La foto es perfecta, en tanto dice todo lo que hay que decir. Apareció ayer, en la página 47 del diario español El País. Registra el descubrimiento de la arqueóloga Elena Menotti, aquello con que se encontró al hurgar en las entrañas de Mantua, Italia: los esqueletos de dos jóvenes, hombre y mujer, abrazados; la forma en que se entrelazan habla el lenguaje del más puro amor.
Como quizás no la hayan visto, trataré de describir lo que sugieren, aun cuando se trata de una batalla perdida. (Nadie puede describir lo inefable.) El hombre está acurrucado, su cabeza ligeramente volteada hacia el lado más profundo de la tierra, como si lo embargase una tristeza igualmente insondable. (Los hombres nos distraemos fácilmente con el mundo que está más allá de nuestra vista.) Ella, en cambio, lo mira de frente, como si subrayase que nada le importa más: sus piernas -reducidas tan sólo a los huesos- se entrelazan en torno a las de él, su mano derecha se alza en un gesto que perpetúa la caricia.
Durante estos días traté de explicar una y otra vez la intención que anima a mi novela La batalla del calentamiento. En entrevista tras entrevista -sigo aquí en España, en pleno trabajo de promoción-, dije que me asusta vivir en un mundo cuyos líderes tratan de llenarme de miedo de manera constante, presentándome al Otro como una amenaza: el Otro como potencial terrorista, el Otro inmigrante que amenaza con quedarse con mi puesto de trabajo o con asaltarme en la calle, el Otro de piel distinta a la mía que -sugieren los líderes y propalan los medios- codicia todo lo que tengo y lo que soy. Una y otra vez he remarcado que, para empeorar la situación de miedo en que vivimos, vivimos en un mundo cuya tecnología facilita el aislamiento. (¿Para qué salir de casa al exterior tan peligroso, cuando puedo resolverlo todo mediante el uso de internet o el recurso al teléfono?) Y he repetido que a pesar de este miedo cotidiano, y a pesar de que nos hacen tan fácil optar por el aislamiento, creo que todavía necesitamos -y necesitaremos siempre- la proximidad del Otro.
Al ser concebidos, pasamos nueve meses en el vientre materno, el sitio más tibio del mundo; y al nacer, nuestro primer registro del mundo exterior nos revela que se trata de un lugar frío, casi helado -percibimos ese frío como violencia. En ese instante (consideren que en los albores de la humanidad no existía nada parecido a una estufa), aquello que salvaba a los recién nacidos era la posibilidad de recuperar de inmediato la temperatura perdida, y ese calor que marcaba la diferencia -¡ese calentamiento!- no era otro que el que proporciona un abrazo.
Debemos recordarnos algo que en otras épocas fue tan evidente: necesitamos del Otro para sobrevivir porque no podemos salvarnos solos, puede que a veces el Otro constituya un peligro pero ante todo es una posibilidad, no existe felicidad en la soledad, en el aislamiento. Pero de aquí en más, es posible que hable menos en las entrevistas que me esperan y que me limite a enseñar la foto que lo dice todo, la de los jóvenes amantes de Mantua, la de aquellos que se abrazaron hasta el último instante, proporcionándose la tibieza del amor que ya habían conocido en el segundo inicial de sus vidas, al descansar sobre el pecho de sus madres y recibir el primer abrazo.
