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Aprender a recordar

Por 3 de diciembre de 2021 Sin comentarios

Foto de Emilia Gutiérrez

Marta Rebón

Cuando cuesta creer una noticia reciente, buscas más información y, aunque topes con el mismo hecho acompañado de nuevos datos que vienen a confirmar esa realidad, necesitas corroborarla una vez más, la enésima. El sábado pasado, día en que murió la autora de El corazón helado, durante el tiempo suspendido de la incredulidad, me crucé con el tuit de Enric Juliana: “Almudena Grandes vino aquí a estudiar y a escribir”. Una frase que, si la ponemos en relación con el último libro del periodista, nos recuerda que Grandes era de quienes pensaban que uno debía prepararse intelectualmente para mirar las caras de la verdad. Comprometida con la representación cultural de la Guerra Civil y la dictadura franquista, creía que el presente y el futuro de España, ambos, se descifran a partir del pasado, y a este dedicó una serie de novelas históricas que indagan en la ruptura entre el ayer y el hoy.

Si se estudia y se escribe, es para dejar un mundo mejor que el que se encontró, seas del bando que seas (por usar un término que de nuevo ilustra una parte del debate público actual). De lo contrario, ¿para qué molestarse? Ni estudiar ni escribir son el camino más fácil. Son actividades que, tomadas en serio, ponen a prueba tus límites físicos e intelectuales y te exigen, en la misma proporción, amor y dedicación.

Hace poco consulté la correspondencia entre Gustave Flaubert y una amiga escritora. El primero, después de excusarse por la tardanza en contestar, fue directo al grano: dado que su interlocutora se revolvía contra las injusticias del mundo, le prescribía su propia receta, que no era otra que estudiar, leer y solo luego escribir. “En el ardor del estudio hay grandes alegrías… A través del pensamiento únase a sus hermanos de hace tres mil años; recoja sus sufrimientos, sus sueños, y sentirá cómo se le ensanchan el corazón y la inteligencia”. Del estudio, le prometía, se sale deslumbrado y alegre, y añadía que la humanidad y el mundo eran como eran, que no se trataba tanto de cambiarlos como de conocerlos mejor. Diría que aquí Flaubert, en el fondo, jugaba con las palabras y que, de hecho, si entendemos algo mejor el mundo, en cierta medida ya lo estamos cambiando. Del legado –que trasciende lo literario– de Almudena Grandes pienso en su particular odisea, el ciclo Episodios de una guerra interminable. Para este proyecto, a la autora madrileña, con medio corazón gaditano, no le hizo falta viajar tres mil años atrás para dar con sueños y sufrimientos dignos de ser estudiados y escritos, tan cercanos que no se veían.

Luces y sombras crean relieve. Si quitas unas u otras, resulta un retrato plano, inánime. Maniquea para algunos, en universidades extranjeras, en cambio, estudian la obra de Grandes por su deseo de transmitir una aproximación más compleja de héroes y villanos y de explorar la zona gris entre unos y otros. Su tratamiento de la memoria es más plural de lo que algunos opinan, posiblemente lectores de columnas cazadas al vuelo sobre actualidad política, en las que ejercía su derecho a opinar y disentir con la responsabilidad de quien toma la palabra. El pasado no es un bloque homogéneo, ni un relato perfec­tamente trabado. Las novelas crean un espacio abierto de exploración, diálogo y entendimiento donde sondear nuestra memoria compartida. O descifrar un silencio de décadas, prorrogado luego con otras tantas de amnesia, porque preguntar no era moderno, sino revisionista y un signo de rencor, aunque en otros países europeos sí se hi­ciera. Aquí el momento adecuado sigue pareciendo ir ligado al “vuelva usted mañana”.

Mirar atrás no significa reabrir las heridas, del mismo modo que al conducir mirar por el retrovisor no es una pérdida de tiempo, sino un acto reflejo para darnos cuenta de lo que hemos dejado detrás y puede entrañar un riesgo. Dice Anne Carson en Nox que historia proviene de un antiguo verbo griego que significa preguntar, y que conlleva indagar, recopilar, dudar, anhelar, probar y culpar, además de asombrarse ante todo. Según Herodoto, no hay actividad más extraña, pues la gente se siente satisfecha con las respuestas más chocantes. Se estudia y se escribe también porque no se está satisfecho con algunas respuestas.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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