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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Las increíbles aventuras de Michael Chabon

El otro día dije que me moría de ganas de leer la nueva novela de Michael Chabon, The Yiddish Policemen’s Union. Chabon es el escritor de The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, un relato que recrea la América que hizo posible la creación de los superhéroes de historieta. (Novela por la que ganó el Pulitzer, dicho sea de paso.) Chabon escribió también Wonder Boys, que quizás sea más popular debido a la adaptación al cine que dirigió Curtis Hanson, con Michael Douglas y Tobey Maguire. Y contribuyó con el guión de Spider-Man 2. (Debe ser eso lo que le falta a Spider-Man 3: Michael Chabon.) En los últimos años escribió una nouvelle con un viejo Sherlock Holmes como protagonista y se embarcó en lo que define como “un serial lleno de combates con espada, escapes por un pelo, caballos, elefantes y ejércitos” para The New York Times Magazine. El hombre se atreve a meterse con los géneros. ¡Y lo premian por ello!

The Yiddish Policemen’s Union mezcla varias tradiciones literarias. En algún sentido es un policial negro como los de antes, con un detective abocado a la resolución de un misterio. (En una entrevista otorgada a Entertainment Weekly, Chabon habla del placer que le produce leer a Chandler, Hammett y Ross McDonald: “En sus libros el enigma nunca es lo más importante… Es la voz, la prosa”.) Pero la novela es al mismo tiempo una ucronía, al estilo de El hombre en el castillo de Philip K. Dick: en lugar de dar por hecha la creación del Estado de Israel en 1948, Chabon imagina que el grueso de los judíos desplazados por la Segunda Guerra fueron a parar a un lugar de Alaska. Como suele ocurrir, las historias más disparatadas tienen raíz en lo real. A la hora de concebir la novela, Chabon se inspiró en un plan para instalar a los judíos en Alaska que existió en verdad en las primeras décadas del siglo XX.

En la entrevista, Chabon compara su opción con los géneros con una liberación. “El asunto siempre había estado ahí, existen gangsters en mi primera novela, The Mysteries of Pittsburgh. Pero el proceso de escritura de Kavalier & Clay me hizo entender cuánto amo los géneros, y me reveló que no debo avergonzarme de ello. El mundo está lleno de gran literatura que además es género. ¡Nadie dice que uno no pueda tenerlo todo en un mismo libro!” El editor de Chabon en Harper Collins, Jonatham Burnham, suscribe la intención: “Dickens y Thackeray no tenían miedo en abrevar en la ficción popular: la historia detectivesca, el melodrama, el gótico. Usaban esos elementos para crear una ficción única, y en algún sentido Michael apuesta a lo mismo”.

Cuando lea The Yiddish Policemen’s Union les cuento. Mi cabeza se me adelanta, ya está imaginándose la adaptación al cine; huele a hermanos Coen de aquí a la China. Una mezcla entre Fargo y Yentl…

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10 de mayo de 2007
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Encuentros cercanos

El lunes terminó la Feria del Libro de Buenos Aires, batiendo récords de convocatoria y de ventas. La feria nunca deja de ser lo que los argentinos llamamos un cambalache: mezcla de mercado y de templo consagrado a la poesía, de tribuna en que se defiende el valor del objeto libro y de vidriera para la exhibición de vanidades. Horacio González contó en Página 12 que mientras Arturo Carrera homenajeaba a Oliverio Girondo ante 20 personas, una multitud se agolpaba para ver a una de las participantes de Gran Hermano. Sin embargo los que amamos los libros perdonamos a la feria año tras año: la ilusión de que alguien pueda encontrar allí un relato que le cambie la vida (¿acaso no fuimos nosotros ese niño algunos años atrás, algunas ferias atrás?), hace que le renovemos el crédito cada vez.

Más allá de la frivolidad (a la frase cualquiera escribe un libro habría que agregarle una partícula que le otorgue precisión: cualquiera que aparece en TV escribe un libro), siempre ocurren cosas que valen la pena. El mismo lunes hubo un panel que logró llenar la Sala Lugones, aun en ausencia de los participantes de Gran Hermano. Roxana Morduchowicz, del Ministerio de Educación de la Nación, difundió allí los resultados de una encuesta realizada durante el 2006 entre los niños y adolescentes que participaron del programa Escuela y medios, que creó y dirigió. Para hablar del asunto convocó a Juan José Campanella, director de El hijo de la novia y de la miniserie Vientos de agua, y a Tristán Bauer, director de Iluminados por el fuego y responsable de la señal televisiva del Ministerio de Educación, un canal de cable llamado Encuentros.

Entre otros resultados, la encuesta mostró que los chicos viven pegados a la TV, aun cuando -¡paradójicamente!- no tienen programas favoritos: la dejan de fondo durante un promedio de tres horas diarias, seguramente a modo de ruido o de arrullo. Campanella señaló que el prime time se especializa hoy en el tipo de programas que tornan innecesario que el espectador se concentre: tanto Gran Hermano como Bailando por un sueño –que de lunes a viernes se reparten la mayoría del rating- le permiten a uno desarrollar infinidad de tareas paralelas, regresando a la pantalla sólo de tanto en tanto, cuando ocurre algo que al fin reclama su atención. (El lunes en la noche, por ejemplo, Marcelo Tinelli efectuó un paréntesis en Bailando para conversar con un Maradona recién salido de la clínica neuropsiquiátrica.) Al mismo tiempo, los encuestados confesaron su predilección por el cine y su prescindencia respecto de las películas nacionales. He aquí otra paradoja, que también destacó Campanella: la mayor parte de los filmes nacionales son dirigidos y actuados por gente joven, y sin embargo su narrativa resulta vieja, al apelar a una sensibilidad que podríamos definir como de festival internacional. Abandonados por quienes deberían ser sus voceros, o por lo menos sus referentes naturales, los jóvenes no tienen más remedio que consumir las ubicuas Narnias y Harry Potters de turno.

Como en tantas otras áreas de la vida, aquí también se impone la dinámica del negocio. La compulsión de maximizar las ganancias hace que la TV abierta apele al mínimo común denominador, potenciando el circo y retaceando el pan. Para la gente que no se atreve a apagar la TV ni tiene la opción del cable, la programación del horario central equivale a la ordalía del documental Super Size Me: es como vivir con una dieta excluyente a base de Coca Cola y hamburguesas de McDonald’s, llena la panza mientras destruye la salud. Sería imprescindible diversificar la dieta, pero en este presente de competencia salvaje, ¿quién puede convencer a los programadores de correr el riesgo de perder dinero, poniendo en peligro su puesto de trabajo?

Habrá que confiar en la difusión del cable. Yo no me había enterado siquiera de la existencia del canal Encuentros hasta que una de mis hijas, que por cierto no tiene nada de ratón de biblioteca, me habló de él en términos elogiosísimos.

Tal como se ve, no todo está perdido.

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9 de mayo de 2007
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La vida privada de los superhéroes

Marcelo Piñeyro se mofó de mí el jueves, al preguntarme si ya había corrido a comprar entradas para Spider-Man 3. Es que me sabe fanático de las historietas en general, y de los superhéroes en particular. Le respondí que no –vi la peli recién el domingo: es más bien floja, con algunos momentos que me dieron ganas de salir corriendo-, explicando que si bien la historieta de Stan Lee me gustaba mucho, las primeras dos adaptaciones de Sam Raimi no me habían convencido del todo. No es que estén mal, pero… Creo que uno de los motivos que me impulsó a ver la tercera fue el haber leído, en la crítica de un medio importante, que por primera vez las partes en que Spider-Man trabaja de Spider-Man parecían reales. Les informo: no es verdad. Siguen pareciendo un dibujo animado. Movimiento frenético, montaje ídem, cero verosimilitud. Para eso me quedo con los dibujitos animados de Spidey que veía cuando niño. Que por lo demás deben haber costado dos pesos, en lugar de los 800 millones de dólares que hicieron de Spider-Man 3 la peli más cara –más estúpida, más inexplicablemente cara- de la historia del cine.

Mientras me defendía de la sorna de Piñeyro, descubrí algo respecto de mi amor por los superhéroes. En realidad lo que me seduce no son tanto los poderes en sí mismos (el casi imbatible Superman, por ejemplo, me deja frío), ni el traje que adoptan, sino más bien el drama que los funda y define. Lo que me fascinaba de la historieta de Stan Lee que leía de pequeño, más aún que las habilidades de Spider-Man –que para qué negarlo, me resultan encantadoras-, eran sus dificultades para encontrar un equilibrio entre sus dos trabajos y su vida privada. El pobre Peter Parker andaba todo el tiempo tironeado entre su labor de fotógrafo free lance, su demandante tarea de superhéroe y los reclamos de su tía May –que además es cardíaca, y no está para sustos- y de su novia Mary Jane Watson. Pionero del multitasking, Peter Parker vivía al filo de matar a su tía de un infarto, de ganarse el despido de parte de su editor J. Jonah Jameson y de que Mary Jane le colgase la galleta definitivamente. Y eso, superhéroe o no, no es vida.

En otros tiempos, la vida pública estaba por completo separada de la intimidad. Los héroes no tenían nada que pudiese denominarse vida privada, más allá de algún amor imposible que tenía la funcionalidad de atizar el fuego de su romanticismo. Se debían a una causa de valor indiscutible, y por ello sus amadas se abstenían de regañarles por la ausencia del hogar. (El revisionismo de la película Robin and Marian, de Richard Lester, no hace más que confirmar la regla.) Ahora el juego cambió con la omnipresencia de los medios, que han convertido lo privado en lo público. Si Batman existiese, las cadenas de TV le ofrecerían millonadas para instalar un Gran Hermano dentro de la Baticueva.

Pero ese es otro tema. Lo que quiero decir es que, al igual que me ocurre con los personajes de otros géneros, lo que me interesa de los superhéroes es su capacidad de asimilar contradicciones: cuanto más capaces sean de encontrar un equilibrio entre las facetas contradictorias de su naturaleza, más interesantes resultarán. ¡Cuanto más flagrante sea su talón de Aquiles, más fascinante será su historia! Aunque no poseamos poderes sobrehumanos, todos tenemos áreas de la personalidad en las que somos fuertes y otras en las que somos endebles. El drama –en el sentido de género- de nuestras vidas es, por cierto, el de determinar cómo usaremos nuestras fortalezas y cómo resistiremos a nuestras debilidades para conseguir la satisfacción de los deseos más profundos.

Mientras tanto, sigo siendo fanático de la serie Héroes.

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8 de mayo de 2007
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Bienvenidos al Paradiso

Perdonen que esté más tonto de lo habitual. Es que acabo de ver Cinema Paradiso y todavía no pude bajar de la nube.

Es la primera vez que la veo, aunque pueda sonar absurdo. Padezco de un extraño mecanismo de autocensura que me aleja de cierto tipo de éxito: hablo de esos que se vuelven abrumadores, de esas obras que parecen gustarle a todo el mundo, incluidos los críticos, que por una vez ocultan las hachas con que suelen eviscerar los relatos que complacen a la gente; cuando estos éxitos ocurren, tiendo a desconfiar de las razones de sus autores y del público que los celebra y del silencio cómplice de los críticos, y me mantengo a prudente distancia (tampoco he visto El cartero, si vamos al caso) hasta que el libro o la película de marras llaman tantas veces a mi puerta que al fin me decido a espiar. Estoy seguro de que a menudo este instinto me preserva de infinidad de bodrios. Con La vida es bella no le hice caso, y mi instinto probó estar en lo correcto. En otras ocasiones, ese desplazamiento –ver o leer una obra cuando ya ha pasado de moda, cuando hablar de ella no le otorga a uno patente de inteligente o de informado, cuando incluso pocos la recuerdan- me ha deparado algunos de los mejores momentos de mi vida. Leí La insoportable levedad del ser tiempo después del boom, y la novela todavía figura en mi lista de imprescindibles. Y esta tarde de domingo, Cinema Paradiso hizo por mí lo que sólo hacen las obras imperecederas: habló en clave de mi propia vida, disipando mi angustia como el haz de luz que acaba con la tiniebla de la sala.

Para los que ya no recuerdan, o son demasiado jóvenes: Cinema Paradiso es una película italiana de 1989, que en su momento ganó infinidad de premios –incluido el Oscar al Mejor Film Extranjero. Cuenta la historia de Salvatore de Vita (nombre con sobredosis de simbolismo, por cierto), un cineasta exitoso al que un llamado telefónico que proviene de su pueblo natal, el siciliano Giancaldo, le dispara un racconto tan largo como el filme: Salvatore, a quien de niño llamaban Totó, recuerda su infancia y juventud bajo la tutela de Alfredo (Philippe Noiret), el proyeccionista del cine local, que ocupó el sitial de su padre desaparecido y le inculcó, entre otras cosas, su desaforado amor por el cine como fuente de luz y de sabiduría.

Es verdad que Cinema Paradiso parece más vieja de lo que es. Su narración es convencional, la falta de sonido directo empobrece la percepción y muchas de sus vueltas se ven venir a la legua. (Me ocurrió, por ejemplo, cuando entendí antes de tiempo quién salvaría económicamente al cine incendiado y cuál sería el contenido de la lata que Alfredo lega a Totó como herencia.) Y resulta indiscutible que el relato funciona mejor cuando Totó es niño, interpretado por el simpatiquísimo Salvatore Cascio, que cuando se vuelve adolescente. (Habría que ver en todo caso el filme original de Giuseppe Tornatore, que ha sido editado en DVD, en vez de esta versión con 40 minutos menos que se usó para su estreno internacional.) Pero aun así me llegó al corazón. Desde el comienzo mismo, cuando Totó monaguillo se duerme en plena misa y en cambio abre los ojos en el cine: la sustitución de la fe anquilosada –la de este catolicismo que se pega como una rémora al poder, con el cura que se arroga el derecho de censurar los besos de las películas- por una fe actuante y viva –la del cine, que conecta con lo sublime y nos enseña a vivir mejor-, sintetizó buena parte de mi vida en pocas escenas. Salvatore-Totó permanece fiel a la emoción que lo hizo sentir vivo desde levantaba un palmo del suelo, a pesar de las frustraciones y de los dolores que la historia le regala a manos llenas.

Cinema Paradiso apunta, pues, a una cuestión esencial. En el curso de una vida, ocurren infinidad de cosas que justifican que nos encerremos en el capullo de nuestra peor encarnación: siendo el mundo violento y salvaje como es, es fácil convencerse de que todos andan a la caza de lo que tenemos, de lo que somos y hasta de nuestra piel, y por ende de que hace falta ser egoísta, frío y cruel para sobrevivir. En cambio hay muy pocas, poquísimas cosas que encenderían la flama de lo que podría concedernos una felicidad profunda. No nos la dará nunca el dinero, ni la adulación, ni el poder, ni la sensación de haber obtenido una engañosa seguridad. En cambio –todos, hasta los más desgraciados, hemos experimentado aunque más no sea alguna vez una cosa semejante- es posible apegarse a aquellas chispas que aunque fugaces por definición, han hecho de nosotros quienes somos. La experiencia del amor real en manos de una madre, de un padre, de unos abuelos. La generosidad de un amigo, y hasta de algún extraño en la hora de la necesidad. La iluminación que llegó en un instante clave por vía de una película, de un libro, de una canción. Y la epifanía que nos revela que, a sabiendas de que hemos experimentado al menos una de estas maravillas, no hay nada mejor que vivir para producirlas en otros. A su triste, pírrica manera (porque al llegar a adulto recordaba qué quería hacer, pero nunca porqué), Salvatore-Totó me otorgó consuelo en la tarde del domingo, cuando pensaba que no existía nada más grande ni definitivo que mi dolor, cuando creí, durante un peligroso instante, que ser fiel a las cosas maravillosas de mi vida había dejado de importarme.      

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7 de mayo de 2007
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Esperando al Séptimo de Caballería

No sé ustedes, pero yo he leído novelas de género toda la vida. Ciencia ficción, aventura, terror, fantástico, policial: me gustan todos por igual. Y al paso que vamos, imagino que seguiré leyendo esta clase de relatos –o incluso releyendo, ¿por qué no?- todo el tiempo que pueda, mientras el cuerpo aguante.

Me he quedado enganchado con los géneros, presumo, porque me posibilitaron el disfrute inicial de la literatura y del cine: nuestras primeras andanzas en el territorio de la imaginación están signadas por esta clase de relatos, desde los cuentos de hadas a Julio Verne, de Batman a Stephen King, de Hans Christian Andersen a La Odisea. La mayor parte de la gente crece y evoluciona hacia otros rumbos, pero evidentemente no es mi caso. Yo he probado y probaré suerte con otras formas del relato, pero en el fondo mi corazón sigue latiendo por el primer amor. Nada me gusta más que las novelas de género. (¡Y si mezclan más de uno a la vez, todavía mejor!)

Pensaba en estas cosas leyendo El libro de los géneros de Elvio E. Gandolfo. Me lo compré por el tema, claro, pero también por el enorme respeto que le tengo a Elvio, que es uno de los pocos periodistas y críticos literarios del Río de la Plata a quien me complace leer. (También me gusta en su faceta de escritor: no se pierdan La reina de las nieves.) El libro es una recopilación de artículos y prólogos que Elvio ha ido publicando sobre la cuestión y sobre los autores del género en las últimas décadas: hay piezas sobre Philip K. Dick, los policiales negros de la Argentina, Stephen King, Frankenstein, John Carpenter y Alien, por ejemplo, y realmente vale la pena. Leyéndolo advertí hasta qué punto encuentro un alma gemela en Elvio: como él me volví fanático de la ciencia ficción en la más tierna adolescencia (gracias a Dios y a Paco Porrúa por la existencia de la colección Minotauro: Bradbury, Dick, Ballard, Lovecraft…), y como él aprendí inglés para acceder a aquellos textos que nadie editaba en español. (Uno de mis primeros libros en ese idioma fue The Silmarillion, de J. R. R. Tolkien.)

Cuando Gandolfo habla de géneros, se refiere a “lo que la mayoría de los estudios universitarios llama géneros menores: policial, ciencia ficción, terror”, distinguiéndolos de los géneros mayores: novela, poesía y ensayo, a los que prefiere denominar formas. Elvio valora los géneros porque nos rescatan como el Séptimo de Caballería “en el preciso momento en que el lector en general está por morirse de aburrimiento”. Y además señala que todo autor disruptor ha tenido firmes vínculos con géneros “menores”, mencionando como ejemplos a Cervantes, Arlt, Dostoievski, Balzac y Shakespeare. (Yo añadiría a Dickens, Conrad, Vonnegut, Amis, McEwan y Murakami, para ampliar el panorama.) Subraya el hecho de que en los Estados Unidos, “el país que prácticamente los ha creado”, la convivencia de los géneros “menores” con la gran literatura es naturalísima. (Me muero de ganas de leer la novela nueva de Michael Chabon, The Yiddish Policemen’s Union, que mezcla Chandler con el Dick de El hombre en el castillo.) Aunque me dejó con ganas de oírlo elaborar sobre las razones por las cuales los más grandes escritores de Argentina y también de Latinoamérica recurren con tanta frecuencia al género fantástico: además del mencionado Arlt están Horacio Quiroga, y Borges, y Bioy Casares, y Cortázar, y Abelardo Castillo, y García Márquez…

A veces me pregunto si todo el camino que he hecho y sigo haciendo no es una preparación para sumergirme de lleno en la novelística de género. Contrariamente a la mayoría del gremio, que aunque incursione en los géneros aspira a consagrarse como autores “de verdad”, yo sueño con despojarme de todas las pretensiones académicas para crear al menos uno de esos personajes –un Sandokán, un Corto Maltés, un Eternauta- que siguen viviendo en la imaginación de la gente aunque su creador ya no exista.

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4 de mayo de 2007
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Veo veo

Alguien tuvo la bendita idea de enviarme una copia de Invisibles. De no ser por esa persona, es probable que no la hubiese visto nunca: Invisibles es de esas películas que casi nunca llegan al estreno comercial en la Argentina. Producida por Javier Bardem, e inspirada en el trabajo de la asociación Médicos Sin Fronteras, Invisibles cuenta cinco historias reales que puso en manos de directores notables. Isabel Coixet, una de mis cineastas favoritas, habla de la silenciosa devastación del mal de Chagas, una enfermedad de pobres que tan sólo se manifiesta cuando ya es demasiado tarde. Wim Wenders deja que las historias de violencia sexual sufridas por las mujeres del Congo resuenen en sus propias voces y sean contadas por sus inquietas manos. Fernando León de Aranoa cuenta la historia de El Arca de Noé, un refugio al que los niños del norte de Uganda peregrinan cada noche, para no ser secuestrados durante el sueño y verse obligados a convertirse en soldados. Mariano Barroso habla de la forma en que la enfermedad del sueño, transmitida por la tristemente célebre mosca tse-tsé, asuela la República Centroafricana. (Al igual que en el caso del Chagas, las pocas drogas que servían para tratar el mal fueron discontinuadas por los laboratorios aduciendo razones de mercado.) Y Javier Corcuera, conocido por el documental La espalda del mundo, se centra en una comunidad colombiana que ha sido desplazada de sus tierras por el interminable conflicto armado.

            Quizás el acierto mayor pase por la utilización del concepto de la invisibilidad. Aquello de ojos que no ven, corazón que no siente. Es verdad que infinidad de situaciones de injusticia escapan de nuestras miradas, atentas tan sólo a lo próximo e inmediato: ¿cuántos de nosotros sabemos a ciencia cierta lo que está ocurriendo en cada país africano, al sur de Egipto y al norte de Sudáfrica? Pero la dificultad que entraña estar atento a todo no invalida el principio general: tendemos a ignorar aquello que no queremos ver, no sólo en el interior de nuestras propias vidas sino también en la calle que navegamos a diario. Los niños que piden comida en las esquinas, la gente que habla sola, los que duermen en los umbrales de los edificios, los que se venden por monedas. Nos gusta mirar pero no siempre toleramos ver, porque quien ve entiende, y el que entiende no tiene más remedio que actuar en consecuencia –o asumir su prescindencia respecto de la necesidad ajena. Y nadie está demasiado dispuesto a asumir que es un hijo de puta.

            Gracias Ximena Godoy, por ayudarme a ver lo invisible.

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3 de mayo de 2007
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Mi silencio me condena

¿Qué clase de pastor es aquel que entrega sus ovejas a los depredadores?

Ayer domingo, en el marco de la Feria del Libro, Horacio Verbitsky presentó Cristo vence, primer volumen de una trilogía subtitulada La Iglesia en la Argentina, un siglo de historia política (1894-1983). El título alude a las cruces que los aviadores pintaron en las alas de sus naves, con una “V” por debajo, antes de bombardear la plaza de Mayo en el intento de derrocar al entonces presidente Perón. (Lo lograron. También asesinaron a infinidad de inocentes en el proceso. Cristo ¿venció?) La intención de la trilogía es simple, aunque supone una tarea titánica: demostrar hasta qué punto es imposible entender cabalmente la historia argentina del siglo XX sin tener en cuenta cada uno de los movimientos de la Iglesia local.

Flanqueado por el historiador Felipe Pigna y el sociólogo Fortunato Mallimaci, Verbitsky recreó ante una multitud el lento proceso de gestación del libro. Recordó que al entrevistarlo a mediados de los 90, el oficial naval Adolfo Scilingo le contó que los aviadores arrojaron personas al mar durante los ’70 en la certeza de que la jerarquía eclesiástica había bendecido el método, calificándolo de “forma cristiana y poco violenta” de dispensar la muerte. Detalló las dificultades para realizar su investigación, dado que la Conferencia Episcopal le negó acceso a sus archivos alegando que no existían. (Con su proverbial humor, Horacio dijo haber sacado patente de agente secreto al conseguir consultarlos de todos modos. Y remató la broma mostrándose confiado en que la jerarquía no se molestaría por su infidencia: a fin de cuentas, tan sólo hurgó en cajones que para el purpurado son inexistentes.) Y mencionó los hechos que demuestran hasta qué punto la Iglesia católica aquí conserva un sitial de poder que no tiene parangón en Latinoamérica –ni siquiera en aquellos países más conservadores que el nuestro.

El Estado argentino todavía es un estado confesional: sigue unido por ley constitucional a la Iglesia católica, apostólica y romana. Las escuelas católicas son subvencionadas por el Estado. (Parcialmente, aunque el Episcopado no cesa de reclamar para que se las subvencione por completo, de modo que el alumno pueda asistir de manera gratuita.) El clero todo recibe dinero público, con virtuales sueldos para los obispos que superan los $ 7000 mensuales (una cifra que no se diferencia de la que gana el Presidente de la República) y que no bajan de los $ 5000 una vez que se retiran, en un país donde los jubilados que llegan a los $ 700 mensuales son privilegiados. (Los obispos tampoco hacen aportes jubilatorios ni pagan impuestos.) Envalentonada por privilegios a los que a esta altura considera intocables, la jerarquía no deja de entrometerse en la vida política del país y en la intimidad de cada ciudadano, católico o no. No hace tanto que el obispo castrense Domingo Baseotto declaró que, por su defensa del control de la natalidad, el Ministro de Salud Ginés García merecía ser arrojado al mar (¡otra vez la metodología dilecta!) con una piedra al cuello.

  Terminada la charla, Verbitsky se enfrentó a una kilométrica fila de gente que ansiaba que firmase su libro. Se le veía contento. Yo aproveché para comprarme un libro anterior que todavía no había leído, El Silencio, que se detiene en un episodio que seguramente Horacio retomará en el volumen final de su trilogía. Es una historia estremecedora, aun para aquellos que sabemos hasta qué punto la jererquía eclesial colaboró con el genocidio de los ’70, señalando y entregando incluso a muchos de los suyos. Cuando la Comisión Internamericana de Derechos Humanos visitó en el 79 la Escuela de Mecánica de la Armada –donde, se decía, funcionaba uno de los más grandes campos de concentración de la dictadura-, no encontró nada extraño. No había detenidos, no había instalaciones carcelarias. El medio centenar de desaparecidos que seguía alojado en la ESMA hasta ese momento había sido desplazado hacia otro escondite temporario: una isla del Tigre que era el lugar de recreo del Arzobispo de Buenos Aires. El nombre de la isla es revelador: se llama El Silencio.

A casi veinte años de ese hecho de inexcusable complicidad, el silencio que el Episcopado sigue manteniendo respecto de su asociación con criminales no hace otra cosa que condenarlo.

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30 de abril de 2007
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Ansiedad

El relato de Roncagliolo sobre el chico que le endosaba un original de 700 páginas para que leyese me dejó pensando. Es verdad que el hecho de estar de este lado de una barrera imaginaria hace que los inéditos piensen que los éditos podemos hacer algo por ellos. (Claro que podemos. Todo lo que hace falta son dos requisitos: que consideremos que el texto que nos entregan es bueno de verdad, y que nosotros, los éditos, seamos generosos.) Por supuesto, a menudo el tiempo y la oportunidad juegan su parte. Supongo que si algunos autores populares leyesen cada inédito que les llega, se quedarían sin horas para dedicar a la vida y a su propio trabajo. Y el hecho de que alguien nos erija en jueces también es delicado: ¿cómo hace uno para decirle a un desconocido que su obra, en la que invirtió tanto esfuerzo y tantos sueños, no le gustó? ¿Qué pasa si simplemente somos inadecuados para la tarea? Si alguien me diese un texto “vanguardista” como el que recibe Santiago en su ¿fantasía?, yo sería el peor de los jueces respecto de sus méritos.

El cuidado con que los éditos –yo, bah: ¡no puedo hablar por los demás!- nos conducimos depende de que recordemos con cuánta elegancia, o no, digerimos nosotros mismos el rechazo. Lo cual me lleva al punto que motiva este texto. Más allá del tono ominoso del relato de Roncagliolo, la ansiedad del escritor que lo acosaba me recordó mi propia y muy presente ansiedad. Días atrás le envié un guión inédito a un par de personas que son importantes para mí: porque confío en su criterio, y porque sé que no vacilarían en expresarme sus objeciones en caso de que las hubiese. Leyendo el texto de Santiago, se me ocurrió que era necesario decir que los inéditos no son los únicos en sentir ansiedad cuando esperan que alguien –amado, o cuanto menos respetado- juzgue su obra. Con cada libro nuevo, con cada guión nuevo, la experiencia se repite en mí. Cada hora sin que suene el llamado es un suplicio. Cada día sin respuesta, una pequeña muerte. Cada semana sin la noticia esperada, una temporada en el infierno. (Aguante Benedicto.)

No creo que exista autor alguno, por popular y/o respetado que sea, que no tiemble un poco cada vez que entrega su original a amigos, maestros y potencial editor, y luego el texto publicado a la prensa y al público. Nadie está tan convencido de la dimensión de su talento para pasar por completo de las reacciones que su obra dispara. Todos escribimos para que nos digan algo, quien sea, lo que sea: ¡esa reacción es la única prueba de nuestra existencia que consideramos válida!

Yo sé muy bien lo que siente el ¿imaginario? acosador de Santiago en su angustiada espera. Todos hemos sido él, en algún momento. Y lo que es todavía más importante: todos lo seguiremos siendo.

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27 de abril de 2007
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El perfume de la aventura

Pablo de Santis y yo fuimos a la misma escuela, el Colegio Marianista de Buenos Aires. (Aznar fue alumno de los Marianistas en España, lo cual nos pone en situación difícil: deberíamos escribir un nuevo Ulysses y acabar con el hambre del mundo para reivindicar a la congregación de semejante mácula.) En parte por el recuerdo, y además porque no cambió nada en estos años, imagino que si Pablo se pusiese hoy el blazer y la corbata podría mezclarse entre la estudiantina sin que lo notasen. Su aspecto de Dorian Grey ayuda a que olvide que se ha convertido en un hombre grande –y en todo un escritor.

Autor de El palacio de la noche y de La traducción, Pablo acaba de ganar el flamante premio Planeta-Casa de América con un relato llamado Enigma en París. Basta leer en los medios las líneas que consignan la trama de esta novela –una convención de detectives que se reúne en la Ciudad Luz a fines del siglo XIX, cuando la Torre Eiffel todavía estaba en obras- para entender que Pablo lo ha hecho otra vez, encendiendo esa maquinaria narrativa que es su marca de fábrica. En este tiempo tan peculiar, en que tantos escritores destruyen la literatura desde adentro al reinvindicarla como un coto de caza privado o un privilegio privativo de su clase, Pablo de Santis apuesta al relato que todo lo transforma –empezando por el escritor mismo. Amante por igual de las tramas librescas de Borges y de las peripecias de los héroes de H. G. Oesterheld, lo que Pablo persigue cuando escribe es el perfume de la aventura.

El premio recibido es para mí una muy buena noticia. Todavía la estoy saboreando cuando me entero de que la Cámara en lo Criminal Federal declaró esta mañana la inconstitucionalidad de los indultos que Menem concedió graciosamente a los genocidas Videla, Massera y compañía.

Dos tiros para el lado de la justicia. A esto lo llamo yo un buen día.

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26 de abril de 2007
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Adiós a la amiga

Durante más de quince años, Prime Suspect fue lo más parecido a una experiencia religiosa que experimenté como televidente. Creada por Lynda La Plante para Granada TV, Prime Suspect debutó en 1991 dándole una vuelta de tuerca a un género visitado hasta el cansancio: ¿qué pasaría si una división de homicidios de la policía londinense, masculina por composición y tradición, quedase al mando de una mujer? Para tolerar las resistencias del medio y salir airosa de su trabajo, esta mujer no tenía otro remedio que ser formidable. La Plante puso en juego todo su talento para que el personaje de marras, la inspectora Jane Tennison, lo fuese. Lo que no pudo haber previsto fue que encontraría una intérprete a la altura de sus sueños: la actriz Helen Mirren, que hoy se ha vuelto popular gracias al Oscar obtenido por The Queen pero que para muchos ya era una reina desde que vimos Prime Suspect por primera vez.

Recuerdo lo que pensé entonces: que Prime Suspect era algo que estábamos en condiciones de hacer incluso aquí, en América Latina. Se trataba de una puesta simple, filmada en su mayoría en escenarios reales. Pero claro, existían unas pocas pero irremontables salvedades. Para empezar, el género: a la luz de la experiencia de las últimas décadas, en América Latina en general y en Argentina en particular nos resulta inverosímil la figura del policía decente. Otra de las dificultades la presentaban los guiones. Aun cuando a simple vista Prime Suspect parezca un policial más, la complejidad de sus tramas y la sutileza con que imbrica cada hilo es algo que sólo puede concebir un artista superior. La Plante marcó la cota en las temporadas 1 y 3, después hubo otros guionistas que siguieron en sus pasos con mayor o menor suerte.

Para empezar, los casos estaban llenos de inquietantes resonancias sociales. En Prime Suspect 1, mientras Tennison trataba de hacer pie en ese mundo despiadadamente masculino debía lidiar con un asesino serial de mujeres que era protegido por su propia esposa, remarcando la complicidad que el mismo género femenino presta, en determinadas circunstancias, a la perpetuación del mismo abuso del que son víctimas. En Prime Suspect II la lente se posaba sobre el racismo de la sociedad inglesa: las consecuencias del prejuicio se veían entonces en la calle, pero también en el seno de la institución policial. En Prime Suspect III el caso exponía los abusos que los adolescentes de un internado oficial sufrían a manos del director del establecimiento… y hasta de un alto mando de la policía. Las líneas de investigación siempre resonaban dentro de la división de homicidios, un microcosmos en el cual las tensiones sociales se viven corregidas y aumentadas: el prejuicio respecto de las mujeres, la homofobia, el desprecio dirigido a los inmigrantes. Y mientras el guiso se cuece y se espesa a cada minuto, Tennison hace malabares con los ingredientes de su vida privada: los manejos políticos para ascender en el escalafón, su dificultad para sostener relaciones amorosas estables y hasta la marcha imparable del reloj. En el capítulo The Lost Child, Tennison busca pruebas para acusar a una madre por el asesinato de sus propios hijos, al tiempo que es consciente de haber programado la interrupción de un embarazo que no deseaba. Por supuesto, en el instante final del capítulo Tennison acude de todas formas a la cita hospitalaria; Prime Suspect nunca hizo concesión alguna a los buenos sentimientos del espectador, y mucho menos a su necesidad de happy endings.

El otro elemento irrepetible de la miniserie es, por supuesto, Helen Mirren. No se trata tan sólo de que no exista una Mirren argentina, o latina: tampoco existe alguien que se le compare en los Estados Unidos, o en España, o en Francia. (Ni siquiera Meryl Streep, que es lo más parecido que Hollywood tiene al talento y la profundidad de Mirren, saldría airosa en el papel de Tennison.) Lo que esa mujer puede hacer sentada en una silla dentro de un cuarto sin ventanas, es algo que todo el dinero y la tecnología del mundo no suplirán jamás. Por eso la visión de Prime Suspect 7: The Final Act, que la versión latina de HBO terminó de emitir este lunes, produce una sensación de pérdida sólo parangonable a la experiencia real. Después de más de quince años, y al término de siete ciclos, este cierre de Prime Suspect se parece a la dolorosa despedida de un ser a quien hemos conocido íntimamente. Con el apoyo de su producción, de guiones y de elenco igualmente magníficos, Mirren no se limitó a intepretar a Tennison: fue Tennison, convenciéndonos de que estábamos siendo testigos de algo mucho más interesante y conmovedor que la mejor obra de arte, esto es una vida humana. Para decirlo mediante paráfrasis: quien ve Prime Suspect conoce a una mujer. Inteligentísima y necia, sensible y fría, sagaz y torpe a la vez. Siempre triste, solitaria –y ahora también final.

Ha sido un viaje incomparable, por el que siempre estaré agradecido.

Cuando sea grande, me gustaría hacer algo tan maravilloso como Prime Suspect.

Moriría por trabajar con Helen Mirren.

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25 de abril de 2007
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El Boomeran(g)
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