontrado la web de un proyecto de Memorial –organización creada a finales de los años ochenta para la defensa de los derechos ci­viles y la investigación his­tórica– titulado Topografía del terror. Consiste en un callejero de Moscú marcado con los lugares relacionados con la disidencia y la represión –campos de trabajo, centros de detención o ejecución, etcétera– desde la década de 1920. Los puntos de colores cubren todo el mapa. Y así supe que aquel distrito universitario fue levantado por prisioneros como Alexánder Solzhenitsin, que instaló suelos de madera en los apartamentos de lujo para los funcionarios del Interior, como relató en El primer círculo. Que cerca estaba la última dirección donde vivió Nadezhda Mandelstam, que en Contra toda esperanza salvó la memoria de su marido represaliado, pero también la de la noche más larga de todo un país, o la fosa común donde se cree que yacen los restos de Isaak Bábel, el Maupassant de Odesa, maestro total del cuento. Páginas que, si se arrancaran, dejarían el libro de Moscú incompleto, comprensible solo hasta cierto punto. En ese portal de Memorial no hay opiniones, solo nombres, fechas, descripciones e imágenes de archivo. La concreción de los datos frente a las mitologías patrióticas y la desinformación.

“Mientras los gobiernos no dejan de mejorar el pasado, los periodistas intentamos mejorar el futuro”, se oyó hace una semana en Oslo, durante la ceremonia de aceptación del Nobel de la Paz. Fue en el turno de palabra de Dimitri Murátov, después de la periodista filipina Maria Ressa, ambos galardonados “por los esfuerzos para salvaguardar la libertad de expresión como condición fundamental para la democracia y la paz duradera”. Cofundador y redactor jefe de Nóvaya Gazeta –milagroso reducto de independencia informativa–, Murátov recordó un dicho ruso: el perro ladra, la caravana se mueve. Si entendemos que el perro es el periodista y la caravana el poder, las posibles lecturas son dos: por mucho que los primeros gruñan, apenas importunan el avance de la segunda. O bien: la caravana avanza gracias a los perros ladradores, cancerberos del poder. Murátov tuvo un recuerdo para los periodistas asesinados de su diario. Entre ellos, Anna Politkóvskaya, que tituló uno de sus últimos artículos “¿De qué soy culpable?”. La respuesta: “Simplemente he informado de lo que he visto, de nada más que la verdad”. A la cronista del horror de la guerra en Chechenia la mataron por no ladrar al son de la caravana.

Desde el 2012, el Gobierno de Putin puso otro escollo en forma de ley a la libertad de expresión. Las oenegés que recibieran financiación extranjera y realizaran actividades susceptibles de calificarse de “políticas”, aunque se dedicaran a ayudar a mujeres víctimas de violencia de género, pasarían a considerarse “agentes extranjeros”, que, en el imaginario ruso, remite a la jerga soviética para “espías”. La ley se traduce en un calvario burocrático y la fiscalización de toda actividad, incluidas las interacciones en redes sociales. Más tarde también apuntaron contra medios de comunicación y particulares. Cada viernes, la web del Ministerio de Justicia publica la lista ampliada de “agentes extranjeros”. Por esta misma ley, Memorial está al borde de la disolución, y se ha advertido a Nóvaya Gazeta que el Nobel no les servirá como escudo protector.

En El Maestro y Margarita (1966) Mijaíl Bulgákov aprovechó cómicamente la asociación entre “extranjero” y “enemigo” para hacer pasar al demonio, de visita en el Moscú de los años treinta, por un turista (tal vez alemán). Si la democracia se sustenta en la libre circulación de información veraz, el Nobel otorgado a la labor de Nóvaya Gazeta reconoce su coraje por ser la excepción de aquel otro dicho ruso del pasado: en los periódicos rusos, solo las erratas dicen la verdad.

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16 de diciembre de 2021

Foto de Emilia Gutiérrez

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Aprender a recordar

Cuando cuesta creer una noticia reciente, buscas más información y, aunque topes con el mismo hecho acompañado de nuevos datos que vienen a confirmar esa realidad, necesitas corroborarla una vez más, la enésima. El sábado pasado, día en que murió la autora de El corazón helado, durante el tiempo suspendido de la incredulidad, me crucé con el tuit de Enric Juliana: “Almudena Grandes vino aquí a estudiar y a escribir”. Una frase que, si la ponemos en relación con el último libro del periodista, nos recuerda que Grandes era de quienes pensaban que uno debía prepararse intelectualmente para mirar las caras de la verdad. Comprometida con la representación cultural de la Guerra Civil y la dictadura franquista, creía que el presente y el futuro de España, ambos, se descifran a partir del pasado, y a este dedicó una serie de novelas históricas que indagan en la ruptura entre el ayer y el hoy.

Si se estudia y se escribe, es para dejar un mundo mejor que el que se encontró, seas del bando que seas (por usar un término que de nuevo ilustra una parte del debate público actual). De lo contrario, ¿para qué molestarse? Ni estudiar ni escribir son el camino más fácil. Son actividades que, tomadas en serio, ponen a prueba tus límites físicos e intelectuales y te exigen, en la misma proporción, amor y dedicación.

Hace poco consulté la correspondencia entre Gustave Flaubert y una amiga escritora. El primero, después de excusarse por la tardanza en contestar, fue directo al grano: dado que su interlocutora se revolvía contra las injusticias del mundo, le prescribía su propia receta, que no era otra que estudiar, leer y solo luego escribir. “En el ardor del estudio hay grandes alegrías... A través del pensamiento únase a sus hermanos de hace tres mil años; recoja sus sufrimientos, sus sueños, y sentirá cómo se le ensanchan el corazón y la inteligencia”. Del estudio, le prometía, se sale deslumbrado y alegre, y añadía que la humanidad y el mundo eran como eran, que no se trataba tanto de cambiarlos como de conocerlos mejor. Diría que aquí Flaubert, en el fondo, jugaba con las palabras y que, de hecho, si entendemos algo mejor el mundo, en cierta medida ya lo estamos cambiando. Del legado –que trasciende lo literario– de Almudena Grandes pienso en su particular odisea, el ciclo Episodios de una guerra interminable. Para este proyecto, a la autora madrileña, con medio corazón gaditano, no le hizo falta viajar tres mil años atrás para dar con sueños y sufrimientos dignos de ser estudiados y escritos, tan cercanos que no se veían.

Luces y sombras crean relieve. Si quitas unas u otras, resulta un retrato plano, inánime. Maniquea para algunos, en universidades extranjeras, en cambio, estudian la obra de Grandes por su deseo de transmitir una aproximación más compleja de héroes y villanos y de explorar la zona gris entre unos y otros. Su tratamiento de la memoria es más plural de lo que algunos opinan, posiblemente lectores de columnas cazadas al vuelo sobre actualidad política, en las que ejercía su derecho a opinar y disentir con la responsabilidad de quien toma la palabra. El pasado no es un bloque homogéneo, ni un relato perfec­tamente trabado. Las novelas crean un espacio abierto de exploración, diálogo y entendimiento donde sondear nuestra memoria compartida. O descifrar un silencio de décadas, prorrogado luego con otras tantas de amnesia, porque preguntar no era moderno, sino revisionista y un signo de rencor, aunque en otros países europeos sí se hi­ciera. Aquí el momento adecuado sigue pareciendo ir ligado al “vuelva usted mañana”.

Mirar atrás no significa reabrir las heridas, del mismo modo que al conducir mirar por el retrovisor no es una pérdida de tiempo, sino un acto reflejo para darnos cuenta de lo que hemos dejado detrás y puede entrañar un riesgo. Dice Anne Carson en Nox que historia proviene de un antiguo verbo griego que significa preguntar, y que conlleva indagar, recopilar, dudar, anhelar, probar y culpar, además de asombrarse ante todo. Según Herodoto, no hay actividad más extraña, pues la gente se siente satisfecha con las respuestas más chocantes. Se estudia y se escribe también porque no se está satisfecho con algunas respuestas.

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3 de diciembre de 2021

lolostock / Getty Images / iStockphoto

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El año del récord

La depresión es un país extranjero. Quien la padece, sé de lo que hablo, cree que es su único habitante. Las fronteras, si se divisan, quedan tan lejos que uno piensa que nunca podrá escapar. Parece situado muy al norte porque las noches, insomnes, se encabalgan como en un invierno boreal. Allí se vive a la intemperie, aislado. No es que no puedas comunicarte, es que ya no hablas el idioma de antes, con el que, bien que mal, te hacías entender.

Esta es una imagen de tantas para ilustrar la angustia y el desconcierto que acompañan la depresión. Conozco más. Mías, leídas y oídas a otros: infierno portátil, compañera invisible, túnel sin salida, campana de cristal… Dice la literatura científica que las metáforas más empleadas tienen que ver con la oscuridad, el peso, los espacios cerrados o una fuerza que tira hacia abajo. En realidad, la enfermedad y el ­dolor son experiencias radicalmente privadas e intransferibles. Frente a la depresión uno depende de que sus palabras tejan una narrativa que dé sentido a algo invisible cuyos síntomas no son contrastables con el microscopio o analíticas. Para Alphonse Daudet, autor de En la tierra del dolor, el sufrimiento, “como la pasión, deja a un lado el len­guaje”, y así cada paciente encuentra su propia teoría del dolor –físico o existencial– que varía como la voz de un cantante según la acústica de la sala. Y siempre queda la sensación de no saber decirlo todo, que lo importante permanece mudo y se­creto.

Desde hace un tiempo, en campañas como “Hablemos de #SaludMental” o tribunas de opinión, se nos anima a visibilizar nuestro estado psíquico. Es decir, antes de poner todos los medios, se nos pide que saltemos sin red. Y con profusión de datos se nos explican, además, cosas ya sabidas: que las cifras muestran un deterioro de la salud mental en nuestro país y que la asistencia psicológica y psiquiátrica del sistema público arrastra una carencia crónica de recursos. Esto es particularmente preocupante con respecto a los adolescentes, porque –leo en un estudio en el que ha participado el hospital Clínic– “el inicio de la mayoría de los trastornos mentales se produce a los catorce años”. Ahora mismo, al margen de la edad, quien quede encallado en las arenas movedizas de la depresión, si quiere seguir activo ha de ir a un centro de atención primaria para que le receten pastillas y luego, las más de las veces, rascarse el bolsillo para la terapia.

Llevan tiempo encendidas las luces de alarma. El mecanismo de negación (hacer como si nada hubiera pasado, interiorizar que lo peor ya había pasado) funcionó en gran medida para la crisis del 2008. El mercado se alimenta de optimismo, no de sujetos alicaídos. Si preguntas a los farmacéuticos, hablan de una sociedad medicada. Las cajas de ansiolíticos, antidepresivos, somníferos e hipnóticos se prodigan en los mostradores. También estaban ahí los datos comparativos de la UE, claros y diáfanos, con España a la cola: la salud mental no ha sido una prioridad. Ahora las administraciones anuncian “planes de choque” y, si solo se planifican para mejorar las ratios, pienso en el efecto rebote de una mala dieta.

Los factores estresantes del año pasado vinculados a la pandemia contribuyeron a que las muertes por suicidio en España alcanzaran un récord histórico. Aun así, algo estructural debe de estar fallando también para que ascendieran a 3.941 los decesos por esa causa en el 2020. Aunque nuestra tasa de suicidios no es de las peores en Europa, se constata una tendencia al alza que debería hacernos reaccionar. Además, por cada muerte consumada, conforme estimaciones, se producen veinte tentativas. ¿Cuántos a nuestro alrededor habrán fantaseado con el final para atajar su sufrimiento? Que la condición humana es vulne­rable nos lo ha explicado profusamente el pensador Joan-Carles Mèlich a lo largo de su obra ensayística. “Nadie puede ocupar el lugar del otro ni nadie puede sentir su dolor, su experiencia, su pérdida. […] Ser compasivo es situarse al lado del que sufre, escuchándolo, atendiéndolo, cuidando su cuerpo maltratado, sus heridas, su soledad. Ser compasivo es estar a la altura de lo que el otro nos pide. A menudo es una demanda no explícita, silenciosa. Ser compasivo es estar ahí ”. Una expresión sencilla, estar ahí, que aglutina una ética para tiempos inciertos y debería ser una brújula permanente para la política sanitaria.

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24 de noviembre de 2021

Foto: Ferrán Mateo

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Dostoyevski viral

El día en que Iván Zhdánov, estrecho colaborador del encarcelado Navalni, principal opositor a Putin, llegó a Barcelona para reunirse con la comunidad rusa, me sumergía en el libro de Manel Alías. En Rússia, l’escenari més gran del món plasma lo que ha visto y vivido durante siete años de corresponsalía en Moscú para TV3. El epígrafe lo toma de una activista feminista a quien entrevistó: “Vamos a mejor y a peor, simultáneamente”. En un país de las dimensiones y la historia de Rusia, lo extraño sería no encontrar contradicciones a su medida. Zhdánov, que denunció en el Col·legi de Periodistes las corruptelas del círculo del Kremlin y la ­destrucción sistemática de cualquier alternativa democrática, nació en Moscú como Dostoyevski, de cuyo nacimiento se cumplirán doscientos años la próxima semana. La tierra en la que mejor se ha escrito sobre la importancia de la libertad ­individual –de Pushkin a Grossman, , etcétera .– es también donde más a menudo se la ha pisoteado. “Solo los rusos pueden aglutinar a la vez tantas contradicciones”, leemos en El jugador.

Dostoyevski podía llegar a ser un chovinista empedernido, pero defendió a ultranza la participación en el debate pú­blico y el ejercicio de las libertades, lo que casi le costó la vida de joven. Libertad incluso –y esto le fascinaba– para equivocarnos, actuar contra nuestros intereses, sabotearnos la vida si es preciso, como cuando él desafiaba al destino cada vez que visitaba un casino y a menudo se dejaba hasta el último kopek. No pude evitar preguntarle a Alías si creía que, con Putin, a Dostoyevski lo habrían vuelto a encarcelar. Tal como están ahora las cosas, me respondió, si formulara una crítica directa a la clase dirigente, no tendría más remedio que publicar en una pequeña editorial, o largarse. Y es que Rusia vive una de las represiones más negras contra la prensa independiente y la disidencia desde la época soviética. No son casuales dos premios de este año: el Nobel de la Paz para un veterano periodista ruso y el Sájarov a la libertad de conciencia del Parlamento Europeo para Navalni.

A los rusos les cuesta entender que el trágico Dostoyevski despierte pasiones en el extranjero. Con todo, la fascinación actual por el true crime tiene un antecedente en sus obras. Crimen y castigo debe de hacer las delicias de Carles Porta. Y luego todo ese desfile de príncipes epilépticos, terroristas revolucionarios, intelectuales nihilistas, parricidas, funcionarios neurasténicos, ludópatas incurables y usureras que pueblan sus novelas... Escribir devorado por las deudas le empujaba, más que a alcanzar la excelencia estilística, a intentar atrapar a los lectores. Dostoyevski lleva al límite psicológico a sus personajes, pero sabía muy bien de qué hablaba: practicó la resiliencia mucho antes de que la palabreja se pusiera de moda.

¿Cómo nos desenvolveríamos si diéramos a cada segundo de la vida un valor incalculable? Eso lo aprendió después de pasar por un simulacro de fusilamiento, como le explicó a su hermano. Además, hay un dilema que atraviesa toda su obra y que sigue vigente. Me explico. Tomemos algunas noticias internacionales: ¿un fin razonable justifica tomar un camino (quizás) equivocado? Por ejemplo, ¿¿protegerse con una tercera dosis, pero dejar a otros invacunados? ¿Y negociar con estados autoritarios a cambio de reservas de gas?

La pandemia nos hizo volver a aquellos clásicos que describían o presagiaban una gran plaga. En las redes se recordó la pesadilla que aparece al final de Crimen y castigo: en medio de la fiebre y los delirios, Raskólnikov sueña con una grave enfermedad mortal que se extiende por el planeta desde las profundidades de Asia. Además de la coincidencia geográfica, el escritor acertó también con otra cuestión (su segunda obsesión después de la libertad): cómo las ideas nos dirigen, gobiernan nuestras acciones y se propagan siguiendo un patrón epidemiológico, en especial las más radicales y menos elaboradas. El virus que aterra a Raskólnikov en sueños tiene un síntoma particular: quien lo padece se siente “el único depositario de la verdad”. A medida que avanza la epidemia, por tanto, nadie escucha a nadie, inamovibles en sus convicciones, en un mundo polarizado y en permanente confrontación, incluso entre correligionarios. El novelista ruso no podía concebir un panorama más desolador. Echando una ojeada a la actualidad, sueño y realidad vuelven a confundirse. Y yo no puedo evitar pellizcarme.

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5 de noviembre de 2021
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El péndulo de la historia

 

Yuri Tyniánov aborda en esta novela inédita en español los estragos de la codicia imperialista a través de la trágica historia del poeta y diplomático Aleksandr Griboiédov

 

Sostengo esta voluminosa novela sobre la mano y pienso que sería una pena que su extensión siberiana (así como su título, La muerte del vazir-mujtar, y el apellido del autor, un tanto exóticos para los hispanohablantes) la privara de llegar a los lectores. Para Yuri Tyniánov (1894-1943), uno de los padres del formalismo ruso y brillante ensayista, la literatura se distinguía de la historia por su mayor comprensión de los hechos y sus actores. Experto en la obra y época de Pushkin, experimentó con la novela histórica a fin de hacerse preguntas, como en una investigación académica. La principal: ¿hasta qué punto la intuición literaria puede retorcer los documentos para alcanzar una verdad más honda? La literatura, lejos de ser un espejo de la realidad, la altera. Para superar la novela convencional se fijó en técnicas como el montaje cinematográfico.

En este título inédito hasta ahora en español, Tyniánov recorre —de San Petersburgo a Teherán, pasando por Tbilisi y Tabriz— los últimos meses del políglota y misterioso diplomático y poeta Aleksandr Griboiédov (1795-1829), cuya satírica obra teatral La desgracia de ser inteligente pasa por ser el texto más citado en el habla cotidiana y las letras rusas, además de texto alentador de la rebelión decembrista de 1825, fallido intento de establecer una democracia representativa en Rusia. Tyniánov abordó su figura intocable —encumbrada por la ortodoxia soviética como mensajero de la futura revolución— para dotarla de relieve. Un momento crucial en la vida de Griboiédov fue la escritura de su comedia, una crítica a la hipocresía a cargo de su protagonista, el misántropo Chatski, que, después de años ausente, vuelve a Moscú y choca con una sociedad rancia. Otro fue la redacción del severo tratado que puso fin a la guerra contra Persia, en virtud del cual el imperio ruso consolidó su ansiada salida al mar por el sur. Aunque Griboiédov volvió triunfal a San Petersburgo, se le ordenó volver a Persia en calidad de vazir-mujtar (ministro plenipotenciario). Para unos, era un temerario librepensador; para otros, un lacayo del zar. Ya en Teherán, una turba asaltó la Embajada rusa y consumó la yihad “contra el infiel de gafas”, al que desmembraron como culpable “de las guerras, de los abusos de los oficiales, de las malas cosechas”. En la novela se cuenta que su cabeza, ensartada en una pértiga, fue paseada varios días y que solo se pudo identificar una mano suya, por su meñique herido en un duelo, de entre los restos recuperados en un albañal.

El malogrado dramaturgo fue la excusa para que Tyniánov, que con el ascenso de Stalin tuvo que arrinconar sus teorías vanguardistas y dedicarse a la edición, crease un paralelismo entre su generación y la del siglo anterior (cuyas aspiraciones de cambio truncó otro dictador, Nicolás I), supervivientes ambas que debieron adaptarse a un “tiempo quebrado”. Leer a Tyniánov un siglo después, en la era de Putin, refuerza una imagen que atraviesa el libro, la del péndulo de la historia a veces convertido en bola de demolición. Documentada, sofisticada, meticulosa, filosófica y rica en referentes literarios, La muerte del vazir-mujtar es una admirable novela sobre los estragos de la codicia imperialista, la opresión, el desencanto generacional, el talento desperdiciado, la construcción del orden internacional y los destinos individuales en las oscilaciones del tiempo.

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27 de octubre de 2021

Una camarera de piso o 'kelly', trabajando en un establecimiento de Sevilla.  PACO PUENTES

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Reconocer la fatiga

Se ha normalizado que autónomos y asalariados, muchos de ellos trabajadores precarios, estén atrapados en una maratón de velocidad sin opción de parar

El vencejo común —nombrado ave del año por la entidad conservacionista SEO/BirdLife— se marcha de nuestros pueblos y ciudades rumbo a África, hacia las zonas de invernada. Este pájaro, que come y duerme en el aire, vuela sin posarse hasta diez meses. El suyo es un caso de adaptación extrema, por lo que, si tuviera equivalente humano, sería el espécimen perfecto para las aspiraciones productivas contemporáneas. La fatiga —de fatigare, “hacer agrietar”— es un mecanismo que alerta de que nos acercamos a un límite, físico o mental, más allá del cual las capacidades menguan drásticamente. En el “capitalismo flexible” (recuérdese La corrosión del carácter, de Richard Sennett) se nos pide, como fines en sí, justo eso: flexibilidad, adaptación permanente. Que cuando azote el vendaval seamos como el junco de La Fontaine que, aunque se doblega, nunca se quiebra (como sí el roble). No obstante, digan lo que digan quienes recitan el mantra de que en la vida todo es proponérselo, no somos juncos. Precariedad y pensamiento positivo es una mezcla venenosa. No estamos hechos para un vuelo prolongado sin paradas. Podemos rompernos, y a la grieta le siguen el trabajo mal ejecutado, el accidente, el desplome.

Agosto toca a su fin, y ni siquiera el verano habrá podido barrer la capa de cansancio que, como el polvo en una casa abandonada, lo cubre casi todo. La fatiga crónica, agravada por la pandemia, campa en hospitales, oficinas, aulas. Incluso hay deportistas de élite que, por no poder más, se apean de la competición. Tan importante es reconocer que uno ha excedido su capacidad de resistencia como que en el ámbito laboral no le exijan lo imposible. Un estudio reciente de la OMS asocia trabajar más de 55 horas semanales con la muerte de 745.000 personas al año. El síndrome del trabajador quemado invita a pensar en esa metáfora que utilizó Graham Greene en su novela A Burnt-out Case para comparar la quemazón existencial del protagonista —un arquitecto exitoso llegado a una aldea del Congo— con los estragos físicos de los leprosos que han pasado ya por la mutilación. Se ha normalizado que autónomos y asalariados, muchos de ellos trabajadores precarios, estén atrapados en una maratón a velocidad de sprint, sin opción de parar. Recuerde: si ve a alguien en el agua agitando la mano (como en el poema de Stevie Smith), no piense que le saluda. Quizá pida auxilio porque se ahoga.

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25 de septiembre de 2021

Roberto Calasso (Premio Formentor de las Letras 2016)

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Nuestra necesidad de consuelo

Hay un invento que, con una mínima inversión, te permite viajar más lejos que Jeff Bezos. Y no solo por el espacio, también en el tiempo. La poeta Emily Dickinson, que apenas se alejó de su pueblo de Massachusetts, escribió que para trasladarnos a tierras remotas no existe mejor nave que un libro: «Qué frugal es el carro que lleva al alma humana». Basta con una mano para sostenerlo y no precisa recarga, pero, al pasar la vista por la letra impresa, en nuestro cerebro se desata una tormenta eléctrica. Imaginar que hacemos algo y hacerlo es casi lo mismo. Lo corrobora la ciencia: las técnicas de neuroimagen muestran que, en ambos casos, se iluminan regiones similares. Y los libros no solo suprimen distancias físicas, sino que además favorecen un diálogo cercano entre personas de diversos orígenes. A partir de las diferencias la literatura crea afinidades.

Roberto Calasso (Premio Formentor de las Letras 2016), fallecido hace una semana en Milán, fue el faro de la editorial Adelphi («hermanos», en griego) durante más de medio siglo. Comparaba el libro con la cuchara, dos objetos de diseño perfecto, inventados de una vez para siempre, para el propósito de alimentar. En su obra ensayística buceó en los mitos griegos, el mundo védico o la religión hindú en busca de un retrato completo de lo que una vez fuimos y de lo que aún somos. Hoy persisten la violencia, la crudeza y los sacrificios que se narran en ellos, pero ataviados con otros nombres. En uno de sus últimos ensayos enseñó cuál era el mejor orden para una biblioteca personal: la ausencia de este. Porque el conocimiento se asienta sobre terreno volcánico: por debajo siempre pasa algo y por eso es cambiante, promiscuo, caprichoso, transnacional y transversal. Sabía que el paradigma digital nos hace sentir falsamente sabios, expertos en todo, cuando más bien somos náufragos que bracean en un océano de datos y noticias intrascendentes. «Vivimos en un almacén de copias que han perdido sus moldes», leemos en Las bodas de Cadmo y Harmonía. Para Calasso, lo principal era asomarse a lo invisible, perseguir esos moldes.

La literatura no consiste en manuales de instrucciones. No pretende decir la última palabra. Acepta una pluralidad de lecturas y acrecienta nuestra comprensión de la vida, ese viaje imprevisible entre lugares inexistentes, según Stig Dagerman. Tras cruzar la Europa devastada de la posguerra, el escritor sueco concluyó que «nuestra necesidad de consuelo es insaciable». Por eso necesitamos a diario los libros. Como la cuchara.

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5 de agosto de 2021
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El Boomeran(g)
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