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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Vini vidi vinci

Discúlpenme que vuelva sobre el asunto, pero no lo puedo evitar. Es que al fin vi V for Vendetta, y me salgo de la vaina!

Todavía no sé si es que la peli me gustó tanto, o si le agradezco que me haya forzado a releer la historieta original de Alan Moore. En todo caso le agradezco sinceramente que haya sido fiel a la visión original del autor, lo cual no es poco, dado que la suerte de otras adaptaciones de la obra de Moore fue funesta. (From Hell, por ejemplo: una obra maestra de la historieta reducida a vulgar peli hollywoodense; y que decir de The League of Extraordinary Gentlemen...) Lo cierto es que todavía estoy revolucionado por la visión de V for Vendetta, y en esta conmoción (amo las obras que lo reducen a uno a esta condición casi infantil, balbuceante y llena de ideas contradictorias, porque significa que han removido algo dentro mío que no puede sino alumbrar un pensamiento nuevo), solo me atrevo a volcar algunas impresiones muy tentativas. Ya casi puedo imaginarme los comentarios del Jevi-llano: "Jo, Figueras, esta película también es un tostón, pero aun así me caes bien". Tu también me caes bien, Jevi-llano; eres puro aliento fresco.

Lo primero que sentí fue deseos de salir a pelear contra aquellos que trataron a la película de manera condescendiente, sugiriendo que su ideología era pueril, o directamente adolescente; para ser preciso, sentí ganas de salpicar con el agua de la calle a la crítica del New York Times, Manohla Dargis, pero no me subí a un avión porque concluí que la chica ya debe tener bastante con eso de llamarse Manohla. Creo que por definición la ideología de cualquier relato de aventuras es adolescente, porque supone que es posible cambiar algo en este mundo mediante acciones que son en buena medida físicas. Yo tengo claro que ningún cambio es perdurable si no entraña una modificación interior (¿puedo decir espiritual?), pero convengamos que el mundo exterior sigue reclamando cambios visibles, y a los gritos. Descartar, pues, un relato de aventuras por su ideología adolescente es casi como decir que todo intento de cambio material es adolescente; lo cual supone una afirmación reaccionaria. En ese caso acepto que mi propia ideología es adolescente. Yo soy de los que creen que un cambio no solo es posible, sino que es necesario.

(Continuará)

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3 de abril de 2006
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Traductor traidor (III)

Una de mis adaptaciones favoritas de una novela al cine es El paciente inglés. Y lo es precisamente porque no se parece en nada al relato original (un texto magnífico, dicho sea de paso), y aun así funciona en sus propios términos. Es cierto que en una primera lectura El paciente inglés aparece como inadaptable. El escritor Michael Ondaatje narra una historia que le ocurre a gente concreta, en un tiempo concreto, en un lugar concreto; pero su prosa es elíptica, lo cual es otra manera de decir que es poética, porque relega la acción a un segundo plano y se concentra en los pequeños detalles, en el aspecto sensorial de la aventura, en las epifanías mínimas que viven sus protagonistas al toparse con un piano desvencijado, con una ciruela arrancada del huerto, con un hueso que sobresale en el cuerpo de la mujer amada. 

Una comparación entre la novela y la película permite sacar algunas conclusiones generales sobre las diferencias entre el relato literario y el fílmico. La novela es más libre, se lo permite todo y va inventando sus reglas a medida que avanza. La película es más convencional, porque el relato no puede evocar hechos y sensaciones con la misma ligereza que un verso o una frase dicha al pasar: cada excursión en el tiempo es un flashback, y cada flashback debe cumplir con una función determinada dentro de la apretada estructura narrativa de un film. En algún sentido, la novela de Ondaatje es como esas cajitas llenas de cosas viejas con las que uno se encuentra a veces al mudarse, o al desmontar la casa de parientes que ya no están: llena de elementos diversos que parecen no tener conexión entre sí, pero que evocan infinidad de momentos y de sensaciones a quien las revisa. La película, en cambio, nunca puede ser más compleja que un trencito de esos que nos regalaban cuando niños: seguramente evocará algunos momentos, pero sólo nos maravillará si sigue funcionando.

Supongo que la ventaja de la novela por encima del cine se debe a que su trayecto entre nosotros es mucho más largo, y por lo tanto ha explorado más. Todavía hoy una novela puede experimentar con sus convenciones, ganar premios como el Booker y a la vez permanecer en los primeros puestos de los charts de ventas. Una película también puede experimentar y ganar premios, pero si lo hace no figurará jamás entre las más vistas. La novela es un juguete artesanal, que el escritor concibe para su propio divertimento, y que en todo caso, casi por añadidura, divertirá después a otros. El cine es un juguete demasiado caro para que el director lo conciba con la intención de jugar a solas. El escritor es por definición un francotirador. En el mejor de los casos, el director es el líder de una banda de inadaptados (dentro de la que milita el guionista, por supuesto) a quienes ha guiado hacia la victoria.

Yo creo que un guionista debe abandonar de cuajo la intención de trasladar literalmente una novela al cine. Si yo hubiese adaptado Rosario Tijeras de manera literal, habría a puesto a Rosario como en la novela, contando en un par de frases que ella y sus amigos se llevaron de rumba al cadáver de su hermano. Pero en ese caso la anécdota no tendría el peso que tiene en la película, donde el director Emilio Maillé se lleva al espectador a rumbear con el muerto. (Una de las mejores escenas del film, sin duda alguna.) Lo mejor es leer la novela un par de veces, hacer anotaciones y después regresarla a la biblioteca para entonces escribir un guión que se convierte, en buena medida, en lo que uno recuerda del texto: aquello que más lo conmovió, y por ende más ama del relato. No podemos hacerle justicia a un texto novelístico siéndole fieles, o por lo menos fieles de una forma inimaginativa y servil; para mejor honrarlo hay que traicionarlo, del mismo modo en que el buen traductor traiciona al original al trascender la frase textual para reinventar su música, su ritmo, su pluralidad de sentidos –en suma, su espíritu.

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31 de marzo de 2006
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Traductor traidor (II)

Muchos suponen que en el proceso de adaptar una novela al cine, la tarea de un guionista es tan sólo la de limpiar la horajasca del texto original para quedarse con la acción, las escenas que encapsulan el argumento. Si bien hay novelas que permiten realizar una transposición más lineal (adaptar El silencio de los inocentes es relativamente sencillo, pero eso no es posible con novelas como Desde el volcán o Lord Jim), hay otras que lo pierden casi todo al saltar al cine a pesar de que su anécdota se conserve intacta. Es lo que suele pasar con los libros de Dickens, o los de John Irving. Sus relatos están tan llenos de sucesos, que los adaptadores suelen creer que la solución es eliminar unos cuantos personajes y proceder a toda velocidad, saltando de un incidente a otro. Y así se pierden dos ingredientes fundamentales de sus historias. El primero es el proceso interior que los incidentes disparan en los protagonistas: estas novelas son largas porque, entre otros motivos, nos proporcionan tiempo para asimilar la dimensión de los hechos del mismo modo en que se lo proporcionan a sus personajes. Esta “larga” marcha (porque en realidad no es tan larga, tan sólo lo simula) nos permite además obtener algo similar a una perspectiva panorámica: el manejo literario del tiempo nos convence de que estamos asistiendo al desarrollo completo de una o más vidas en el exiguo margen de unos centenares de páginas. Lo cual nos deja en el umbral del segundo ingrediente vital en estas novelas grandes /grandes novelas: la representación del paso del tiempo.

Es cierto que un novelista puede poner punto y aparte e iniciar el párrafo siguiente diciendo: “Veinte años después…” Pero además de la indicación literal del paso del tiempo, el relato literario tiene otras, múltiples maneras de sugerir el transcurrir de las horas y de los años. Esto es lo que muchos adaptadores tienden a tachar o pasar por alto cuando buscan material para su guión: cortan lo que parece tiempo muerto, disquisición, detalle innecesario, descripción, monólogo interior. Visto desde el prisma de la acción pura es posible que esos pasajes parezcan inertes, pero son vitales para introducir al lector en un ritmo parecido al de la vida misma, con altos y bajos, que encapsule los dos tiempos de la respiración: para que la caída en la montaña rusa obtenga su emoción siempre hace falta un trepar lento hasta la máxima altura. En las últimas décadas, quizás inspirado por la acción constante de los videogames, el cine de Hollywood ha pretendido hilar un climax detrás de otro, prescindiendo de los valles. Yo creo que ese machacar al público con un peligro tras otro sólo produce anestesia. La pantalla estalla en mil pedazos y yo ronco como un bendito, porque todo ese estruendo se vuelve tan monótono como lo sería un plano único de un edificio que se prolongase durante seis horas.

Un cineasta también puede recurrir al cartel que indica el paso del tiempo. Pero una vez retirado el cartel, necesita además hacernos sentir que el tiempo pasó. Ese es uno de los problemas que tengo con Brokeback Mountain a partir de la media hora del relato: no siento el paso del tiempo, y en cambio veo que todo sigue igual a excepción del maquillaje de Jake Gyllenhaal y de Heath Ledger. ¡Son los mismos chicos de antes, con bigotes y patillas! Esta es una de las diferencias fundamentales entre cualquier novela y su traslación al cine: el texto literario produce la sensación del paso del tiempo con mayor facilidad, quizás porque, entre otros motivos, incluye el tiempo en su relación con el lector. Uno puede tomarse semanas, meses en terminar un libro; se envejece naturalmente con el relato, uno se aparta de él, lo deja fermentar en su mente y regresa cuando quiere o puede. Pero las películas están concebidas para ser registradas de una sentada.

Uno de los mayores desafíos de adaptar Plata quemada fue el de representar la espera. El relato se inicia con un estallido, el del robo, y concluye con otro, el del enfrentamiento final de los delincuentes con la policía. Pero el grueso de la historia está ocupado por tiempo muerto: tres hombres encerrados en un apartamento, contando ovejas hasta que la policía desista de buscarlos. ¿Cómo narrar cinematográficamente este encierro, esta espera desesperante, este aburrimiento de los protagonistas, sin aburrir al público? Supongo que buena parte del mérito es del director Marcelo Piñeyro. Pero en el terreno del guión, dado que teníamos consciencia de las ventajes de la literatura sobre el cine para representar la espera, tratamos de robarle a la narración escrita algunas de sus técnicas; así usamos las voces interiores, por ejemplo, para mostrar la disociación entre la quietud del cuerpo y el torbellino que sacudía mientras tanto las mentes de sus personajes.

Desde entonces quedé fascinado por los desafíos que presenta el cine para representar el tiempo. Las novelas me presentan otros desafíos, pero la compresión del relato cinematográfico hace que el tema del tiempo sea una de sus mayores dificultades. De hecho, cuando el productor Matthias Ehrenberg me ofreció adaptar al cine la novela Rosario Tijeras mi primera respuesta fue negativa: pensé que la intención era hacer otra película sobre latinos drogones y violentos, puro estereotipo, perpetuación de un lugar común que considero lamentable. Pero entonces Matthias me dijo: “Para mí, Rosario Tijeras es un relato sobre el tiempo”. Y así me enganchó.

        (Continuará.)

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30 de marzo de 2006
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Traductor traidor

La tarea de adaptar una novela al cine es de las más ingratas para los guionistas. Lo cual no es poco, considerando que la labor del guionista es ingrata de por sí.

Para empezar hay que desmontar la construcción que el libro presenta, con el propósito de volver a armarla desde cero: más allá de sus obvias afinidades, el cine y la literatura son soportes diferentes. Concebir una película a partir de un libro puede ser un afán tan absurdo y tan engorroso como el de utilizar el papel del libro como materia prima de una escultura. Pero claro, casi nadie se da cuenta de la dificultad del proceso. Empezando por los productores.

La primera novela que adapté al cine fue Plata quemada, de Ricardo Piglia. Todo el mundo me decía que Plata quemada ya era “casi una película”. Es verdad que la anécdota suena cinematográfica: el robo fallido, la fuga, la persecución y el asedio final son la materia prima de infinidad de películas. Pero el mérito de Piglia como escritor fue valerse de ese material para convertirlo en literatura. Plata quemada es una novela que, por ejemplo, va y viene varias veces en el tiempo y en el espacio en una cantidad de líneas que no excede las que puede contener una página. Es cierto que el cine cuenta con el recurso del flashback, el recuerdo, un salto hacia atrás, pero este recurso no opera de la misma forma en la página que en la pantalla. En el texto uno puede divagar, ir y venir, siguiendo la lógica propia del discurrir mental. En el cine este proceso es más engorroso, uno no puede ir y venir en cuestión de segundos sin perder el hilo de la narración: cada flashback necesita su tiempo, su puesta en escena, su exposición.

Plata quemada también funciona de acuerdo a un recurso literario de interposición: el relator no nos pone en medio de la acción, sino que más bien tiende a referirla. No es alguien que hace presente lo que ocurre, sino alguien que refiere lo que ocurrió, a la manera del informe, de la crónica, del diagnóstico clínico. Sólo vemos a sus personajes a través del reflejo que generan en distintos espejos. Piglia hace objetiva la existencia del narrador no como criatura omnisciente, que todo lo ve, sino criatura subjetiva y sesgada. Se alude todo el tiempo a la historia de amor entre los dos protagonistas, a su relación casi telepática, pero casi nunca la vemos en acto. ¡Casi no existen diálogos que nos muestren cómo se hablaban entre ellos! Lo cual no nos dejaba a los adaptadores (el director Marcelo Piñeyro y yo) más remedio que inventarles un lenguaje común, con sus códigos, con sus recurrencias y con sus silencios.

Trasladar literalmente al cine el recurso literario de Piglia hubiese supuesto poner en primer plano a los múltiples relatores y en un plano distante, casi borroso, a los protagonistas. Esa habría sido una película interesantísima, pero también árida y fría. En el cine es más obvia que en la literatura la necesidad del público de identificarse con los protagonistas, de meterse en su cuerpo y en su circunstancia para atravesar la aventura hasta el final; de alguna manera, la narración del cine siempre ocurre en primera persona aun cuando parezca narrar objetivamente, porque nos mete dentro de la acción de forma casi virtual: nosotros no observamos el relato, estamos dentro del relato. Ver una película es como estar en un simulador de vuelo: lo más parecido a la verdadera experiencia, sin afrontar ninguno de los riesgos. Y en aquel entonces, en una Argentina paranoica donde todo el mundo creía que en cualquier momento podía ser asaltado o secuestrado, Piñeyro y yo creímos que la apuesta más osada era valerse de ese poder del cine y hacer que la gente se identificase y padeciese con estos protagonistas, ¡y hasta llorase por ellos!, aun cuando eran delincuentes, asesinos, drogadictos y además homosexuales: la encarnación de todos los miedos de nuestra sociedad pacata y represiva.

        (Continuará.)

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29 de marzo de 2006
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Misión: Burman

Tengo con el cine argentino el mismo problema que tantos españoles tienen con el cine español, y tantos mexicanos con el cine mexicano, y así. Le veo demasiado las costuras. Me parece que en demasiadas oportunidades el subtexto de nuestras películas dice: Y bue, esto es todo lo que pudimos hacer con este presupuesto, así que no se quejen. Se trata de películas que tematizan la imposibilidad del cine, una suerte de aquí no podemos hacerlo. Por eso cuando surgen autores que se pasan la sensación de impotencia por el forro, a pesar de que cuentan con presupuestos tan magros como los de la mayoría, la sensación de victoria es adrenalínica. Gente como el Aristarain de los 80, como el Piñeyro de los 90 y como el Fabián Bielinsky de hoy nos hacen olvidar toda impotencia, toda debilidad narrativa, en el hall de entrada del cine. Ellos sabrían narrar una historia apasionante aun cuando contasen con una cámara de Super 8 y un único actor. Narran porque les apasiona narrar y porque tienen una visión; en sus manos el cine es cine, no una disculpa proyectada sobre la pantalla.

La semana pasada descubrí una película argentina que disfruté mucho: Derecho de familia, de Daniel Burman. Es una historia que seduce a partir de una engañosa simpleza: el relato que un abogado de treintaipico llamado Ariel Perelman (un contenido y a pesar de todo graciosísimo Daniel Hendler), hace de su propia vida, con el acento puesto en la relación con su padre –otro abogado Perelman- y con su propio hijo de dos años. Desde las primeras escenas queda en claro que Burman tiene algo que contar, y que sabe cómo hacerlo; por eso el público responde al relato a pesar de que vulnera todas las reglas del Buen Guión Según Hollywood: uno se pasa minutos y más minutos sin saber exactamente hacia dónde va la historia pero poco importa, porque el relato se impone con buenas artes.

Derecho de familia emociona con un pudor enorme, y divierte sin golpes bajos, y hace pensar sin necesidad de machacarnos la cabeza con martillitos ideológicos u otros sucedáneos de la reflexión. Es la obra de un cineasta con un corazón enorme, con la cabeza bien puesta y con un gran dominio de su arte. Se le nota su amor por la vida, que es evidente en los detalles que sólo puede incluir un gran observador de lo cotidiano, y en la construcción de sus personajes más entrañables (como Perelman padre, interpretado por Arturo Goetz), que lo dicen todo sin necesidad de decir nada. Disfruto mucho cuando encuentro a alguien que contempla la vida como quien asiste a un espectáculo extraordinario; porque cada vida es, estoy convencido, un espectáculo extraordinario, cuente con presupuesto de muchos millones o de pocos pesos. El truco está en saberlo ver. Y Burman ya demostró que tiene buen ojo. Ojalá Derecho de familia se vea pronto en todas partes.

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28 de marzo de 2006
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V de victoria

Supongo que habrá quienes consideren necesario reivindicar la estatura de la historieta como arte, pero no es mi caso. En mi biblioteca las colecciones del Corto Maltés y Nippur de Lagash están ubicadas entre Yeats y los dos volúmenes de The Meaning of Shakespeare, de Harold Goddard; El Eternauta, del desaparecido autor argentino (desaparecido por los oficios de la dictadura militar, quiero decir) Héctor G. Oesterheld, está entre mi volumen de relatos y novelas completos de Sherlock Holmes y The Blind Assassin, de Margaret Atwood. El primer tomo de Los Archivos de Batman, la colección de las primeras historietas de Bob Kane, está pegado a La Odisea y a pocos centímetros de otras historias inolvidables del Hombre Murciélago: The Dark Knight Returns y Batman: Year One, ambas escritas por Frank Miller.

Pero el autor de historietas que tengo más cerca, hablando incluso en términos de espacio, es Alan Moore. Si estiro el brazo izquierdo hacia delante, pasando por el costado de la pantalla del ordenador, encuentro From Hell, que está ubicado entre The Complete Works of Lewis Carroll y The Gnostic Scriptures, una colección de textos gnósticos compilada por Bentley Layton. Si estiro el mismo brazo hacia la izquierda encuentro Watchmen, una de los mejores relatos sobre (super)héroes jamás escrito. Y si no tengo a mano The League of Extraordinary Gentlemen es porque fui comprando la serie en revistas a medida que salía y nunca conseguí la edición en libro. Esta Liga es el sueño húmedo de cualquier escritor: sólo a Moore podía ocurrírsele mezclar en un mismo relato de aventuras a personajes de ficción que en la teoría fueron coetáneos como Allan Quatermain (el explorador de Las minas del rey Salomón), el capitán Nemo (y el Nautilus, por supuesto), el Dr. Jeckyll (y su inevitable alter ego Mr. Hyde), el Hombre Invisible de H. G. Wells y la Mina Harker de Drácula.

El único motivo por el que no tengo que estirar ningún brazo para consultar V for Vendetta es porque tengo el libro aquí, abierto a un costado del teclado. Me había prometido no releer la historia antes de ver la película guionada por los Wachowski, pero el deseo fue demasiado fuerte. V for Vendetta es uno de mis libros favoritos del mismo modo en que Alan Moore es uno de mis escritores favoritos, y punto. Supongo que su descripción de una sociedad neofascista mezclada con una fantasía de venganza digna de El conde de Montecristo no podían sino arrebatar mi corazoncito criado en dictadura y hambriento de justicia. Lo único cierto es que V for Vendetta es un ejemplo inmejorable de los primeros dos mandamientos que yo mismo trato de respetar como escritor, a saber:

1. No aburrirás; y
2. No subestimarás la inteligencia de tu lector / público.

Y que conste que entiendo que parte del significado del Segundo Mandamiento alude al derecho del narrador a hacer pensar a su público, informarlo sobre aquello de lo que sabe poco o nada y también ayudarlo a considerar puntos de vista novedosos, o simplemente anticonvencionales.

Todo esto en realidad es un rodeo para que no se note tanto que estoy muerto de ganas de ver la película V for Vendetta. Es cierto que Alan Moore ha tenido pésima suerte con las adaptaciones al cine de sus historias (The League of Extraordinary Gentlemen era bochornosa, y From Hell no llegaba a los talones del original), pero en este caso parece haber razones para la esperanza. Se trata de una adaptación escrita por los hermanos Wachowski, que dejaron claro en Matrix que eran devotos de los dos primeros Mandamientos y que manejaban el género a las mil maravillas. Pero también es verdad que nadie desecró tanto los mismos Mandamientos como los mismos Wachowskis en las dos continuaciones de Matrix, así que se trata del típico caso del vaso medio vacío o medio lleno.

Al menos hoy yo lo veo medio lleno. Y eso es algo que agradezco a Moore por su parte, y a los Wachowski por otra. ¿Cuándo fue la última vez que sintieron un entusiasmo infantil por una película a punto de estrenarse, al punto de comprar la entrada con siglos de anticipación y presentarse en la primera función del día del estreno?

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27 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (IV)

Hoy voy a salir a la calle para hacer lo que hace treinta años hubiese sido una locura: decir lo que pienso, poner el cuerpo, ocupar los espacios que alguna vez el miedo dejó vacíos y sentirme acompañado por una multitud en la construcción de algo mejor. Voy a marchar con miles de otros para recordar a los miles de otros que fueron asesinados por la dictadura; y para renovar nuestro compromiso de impedir que homicidas mesiánicos (esto va a ser más fácil) y funcionarios corruptos (esto será más difícil) vuelvan a adueñarse de la Argentina.

Este aniversario número treinta nos encuentra mejor que el número veinte, y que el número diez. Porque más allá de su manifestación criminal, la dictadura fue para la Argentina el Caballo de Troya de una operación político-económica que se verificó simultáneamente a escala continental; y hoy, treinta años después, América del Sur está liderada en su mayor parte por gobiernos democráticos que no son democráticos tan sólo por su mecanismo de origen, sino porque gobiernan para la gente. Las dictaduras latinoamericanas en general, y la argentina en particular, cimentaron su poder a sangre y fuego, pero sus crímenes no cesaron con su caída. Los gobiernos militares enajenaron las economías nacionales, y la miseria que produjeron se sigue padeciendo hoy, lo cual es igual a decir que los militares (y sus ministros de economía civiles, claro) todavía siguen matando: los niños víctimas del hambre y la gente que no recibe adecuada atención médica son muertos tardíos, pero deberían sumarse a la cuenta de los desaparecidos. En este sentido, los militares y las eminencias grises que guiaron sus manos funcionaron como bombas atómicas: mataron a miles con el estallido, pero mataron a muchos más con las secuelas de su radiación.

Al menos hoy siento que el sufrimiento entrañó un aprendizaje. Ahora nadie se quedaría en su casa ante la amenaza de un golpe; y no sólo hablo de un golpe militar, sino de las múltiples variantes del fraude que se han multiplicado en las urnas desde los 70 hasta hoy. (Y en países infinitamente más poderosos que los nuestros, dicho sea de paso.) Aprendimos también que la democracia es una construcción colectiva, y por cierto cotidiana: la gente tiene un alto grado de movilización y ante el menor atropello gana las calles reclamando justicia. Otra enseñanza vital es la de la opción por la no violencia: si hoy existe entre nosotros algo parecido a la justicia, se debe a la terquedad en el reclamo republicano que las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo practicaron sin desmayos, la gota que al fin horada la piedra. Peticionar una y mil veces, golpear todas las puertas hasta que alguna se abra; aun con las imperfecciones propias del sujeto humano, nuestra única esperanza es la construcción a partir de la ley.

Siempre me pareció magnífico el título del libro de Miguel Bonasso, Recuerdos de la muerte. Porque la dictadura en la Argentina fue una temporada en el infierno: todos morimos entonces de una u otra forma, a todos nos mataron, enteros o en parte. Y hoy podemos recordar esa muerte, ver esa muerte como algo del pasado, y aunque la muerte definitiva todavía nos espere en algún recodo, vivir este tiempo bendito como una temporada de resurrección. No somos los que éramos, ¡no podríamos serlo aunque quisiéramos!, pero somos. Somos una versión más triste y más sabia.

Yo perdí la inocencia el 24 de marzo de 1976. La dictadura me cagó la vida de mil maneras; todavía me visitan sus espectros. Muchos de los errores que cometí de adulto se deben, en buena medida, a que me convertí en un viejo a los catorce años (un anciano inmaduro sólo puede ser infeliz), y en consecuencia dejé jirones de piel y libras de carne por todas partes, peleando la batalla por readueñarme de mi vida. Pero ya no me quejo, al menos hoy no. Hoy voy a salir a la calle para hacer lo que hace treinta años hubiese sido una locura.

Hoy voy a ser feliz.

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24 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (III)

Siempre se me hace difícil explicar a mis hijas lo que significó tener catorce, quince, dieciséis años durante la dictadura. Ahora que un par de ellas rondan esa edad, la idea de un país donde los adolescentes se esconden en el interior de sus hogares para no exponerse a los riesgos de la calle les resulta virtualmente inconcebible. Ellas están habituadas a la vida prototípica de los jóvenes: salir hasta cualquier hora, andar por cualquier lugar, vestir de cualquier forma… No temen reír en público ni ponerse en ridículo, expresan su alegría con las ínfulas (¡y con el descaro!) propio de la edad. La Argentina de 1976-1983, en la que me crié mamando a diario la leche del pánico, les resultaría tan ajena como el paisaje marciano.

Yo crecí en el miedo. El terror era mi aire. Mis padres jamás pasaron por el trance de luchar con su hijo adolescente para ponerle límites: yo tenía tanto miedo de andar por las calles, que regresaba por propia voluntad antes de que dieran las diez, ¡incluso los sábados! Me quedaba en casa de mis amigos, o de mi novia, y cuando se hacía la hora de volver cubría las distancias en tiempos que un maratonista envidiaría.

Quizás lo más singular sea la forma de mi miedo. Tal como dije, yo carecía por entonces de formación política, y era de los que escapaba de los diarios y de los noticieros: sabía lo mínimo indispensable, que estábamos bajo un gobierno militar que gustaba de llamarse a sí mismo “Proceso” (los militares nunca han sido muy afectos a la lectura de Kafka, puesto que de serlo habrían elegido otra denominación) y que ese gobierno combatía a los terroristas, que según el discurso oficial eran retoños de Satán sobre la Tierra. Lo singular, digo, es que a pesar de la omnipresencia y de la gravedad de semejante discurso yo jamás tuve miedo de los terroristas, esos muchachos de barba que, según el relato admonitorio, ponían bombas por doquier y te llenaban la cabeza de ideas extrañas. Yo le tenía miedo a otra cosa. Le temía a los uniformes. A todos. A los azules de la Policía, a los verdes del Ejército. Y a las criaturas que los llevaban puestos.

Cada vez que me aproximaba a un policía en la calle, empezaba a transpirar. El padre de uno de mis amigos estaba convencido de que yo sudaba así de manera natural, pero no. Sudaba así tan sólo cuando sentía pánico. Y yo sentía pánico en esas ocasiones porque tenía claro (no sé cómo porque nadie me lo había explicado, no conocía a nadie que afrontase el miedo de decirme la verdad) que si alguien podía hacerme daño, un daño informe e impreciso pero no por ello menos amenazador, ese alguien era cualquier  uniformado.

A veces me digo que mi alma reaccionaba de esa manera porque seguía un razonamiento muy simple: en la Argentina existía un discurso único, yo no creía en ese discurso (mi desconfianza era pura intuición), ergo, yo era un disidente, y en esa Argentina todo disidente era un criminal: me convertí en Josef K. sin saberlo, y por eso vivía con la sensación de haber cometido un crimen sin siquiera entender cuál había sido mi falta. Pero otras veces pienso que este argumento es demasiado cerebral, cuando la cosa era bastante más simple: en Buenos Aires (en la Argentina en general, pero yo vivía entonces en Buenos Aires) el miedo se respiraba, se sentía sobre la piel, se leía en los rostros de los otros, de todos y de cada uno. Yo temía no porque fuese un iluminado, sino por empatía: les temía a aquellos a quienes todos temían, en el más profundo y más degradante de los silencios.

Agradezco al cielo que mis hijas no hayan vivido nada parecido. Y agradezco la indiscutible fortuna con que atravesé ese infierno, aun cuando me quedaron marcas profundísimas porque nadie cruza el infierno sin quemarse. Yo no tuve que lamentar pérdidas personales, no sufrí la desaparición ni el exilio de parientes ni amigos. Lo único que perdí fue la inocencia.

La saqué barata. Cientos de miles de argentinos no pueden decir lo mismo.

(Continuará.)

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23 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (II)

Yo no soy de los que creen que se puede narrar el horror de una vez y para siempre. Ya sé que no estoy descubriendo la pólvora, vaya como muestra la persistencia de los relatos sobre el fenómeno nazi y el genocidio por aquellos perpetrado. A veces me digo que esta recurrencia debe tener algo que ver con la perplejidad; creo que los abismos de maldad en los que algunos especímenes humanos se precipitan, sin necesidad de mayores excusas, siguen siendo una fuente de asombro para muchos de nosotros. Creo, pues, que debemos seguir narrando el horror hasta que ya no nos asombre, porque sólo entonces podremos salir del marasmo y hacer algo al respecto. El asombro es una de las formas de la contemplación, y la simple lectura de los diarios alcanza para colegir que ya hemos sido contemplativos durante demasiado tiempo.

Tampoco creo que haya que tomarse literalmente aquello de que, después de Auschwitz, narrar perdió sentido. Pienso que Auschwitz y las múltiples emulaciones que produjo hacen más necesaria que nunca la narración. Convengamos que el grueso de la narrativa clásica fue concebido en tiempos durante los cuales los genocidios eran tan cotidianos como la peste, las hambrunas y los tifones; en ese contexto, un exterminio disfrazado de guerra era algo tan natural, que en la mayor parte de los clásicos funciona como telón de fondo, y por ende casi nunca es tematizado, desmenuzado, analizado. Supongo que la narrativa del último siglo se debe a sí misma esa tarea, la de interrogarse sobre la raíz más irracional y violenta del hombre, y responderse si queda alguna posibilidad de revalidar nuestro módico, y por lo general inconsecuente, elemento racional. Por supuesto, existen numerosos autores que lo han intentado, no olviden que estoy generalizando: ¿pero no creen ustedes que nos vendría bien un poema, una novela o una película que hiciese por el aspecto más sublime del hombre (sea éste cual fuere: su espíritu gregario, su capacidad de generar concordia, su invención de la piedad) lo que La Ilíada hizo por la guerra?

En buena medida me estoy justificando, porque no pude dejar de narrar el horror de la dictadura argentina en ninguna de mis novelas, con excepción de la primera, El muchacho peronista, que aludía a la cuestión de una forma más radical: simplemente trataba de cambiar el curso de la historia argentina, en la esperanza de que entonces no tuviese que suceder lo que había sucedido. El espía del tiempo utilizaba los recursos del policial para argumentar por qué no correspondía responder con violencia a los dictadores que habían abusado de ella; tuve que recorrer ese camino para comprender a fondo la búsqueda no violenta de verdad y de justicia que aquí encarnaron, desde el primer momento, las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Kamchatka era una historia íntima, de padres e hijos, que se preguntaba si uno podía revisar la experiencia del terror y encontrar algo bueno en medio de la oscuridad. Y la novela nueva, La batalla del calentamiento, se plantea el tema de la responsabilidad de una sociedad que hizo posible el genocidio con su silencio, y la forma en que el horror comprometió el andar de las generaciones futuras.

Si tuviese que elegir una sola historia para sintetizar aquella experiencia, no dudaría. Es una que figura en el libro Nunca más, y que incluí casi sin disfraces en un breve capítulo de El espía del tiempo. Cuando la leí por primera vez me impresionó que su protagonista, un niño de pocos años, se llamase igual que yo: Marcelo. La coincidencia me forzó a ponerme en el lugar del niño, aunque más no sea de forma aproximada, porque es obvio que carezco de la imaginación, y de la fortaleza de alma, para padecer algo similar a lo que padeció Marcelito –y sobrevivir.

Marcelito tiene cuatro años cuando los militares entran en su casa y se llevan a sus padres y a su hermana mayor. Por algún motivo que escapa a la crónica, dejan al niño en manos de su abuela materna. El testimonio de esta abuela nos sirve para afirmar que a partir de entonces se convirtió en un niño taciturno, que pasaba largas horas mirando por la ventana y que no toleraba dormir solo: necesitaba abrazarse a otro cuerpo humano.

¿Por qué montaba a diario guardia en la ventana? ¿Porque quería estar preparado en caso de que los militares regresasen por él? ¿Porque esperaba la vuelta de su padre, de su madre y de su hermana? Una mañana la abuela lo sacude y ya no logra despertarlo. El veredicto médico será inapelable: a Marcelito le falló el corazón.

No encuentro síntesis más perfecta, ¡y más terrible!, de lo que significa para mí la dictadura argentina. Se trata de la clase de horror que parte el corazón de un niño, aun cuando sabemos que los niños no mueren de ataques cardíacos.

(Continuará.)

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22 de marzo de 2006
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Recuerdos de la muerte (I)

Hace treinta años era sábado, por lo que presumo que debo haber sido feliz. El sábado es el día más promisorio de la semana para cualquier ser humano en general, pero en particular para un adolescente, y mucho más a tan pocos días de haber retomado el rito fatigante de las clases. Eso era yo en aquel entonces: un chico de catorce recién cumplidos, que acababa de comenzar el tercer año de su secundaria y estaba a punto de ponerse de novio con la que se convertiría en madre de su primera hija. Mi memoria es caprichosa, así que los particulares del día se me escapan. Me habré levantado tarde, eso es seguro. Almorzado en familia. Debo haber contado con la esperanza de satisfacer algunos de mis placeres consuetudinarios: leído alguna novela u alguna historieta o visto alguna película en el cine o en TV. (Sábados de Super Acción siempre programaba películas ideales, era el paraíso de las clase B: westerns, épicas, de espionaje…) Pero también es probable que haya contado con la perspectiva de satisfacer algunos de los placeres más nuevos: reunirme con mis amigos por la noche, y en el mejor de los casos asistir a un baile en la casa de alguno, lo cual hubiese garantizado la siempre anhelada compañía femenina. Porque en aquel entonces no íbamos a salones ni a discos, no sólo porque todavía éramos muy tiernos, sino porque la Historia ya había empezado a meterse con nuestra historia. Ninguno de nuestros padres nos hubiese dejado vagar por ahí, o permanecer en la madrugada en algún sitio público. Las cosas están bravas, decían cuando amagábamos protestar. Y aún cuando perseverásemos en la protesta, lo hacíamos a sabiendas de que, ¡aunque más no fuese en este único y excepcional caso!, nuestros padres tenían razón.

¿Cuánto sabía yo de política, y de la historia argentina del siglo XX, aquel 20 de marzo de 1976? Poco o nada. La familia de mi madre era antiperonista, o gorila, como se decía, lo cual no era de extrañar, ya que por lo general la clase media entera padecía la enfermedad del gorilismo. Mi padre tenía sus opiniones como cualquier vecino, pero ante todo era prescindente: la cuestión no le interesaba lo suficiente como para tomar partido militante. Lo más parecido al germen de un pensamiento político que pude haber tenido por entonces deriva, creo, de dos circunstancias azarosas. Una, mi formación cristiana: yo ya llevaba marcado a fuego aquello del Dios que acompaña a todos pero en especial al marginado, al pequeño, al oprimido, y eso no podía sino determinar mis futuras elecciones políticas. El segundo hecho fue un comentario que oí de labios de mi madre en junio del 73, en ocasión del regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina. Imagino que el Viejo debe haber conmovido a mi madre con aquel discurso donde dijo que regresaba “casi descarnado, sin rencores ni pasiones”; y que por eso mi madre, alimentada desde su más tierna infancia con leche de gorila, decidió contra natura otorgarle su confianza. “Si este hombre tan grande y con la vida resuelta, vuelve a meterse en el quilombo que es hoy la Argentina, debe ser porque tiene buenas intenciones,” razonó ella por aquel entonces. Y yo, que oí el comentario al pasar (porque la política me tenía sin cuidado, a los once años suponía que podía vivir sin que esa señora se metiese conmigo), lo registré asombrado y me lo guardé. Seguro que por aquel entonces no conocía aún aquel refrán que dice el camino hacia el infierno está hecho de buenas intenciones.

A menudo me digo que aquellos que sí sabían de política, y que además habían vivido ya varios golpes militares a lo largo del siglo XX, tampoco vieron la negra noche que se avecinaba. Sé que mis padres no la anticiparon, y que a partir del 24 de marzo de 1976 ya no quisieron verla; cada vez estoy más convencido de que la culpa por no haber sabido ver, y por no haber hecho algo en consecuencia, no es inocente del cáncer que fulminó a mi madre, aquella que me había formado en la fe, aquella que había querido creer en las buenas intenciones del Patriarca que regresaba del exilio. Ya no puedo hablar con ella para cerciorarme, pero creo que entiendo su calvario. Si yo, que era un mocoso desinformado y demasiado infantil para mis años, pude intuir en silencio quiénes eran mis enemigos en la Argentina orwelliana que se instauró el 24 de marzo de 1976 (nunca le temí a los terroristas, pero todos los uniformados me producían pavor), ¿cómo pueden no haberlo entendido, o cuanto menos haberlo intuído, mi madre y todos mis mayores? ¿Con qué cara se miró mi madre al espejo desde 1976 hasta su muerte, y dijo, o trató de decir: yo no sabía nada?

Hace exactamente treinta años, el sábado 20 de marzo de 1976, mi inocencia tenía los días contados; no le quedaban ni cien horas de vida.

(Continuará.)

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21 de marzo de 2006
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El Boomeran(g)
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