¿Hay algo más que decir sobre El código Da Vinci? Hace algunos meses escribí sobre la extraña sensación que produce eso de viajar de uno a otro país y encontrar cada ciudad tapizada por las mismas imágenes, como si todas las ciudades hubiesen sido convertidas en la misma ciudad, aboliendo la noción del espacio; pero en esta ocasión Hollywood superó sus previas marcas y el planeta entero fue davincificado. El desarrollo de los medios de comunicación, financiado por las grandes empresas y por ende sensible a su poder, hace hoy posible la transmisión de una información en simultáneo y a escala mundial. Lo cual es casi igual a decir que es capaz de crear una nueva realidad. Imaginen lo que podría ocurrir si esos medios fuesen utilizados para promover conciencia, o para colaborar con la educación o con la salud de la humanidad. (Porque lo que pueden hacer cuando son utilizados para crear miedo ya lo sabemos, por triste experiencia.)
Yo no leí la novela. Suelo desconfiar de estos booms, lo cual me induce a cometer errores (el boom Kundera hizo que tardase años en leer La insoportable levedad del ser) y en otros casos me previene de cometerlos. (Cuando al fin lo intenté, no pude terminar de leer ni siquiera el primer libro de Harry Potter.) Si tuviese que guiarme por las citas del texto que A.O. Scott incluyó en su crítica de la película en el New York Times, debería colegir que Dan Brown escribe con los pies. Pero vi la película, que no es más que un entretenimiento típico de esos que son la especialidad de Hollywood, y nada más que eso; Misión imposible III es mejor, por mencionar una referencia reciente, aunque sea menos estimulante a la hora de sugerir tópicos de conversación. Supongo que tanto Leonardo y tanto Louvre y tanta criptografía y tantas teorías non sanctas sobre el origen de la Iglesia le han dado a los lectores la sensación de que se entretenían y consumían cultura al mismo tiempo, dos beneficios por el precio de un único libro.
Una de las cosas destacables es, precisamente, que el fenómeno Da Vinci haya sido disparado por un libro. Vivimos una época que se complace en vaticinar a diario la muerte de este soporte artístico e informativo. Las causas de esta muerte anunciada son variadas y complejas, pero no deberíamos dejar de mencionar algunas, por esenciales. El desarrollo de los medios electrónicos, por ejemplo, que la gente asume como virtualmente gratuitos. (La gente piensa que sólo paga la radio, la TV y su ordenador cuando los compra, ya que el servicio es barato y se le pierde entre los gastos habituales, mientras que los libros siguen siendo objetos de un gasto excepcional, y por ende suntuario.) Otra causa indiscutible es la caída a pico de los niveles educativos, con su corolario inevitable: la pérdida del placer que se deriva de la lectura.
Más allá de que los libros en sí mismos dejen mucho que desear, fenómenos como el de Harry Potter y el de este Código demuestran que una ficción libresca puede poner en marcha aun hoy la imaginación de un planeta. Yo no creo que esta sea una mala noticia, todo lo contrario. Si esto ocurre en pleno apogeo del servicio de internet, ¿por qué no esperar que mañana el fenómeno se repita con un nuevo Kundera o un nuevo García Márquez? (Por cierto, en el último número de la revista Esquire, Salman Rushdie admite que le hubiese gustado escribir Cien años de soledad.)
Existen muchas formas de contar la Historia de la humanidad, pero pocas tan apropiadas como las que cuentan los mismos relatos que marcaron la Historia: el Antiguo Testamento, el Nuevo, el Corán, las obras de Shakespeare, las novelas de Cervantes, la Comedia de Dante, las pesadillas de Kafka, los sueños de Freud, la espera absurda descrita por Beckett. Somos hijos de estos libros, que han pintado el paisaje en el que viajan nuestras almas. Que Dan Brown y J. K. Rowling no hayan producido ninguna obra que esté a esa altura no debería sorprender a nadie, en un mundo donde el valor de los libros ha sido puesto en discusión –y en el que la literatura, consecuentemente, tiende a convertirse en el último refugio de los cobardes. Lo bueno que se desprende de su éxito es que certifica que no estoy descaminado al seguir esperando la salida de libros que incendien la imaginación del mundo.
Yo soy optimista. Por eso escribo.
