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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El lado luminoso de la luna

¿Hay algo más que decir sobre El código Da Vinci? Hace algunos meses escribí sobre la extraña sensación que produce eso de viajar de uno a otro país y encontrar cada ciudad tapizada por las mismas imágenes, como si todas las ciudades hubiesen sido convertidas en la misma ciudad, aboliendo la noción del espacio; pero en esta ocasión Hollywood superó sus previas marcas y el planeta entero fue davincificado. El desarrollo de los medios de comunicación, financiado por las grandes empresas y por ende sensible a su poder, hace hoy posible la transmisión de una información en simultáneo y a escala mundial. Lo cual es casi igual a decir que es capaz de crear una nueva realidad. Imaginen lo que podría ocurrir si esos medios fuesen utilizados para promover conciencia, o para colaborar con la educación o con la salud de la humanidad. (Porque lo que pueden hacer cuando son utilizados para crear miedo ya lo sabemos, por triste experiencia.)

Yo no leí la novela. Suelo desconfiar de estos booms, lo cual me induce a cometer errores (el boom Kundera hizo que tardase años en leer La insoportable levedad del ser) y en otros casos me previene de cometerlos. (Cuando al fin lo intenté, no pude terminar de leer ni siquiera el primer libro de Harry Potter.) Si tuviese que guiarme por las citas del texto que A.O. Scott incluyó en su crítica de la película en el New York Times, debería colegir que Dan Brown escribe con los pies. Pero vi la película, que no es más que un entretenimiento típico de esos que son la especialidad de Hollywood, y nada más que eso; Misión imposible III es mejor, por mencionar una referencia reciente, aunque sea menos estimulante a la hora de sugerir tópicos de conversación. Supongo que tanto Leonardo y tanto Louvre y tanta criptografía y tantas teorías non sanctas sobre el origen de la Iglesia le han dado a los lectores la sensación de que se entretenían y consumían cultura al mismo tiempo, dos beneficios por el precio de un único libro.

Una de las cosas destacables es, precisamente, que el fenómeno Da Vinci haya sido disparado por un libro. Vivimos una época que se complace en vaticinar a diario la muerte de este soporte artístico e informativo. Las causas de esta muerte anunciada son variadas y complejas, pero no deberíamos dejar de mencionar algunas, por esenciales. El desarrollo de los medios electrónicos, por ejemplo, que la gente asume como virtualmente gratuitos. (La gente piensa que sólo paga la radio, la TV y su ordenador cuando los compra, ya que el servicio es barato y se le pierde entre los gastos habituales, mientras que los libros siguen siendo objetos de un gasto excepcional, y por ende suntuario.) Otra causa indiscutible es la caída a pico de los niveles educativos, con su corolario inevitable: la pérdida del placer que se deriva de la lectura.

Más allá de que los libros en sí mismos dejen mucho que desear, fenómenos como el de Harry Potter y el de este Código demuestran que una ficción libresca puede poner en marcha aun hoy la imaginación de un planeta. Yo no creo que esta sea una mala noticia, todo lo contrario. Si esto ocurre en pleno apogeo del servicio de internet, ¿por qué no esperar que mañana el fenómeno se repita con un nuevo Kundera o un nuevo García Márquez? (Por cierto, en el último número de la revista Esquire, Salman Rushdie admite que le hubiese gustado escribir Cien años de soledad.)

Existen muchas formas de contar la Historia de la humanidad, pero pocas tan apropiadas como las que cuentan los mismos relatos que marcaron la Historia: el Antiguo Testamento, el Nuevo, el Corán, las obras de Shakespeare, las novelas de Cervantes, la Comedia de Dante, las pesadillas de Kafka, los sueños de Freud, la espera absurda descrita por Beckett. Somos hijos de estos libros, que han pintado el paisaje en el que viajan nuestras almas. Que Dan Brown y J. K. Rowling no hayan producido ninguna obra que esté a esa altura no debería sorprender a nadie, en un mundo donde el valor de los libros ha sido puesto en discusión –y en el que la literatura, consecuentemente, tiende a convertirse en el último refugio de los cobardes. Lo bueno que se desprende de su éxito es que certifica que no estoy descaminado al seguir esperando la salida de libros que incendien la imaginación del mundo.

Yo soy optimista. Por eso escribo.

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22 de mayo de 2006
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Un niño que no merece palmas, sino palmadas

En uno de sus comentarios al blog de ayer, Ana María Berasategui admitía que las figuritas que el cine y la literatura nos proveen son lindas, pero agregaba –esto es indiscutible- que es importante saber seleccionar entre ellas. Eso me trajo a la memoria la discusión sobre los críticos que tuvo lugar tiempo atrás: una función que deberían cumplir sí o sí es la de orientarnos con su brújula en la abigarrada selva de la cultura. El problema es que muchas veces nos hacen pasar de largo frente a tesoros escondidos. Y que en otras ocasiones nos llevan hacia las arenas movedizas, las trampas y los abismos.

El sábado pasado fui a ver El niño (L’Enfant), la última película de los hermanos Dardenne; Palma de Oro del festival de Cannes, para más datos. Nunca había visto una película de estos directores, pero llevo años leyendo maravillas de su arte. Algunas de las críticas afirmaban que El niño era su obra mejor. Yo tenía claro que a pesar de no tratarse de la clase de cine que más me conmueve (realismo sucio, ascetismo bressoniano: eso decían los artículos), estos hombres debían ser maestros en su estilo: ¡nadie puede obtener tantas loas y tantos premios sin fundamento!

El niño me dejó frío. Es una película seca, en efecto, que cuenta la historia de un muchacho marginal que vende al hijo que acaba de tener con una chica tan perdida como él. ¿Es aburrida? No. Pero no cuenta nada que otros –desde el ya mentado Bresson hasta el argentino Leonardo Favio- no hayan contado ya mil veces, y mucho mejor. La redención del final me pareció forzada, el llanto del muchacho me resultó inverosímil. Y no encontré nada de cine en El niño. Al verla recordé lo que alguna vez me dijo el Indio Solari, cantante de Los Redonditos de Ricota y hoy solista, en el transcurso de una cena. Hablando de las ensaladas verdes, comentó: “Eso es igual a comer pasto. A mí me gustan las cosas que requieren de una mínima artesanía, en las que se nota la mano del hombre y sobre las que obra la cultura adquirida”. Para mí, El niño fue igual a comer pasto. No encontré artesanía ni ingenio. La mejor película del Festival de Cannes no tiene siquiera una secuencia memorable, ni desde lo cinematográfico ni desde lo humano.

No pretendo juzgar la obra entera de los Dardenne, que como ya dije no conozco. Tampoco digo que El niño es una mala película. Pero sí digo que me parece mediocre, o si se prefiere, convencional, y por ende inmerecedora de premios importantes y de artículos laudatorios. ¡Si esa película la hubiese hecho yo tal cual, los críticos me habrían comido vivo! (Salvo aquellos que suelen considerar la falta de imaginación y de ambición como un hecho positivo. Que hay muchos, créanme, por lo menos aquí en la Argentina.)

¿No les cansa a ustedes la existencia de tanto bluff en el arte, de tanto artista y tanta obra que debemos alabar para no quedar descolocados ante la jauría bienpensante? El niño que sigue viviendo en mí suele meterme en problemas, pero a veces me ayuda a percibir que el emperador está desnudo.

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19 de mayo de 2006
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El cine es mi religión

Siempre creí que el cine era una experiencia religiosa. Y no de cualquier religión, sino de una muy específica, y en un tiempo específico: el primer cristianismo, aquel de las catacumbas. Por la oscuridad en que transcurrían las reuniones, por la consagración a algo que aparece más grande que la vida misma, por la consciencia de formar parte de un culto para iniciados y –last but not least- por la veneración debida a un narrador perdurable, en este caso Jesús; el hombre hablaba en parábolas porque conocía el valor que la gente concede a las buenas historias. En lo profundo de aquellos túneles iluminados por velas, los primeros apóstoles también contaban historias, las historias de Jesús y sobre Jesús. Ellos, los portadores de la luz, fueron antecesores de los Lumiére. 

Volví a pensar en esto al leer el libro Down And Dirty Pictures: Miramax, Sundance and the Rise of Independent Film, de Peter Biskind. Al relatar la consagración de Quentin Tarantino en los años 90, Biskind define el momento en que el cine dejó de ser aquella religión de catacumbas: “Con el advenimiento del video, una cultura de la escasez se transformó del día a la noche en una cultura de la abundancia, despojando al cine de su halo hierático, la mística de la imagen que había inspirado a críticos católicos como André Bazin… El video fue para el cine como la Reforma protestante. Considerado desde siempre un ‘arte democrático’, el video lo democratizó aún más, convirtiendo en irrelevantes a los intermediarios: los críticos / maestros, los sacerdotes de la religión del cine”. Al rechazar a los académicos, los nuevos cinéfilos rechazaron también a las películas de las que eran campeones. Por eso “adolescentes tardíos como Tarantino prefieren sus películas de artes marciales antes que Eisenstein o Renoir”, dando lugar a lo que Biskind define como “un nuevo brutalismo”.

No me disgusta el hecho de que cada cinéfilo arme su propio panteón sagrado; a esta altura me siento más gnóstico que católico oficial, así que creo que cada persona puede experimentar la divinidad sin necesidad de intermediarios. (Procedo de la misma forma con la literatura, que es mi otra religión: a sus sacerdotes, aquellos que se creen dueños de la Verdad literaria, también me los paso por el forro.) Pero el cambio que posibilitó el video no se limitó al acceso a los títulos del cine, sino también a las cámaras. El desarrollo de la tecnología digital hace de cada persona un director potencial. En los últimos tiempos causó sensación un documental autobiográfico llamado Tarnation, armado básicamente a partir de videos familiares: lo que importa no es tanto el soporte o el origen del material, sino la construcción del relato.

Lo que no ha cambiado demasiado es la circulación del material. Cualquiera puede armar su propia película, pero eso no significa que pueda exhibirla en las mismas pantallas que difundirán El código Da Vinci. Lo cual demuestra que todo cineasta potencial sigue sujeto a la autoridad de distribuidores y exhibidores. Es verdad que existe internet, otra instancia democratizadora; pero para que alguien vea mi película si la cuelgo allí necesito que se entere de que existe, y esto supone alguna forma de publicidad. Así como los sacerdotes contaban con el poder secular para que pusiese en caja a los herejes, los fabricantes del cine industrial cuentan con sus propios socios capitalistas, los dueños de las bocas de exhibición.

Quizás algún día la Reforma triunfe y esta religión del cine se transforme en un instrumento de iluminación para todos y cada uno de los que se asomen a ella. Pero por el momento seguimos batallando con aquellos que aseguran tener el copyright de dios.

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18 de mayo de 2006
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Fruta extraña

¿Cuáles son las canciones más tristes del mundo? El flamante libro de Tom Reynolds I Hate Myself and I Want to Die: The 52 Most Depressing Songs You’ve Ever Heard trata de responder esa pregunta. Entre su selección figuran algunas canciones obvias: Strange Fruit interpretada por Billie Holliday, Prayers for Rain de The Cure y hasta la versión que Celine Dion hizo de All By Myself. Pero por supuesto, cada uno de nosotros podría confeccionar su propia lista. Y eso sin necesidad de entrar en la discusión que el libro presenta, porque una cosa son las canciones depresivas, como el título las define, y otra muy distinta las canciones tristes –que son las que yo prefiero.

En mi lista seguramente figuraría la versión del Aleluya de Leonard Cohen interpretada por Jeff Buckley. (Tardé varios meses en dejar de llorar cada vez que la escuchaba, y eso que la oía varias veces al día.) Cuando era más chico me pasaba con algunas canciones de Simon & Garfunkel, como Scarborough Fair / Canticle, The Boxer y The Only Living Boy in New York. Aunque imagino que en buena medida la melancolía adolescente tuvo mucho que ver, siguen siendo canciones de una tristeza exquisita.

Tampoco podría faltar Romance de Curro el Palmo, del disco que Serrat le dedicó a los poemas de Miguel Hernández. ¿Es posible concebir un verso final más triste que: “Tanto penar para morirse uno”? Charly García aportaría varias melodías: Rasguña las piedras de su época de Sui Generis, una canción dirigida a una amada muerta y enterrada (“Y escarbo hasta abrazarte / Y me sangran las manos”), y Viernes 3 A.M. de su etapa con el grupo Serú Girán, que no es otra cosa que la crónica de un suicidio. Su último verso dice simplemente: “Los que no pueden más / Se van”.

Las canciones tristes de The Smiths, y de Morrissey como solista, deberían tener un libro aparte puesto que son y han sido su especialidad. Páginas como Reel Around the Fountain, Last Night I Dreamt That Somebody Loved Me y November Spawned a Monster elevan la tristeza a la categoría de arte. Algo parecido podría predicarse de R.E.M., el grupo de otros apóstoles de la melancolía: entre sus canciones tristes prefiero Nightswimming, que es simplemente una de mis canciones favoritas.

Se me ocurren otras miles. My Funny Valentine en la versión de Chet Baker. Clouds, de Joni Mitchell. Luka, de Suzanne Vega. Not Dark Yet, de Bob Dylan. Y por favor, no me hagan meterme con el tango. Deben existir pocas cosas más desoladoramente tristes que Gardel cantando Sus ojos se cerraron: “Por qué sus alas tan cruel quemó la vida / Por qué esa mueca siniestra de la suerte / Quise abrigarla y más pudo la muerte…”.

Una de las condiciones sine qua non de la perfecta canción triste es ese matiz que, precisamente, la separa de una canción depresiva. Aún en su infinita tristeza, las canciones que prefiero incluyen una dosis de alegría. Y no cualquier alegría, sino una alegría profunda y contemplativa, la que se desprende de los momentos en que uno observa la vida con perspectiva y comprende que en sus circunstancias definitorias es siempre así, triste y alegre a la vez, que nos pone en simultáneo lágrimas en los ojos y sonrisas en la boca; esa clase de emociones complejas que la ópera alcanza con tanta facilidad. En esta cuestión es inevitable coincidir con Billie Holliday: la vida es, en efecto, un fruto extraño.

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17 de mayo de 2006
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La risa de Tracy

La semana pasada, comentando lo que escribí sobre el pianista y compositor Bob Telson, Ana María Berasategui se permitió dudar del valor que las cosas bellas poseen en esta vida. Es verdad que yo exageraba, diciendo que los que crean cosas bellas –como obras de arte, puntualmente- hacen girar al mundo. No era mi intención refutar a los científicos, tan sólo pretendía subrayar la importancia que tienen las obras bellas; pero no sólo para mí, tal como suponía Ana María. Quizás sea yo un optimista, y quizás posea una sensibilidad ante la belleza más aguda que la del común: ¡deformación profesional! No obstante estoy convencido, y aquí sí me animaría a discutir con científicos, que las cosas bellas mejoran nuestra vida y en consecuencia tienen un peso fundamental en el mundo.

Cualquiera reacciona ante la visión de un rostro bello. Más allá de la carga sexual o erótica que pueda tener esa contemplación, existe en ella un instante no adulterado de delectación estética, de simple reverencia espiritual ante lo naturalmente hermoso. Lo mismo nos ocurre cuando nos detenemos delante de un paisaje, o cuando contemplamos ciertos animales en movimiento. Al instante retomamos nuestras vidas donde habían quedado, ¿pero quién se animaría a decir que esa trepidación no ha dejado una marca dentro nuestro: al crear un recuerdo digno de ser revisitado, al volvernos reverentes?

Cualquiera reacciona ante un gesto bello. Se esté en España, en Sudán o en Tailandia, la visión de una persona que cierra su paraguas debajo de la lluvia para sentir las gotas caer sobre su cuerpo conmovería a cualquier testigo, más allá de su posición social, su estado de ánimo o su cultura. Lo mismo puede ser dicho de los gestos de generosidad, el beau geste por antonomasia: aquel que sale de su propia caparazón para ofrecerle a otro algo muy íntimo –su tiempo, su alegría, su vida- siempre deja huella en nuestro corazón.

Cualquiera reacciona ante las sensaciones que le recuerdan que está vivo, y que esta vida, más allá de sus complicaciones, es algo que vale la pena experimentar. Por eso reaccionamos ante la lista que, sentados dentro de un auto, desgranan los ángeles de El cielo sobre Berlín / Las alas del deseo: porque aunque no somos ángeles que desearían ser hombres, somos hombres que a menudo perdemos noción de nuestra humanidad. Y entonces esos pequeños gestos, como los de mover los dedos dentro de los zapatos, mancharse las manos con la tinta de los diarios y poder decir uh, oh y ah en vez de repetir siempre y amén, nos reconectan con nuestra mejor parte.

Por eso reaccionamos también ante la lista que el personaje de Woody Allen confecciona en los minutos finales de Manhattan. Allen está tratando de encontrar razones por las que vale vivir y recurre en primer término al arte: se le ocurre que Mozart, Louis Armstrong y los Hermanos Marx han creado cosas por las que la vida vale la pena, pero enseguida recuerda la risa de Tracy, la chica a quien ha dejado escapar. Y el recuerdo de la risa de Tracy, que en su ausencia no puede sino motivar dolor, lo obliga a salir de su marasmo. La risa de Tracy le cambia la vida.

Por golpeados que estemos, todos tenemos o tuvimos en nuestras vidas algo parecido a la risa de Tracy. Algo que nos cambió para bien, o que nos movilizó por dentro. Estoy seguro de que Ana María también lo tiene. Acepto que el peso de las cosas bellas en este mundo es menor del que debería tener. Pero el hecho de que conserve algún peso, por liviano que nos parezca, no puede ser menos que un motivo para el optimismo.

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16 de mayo de 2006
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Las cosas que hacen girar al mundo

Me conozco todas las razones convencionales, pero a veces creo que más allá de lo que pretende la ciencia, también existe gente que hace girar al mundo; gente sin la cual el planeta encallaría, enajenándose de su rumbo, perdiéndose en la inmensidad.

El miércoles por la noche fui a ver el show que la cantante Isabel de Sebastián y su marido, el pianista y compositor Bob Telson, ofrecen en el Faena Hotel. Conozco a Isabel desde hace varias vidas atrás, cuando era la vocalista de un grupo de rock llamado Metrópoli al que muchos considerábamos la gran esperanza de la escena local. Se ve que algo le faltaba o le sobraba a esa escena, porque un día Isabel agarró sus maletas y se fue a los Estados Unidos. Conocí a Bob por su intermedio, cuando ya eran pareja y vivían en un apartamento de Tribeca que el 11-9 arrasaría tiempo después. En ese entonces yo conocía a Bob como el autor de Calling You, la inolvidable canción que Jevetta Steele cantaba en la película Bagdad Café. Gracias a Isabel descubrí además que Bob había compuesto varias piezas para la compañía de danzas de Twyla Tharp, y que era de la clase de persona dentro de cuya cabeza Sófocles podía ocurrir en Harlem; conservo la grabación de The Gospel at Colonus, en la que brillan The Five Blind Boys of Alabama y The J.D.Steele Singers, como uno de mis regalos más preciados.

Siempre me pareció que Bob vivía dentro de su propio universo. Es un hombre parco, pero no desconectado de los demás. Lo he visto pasarse toda una velada abrazado a una guitarra mientras los demás conversaban, sin enajenarse nunca: las cosas que improvisaba sobre las cuerdas constituían sutiles comentarios personales. Lo del universo personal termina de aclararse cuando uno oye sus canciones: se trata de un planeta donde Cole Porter dialoga con Salgán, donde Nick Cave y Tom Jobim intercambian impresiones de vida –convertidas en música, por supuesto; he ahí el lenguaje que se habla en su propia metrópoli.

Bob Telson es un compositor exquisito. Definidas por el perfecto instrumento de Isabel, sus canciones brillan en la oscuridad del universo como un faro. En el último tiempo compuso el score para un musical de Bagdad Café que ojalá tengamos suerte de ver alguna vez en la Argentina. (Saboreé algunas de esas canciones el miércoles, durante su show.) Mientras tanto, me basta con saber que sigue en la casona de Martínez que parece construida alrededor de su piano, y en la que vive junto a Isabel y sus dos hijos desde hace tres años: lejos de su país natal pero cerca de todo, viviendo a su aire, dándole tiempo al mundo para acomodarse a su sorpresa. Y yo, que he tenido la inmensa fortuna de conocerlo, seguiré durmiendo tranquilo noche tras noche aun cuando George W. Bush pretenda que su hermano Jeb lo suceda en la presidencia, aun cuando ya hayan muerto mil en un mes a causa de la violencia sectaria en Irak, aun cuando sigan intentando ahogar a Palestina, porque sé que en este rincón de Sudamérica existe un tipo que día tras día se levanta de la cama para crear algo bello. Y las cosas bellas que el hombre crea, más allá de lo que pretenda la ciencia, son las que hacen que el mundo siga girando.

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12 de mayo de 2006
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De los forenses como héroes

Los héroes que popularizamos dicen mucho sobre el mundo en que nos tocó vivir. A nadie extraña que en algún momento gozaran de fama los principios de la caballería. En un continente de fronteras siempre variables, donde no existía razón más persuasiva que la del poder militar, el código de honor del caballero sugería un patrón moral general: valores cristianos y la convocatoria a desfacer entuertos. El cowboy fue en esencia un héroe solitario que se proponía rediseñar un espacio desierto o salvaje a su imagen y semejanza; allí donde estuviese, encarnaba la civilización. La aparición de los superhéroes coincide con un momento de optimismo de la humanidad, cuando creemos haber dejado atrás la peor parte del camino, incluída la Guerra para Acabar con Todas las Guerras. (Por supuesto, enseguida llegarían el Crack del 29 y la otra Guerra, la Segunda, que ya desde su título asumía el realismo de presuponer que podía haber una Tercera.)

¿Qué dice sobre nuestro mundo la popularidad de los forenses? Ya se perfilaba desde hace algunos años, con el éxito obtenido por una vieja serie llamada Quincy y por las novelas de Patricia Cornwell. El fenómeno estalló con la serie CSI y sus variantes de Miami y New York. Ahora hay una nueva serie, Bones, cuyos personajes han sido extraídos de otra saga novelística. Mis hijas, familiarizadas con la tarea por el hecho de vivir en la tierra de los desaparecidos y de haber conocido a algunos de los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense, se prendieron a CSI de inmediato. La hija de mi mejor amiga cursa el secundario con la idea de dedicarse al asunto apenas se reciba. Para ellas un forense es un héroe, cosa que asumen con la misma naturalidad que nosotros dedicábamos a Sir Lancelot, a Wyatt Earp o a James Bond.

En esencia, un forense es un médico que llega siempre tarde. Encuentra las causas del mal ex post facto, cuando ya no puede ser remediado y todo lo que nos queda es la esperanza de hacer justicia. Que no es poco, por cierto; pero imagino que en la consagración de los forenses como héroes existe algo de resignación, un subtexto que nos sugiere que el mal es irrefrenable, que no debemos alentar la fantasía de evitarlo como en otra época lo hicieron el caballero andante, el sheriff y el superhéroe. No podemos negar la actuación del Mal, no podemos erradicarlo de nuestra naturaleza, ergo, no aspiramos a otra cosa que no sea castigar a sus más eficaces cultores; una enseñanza que suena sensata en un mundo post Auschwitz y post-Hiroshima, pero que no deja de producirme un cierto dolor. Preferiría que mis hijas conservasen la ilusión, que no se viesen forzadas a identificar el mal con lo inevitable, que entendiesen la necesidad de trabajar no tanto sobre sus consecuencias como sobre sus causas.

Por mi parte, el encanto que ejercen los forenses sobre mi imaginación queda explicado por una frase que Margaret Atwood incluyó en su novela The Blind Assassin: “Prosperamos gracias a los huesos; sin ellos no habría historias”.

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11 de mayo de 2006
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Sobre las polémicas inútiles

En estos días he oído varias veces la pregunta, en distintos lugares y con protagonistas por completo diferentes: “¿Y vos, qué ves: Montecristo o Tinelli?” La opción se refiere a los dos programas televisivos que se disputan el horario de las diez de la noche en la Argentina, una versión del clásico de Dumas convertida en teleteatro (pobre Alexandre, los crímenes que se perpetran en su nombre) y un programa de variedades que incluye concursos de famosos que bailan, chicas pulposas que tiran al aro de basket y competencias que desafían a hacer cosas temerarias o simplemente asquerosas –rescatar una llave con los dientes de una tina llena de ratas, por ejemplo. Lo que me sorprendió de la pregunta repetida no fue tanto su insistencia en ignorar la posible existencia de una tercera opción (también existimos los que no vemos ninguna de esas cosas, a Dios gracias), sino el fervor casi deportivo con que se formulaba. ¿Por qué será que tenemos esa tendencia a convertirlo todo en una competencia en la que estamos conminados a tomar partido? Uruguay versus Argentina en el tema de las papeleras. Brasil versus Argentina en materia de fútbol. Vanguardia versus mainstream. Tom Cruise sí o Tom Cruise no. (Misión Imposible III es una peli entretenida, dicho sea de paso, merced al oficio del director-guionista J. J. Abrams y de actores como Philip Seymour Hoffman.) Romanticismo versus clasicismo. Piqueteros sí o piqueteros no. Prohibición de fumar o permiso para fumar. ¿ETA sí o ETA no? ¿Estamos con Evo o contra Evo? La lista puede ser interminable. Sobre todo tenemos opinión y estamos dispuestos a expresarla.

Los medios fogonean las polémicas, pero no las inventan. La necesidad de convertirlo todo en un planteo dicotómico que esconde una competencia es parte de nuestra cultura. Necesitamos competir, necesitamos sentir que podemos ganar. Y cuando una de estas pequeñas competencias se resuelve o agota, surgen mil más para reemplazarla y alentar las conversaciones de los bares y de los pasillos de la oficina.

Siempre me gustó la teoría de Konrad Lorenz que atribuye nuestra violencia al miedo que padeció la especie durante sus primeros milenios, cuando éramos poco más que monos lampiños sin garras ni colmillos, víctimas predilectas de todo tipo de predadores. Con el tiempo el hombre comprendió que al destruir aquello que temía, el miedo se transformaba en adrenalina, en goce, en satisfacción. Y entendió también que organizándose podía destruir con mayor efectividad. En este sentido no hemos cambiado mucho: seguimos siendo monos lampiños que viven atemorizados, y ante la presencia de lo que nos amenaza (que a menudo es simplemente otro, o lo otro: un comunista chino, un árabe islámico) nuestro primer impulso sigue siendo el de atacar.   

Por eso imagino que estas polémicas diarias son una forma socialmente aceptada de canalizar nuestro impulso agresivo, la necesidad de que nuestra tribu se imponga por encima de la otra. Lo malo es que para canalizar ese impulso se inventen todo el tiempo falsas polémicas, falsos enfrentamientos. Y que la energía que aplicamos en defender nuestro bando y atacar al otro se la restemos a nuestro compromiso con causas que sí son importantes, a problemas que son reales, a cuestiones que requerirían de nuestra atención de manera urgente. Porque este mundo es único, hasta donde sé, y carece de repuestos.

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10 de mayo de 2006
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Cazador cazado

Me quedé pensando que a partir del texto de ayer alguien podía colegir que desprecio a los críticos. Eso sería un error, puesto que no es verdad. Tengo el más profundo de los respetos por la función del crítico. Durante toda mi etapa de formación, fueron los artículos de un sinnúmero de críticos los que me abrieron camino hacia los más grandes artistas. La semana pasada, sin ir más lejos, escribía un artículo sobre Wim Wenders para una revista argentina y comprendí que aún recordaba una crítica de El amigo americano que Ángel Faretta había escrito a comienzos de los 80 para un medio hoy desaparecido. ¡Pasaron más de veinte años y todavía recuerdo sus razonamientos!

Yo mismo he oficiado de crítico durante largo tiempo, y todavía lo hago ocasionalmente. Cuando escribo un texto crítico trato de seguir siempre los mismos, sencillos lineamientos. Para empezar, prefiero hablar de lo que me gustó antes de hablar de algo que odié. Sé que aquí me diferencio de la mayoría de mis colegas, que sienten un placer casi sexual al destrozar a alguien. Quizás como consecuencia de las luces que tantos críticos encendieron en mi adolescencia (y que me condujeron hacia artistas que hoy forman parte de mi vida como Wenders, REM, el primer Ridley Scott, Patricia Highsmith, Bob Dylan y tantos otros), siento que no existe nada más gratificante que encontrarme con un artista o con una obra que valen la pena y poder transmitirle al público mi entusiasmo. ¡Siempre es mejor colaborar con la creación o multiplicación de una nueva tribu que ejecutar a alguien!

También creo que una crítica que no ofrece ideas no vale la pena. Los textos que se limitan a glosar un argumento y decir que la obra es buena o mala no merecen el calificativo de críticas. Como parte del público, espero que una crítica haga algo más que contarme de qué va el libro o la película y subir o bajar un pulgar: le exijo que me ilumine, que me haga pensar en algo distinto de la obra que se está juzgando, ya sea porque me hable del contexto, porque relacione con otras obras artísticas u otro tipo de fenómenos o porque establezca ligazones hasta entonces secretas con el mundo en que vivimos. No me importa que las asociaciones que el crítico haga sean extremas, y hasta insólitas. Uno de los motivos por los que venero a Greil Marcus es por su capacidad de asociar ideas. Puede empezar hablando del punk y terminar hablando del situacionismo, como hace en Lipstick Traces (Trazos de carmín, creo que se llamó la traducción al español); o empezar hablando de Dylan para saltar a El séptimo sello y terminar hablando del Eclesiastés, como hace en uno de los artículos reunidos en el libro The Dustbin of History. Marcus nunca olvida que, en primer lugar, un texto crítico debería estimular el pensamiento; y en segundo lugar, que siendo la crítica un subgénero literario, no puede dejar nunca de ser creativa.

Ahora que tengo un pie en la otra orilla del río y que me he vuelto objeto de crítica, padezco más que nunca la pereza intelectual de tantos periodistas. Estoy cansado de descubrir al instante que los razonamientos de ciertas críticas ya los he leído antes en otro lado. (Buena parte de los críticos de cine compran acríticamente cualquier moda que venga de afuera: pasaron por su momento de veneración al cine iraní, después adoraron al cine de género chino-coreano-japonés, ¡cualquier cosa que ya venga con el imprimatur de cierta crítica europea!) O de verlos moverse como manada, produciendo operaciones políticas en vez de pensamiento y tratando de reinventar la nouvelle vague sin Godard, Resnais ni Truffaut.

En aquella vieja crítica de El amigo americano, Faretta subrayaba que la profesión del protagonista Jonathan era la de enmarcar cuadros, lo que en inglés se llama framer; y que Jonathan caía en la trampa de Ripley, cuando caer en la trampa se dice to be framed. Así Jonathan se convertía en un framed framer, lo que en español solemos denominar un cazador cazado. Así me siento ahora que en buena medida he dejado de criticar para ser criticado.

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9 de mayo de 2006
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La insoportable levedad de los críticos

En 1970, en ocasión del estreno de Ryan’s Daughter, David Lean fue invitado a una reunión de la National Society of Film Critics en el célebre hotel Algonquin. Lo que el director de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago suponía un homenaje reveló enseguida ser una emboscada. Los críticos norteamericanos, con Pauline Kael a la cabeza, se lanzaron a descuartizar la película que Lean estaba presentando, una historia de amor inspirada vagamente en Madame Bovary pero trasladada a la Irlanda de 1916. Según cuenta el crítico Richard Schickel, que por entonces dirigía la National Society, Lean no contraatacó. Sobrepasado por la agresión, se encerró en su caparazón. Para colmo Schickel, en un intento de sintetizar el sentido de las críticas, no tuvo mejor idea de expresarlo de esta forma: “¿Puede explicar cómo el hombre que dirigió Brief Encounter puede haber dirigido esta pila de mierda que usted llama Ryan’s Daughter?” En un momento de la ordalía, Lean se dirigió a Schickel por lo bajo y le dijo: “No entiendo lo que está pasando. ¿Por qué me hacen esto?” Aun cuando nadie puede cometer la ingenuidad de atribuir la totalidad de la culpa a Kael, Schickel y sus secuaces, lo cierto es que David Lean tardó quince años en volver a dirigir.

En estos días me encontré dos veces con esta anécdota, entre los documentales que vienen en la flamante edición norteamericana de Ryan’s Daughter (primera en DVD) y al releer la biografía de Lean escrita por Kevin Brownlow. (Que compré en la librería Ocho y Medio de Madrid, dicho sea de paso. Todavía me arrepiento de no haber comprado el guión de Lawrence que conservaban en algún estante.) Desde entonces no puedo dejar de pensar en ella.

Las razones puntuales del ataque son comprensibles. Ryan’s Daughter no es Lawrence, ni Zhivago, ni El puente sobre el río Kwai; ni siquiera es Brief Encounter. Pero es una bella película, que ha envejecido bien y que incluye la mejor tormenta marítima que se haya filmado, sin contar los engendros digitales como The Perfect Storm; mientras la veía, pensé que Lean había tratado de recrear la tormenta apocalíptica que Dickens describió con maestría en el capítulo LV de David Copperfield. Lo que ocurría en 1970 era que se estaba poniendo de moda otro cine. Ya se veía venir la revolución de los Coppola, los Scorsese, los Altman, los Bogdanovich, los Friedkin: películas más crudas, más realistas, con un feel documental, que estaban en las antípodas del romanticismo de Lean y de su sentido del gran espectáculo. Es verdad que tanto Lawrence como Zhivago habían recibido algunas críticas adversas (debe dar pena releer hoy esos textos, tan a contrapelo de la historia), pero el público las había consagrado. En cambio Ryan fracasó en la taquilla. Ese fracaso debe haber sido interpretado como una carta blanca para los críticos liderados por Kael, que sin duda sentían que no podía apoyarse al nuevo cine sin crucificar a todos los consagrados.

Por lo general los críticos se mueven en manadas y operan políticamente aun cuando son conscientes de estar cometiendo injusticias. Recuerdo que, en ocasión del estreno de Plata quemada, un crítico por entonces muy influyente nos dijo al director Marcelo Piñeyro y a mí que la película le había gustado, “pero que no lo podía decir”. En aquel entonces, la manada de críticos a la que comandaba presionaba a diario a favor de lo que se denominaba Nuevo Cine Argentino. Seis años después siguen esperando que el Nuevo Cine alumbre algún Coppola o algún Scorsese.

¿Qué derecho asistía a aquellos críticos para decirle a un hombre que había dirigido algunos de los mejores films de la historia que su nueva película era “una pila de mierda”? Aun en el caso de que la película fuese mala –que no lo es, lo juro-, debería existir un módico respeto hacia un artista de la talla de Lean. No puedo quitarme de la cabeza la imagen del hombre de sesenta y dos años, poniéndole el pecho a la violencia sin perder la dignidad y preguntándose por qué le hacían eso. Es verdad que el tiempo coloca todo en su lugar, pero no puedo dejar de pensar cuántas películas de Lean existirían hoy si Kael, Schickel y su manada se hubiesen comportado con decencia –esto es, sin crueldad. Lean tardó quince años en ponerse de pie y filmar Un pasaje a la India, su película final. En el medio quedó el proyecto de hacer Nostromo, sobre la novela de Conrad, y unas cuantas ideas más que para pesar de muchos nunca llegó a plasmar.

Ah, la insoportable levedad de los críticos…

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8 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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