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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Un arte nada menor

Lo que más me gusta del Premio Clarín entregado el martes a Betina González por su novela Arte menor, es el hecho de que, hasta ese mismo martes, yo nunca había oído hablar de Betina González. En este país, donde como en tantos otros cada vez se lee menos, ganar un premio es casi la única posibilidad que asiste a los nuevos escritores de garantizarse publicación. (Para los escritores éditos, los premios son además una posibilidad de obtener notoriedad y difundir su obra; un asunto nada menor, dado que la gente no puede comprar libros que no se ha enterado que existen.) Conversando con Augusto Di Marco, de Alfaguara Argentina, y Amalia Sanz, de la revista La mujer de mi vida, advertimos también que de las nueve ediciones del Premio Clarín, seis han ido a parar a manos de mujeres, lo cual suena a justicia: ellas están escribiendo más y mejor que los hombres del gremio. (En el otro gremio del que participo también están brillando. Imagino que la confirmación de que la adaptación cinematográfica de su novela Las viudas de los jueves va a ser dirigida por Lucrecia Martel, autora de La ciénaga y de La niña santa, fue la mejor noticia que podía recibir Claudia Piñeiro, ganadora del premio 2005.)

La ceremonia en sí misma fue un disfrute. En primer lugar por la posibilidad que otorgó de aplaudir a Roberto Fontanarrosa, que recibió un premio a su trayectoria y agradeció con el humor de siempre. En su discurso introductorio, el editor general de la revista Ñ, Juan Bedoian, dijo que Fontanarrosa formaba parte de la cultura argentina en el nivel de un Borges y de un Berni, frase que dio pie a una expresión abrumada del querido Negro, pero que yo comparto ciento por ciento. Y también fue un placer la actuación de Mercedes Sosa, que cantó Zamba para no morir y recordó, dirigiéndose al mismo Fontanarrosa, las ocasiones en que ella convirtió dolores extremos en arte inolvidable, y por ende en felicidad.

Lo poco que se sabe aun de Arte menor es que cuenta la búsqueda de identidad de una mujer, depositada en una trama detectivesca que pisa en las huellas de un padre muerto. Lo poco que se sabe aun de Betina González es que tiene 34 años, es oriunda de Villa Ballester y dueña de una licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Si hay que creerle a José Saramago, uno de los jurados del premio, lo único que hay de menor en la novela está en el título: “Todo lo que viene después es arte mayor”, dijo el premio Nobel desde su testimonio en video desde Madrid. Yo no dudo del criterio de Saramago, así como no dudo del de los otros dos jurados de lujo, Rosa Montero y Eduardo Belgrano Rawson, uno de los grandes escritores argentinos de hoy –que, dicho sea de paso, quizás sea uno de esos éditos que no ha obtenido toda la notoriedad que merece. Será cuestión de esperar a diciembre, pues, para poder leer Arte menor con nuestros propios ojos y confirmar que el nombre de Betina González sonó para el gran público por primera vez en octubre de 2006, para de allí en más quedarse en nuestra mente.

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26 de octubre de 2006
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Criaturas de costumbres (volubles)

Suele decirse que somos criaturas de costumbres. Creo que lo más apropiado sería decir que somos criaturas a las que cambiar de costumbres no les cuesta nada. Ayer mi hija más pequeña me mostró una foto vieja, que me retrataba delante de mi primer ordenador. Pensé: qué antigualla (me refiero al ordenador, ya que por entonces yo era bastante menos antigualla que hoy), y de inmediato recordé la máquina de escribir Remington Rand de mi abuelo, con la que tipeé mi primera novela, El muchacho peronista. En aquella época me levantaba casi de madrugada, robándole tiempo al sueño antes de que se hiciese la hora de ir a mi trabajo formal, y escribía a mano para no despertar a la familia con el rat-tat-tat de la Remington que sonaba a ametralladora dentro del apartamento; recién más tarde, cuando mi familia se levantaba, me animaba a pasar en limpio lo escrito en la vieja máquina que aun conservo como una posesión preciada. Hoy escribo sobre una iMac, cuya pantalla se parece más al widescreen de las salas de cine que a aquellos monitorotes de los ordenadores originales. Y a pesar de tantos cambios, no recuerdo haber sufrido trauma alguno al saltar de un medio a otro. Para tratarse de una criatura de costumbres, mis costumbres son bastante volubles.

Hubo una época en mi vida en que sólo usaba transportes públicos, seguida de otra más venturosa en la que sólo utilizaba transportes públicos selectos: vivía a bordo de un taxi. Me compré un automóvil tardíamente, y ahora las extrañas ocasiones que me obligan a subir a un subte me parecen exóticas y llenas de aventura. La frase somos criaturas de costumbres resulta bien corregida por otra del refranero popular: uno se acostumbra a todo, donde se sugiere que aunque nos inclinamos a formar hábitos, no tenemos problema alguno en modificar esos hábitos millones de veces.

En estos días estoy tratando de acostumbrarme a un nuevo cambio de costumbres. Aquí en Buenos Aires (en la Capital, para ser preciso) ha entrado en vigencia la ley que prohibe fumar dentro de espacios públicos. Yo no soy un gran fumador, de hecho soy el único fumador verdaderamente social que conozco: fumo cuando me reúno con gente, o cuando como afuera, pero nunca en mi casa (a no ser que estemos en una reunión o una comida, obvio) y menos aun cuando escribo. (Eso sí, las filmaciones son maratones de tabaquismo: uno recurre a lo que tiene a mano para distraerse en los tiempos muertos.) Esto significa que puedo sentarme en un restaurant o en un café sin sufrir por la prohibición. Pero reunirme a comer como acostumbro con el director de cine Marcelo Piñeyro, que sí es un fumador inveterado, se está convirtiendo en una producción compleja. Antes íbamos al restaurant que nos quedaba más cerca, ahora Piñeyro se toma el trabajo de investigar qué locales conservan una porción de superficie donde encerrar a los viciosos, y allí vamos. Este mediodía, por ejemplo, ignoro dónde iremos a parar, pero estoy seguro de que Piñeyro ya sabe dónde podremos refugiarnos.

El viernes pasado fui a cenar con mi familia a un restaurant que da al Río de la Plata, y entonces descubrí que basta con cruzar la frontera imaginaria entre la Capital y el Gran Buenos Aires (que está a tan sólo tres cuadras de mi casa), para que la prohibición de fumar en espacios cerrados se evapore. La legislación no cuenta del otro lado. No me extrañaría, pues, descubrir que restaurantes y bares del Gran Buenos Aires gozan hoy de un éxito impensado, por el simple hecho de acoger a los fumadores reconvertidos en parias. En lo que a mí respecta, comprendo y respeto el derecho de los no fumadores a protegerse del humo ajeno, pero no puedo evitar sentir que muchos lo esgrimen con la saña del que señala, condena y expulsa a un réprobo. Quiero decir que existe mucha gente a la que le da placer censurar a otro en público, señalar sus presuntas faltas, y que esta prohibición les da carta blanca para fruncir la jeta en una expresión horrible, alzar el dedo índice delante de nuestras narices y gritar: “¡Aquí no se fuma, fuera, fuera!”.

Lo que más me preocupa, en todo caso, es la proliferación de controles de alcoholemia que hay en las calles. A mí me gusta beber buen vino cuando como, que quieren que les diga. Y como basta una copa para ponernos en la zona roja del control, me he visto compelido a modificar mis costumbres (una vez más). El viernes pasado, al regresar a Capital, le cedí el volante a mi mujer. Menos mal que a ella no le gusta el vino tanto como a mí, porque en ese caso me vería obligado a cambiar (por enésima vez) de costumbres, beneficiando al servicio de taxis -o buscándome una mujer abstemia.

Cuán mansos somos, y por todos los motivos equivocados.

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25 de octubre de 2006
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Sobre la paternidad de la obra artística

Un artículo de Terrence Rafferty en el New York Times me informó sobre la pelea entre dos artistas a los que admiro, y a los que conocí como socios: el director de cine Alejandro González Iñárritu y el guionista Guillermo Arriaga, responsables del tríptico compuesto por Amores perros, 21 gramos y la actual Babel. Según parece, su desacuerdo llegó a tales proporciones que Iñárritu le prohibió a Arriaga que asistiese a la premiere de Babel en el Festival de Cannes, lo cual equivale a que el padre de una criatura le prohiba a la madre que asista a la comunión del niño. Puesto a buscar razones que justifiquen semejante decisión, Rafferty anota que desde el éxito de Amores perros Arriaga se convirtió en “un promotor muy vocal y particularmente insistente” de la importancia de los guionistas –como si esto tornase razonable el veto de Iñárritu, cuando en realidad se trata de un reclamo que, como parte interesada del asunto, considero justo y necesario. “La gente va a ver películas por las historias, y recuerda películas por sus historias”, dice Rafferty que Arriaga ha dicho. En realidad se trata de una exageración, puesto que mucha gente va al cine a ver actores que le gustan, o detrás de géneros predilectos. Pero en lo que Arriaga no se equivoca es en su reivindicación de la importancia del guionista, en las  películas en general y particularmente en aquellas con pretensiones artísticas. “Cuando oigo hablar de cine de autor, yo digo siempre cine de autores,” dice Rafferty que Arriaga dijo: “El cine es un proceso colaborativo y merece varios autores. Sería saludable que existiese un debate al respecto”. No puedo estar más de acuerdo. A esta altura de la historia, la vieja teoría de que un film es hijo tan sólo de su director resulta tan absurda como pretender que una criatura es producto tan sólo de un único progenitor, cuando se necesitan dos personas para procrearla y bastantes más para criarla como se debe.

Rafferty sugiere que este tipo de disputas no le interesan a nadie, dado que a la gente le da igual quién hizo qué cosa en una película. Si bien esto es cierto, también lo es que la percepción pública acepta que el autor de un film es básicamente su director, lo cual supone para el mismo un cachet muy superior al del guionista y mayor crédito artístico. De todos modos estas reivindicaciones gremiales no ocultan el fondo de la cuestión, que tiene que ver con la elusiva paternidad de una obra de arte de naturaleza inequívocamente colectiva. Según parece, Iñárritu se habría ofuscado porque Arriaga reclamó repetidas veces su autoría sobre “el 95 por ciento de la estructura de 21 gramos” y también “el 99 por ciento, o casi, de la estructura de Amores perros”. A mí me llama la atención, en todo caso, que Iñárritu pueda haber entendido que eso equivalía, ¡aun en caso de ser cierto!, a reclamar autoría sobre la totalidad de la película. Yo creo que tanto Amores perros como 21 gramos son mucho más que su estructura, por brillante que esta sea; y además tiendo a creer que incluso en cuestión de su estructura, no sólo Iñárritu debe haber tenido algo que ver, sino también su editor –otro de los autores de un film.

Yo imagino que Iñárritu es tan autor de estas películas como Arriaga, lo cual supone su viceversa: que Arriaga es tan autor de estas películas como Iñárritu, y que los films tampoco serían lo que son si no hubiesen contado con semejantes actores, con su director de fotografía, con sus músicos, con su editor. En lo que sí coincido con Rafferty es en la paradoja del desacuerdo entre estos dos grandes artistas. Sus obras en conjunto hablan precisamente sobre la interdependencia, sobre la forma en que las vidas y los destinos individuales se entretejen, creando una noción de responsabilidad mutua y colectiva que habitualmente se nos escapa. “Hay mucho caos y violencia en sus películas,” dice Rafferty, “que son consecuencia de la agresión irracional, la estupidez, las frustraciones poco comprendidas y la persecución de metas egoístas. Y aun así, las brutalidades que los personajes se infligen entre sí en su aislamiento terminan dando lugar, de alguna manera, a una visión unificada, reconciliadora, que sugiere que todos-estamos-juntos-en-el-mismo-brete. Suena como hacer películas, para mí”.

Lo mismo digo. Estoy seguro de que a Arriaga le costaría encontrar un director que sea mejor que Iñárritu, así como me consta que a Iñárritu le costaría horrores encontrar un guionista con la visión y el talento de Arriaga. A menudo los grandes artistas producen sus mejores trabajos en colisión con otros artistas, porque se impulsan a superarse de una forma que nunca hacen cuando trabajan solos: se sacan chispas, se desafían y terminan produciendo una obra conjunta que es superior a sus obras individuales. Rafferty cierra su artículo citando Let It Be, una canción de Lennon-McCartney, como una forma de rematar el argumento. Lo que también resulta paradójico es que aunque esté firmada a dúo Let It Be es una creación de McCartney por entero. Pero de todas formas, lo que sabemos sobre las canciones que efectivamente Lennon y McCartney crearon en conjunto, o para impresionar al otro, y la comparación con el grueso de sus obras solistas, apuntala con creces el razonamiento de Rafferty. Hoy ya no podemos contar con que existan más obras Lennon-McCartney, pero al menos podemos esperar que existan más películas Iñárritu-Arriaga.

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24 de octubre de 2006
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Mis magos favoritos

Es bastante habitual que Hollywood procese ideas de a dos a la vez. En algún momento hubo dos películas simultáneas sobre volcanes en erupción, y no hace mucho coexistieron dos proyectos sobre Alejandro Magno. (No sé cómo habría resultado el de Baz Luhrmann, que no llegó a filmarse, pero no existe forma de que hubiese sido peor que la película de Oliver Stone.) Ahora resulta que las películas sobre Truman Capote también eran dos: Infamous se está estrenando recién ahora, porque el éxito de Capote sugirió a los productores la conveniencia de aguardar un tiempo. El jueves pasado se estrenó en la Argentina The Illusionist, un film de Neil Burger que cuenta la historia de un mago en la Viena de comienzos del siglo XX. El viernes se estrenó en los Estados Unidos The Prestige, un film de Christopher Nolan (Memento, Insomnia, Batman Begins) que cuenta la historia de dos magos que compiten entre sí en la Inglaterra victoriana. Ambas películas tienen actores fantásticos (Edward Norton y Paul Giamatti en The Illusionist, Christian Bale y Michael Caine en The Prestige), aunque sus fuentes difieran: The Illusionist está basada en una historia de Steven Millhauser, mientras que The Prestige es un guón original de Nolan con su hermano Jonathan, autores también del guión original –y endiablado, dicho sea de paso- de Memento.

Lo que esta simultaneidad me puso a pensar no fue tanto en los mecanismos de Hollywood (su carencia de ideas nunca fue más notoria: que una vez que aparece una alguien se apure a copiarla no debería extrañar a nadie), sino en el pertinaz encanto que el tema de la magia, real o ilusoria, tiene sobre mí. Corrí a ver The Illusionist apenas se estrenó, como sé que correré a ver The Prestige no bien la exhiban aquí. El misterio y la ingenuidad de las eras que ambas películas recrean también es un acicate, quizás porque nací en el siglo que tornó imposible toda inocencia.

En realidad lo que me atrae, estoy seguro, es la ruptura con el realismo que estos relatos proponen. El hecho de que traten sobre ilusionistas como Harry Houdini, lo cual equivale a decir que no poseen poderes mágicos sino habilidades mentales y físicas bien desarrolladas, no borra lo que digo sino que lo resalta. Estos ilusionistas no son hechiceros de verdad, no descienden de Merlín. Son narradores, más bien, porque con su arte cuentan una historia ficticia dándole visos de verdad, tornándola verosímil, aun cuando se trate del serruchado de una persona en dos partes; y al contarla no lo hacen para resaltar que las cosas son como son, que es la pretensión del realismo, del naturalismo, sino para que quede bien claro que las cosas no son exactamente tal como parecen –lo cual es la premisa del narrador fantástico.

  Me pregunto a menudo la razón por la que me gusta más lo fantástico que lo realista. En general recurro a la respuesta prosaica, se debe a que crecí leyendo historietas de superhéroes y leyendas artúricas, al Oesterheld de El Eternauta y al Pratt del Corto Maltés (que siempre está al filo del mundo mágico, o cuanto menos de lo onírico), a Tolkien y a Ballard, a Borges y a Cortázar. Pero el hecho de que siga tirándome más la fantasía, ahora que ya me adentré en el mundo real y lo encontré fascinante –además de terrible, debería acotar-, sugiere que deben existir razones más profundas. Hoy me conformaré con una: imagino que al escribir estoy tratando de responder a la demanda tácita de los lectores o del público de una película, que es idéntica a la demanda que yo planteo cuando oficio como lector, o como público. Abro un libro o me siento en una butaca esperando que me lleven de viaje, a un lugar que aun cuando sea mi lugar no se le parezca del todo. Abro un libro o me siento en una butaca para que me convenzan de que no estoy allí donde estoy, tumbado en mi sillón o en la oscuridad de una sala, sino en otra parte, en otro tiempo: en Asgard o en el futuro, en Camelot o en la Buenos Aires de los anarquistas. Es decir, pretendo que me encanten. Está claro que pedirme que camine sobre el escenario o sacar un conejo de una galera supone del ilusionista la misma habilidad para actuar sobre la realidad, modificándola: pero el conejo siempre será más divertido que mi caminata. Ver mi propia imagen en el espejo carece de gracia alguna; pero si mi reflejo hace cosas que yo no estoy haciendo (como lo logra en escena Eisenheim, el ilusionista encarnado por Edward Norton), mi asombro, y en consecuencia mi gratitud hacia el mago, serán mayores. Prefiero, pues, a los narradores cuyos espejos reflejan imágenes caprichosas, porque esas imágenes suelen ser un comentario sobre lo real más rico que el reflejo desnudo. Mi corazón está con aquellos que se plantan arriba del escenario y me anuncian que veré algo que no se ha visto nunca: yo creo que hoy en día los únicos herederos de Merlín son los narradores, hechiceros cuyo poder hace posible lo imposible.

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23 de octubre de 2006
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De los dibujos que más me animan

Hay ciertas formas de la gratitud que solo pueden provenir de la infancia, cuando todo lo que se nos daba era gratuito, en su acepción de derivado de la gracia. Una gracia a la que no costaba nada asociar con lo divino porque era inefable: se nos daba porque sí, por el simple hecho de que existíamos. Las gratitudes adquiridas entonces son, pues, las más fuertes, las más maravillosas; y por eso duran tanto como nuestras vidas, en cuyo trayecto nos acompañan, inalteradas. La gratitud hacia nuestros padres, hacia la Navidad. La gratitud hacia ciertos sabores, hacia ciertos juegos. Y la gratitud hacia ciertos dibujos animados –y por extensión hacia sus creadores.

Ayer volví a ver un documental sobre Chuck Jones que pasaba el canal de cable Film & Arts. Jones es el responsable de los dibujitos de la Edad de Oro de la Warner: Bugs Bunny, Daffy Duck (o el pato Lucas, como se le dice aquí), Tweety & Silvestre, el Correcaminos, Pepé Le Pew… En el documental (cuyo título se me escapa, porque siempre lo agarro empezado), los que rinden homenaje a Jones son algunos de los próceres del espectáculo de hoy, desde Steven Spielberg hasta Matt Groening (el creador de Los Simpson), pasando por John Lasseter, uno de los responsables de Pixar, el estudio de animación que resulta heredero natural de aquella tradición. El documental sería una delicia tan solo porque incluye infinidad de fragmentos de aquellos cortos animados, incluyendo los celebrados One Froggy Evening, What’s Opera, Doc? y The Dot and the Line. Pero además es una gran oportunidad de ver y oír al mismo Jones, que murió en 2002, y también a sus colaboradores en el engañosamente sencillo trabajo de producir dibujos animados que nunca están lejos de la genialidad.

Yo sé que, viva cuanto viva, aquellos dibujitos de la Warner seguirán produciéndome la misma sonrisa, aun cuando los haya visto ya miles de veces. La melodía que los abría y cerraba me pone de buen talante la oiga donde la oiga, al igual que la cancioncita de presentación del Correcaminos. Les debo buena porción de mi sentido del humor, de mi disfrute del absurdo, de mi educación musical y hasta de mi ética, porque me enseñaron a poner distancia de los aparentes protagonistas y a compadecerme de los supuestos villanos: después de todo el Coyote y Silvestre no pretenden otra cosa que no sea comer, y reciben en su afán una crueldad inmerecida. Les debo la Marca Acme, tan ubicua. Les debo mi tendencia a imitar voces. (Durante décadas, mi capacidad de reproducir el bip bip del Correcaminos se contó entre las habilidades que me ponían más orgulloso.) Por hache o por be, siempre encuentro alguna excusa para mencionar a estos personajes en mis novelas: pasó en Kamchatka, pasa en La batalla del calentamiento. Ahora que lo pienso, me pregunto si el recurso al latín que forma parte de La batalla no es consecuencia, de algún modo, de aquel truco habitual en el Correcaminos de congelar en el aire a los protagonistas para presentar su denominación científica; si yo apareciese alguna vez en esos cortos, mi denominación sería sin duda Warneribus fanaticus.

Sé que mi devoción es justificada, no sólo porque Spielberg & Co le hacen coro sino porque basta volver a ver aquellos dibujos para percibir que no envejecieron nada. Siguen siendo el rasero para todo lo que vino desde entonces: en sus mejores momentos, la animación del último medio siglo llega a la altura de aquellos clásicos de la Warner –pero sin superarla nunca, tan condenada a fracasar en el instante final como el Coyote a despeñarse por enésima vez.

  Al ver el homenaje a Jones hice una nota mental para comprar la colección de aquellos dibujitos en DVD, con la intención de tenerlos siempre a mano, por cierto, pero también para ubicarlos donde deben estar: entre las películas de Welles y de Kurosawa, entre los films de Coppola y los de Miyazaki, entre las obras imperecederas, las que uno arrastraría consigo a una isla desierta. La gratitud que tengo por Jones, y que le tendré siempre, deriva en parte de su gratuidad: porque podría no haber estado pero estuvo, e hizo de mi vida algo infinitamente más gozoso de lo que habría sido en su ausencia.

El documental incluía un fragmento del Correcaminos que yo no había visto nunca. De repente la cámara se aleja del desierto, revelando que lo que contemplábamos era un dibujo animado en un televisor; y al seguir alejándose descubre a los dos niños que miraban la pantalla, disfrazados para jugar y sentados sobre el suelo. Uno de ellos comenta que el pobre Coyote le da pena, que lo justo sería que alguna vez atrapase al Correcaminos. A lo que el otro comenta que si lo atrapase, se acabarían sus dibujos animados. Por lo cual, querido Coyote, los niños perennes de este mundo te pedimos disculpas. Si ese es el precio para que sus cartoons no se acaben nunca, todos le deseamos nuevas, infinitas caídas al vacío y también flamantes –y siempre defectuosos- productos marca Acme.

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20 de octubre de 2006
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A la cárcel con “Madonna”

Imagino que las imágenes habrán dado la vuelta al mundo. La celebración del 17 de octubre, fecha magna del peronismo que recuerda la pueblada de 1945, se convirtió en una fiesta de la violencia. La jornada que culminaría con el traslado de los restos de Perón a una casaquinta de San Vicente culminó, en cambio, en trifulcas a palo y tiro limpio, con medio centenar de heridos entre los que no hubo muertos tan solo por casualidad. Se los puedo jurar: ver en vivo las imágenes que mostraban a estos energúmenos apaleando literalmente a un hombre caído fue una de las experiencias más horrendas de mi vida; no existe impotencia más terrible que la de presenciar un horror y no tener forma de ponerle fin. 

Lo que ocurrió fue expresión de un fenómeno complejísimo, con infinidad de lecturas posibles. Tiene que ver con una práctica política que muchos desearíamos ver terminada, pero que sigue vigente en este país: el manejo del poder mediante lo que aquí llamamos patotas, grupos de choque conformados por muchachones desocupados a los que punteros políticos, diputados, senadores, intendentes y gobernadores utilizan en sus mítines proselitistas y como fuerza de presión, entregándoles a cambio algo de dinero, el cargo de “asesores” u otra serie de prebendas. (Pocos días atrás, el recurso a las patotas se hizo evidente también en el conflicto que estalló en el Hospital Francés). Aquí suele decirse que el peronismo es la única fuerza en condiciones de gobernar el país, utilizando como ejemplo el triste destino de los gobiernos extraperonistas de los últimos treinta años. Habría que decir, en todo caso, que parte de la responsabilidad de la caída de esos gobiernos se debe, más allá del dato indiscutible de su propia inoperancia, al accionar de estas patotas manejadas por caciques peronistas. La batalla campal del 17 reavivó un dilema del que el presidente Kirchner es consciente: ¿se puede gobernar democráticamente a caballo de una fuerza política con tendencia al matonismo, al accionar mafioso? O para ponerlo de otra forma: ¿se puede redimir al peronismo desde adentro, o no existe otra salida que la de crear una nueva fuerza política progresista –con todo el tiempo y el esfuerzo que esto requeriría en una Argentina que no terminó de salir de su crisis terminal? (El quid de la cuestión es, en el fondo: ¿saldrá alguna vez de esta crisis si no genera una fuerza política progresista que esté libre de los vicios del peronismo?).

También hubo aquí algo del culto a la muerte al que somos tan afectos. (Tomas Eloy Martínez ha escrito algunas páginas maravillosas sobre el asunto). No es posible olvidar que el cadáver al que se trasladó el 17 es uno al que le faltan las manos, que fueron cortadas y robadas hace años y que nunca volvieron a aparecer.

En la superficie, la gresca se inició como parte de una disputa entre gremios. (Todos formalmente peronistas, por cierto). Lo que espanta es la facilidad con que esta gente acude a la violencia para dirimir sus asuntos. Y la naturalidad con que sus líderes políticos justifican este accionar. Por cierto, qué decir entonces de sus abogados. Daniel Llermanos pidió ayer que se eximiese de prisión al sindicalista camionero Emilio Madonna Quiroz, a quien las cámaras de TV registraron en primer plano disparando a quemarropa con su pistola, con el argumento de que había sufrido “un ataque de nervios”. Hasta donde entiendo, cuando uno tiene un ataque de nervios se arranca los pelos, rompe platos o toma pastillas, todo lo cual ya es en sí mismo inexcusable. Pero vaciar un cargador entero debería entrar en otra categoría, presumo yo. El abogado Llermanos pretende que Quiroz no quiso herir a nadie, dado que disparó contra un portón. Lo que se cuidó de aclarar fue que detrás de ese portón estaban los sindicalistas de otro gremio, que con lógica infantil pretendían impedir el acceso de los camioneros. Si Madonna no mató a nadie fue porque le pegó a la pared o porque el portón era demasiado grueso, y no precisamente porque, como también se alegó por ahí, Quiroz estaba tratando de “reestablecer el orden”. En todo caso, si uno quisiese reestablecer el orden a lo cowboy dispararía al cielo, y Quiroz disparó con saña hacia sus adversarios.

Está claro que necesitamos de la justicia humana, lo cual supone que también necesitamos a los abogados. Pero argumentos como los de Llermanos son los que cargan de humor al viejo chiste sobre los abogados en el océano. Supongo que lo conocen. Es ese que pregunta cómo se le dice a cuarenta abogados en el fondo del mar.

Se le dice un buen comienzo.

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19 de octubre de 2006
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La TV del reciclaje perfecto

Yo no sé que ocurre allí donde están ustedes, pero aquí en Argentina la televisión es una lotería. Noche tras noche, los programas del horario central comienzan cada día a un horario diferente. Si uno tuviese otra cosa que hacer y quisiese dejar grabando su programa favorito, debería hacerlo considerando un margen de error de hora y media, para no encontrarse después con la fea sorpresa de que tan solo grabó la mitad.

Así la programación entera se ha ido demorando. Los programas que debían comenzar a la medianoche a menudo arrancan después de la una. Y todo por culpa de un dichoso aparatito, que les permite a los programadores medir el rating segundo a segundo y tomar decisiones sobre la marcha: alargá este bloque, despachá a este invitado, seguí hablando de ese tema que está midiendo bien… A veces me imagino a los señores en cuestión, que en vez de estar cenando como Dios manda y disfrutando con su familia siguen pegados a la(s) pantalla(s) con el aparatito en una mano y el teléfono en la otra, como niños aferrados a su PlayStation aunque mamá grite llamando a comer.

El capricho no acaba aquí, porque además de las modificaciones de horario existen cambios de día semana tras semana. La serie Hermanos & Detectives, de Damián Szifrón, que debutó con buen rating y mejores críticas (Szifrón es el creador de Los simuladores, y el director de la película Tiempo de valientes), ya ha sido cambiada de día por tercera vez en poco más de un mes: ahora ha ido a parar a los viernes por la noche, un día en que la audiencia baja por definición debido al arranque del fin de semana. Lo cual no significa, por cierto, que vaya a quedarse definitivamente en ese nicho; tal como dije, en la televisión argentina todo puede suceder. Quiero decir: todo menos complacer al espectador, que se ve privado a diario del simple goce de encender la televisión a tal hora y encontrar lo que se supone que debía encontrar.

Otra tendencia insoportable es la del reciclaje televisivo. En este momento existen no menos de media docena de programas (y conste que hablo tan solo de la televisión abierta) dedicados a mostrarme otra vez lo que ya ocurrió en otros programas. A veces reeditan el material con cierta gracia, vinculándolo con otros y rematando con alguna broma. Pero la mayor parte de las veces se repiten las imágenes casi crudas, tal como salieron en su ocasión: es como comer las sobras de ayer así como quedaron, sin siquiera molestarse en recrearlas como guiso. De ese modo concursos como el de Bailando por un sueño (versión local del estadounidense Dancing With The Stars) no solo ocupa el horario central de una emisora noche tras noche, sino que sus highlights vuelven a acosarme la mañana siguiente, y el mediodía siguiente, y la tarde siguiente, y el fin de semana siguiente –no únicamente en su canal, sino en todos los canales. En este sentido, la televisión argentina ha logrado un margen de reciclaje casi perfecto: en lugar de esmerarse en crear algo nuevo, vive mayormente de sus propios desechos.

Será por eso que en mis rezos diarios le agradezco a Dios la creación del cable.

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18 de octubre de 2006
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Literatura y vida

John Richter vio cosas terribles, pero no perdió su fe en la luminosidad del espíritu humano. Trabaja desde hace 33 años con prisioneros del sistema penitenciario de Orlando, Florida. En 1992 lo asignaron al programa Youthful Offender de la cárcel de Orange County, donde van a parar los adolescentes de 14 a 17, muchos de los cuales cometieron crímenes terribles y son, en consecuencia, juzgados como adultos. Según contó a The New York Times, cuando llegó a ese lugar los incidentes violentos dentro de la cárcel juvenil eran numerosos. A mediados de los 90 se le ocurrió impulsar a los internos a leer. El primer libro que les proporcionó fue Devil In A Blue Dress, de Walter Mosley, la más famosa de las novelas del detective Easy Rawlings. “Era fácil de leer y había personajes negros”, dice Richter. La mayoría de los detenidos también son negros. El éxito de la experiencia impulsó a Richter a enviar a distintos autores tanto copias de los informes que redactaban los muchachos como fotografías de las clases. El primero en aceptar concurrir a la cárcel fue Ernest J. Gaines, el autor de A Lesson Before Dying, que habla de un joven negro sentenciado a muerte. A partir de entonces han sido numerosos los escritores que aceptaron la invitación de Richter, dentro de un programa que ya tiene nombre propio: Literature n’ Living. Es decir, Literatura y Vida. Todo un programa de acción, cuyo nombre liga dos elementos que nunca deberían estar separados.

El último escritor en acudir a la cárcel fue Dennis Lehane, el notable autor de Mystic River. Lehane está presentando una colección de historias llamada Coronado, cuyos protagonistas también son jóvenes, violentos e indefensos como una hoja al viento, ante un mundo demasiado complejo para sus recursos de acción. Richter recuerda que cuando llegó a la cárcel, muchos de los muchachos ni siquiera sabían leer: estaban avergonzados, “la escuela era su némesis, el símbolo de todos sus fracasos”. Quizás el mérito mayor de Richter haya sido su sagacidad al elegir los textos que presentar a los internos. Como se ve hay muchas historias relacionadas con sus propias vidas, como las escritas por Gaines y Lehane, pero Richter también les inoculó el gusto por una serie fantástica llamada Redwall, en la cual se habla de ratones que combaten a ratas y a otros predadores. “Al principio me preguntaban por qué tenían que leer sobre ratones”, declaró Richter al Times. “Yo les decía, cierren la boca y lean. Ahora les encanta”.

En todo caso, esa sagacidad es la misma que deberían tener todos los maestros de literatura, como condición sine qua non. A todos los que colaboramos con este blog –aunque más no sea leyéndolo- nos consta que la literatura es un universo maravilloso, que ha hecho de nuestras vidas algo infinitamente mejor de lo que habrían sido sin su luz. Esta magia es democrática en su origen, porque puede afectar a todos por igual. Lo que precisa de forma inexorable es al menos un mago, una figura merlinesca que nos proporcione la llave de acceso a ese universo. En muchos casos es una madre o un padre, un amigo o un hermano mayor, y hasta un profesor. La llave tiene la forma simplísima de la historia adecuada. Todo se reduce a que el chico encuentre el relato que lo seduzca. Y a esta altura de la historia de la literatura, está claro que existen relatos para cada medida y para cada paladar. La cuestión es tomarse el trabajo de buscarlos primero, y de hacérselos llegar a sus destinatarios en tiempo y forma. Richter, que evidentemente no es ningún ingenuo, incentiva a sus lectores prometiéndoles recompensas a las que no suelen acceder durante su estancia en la cárcel: visitas familiares, cuando la mayor parte de las veces solo pueden comunicarse a través de cámaras de video, y lo que ellos consideran una comida de verdad –pollo frito, pizza, sandwiches de esos a los que llaman submarino. La llave adecuada y el incentivo adecuado: he ahí el quid de la cuestión. Desde que el programa está en marcha las peleas en el pabellón se redujeron notablemente.

Me conmueve Richter tanto como me fastidian los escritores que parecen fascinados con el actual proceso de elitización de la literatura. Me cruzo con muchos que se manifiestan felices por el hecho de que cada vez se lea menos. Son pobre gente que vive su fantasía de pertenecer a un grupo selecto, conscientes de que solo pueden brillar dentro de una tribu mínima; por algo se cuidan de hacer saber a sus acólitos que son incapaces de escribir libros como los que se escribían en los tiempos en que Dickens conmovía a Londres, desde sus mansiones hasta sus barrios bajos. No es casual que se trate de escritores que me aburren hasta ponerme al borde del derrame cerebral. Ni tampoco que se trate de escritores cuya literatura resulte alejada por completo de todo lo que yo entiendo por vida. Por eso me parece tan adecuado el título del programa de Richter, porque subraya a los internos algo que en otra época era obvio, pero que ahora es preciso recalcar: que la literatura no es tan solo un pretensioso juego intelectual ni un saber masturbatorio, sino además un universo paralelo que nos espeja, permitiéndonos reflexionar sobre nuestra existencia; que la literatura es imaginación, y que la imaginación es el perfecto opuesto de la violencia.

Privar a un niño de la magia de la literatura es un crimen que está apenas por debajo del privarlo de alimentos y del cuidado elemental. Por eso brindo por los Richter de este mundo, y por todos aquellos que consideramos que literatura y vida es una ecuación perfecta, dado que no podríamos prescindir de ninguno de sus términos.

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17 de octubre de 2006
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Narrar para vivir

Ayer domingo me quedé enganchado con dos fotos, que reproducían tanto Página 12 como Clarín. Se trataba de fotografías tomadas por Helen Zout, que desde 1999 viene realizando un trabajo llamado Huellas de desaparecidos durante la última dictadura militar que le valió en la ocasión una beca Guggenheim, y que está en exhibición en Buenos Aires hasta el 28 de octubre. La intención de Zout fue “mostrar las terribles secuelas que dejó en cada uno de los retratados el exterminio que se llevó a cabo” en los años del gobierno de facto. Entre esas fotos, por ejemplo, hay algunas protagonizadas por las muñecas que Chicha Mariani fue comprando por el mundo entero para su nieta Clara Anahí, que le fue secuestrada a los tres meses de edad y a quien hasta el momento no ha vuelto a encontrar. Zout dice que empezó a utilizar la cámara durante la época del terrorismo de Estado, “cuando fui privada de la palabra, porque estaba escondida… Tenía necesidad de sobrevivir y a la vez de no enloquecer… (Y por ello sentía) la necesidad de expresarme a través de otro medio que no fuese la palabra”.

Las dos fotos de las que hablo tienen por protagonista a Jorge Julio López, el albañil que lleva casi un mes desaparecido, después de haber declarado contra el genocida Miguel Etchecolatz. La primera foto es un retrato de López. Zout lo muestra con los ojos cerrados, pero no se trata de la cerrazón del que duerme, o del que está en paz con su alma, sino de los ojos apretados de aquel que lucha para aguantar el dolor, o bien del que busca dentro de su memoria un recuerdo quemante pero imprescindible.

La segunda foto reproduce un dibujo hecho por López. Con una letra grandota y torpe, que uno asocia a la infancia pero que en López debe tener que ver con la elementalidad de su educación formal, el albañil titula la escena: mujer gorda de V. Eliza, refiriéndose a la localidad de Villa Elisa. La mujer en cuestión está dibujada como una persona ancha, en efecto: sentada sobre el suelo, desnuda, las manos en lo alto y encadenadas a un poste de mediana altura. De sus pechos y del garabato de su vello púbico surjen líneas que no pueden ser otra cosa que cables. Los cables están conectados a una caja que sugiere una suerte de batería, usada para producir la electricidad necesaria para la tortura. La tortura está siendo practicada por dos hombres de uniforme, a los que López describe como grupo de t, por grupo de tareas. Pero existe un cuarto personaje en el dibujo, que domina el ángulo superior derecho de la escena. Su figura es notablemente más grande que las otras, y su uniforme tiene botones y correajes más vistosos. Está sentado en una suerte de trono, que tiene más de trono celestial que de dominio terreno: no tortura, pero supervisa los hechos. A sus pies dice jefe.

La cara de la mujer es una cara normal. En cambio los rostros de los otros tres son negros y ominosos, con ojos desorbitados. Quizás López haya querido decir que llevaban capuchas; o tal vez subrayaba que seguía viéndolos como demonios. Tres hombres uniformados que torturan a una mujer desnuda no pueden ser, eso está claro, ninguna otra cosa.

Lo de López me recordó los dibujos que hacían los niños palestinos bajo tratamiento psicológico, y que vi en Belén, al visitar las oficinas del doctor Elia Awwad, a cargo del departamento de Salud Mental de la Cruz Roja Palestina. Los niños dibujaban tanques, cielos plagados de bombarderos, llamaradas de fuego, la destrucción de sus hogares, soldados que les ponían esposas y los desnudaban. En la simpleza de sus líneas, una simpleza que el trazo de López comparte, no hacían otra cosa que subrayar el dramatismo de la escena: uno ve esos garabatos y comprende de inmediato que están describiendo una escena tan terrible como la de los fusilamientos de Goya.

Tanto como el dibujo y la foto, me impresionó la comprobación de que López necesitaba expresarse (de hecho escribió una suerte de diario durante años) para poder lograr lo mismo que Zout ansiaba: sobrevivir, y a la vez no enloquecer. Situaciones terminales como las que vivió esta gente evidencian la importancia que tiene para nuestra especie la posibilidad de expresarnos -¿o debería decir, para ser más preciso, la posibilidad de narrar?

“Ese es el motivo por el que escribo este libro”, dice el narrador de Norwegian Wood, la novela de Haruki Murakami. “Para pensar. Para entender. Es la forma en que estoy hecho. Tengo que escribir las cosas para poder entenderlas del todo”. Yo creo que esa es la forma en la que todos estamos hechos, el cableado que llevamos dentro de la cabeza: contamos lo que nos ocurrió, recordamos, pensamos en voz alta, escribimos diarios (¡o blogs!), narramos de una y mil maneras, apelando a mil y un géneros, a mil y una disciplinas (podemos hacerlo sólo con imágenes, como Zout) para sobrevivir, para no enloquecer; y en el proceso damos testimonio de lo ocurrido, para que nadie olvide lo que pasó, para que todos puedan entender lo que ocurre cuando la violencia sustituye a la imaginación, para que con el tiempo nuestro cableado se modifique y la especie venga ya de fábrica vacunada contra la intemperancia.

Como todos los días desde hace un mes, rezo por la aparición con vida de López. La foto de su rostro nos interpela a todos desde cada ómnibus, desde la vidriera de cada negocio, desde los afiches de cada calle, como un mudo pedido de justicia.

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16 de octubre de 2006
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Un día japonés

¿Nunca desearon haber nacido en otro país, nunca se soñaron parte de otra cultura? No hablo de la angustia que sobreviene cuando uno se pelea con su patria, sino de algo más liviano y lúdico, un ejercicio de la imaginación. (La consigna es imaginación o violencia, ya lo hemos dicho.) Por puro amor a las leyendas artúricas llevo décadas imaginando la Edad Media; más allá de las fuentes francesas y de los invasores teutones, el epicentro de mi fantasía han sido siempre las islas británicas. (Que por cierto, han seguido proporcionando combustible a mi alma en los siglos subsiguientes: con Robin Hood, con Shakespeare, con Dickens, con Holmes, con Tolkien, con los Beatles, con The Smiths.) En los últimos tiempos he alimentado el sueño de ser árabe. En parte por empatía, porque me solidarizo con la condición de los condenados de esta tierra, aquellos que son sospechados por el simple hecho de ser y que riegan a diario con su sangre el suelo de este planeta; pero también por amor al desierto, a ese temple que nace del vivir en un vacío perfecto, donde uno no tiene nada que perder más allá de su alma.

En estos días mi fantasía es la de ser japonés. La culpa la tiene Haruki Murakami, que me sedujo primero con Sputnik Sweetheart y ahora me tiene atrapado dentro de Kafka On The Shore, una de esas novelas que no deberían terminar nunca. Ya sé que Murakami es el menos japonés de los escritores japoneses, o el más occidental, según dicen. En todo caso reivindicaría mi derecho a jugar, aun cuando esto suponga seleccionar de la realidad tan sólo aquello que quiero, y como quiero. Pero más allá de ese derecho, creo que existe algo idiosincrático en Murakami, algo a lo que –permítanmelo- habría que llamar japonés con toda justicia, y que Murakami liga a las clásicas historias de fantasmas de su cultura, como The Tale of Genji o The Chrysanthemum Pledge. (En los últimos tiempos, los que más hicieron por traer esa veta a tiempos contemporáneos son los directores de películas como The Ring y Dark Water.)

Por supuesto, no estoy tratando de limitar el encanto de Murakami a los fantasmas que irrumpen en sus historias, ni a sus gatos parlanchines, ni a sus lluvias de sanguijuelas. Lo que me fascina es la naturalidad con que asume que aquello que denominamos realidad es tan sólo una parte –y minúscula, por cierto- de lo que ocurre en verdad, o mejor dicho: de lo que importa; y la gracia con que acepta, en consecuencia, la irrupción de lo maravilloso en esta vida que tanto empobrecemos al ver con anteojeras. Déjenme ser arbitrario y decir que ese aplomo al cual identificamos con lo oriental en general, y con lo japonés en particular, deriva de saber que tenemos puesto apenas un pie en este mundo, porque el otro está posado en una orilla que nuestros ojos no registran; estamos más yéndonos que quedándonos, lo cual nos habilita a tomar la realidad con las pinzas de quien se sabe en tránsito.

Yo encuentro en Murakami, así como en el cineasta Hayao Miyazaki (mi Walt Disney personal, así como el de mis hijas), la celebración de un estado de conciencia superior, y la puesta en práctica de una conexión con lo inefable. Leyendo Sputnik y Kafka, o viendo My Neighbour Totoro y Spirited Away, siento que me confirman que no estaba equivocado al presumir que este mundo –al menos el mundo en que yo vivo- se parece más a La Tempestad y a ciertas historias de García Márquez que a lo que me venden los noticieros. (Imaginación o violencia, otra vez la dicotomía.) Leyendo a Murakami y viendo a Miyazaki siento alivio, porque me permiten dejar de fingir que ya no veo lo que sí veo y que no sé lo que sí sé, aun cuando no cuente con una ciencia que lo avale ni con instrumentos que midan mis intuiciones. Yo soy de los que creen que uno ve con mucho más que sus ojos, y que piensa con mucho más que el cerebro. En mi fantasía, en mi juego, esto es algo que todos los japoneses tienen claro, así como nosotros damos por sentados los encantos de las garotas y la tristeza del tango.

  Así que si me permiten, este fin de semana seré japonés. Y mientras me dure Kafka On The Shore, también seré feliz.

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13 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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