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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Abrazados para siempre

La foto es perfecta, en tanto dice todo lo que hay que decir. Apareció ayer, en la página 47 del diario español El País. Registra el descubrimiento de la arqueóloga Elena Menotti, aquello con que se encontró al hurgar en las entrañas de Mantua, Italia: los esqueletos de dos jóvenes, hombre y mujer, abrazados; la forma en que se entrelazan habla el lenguaje del más puro amor.

Como quizás no la hayan visto, trataré de describir lo que sugieren, aun cuando se trata de una batalla perdida. (Nadie puede describir lo inefable.) El hombre está acurrucado, su cabeza ligeramente volteada hacia el lado más profundo de la tierra, como si lo embargase una tristeza igualmente insondable. (Los hombres nos distraemos fácilmente con el mundo que está más allá de nuestra vista.) Ella, en cambio, lo mira de frente, como si subrayase que nada le importa más: sus piernas -reducidas tan sólo a los huesos- se entrelazan en torno a las de él, su mano derecha se alza en un gesto que perpetúa la caricia.

Durante estos días traté de explicar una y otra vez la intención que anima a mi novela La batalla del calentamiento. En entrevista tras entrevista -sigo aquí en España, en pleno trabajo de promoción-, dije que me asusta vivir en un mundo cuyos líderes tratan de llenarme de miedo de manera constante, presentándome al Otro como una amenaza: el Otro como potencial terrorista, el Otro inmigrante que amenaza con quedarse con mi puesto de trabajo o con asaltarme en la calle, el Otro de piel distinta a la mía que -sugieren los líderes y propalan los medios- codicia todo lo que tengo y lo que soy. Una y otra vez he remarcado que, para empeorar la situación de miedo en que vivimos, vivimos en un mundo cuya tecnología facilita el aislamiento. (¿Para qué salir de casa al exterior tan peligroso, cuando puedo resolverlo todo mediante el uso de internet o el recurso al teléfono?) Y he repetido que a pesar de este miedo cotidiano, y a pesar de que nos hacen tan fácil optar por el aislamiento, creo que todavía necesitamos -y necesitaremos siempre- la proximidad del Otro.

Al ser concebidos, pasamos nueve meses en el vientre materno, el sitio más tibio del mundo; y al nacer, nuestro primer registro del mundo exterior nos revela que se trata de un lugar frío, casi helado -percibimos ese frío como violencia. En ese instante (consideren que en los albores de la humanidad no existía nada parecido a una estufa), aquello que salvaba a los recién nacidos era la posibilidad de recuperar de inmediato la temperatura perdida, y ese calor que marcaba la diferencia -¡ese calentamiento!- no era otro que el que proporciona un abrazo.

Debemos recordarnos algo que en otras épocas fue tan evidente: necesitamos del Otro para sobrevivir porque no podemos salvarnos solos, puede que a veces el Otro constituya un peligro pero ante todo es una posibilidad, no existe felicidad en la soledad, en el aislamiento. Pero de aquí en más, es posible que hable menos en las entrevistas que me esperan y que me limite a enseñar la foto que lo dice todo, la de los jóvenes amantes de Mantua, la de aquellos que se abrazaron hasta el último instante, proporcionándose la tibieza del amor que ya habían conocido en el segundo inicial de sus vidas, al descansar sobre el pecho de sus madres y recibir el primer abrazo.

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9 de febrero de 2007
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Cuéntame

Siempre llega el momento, en mitad de la gira de promoción de un libro, en que uno se enfrenta al micrófono, observa el mar de rostros desconocidos y se pregunta: ¿qué demonios hago aquí? Supongamos que la ocasión tuvo lugar anoche, en un lugar de España que sería prudente no recordar; supongamos además que el mar de gente se parece, más bien, a un hilillo de agua; y presumamos, también, que el personaje que debía presentarme se ha ausentado sin aviso, dejándome a solas delante del micrófono y a orillas del curso de agua que no por ligero deja de ser intimidante.

En ese instante de angustia, uno se dice que está allí porque ha escrito varios libros. Y sabe que los ha escrito porque no pudo evitarlo, en cumplimiento de un deseo que surgió hace muchos, muchos años, cuando uno apenas levantaba del suelo y aún así había comprendido, ya, la importancia de las historias. La humana es la única especie que no se contenta con vivir la experiencia: necesita además revivirla y recrearla, mezclando memoria con imaginación y convirtiendo cada asunto, por nimio que parezca, en una historia hecha y derecha.

A veces creo que erectus, neanderthalensis y sapiens sapiens, aquellas etiquetas que nos colgaron para intentar definirnos, se pierden el salto más esencial: más que sapiens sapiens, somos homo narrandis (perdón por el neologismo), seres que se distinguen de las otras especies porque necesitan narrarse a sí mismas, contarse -y en el proceso de contarse, definir su propia vida. Dado que somos la única especie que puede elegir libremente su destino, contamos historias para imaginarnos cómo serían esos destinos posibles. De alguna manera estamos escribiéndonos a nosotros mismos a diario, con cada acto de nuestras vidas, con cada silencio.

Lo que descubrimos además en el proceso de intentar narrarnos, es que no podemos narrarnos solos. No hay nada más árido que un monólogo, que un solo instrumental sonando en el vacío. La vida suena más bien como un coral desaforado, en perpetua búsqueda de armonía. Nuestras sociedades siguen siendo disonantes, pero somos muchos todavía los que tenemos la esperanza de producir música en conjunto.

Una vez que sabemos que solos no llegaremos a ningún lado, llenamos nuestros relatos (¡nuestras vidas!) de personajes. Y los que hicimos de la narración un oficio (es un destino de la especie, pero algunos nos dedicamos a sacralizarlo), entendemos además que escribimos para llegar a otros. Lo que anotamos sobre el papel son partituras, nomás. Una vez escritas, esas partituras reclaman intérpretes para cobrar verdadera vida.

Entonces tragamos saliva, soltamos nuestros discursos con premura y llegamos a la parte más importante, al instante que habíamos estado esperando. Giramos el micrófono para que enfrente al público, miramos al desconocido más próximo y decimos: hola, cómo te llamas, quién eres, qué haces aquí.

Por favor, cuéntame.

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8 de febrero de 2007
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Esta historia le gustaría a Osvaldo Soriano

Estaba en los estudios de Radio Nacional de España, esperando el inicio de un programa de esos en los que siempre es un placer participar: La Ciudad Invisible. Para amenizar la espera, el productor Javier Díez nos daba charla a Pura Roy, de Alfaguara, y a mí. Ya no se cómo fuimos a dar al asunto, pero en un momento Javier se puso a hablar de Ava Gardner y de su legendaria estancia en España. Habló de las ruidosas fiestas que ofrecía en uno de los pisos que tuvo por entonces -fiestas que, no dudo, nunca acabarían antes del alba-, y entonces recordó el dato y preguntó: "¿A que no saben quién era su vecino del piso de abajo?" Pura y yo nos quedamos mudos, a mí no se me ocurría nadie lo suficientemente disparatado. Al fin Javier dijo: "Su vecino de abajo era Juan Domingo Perón".

Desde entonces no paro de imaginar el potencial encuentro. El por entonces ex hombre fuerte de la Argentina, exiliado por el golpe militar, perdiendo el sueño por la música incesante que viene de arriba -y por el repiqueteo de los tacos aguja de la diva. Imagino una primera vez, con Perón enviando a un lacayo a pedir un poco de cordura. Imagino una segunda vez, con Perón enterado de que su ruidosa vecina es una célebre actriz de Hollywood -la amante de Frank Sinatra, nada menos- y decidiendo acudir en persona; en el peor de los casos, aunque no lograse obtener silencio podría echarle un vistazo a la belleza morena y cerril de la Gardner. E imagino que Perón habrá sumado dos más dos: si el matrimonio con la por entonces ya difunta actriz Eva Duarte había ayudado a convertirlo en el hombre más popular de la Argentina, ¿qué no lograría de convertirse en marido de una actriz de Hollywood?

Lo que es obvio es que la cosa no salió bien. Quizás Perón no se cruzó nunca con Ava, quizás la diva lo invitó a la fiesta y Perón perdió la competencia para ver quién de los dos resistía mejor el alcohol. Lo único cierto es que poco tiempo después Perón conoció a una artista de cabaret con la que terminó casándose, y que a su muerte se convirtió en presidente de todos los argentinos -Isabel Martínez fue el mandatario civil que terminó cediendo el puesto a la dictadura militar.

Ay, Ava. Cuánto amamos todavía tu belleza indómita, y cuánto daño nos has hecho a todos los argentinos.

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7 de febrero de 2007
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¿Dreamboys, o Chicos Pesadilla?

Tenía toda la intención de escribir sobre lo mala que me resultó la película Dreamgirls, cuando me encontré con la noticia de que Bush solicitó 700.000 millones de dólares más para gastos militares, dinero que saldría entre otros lados del (nuevo) recorte de programas educativos y de salud. La lógica es inapelable: ¿para qué queremos programas educativos cuando la única educación que cuenta es la militar, para qué invertir en salud cuando enviamos cada vez más soldados a una muerte si no cierta cuanto menos probable?

Yo quería decir que Dreamgirls es la prueba palpable de que los estadounidenses ya no saben filmar musicales. Ya sé que inventaron el género tal como lo conocemos -y aún disfrutamos, DVD mediante- en el cine. Pero en todo caso, esta sería tan sólo una entre tantas cosas que los amigos de USA desarrollaron pero ya no saben cómo hacer. ¿Se acuerdan cuando la gente consideraba la democracia estadounidense como un faro en el mundo? Ahora se parece más bien al Coliseo romano de la época imperial: el sitio en que los infieles no tienen más destino que el vientre de los leones.

Dreamgirls pretende contar la historia del ascenso y caída de The Supremes, el trío vocal femenino que el mundo aún recuerda gracias a Diana Ross. Lo hace de forma veladamente ficcional (Diana aquí se llama Deena, no sea cosa que se llame Duna y uno se confunda), pero ni siquiera el morbo que podría derivar del mostrar ciertos trapos sucios sirve a la hora de hacer funcionar la historia. La música es mediocre -las canciones de The Supremes tampoco eran especialmente memorables, si me preguntan-, las actuaciones nunca superan lo meramente adecuado (si le dan el Oscar a Eddie Murphy sería razón suficiente para tomar por asalto la ceremonia cual si fuese la Bastilla) y la puesta en escena, que resulta clave en cualquier musical, es más chata que el pecho de Twiggy. (O de Bebe, si esperan de mí un ejemplo más moderno.)

Para peor, tanta mediocridad envuelve con fastos y oropeles una historia que es, en esencia, la de un mercachifle que aguó la música negra para hacerla tolerable al paladar de los blancos. Sin los oficios de ese mismo mercachifle, que fue además quien lanzó a los Jackson 5, el posterior éxito de Michael Jackson habría sido impensable. No contento con lavar su música, Jackson blanqueó también su piel, convirtiéndose primero en un payaso y después en un trágico Pagliacci digno de la ópera. Aun cuando pueda ser verdad que de esa manera la música negra se convirtió en la música del mainstream, la pregunta sería: ¿a qué precio? No me extraña que Michael Jackson haya hecho una escena delante del cadáver de James Brown. Debe haber sentido que el fantasma de Brown lo acusaba del crimen.

La pregunta sobre el precio que uno paga para obtener determinados resultados tiene una respuesta muy concreta en lo que hace a Bush: (otros) 700.000 millones de dólares. Tanto en el caso del mercachifle del film como en el de este mercader de la muerte, la historia comienza contándonos cuán listos que fueron y termina mostrándonos el campo devastado que dejaron una vez que debieron retirarse de la escena.

Yo puedo reconciliarme con el musical volviendo a ver Singin´in the Rain en el DVD de casa, tan pronto como regrese. Me pregunto qué hará falta para que vuelva a reconciliarme con la idea de los Estados Unidos.

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6 de febrero de 2007
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El segundo previo al accidente

De todas las ediciones internacionales de la novela Kamchatka, ninguna portada me gusta más que la holandesa. Es simple, desde que se limita a reproducir una fotografía: se trata de un niño al que vemos de espaldas, de pie en una calle, asomándose en una esquina para espiar la oscuridad que asoma más allá. La imagen es en sí misma apropiada, dado que Kamchatka cuenta en esencia la historia de un niño que espía desde cerca -desde tan cerca, que no puede menos que pagar las consecuencias- la oscuridad que se apoderó de la Argentina entre 1976 y 1983, durante la dictadura militar. Pero lo que me produjo escalofríos cuando me enviaron la foto para ver si me gustaba fue el hecho de que ese niño, aun de espaldas, se pareciese tanto a mí a la misma edad: el mismo corte de pelo -no se ve el flequillo, pero puedo adivinarlo-, la forma de la cabeza y del cuerpo y hasta las zapatillas blancas que calza en la foto, similares a unas de marca Flecha que recuerdo haber gastado durante mi infancia.

La semana pasada, durante una cena en Utrecht, me enteré de algo que volvió a producirme escalofríos. Todo lo que yo sabía hasta entonces era que la foto pertenecía a la célebre agencia Magnum, lo cual significa que se trataba de una foto de archivo. Pero aquella noche mi editora, Nelleke Geel, develó aquello que yo ignoraba: que además de ser apropiada por su misma imagen, la foto era apropiadísima como tapa de Kamchatka porque había sido tomada en la Argentina, y en 1976. Esto es, en pleno golpe de Estado.

No voy a pretender que el de la foto soy verdaderamente yo, aun cuando ya es obvio que las zapatillas que se parecían a las Flecha deben ser Flecha sin lugar a dudas. (El par que más recuerdo de los que tuve terminó con la zapatilla roja bañada en sangre. Estaba en Neuquén jugando al fútbol en la vereda y al ir a buscar la pelota me corté en el tobillo con un vidrio de Coca Cola. Me dieron cinco puntos sin anestesia. Imagino que ese fue el momento en que empecé a odiar al fútbol.) Pero el hecho de que el niño -insisto: el niño igual a mí- haya sido capturado por la cámara en el acto de espiar la oscuridad del 76, lo cual equivale a decir que el gesto ha quedado perpetuado en imagen, significa que siempre tendré un espejo en el que verme a la edad de Harry, el protagonista de Kamchatka; siempre veré en esa imagen a aquel que era, segundos antes de que ocurriese el accidente y la vida cambiase de una vez y para siempre.

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5 de febrero de 2007
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Una pedagogía del dolor

Perdón por la demora, pero ya se sabe cómo son las cosas durante los viajes: el hombre propone y el reloj dispone. Anoche estuve en el Instituto Cervantes de Utrecht, presentando la edición holandesa de Kamchatka. Mi editora, Nelleke Geel, tuvo la idea de convertir la presentación en una suerte de reportaje público; y tuvo además la ocurrencia sublime de juntarme con Alejandra Slutzky, a quien yo no conocía entonces -y a quien nunca, por cierto, podré ya olvidar.

Alejandra es menuda, de un hablar tranquilo y pausado que no significa ausencia de coquetería: es de las mujeres que sólo recurren a sus gafas cuando les resulta imprescindible. Nelleke pensó en ella porque es argentina y vive en Holanda desde hace casi 30 años. Le pareció la interlocutora ideal, además, en su condición de autora de un libro que lleva un título de inequívocas resonancias bergmanianas: El Silencio. En ese libro, Alejandra recrea su experiencia como hija de desaparecidos y refugiada politica. Mientras esperábamos que se hiciese la hora de comenzar, me contó los pormenores de su llegada a Holanda: tenía 14 años, apenas, y cargaba con un hermano menor de 13. Llegaron de la mano de una amiga de su padre, y pronto se quedaron solos. No conocían a nadie, por lo que terminaron en manos de la asistencia pública. Y no sabían una sola palabra del idioma que, créanme, no es lo que se dice fácil.

Durante toda la presentación tuve que hacer un esfuerzo para lidiar con la emoción. Yo, que siento un nudo en la garganta apenas le ocurre algo a uno de mis personajes imaginarios, no podía dejar de pensar en el grado de sufrimiento real que había experimentado, y en buena medida todavía experimenta, la persona que estaba sentada a mi izquierda. Porque aun cuando la soledad ya no sea tal, y tampoco el desarraigo, Alejandra -eso imagino, al menos- debe seguir sintiéndose huérfana.

Cuando todo terminó, nos vimos separados por un mar de gente. Pero al rato se las arregló para encontrarse otra vez conmigo, y me preguntó si me había hecho sufrir mucho con su curiosidad, con sus observaciones, con sus comentarios. (Se ve que no logré disimular la emoción tan bien como hubiese querido; y a mí que me gusta jugarla de Bogart!) En ese caso, dijo, quería pedirme disculpas. Se me ocurrió entonces que sólo alguien que ha sufrido mucho puede ser tan sensible al dolor ajeno; y que sólo alguien de buen corazón utiliza esa sensibilidad no para dominar o explotar al otro, sino para consolarlo.

Alejandra escribió El Silencio en el idioma de Holanda. Ojala encuentre quien se lo traduzca y edite en español. Sería un poco de justicia, nomás; una forma de regresar a casa.

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2 de febrero de 2007
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Diez años sin Soriano

El domingo pasado el diario Página 12 dedicó todo su suplemento cultural, llamado Radar, al escritor Osvaldo Soriano, al cumplirse diez años de su temprana muerte. Todavía recuerdo dónde estaba cuando terminé de leer su primera novela, Triste, solitario y final: siendo apenas un adolescente, sentado en la escalera que comunicaba el patio de mi casa con mi habitación del altillo. Es muy raro que uno recuerde la sensación física de estar leyendo determinado libro, algo que sólo ocurre con los relatos excepcionales, o con los libros que nos han descorrido determinados velos. Creo que la operación que Soriano realizó con su novela debut fue una de esas que me ayudaron a ver más claro: Soriano mezclaba a sus propios (anti) héroes -Stan Laurel y Oliver Hardy, o sea el Gordo y el Flaco, por una parte; y Philip Marlowe, el detective creado por su ídolo Raymond Chandler, por la otra- con su propia persona, la de Osvaldo Soriano, metido en una trama detectivesca en la que los perdedores, como corresponde, no podían sino volver a perder. Con Triste, solitario y final, Soriano me decía lo que yo necesitaba oír: que era posible evadir la trampa de escribir lo que la academia y los medios pretenden que uno escriba, y en cambio escribir tan sólo lo que uno desea de todo corazón -¡aunque esto signifique arrebatarle a Chandler su mejor personaje! Esta es una lección que nunca olvidé; no siempre estuve a su altura, pero espero haber retomado la buena senda.

El suplemento Radar está lleno de artículos que recuerdan al Gordo Soriano en todas sus facetas: hay textos de Ariel Dorfman, Eduardo Galeano, Rodrigo Fresán, Angélica Gorodischer, Osvaldo Bayer y Guillermo Saccomano, entre otros muchos. Además hay un maravilloso artículo de Soriano sobre Mohammad Alí (otro de los ídolos que comparto con el Gordo, que además tuvo la buena fortuna de entrevistarlo), y la reproducción de algunas de las contratapas que solía escribir para Página 12 y hasta de las cartas que enviaba desde el exilio al que lo forzó la dictadura militar. De algún modo, todos estos materiales forman un perfecto retrato del último de los escritores populares que tuvo la Argentina. (Porque la gente esperaba ansiosa la salida del "nuevo de Soriano", y desde que murió ya no espera nada más; tarde o temprano estábamos destinados a pagar el precio que la dictadura primero y la década menemista después se cobraron sobre la cultura argentina.) Envidio sinceramente la relación que Soriano tenía con su público, porque me parece el mejor de los destinos posibles para un escritor: el del pacto tácito entre el narrador y el público que no deja de serle fiel, en la medida en que sabe que el narrador escribe para sí mismo y para ellos -y para nadie más.

Soriano era honesto consigo mismo, que es la primera forma de la honestidad, y por ende la que hace posible a todas las demás. Escribía tratando de entender el tiempo y el lugar que le habían tocado en suerte, y lo hacía con una humanidad desde entonces ausente en las letras argentinas: al igual que él, sus personajes trataban de ser felices en el lugar y en el momento equivocados -esto es, en su mismo momento-, fracasando de la más bella de las maneras. El homenaje de Página 12 no hace otra cosa que recordarnos cuán vivas están sus historias en nosotros, y cuánto extrañamos su presencia todos los que buscamos en la literatura historias que nos salven la vida, o que por lo menos estallen en el intento.

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1 de febrero de 2007
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Mujeres

Voy a meterme en problemas con este texto. Por una parte necesito ser breve (esta es una batalla que siempre pierdo), porque estoy a un rato nomás de subirme a un avión para volar rumbo a Holanda, donde se acaba de editar mi novela anterior, Kamchatka. Por la otra, siento la necesidad de hablar de una cuestión que surgió anoche, en la sobremesa de la cena de mi cumpleaños, que ocurrió en Madrid. A partir de una pregunta que ya he oído varias veces  (¿cómo es posible que no haya autoras mujeres en El Boomeran(g)?), se disparó el tema en su aspecto más grande y más trascendente: la cuestión sobre el lugar de la mujer en esta sociedad. En este país (todavía estoy en España, insisto) donde casi cada día se difunde la noticia sobre un marido, novio o ex que golpea o asesina a su pareja, no se trata de una cuestión menor. Y en la Argentina el machismo tampoco es débil, por supuesto. Allí todavía sigue considerándose que el hombre que engaña a su mujer con muchas otras es un tipo listo, y que la mujer que engaña es simplemente una mala mujer.

No voy a negar lo obvio; esto es, las dificultades que enfrentan a diario las mujeres en un universo laboral mayoritariamente (y ante todo: jerárquicamente) masculino. (Todos sabemos que deben trabajar el doble para ser consideradas iguales que sus colegas varones. Y todos sabemos, dice la broma, que esto no es nada difícil para ellas.) Y tampoco quiero entrar a demostrar que no soy machista, porque seguramente existe algún resabio en mí aunque más no sea por el hecho de haber respirado el aire que me tocó en suerte; por lo demás, nací de madre, amo a las mujeres y tengo hijas que son mi cielo y mi esperanza para el futuro mejor de esta tierra. Lo que me pregunto es, como ha dicho alguna vez Harold Bloom, si debo obligarme a leer determinadas autoras por el simple hecho de ser mujeres. Lejos de ponerme a defender la política editorial de este blog, que yo no establezco ni dirimo, hablo ante todo como lector: por cada Lorrie Moore hay centenares de Murakamis, Irvings, McEwans... ¿Por qué no existen más escritoras que me vuelen la cabeza? ¿Es porque la conspiración masculina les está vedando el acceso, como pretendió alguien en la mesa? A mí que me disculpen, pero los hombres estamos cada vez más de capa caída; y particularmente, creo que escribimos cada vez peor y con ambición decreciente -por no decir casi nula.

Por lo tanto, no creo que las escritoras mujeres lo estén teniendo mucho más difícil (dije MUCHO, insisto) que los hombres que están tratando de publicar y de hacerse un nombre. De hecho, existen nichos literarios que tienen prácticamente copados, y con las mejores artes. Los escritores hombres de hoy temen expresar sus sentimientos (qué hato de pusilánimes, aquí también han perdido el norte), cuando las mujeres saben que el asunto es tan natural como necesario, y además lo hacen todos los días. Y aquellas escritoras que pasan de los sentimientos son más cultas y mejores estilistas que el más dotado de sus colegas. Pero se me hace que si todavía no conocemos a una versión femenina de Shakespeare no es porque un editor varón le ha negado acceso, sino simplemente porque aún no existe; en estos tiempos democratizados por Internet, si existiese ya se habría hecho notar de alguna forma.

De lo que estoy seguro es de que esa Shakespeare mujer, esa Proust, esa Joyce, ¡esa Cervantes!, está en camino. Lo sé con certeza, tanto como sé que -seamos honestos- tampoco existen hoy escritores hombres a la altura de Shakespeare, ni perspectivas de que los haya en un tiempo cercano. Nuestro tiempo ha pasado, el tiempo de las mujeres es hoy, con cuota obligatoria o sin ella.

En fin, hasta aquí llego. El avión me espera. La seguimos mañana.

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31 de enero de 2007
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Ser o no ser (un clásico)

Hablando de Hamlet… Pocos días atrás vi por primera vez (lo cual no deja de ser sorprendente, dado que me tengo por shakespeare-ófilo irredento) la versión de Hamlet protagonizada y dirigida por Laurence Olivier, que si no me equivoco hasta obtuvo un Oscar en su momento. Había hecho bien en privarme de verla, porque me pareció un mamarracho. Ya me disgustó de entrada el acápite que Olivier agrega al texto: “Esta es la tragedia de un hombre que no podía decidirse”. Entiendo que sea una de las lecturas más populares del personaje, pero eso no quita que se trate de una de las más erróneas. (Dar el salto del ser o no ser a la indecisión es simple pereza intelectual.) Yo creo, más bien, que Hamlet es la historia de un hombre que lucha para no ser ganado, y en el proceso destruido, por el legado de la violencia humana. Nótese que el Fantasma no le reclama a Hamlet justicia –que sería lo más natural, dado que ha sido víctima de un crimen-, sino venganza: ojo por ojo, sangre a cambio de sangre. Conmovido por la revelación del crimen de su padre, que a su vez torna más intolerables los esponsales de su madre con el asesino revelado, Hamlet se compromete con el Fantasma. Pronto comprende que esta promesa lo ata a un cometido que lo repugna: Hamlet no quiere matar, entiende que hacerlo lo convertirá en aquello que no quiere ser –un ser brutal y violento como su propio padre, que también se llamaba Hamlet. Por eso dilata hasta lo imposible la venganza, y sólo se involucra en los aspectos del complot más próximos a su verdadera naturaleza: el fingimiento de la locura –esto es, la actuación- y la composición de unos versos y dirección de la compañía teatral que arriba a Elsinore. Hamlet es, más bien, la tragedia de un hombre llamado a ser artista al que la circunstancia convierte en asesino. La ironía final ocurre cuando Horacio pide para el príncipe honores militares, la misma clase de honores que recibió su padre. Pudiendo ser algo distinto, Hamlet terminó siendo un hombre más –aunque haya fracasado en el más espectacular de los estilos.

Por lo demás, el Hamlet de Olivier es todo lo que uno teme de estas adaptaciones: teatro filmado en vez de cine, actuaciones rígidas y envaradas, decorados de cartón piedra y vestuarios ridículos; las calzas del rey Claudio y las mangas abullonadas de Horacio son para estallar en carcajadas. Y en lo que hace a Olivier… No puedo evitarlo, la gente lo considera un grande pero a mí nunca me gustó. Con su pelo cortísimo y casi blanco, era casi como estar viendo a Sting haciendo del Príncipe de Dinamarca. En realidad no estoy muy seguro de que me guste alguna de las adaptaciones de Hamlet al cine. El Hamlet de Branagh no me disgustó, pero no vi la versión protagonizada por Mel Gibson ni vi todavía –aunque aspiro a hacerlo- la adaptación a tiempos contemporáneos que filmó Michael Almereyda. Si tuviese que confiar en mi memoria, diría que el Hamlet que más me gustó fue uno que vi hace añares en la Sala Lugones del Teatro San Martín de Buenos Aires. En realidad era una adaptación para TV, protagonizada por Derek Jacobi, a quien ya conocía como el Claudio de la excelente miniserie Yo, Claudio.

El cine, estoy convencido, sigue en deuda con Hamlet.

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30 de enero de 2007
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La familia como microcosmos

La caída de los dioses sigue siendo la película enorme que alguna vez fue. Más allá del abuso del zoom en algunas secuencias (cuesta entender cómo un artista tan elegante como Visconti cayó en la trampa de un recurso que envejecería tan rápido), el filme habla aún con la misma elocuencia que tenía en 1969; nuestra especie ha cambiado poco y nada desde entonces. La historia de una familia industrial alemana que coquetea con el nazismo surgente y se deja corromper hasta lo más hondo es tan intemporal como la Caída originaria; Visconti sabía lo que hacía cuando buscaba una forma de recrear Macbeth en tiempos modernos, la ambición desmedida engendra monstruos –siempre. Estoy convencido de que El Padrino no sería lo que es si Coppola no hubiese prestado la debida atención a La caída de los dioses. La obra maestra de Coppola también es la historia de una familia que se deja corromper por la ambición, sólo que en este caso la fuerza corruptora no es Hitler, sino el capitalismo.

En los documentales que acompañan el DVD que me compré, el guionista Nicola Badalucco subraya los puntos de contacto del filme con la tragedia shakesperiana (hay un contrabando casi completo de personajes, con la genial excepción de aquel interpretado por Helmut Berger: Martin von Essenbeck fue extraído de la verdadera familia de industriales alemanes que inspiró al guionista, los Krupp, cuyo heredero intimaba con el régimen nazi y adoraba vestirse de mujer), pero además pone el dedo en el corazón del drama al decir que funciona con esa efectividad porque “la familia es el microcosmos del universo”.

Uno puede contar cualquier época centrándose tan sólo en una familia. Todo lo que hay que hacer es mostrar de qué forma las presiones del mundo exterior van moldeando la relación entre los personajes; lo que va de la Roma imperial de Yo, Claudio a la Nueva York de El Padrino. Pero existe algo aún más profundo, y por eso más duradero, que se cuenta cada vez que la historia de una familia se desenvuelve ante nuestros ojos. En la historia de cada familia se repiten, como un eco, las turbulencias que han jalonado la historia del universo: desde el Big Bang (imagen sexual, si las hay) hasta la formación-parto del planeta Tierra, desde Pangaea hasta la división de los continentes, desde las glaciaciones hasta el calentamiento global. Nos unimos, nos multiplicamos, nos quebramos, nos dividimos y volvemos a atraernos. Así como los nueve meses en el interior del vientre narran la completa evolución de la especie –de célula a pez, de anfibio a mamífero-, cada familia narra a su manera la historia del universo.

Hamlet hacía bien cuando recomendaba a los actores que tratasen de ser un espejo de la naturaleza. Lo hacía porque era consciente de que no existe narrador más grande.

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29 de enero de 2007
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El Boomeran(g)
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