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Bienvenidos al Paradiso

Por 7 de mayo de 2007 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Perdonen que esté más tonto de lo habitual. Es que acabo de ver Cinema Paradiso y todavía no pude bajar de la nube.

Es la primera vez que la veo, aunque pueda sonar absurdo. Padezco de un extraño mecanismo de autocensura que me aleja de cierto tipo de éxito: hablo de esos que se vuelven abrumadores, de esas obras que parecen gustarle a todo el mundo, incluidos los críticos, que por una vez ocultan las hachas con que suelen eviscerar los relatos que complacen a la gente; cuando estos éxitos ocurren, tiendo a desconfiar de las razones de sus autores y del público que los celebra y del silencio cómplice de los críticos, y me mantengo a prudente distancia (tampoco he visto El cartero, si vamos al caso) hasta que el libro o la película de marras llaman tantas veces a mi puerta que al fin me decido a espiar. Estoy seguro de que a menudo este instinto me preserva de infinidad de bodrios. Con La vida es bella no le hice caso, y mi instinto probó estar en lo correcto. En otras ocasiones, ese desplazamiento –ver o leer una obra cuando ya ha pasado de moda, cuando hablar de ella no le otorga a uno patente de inteligente o de informado, cuando incluso pocos la recuerdan- me ha deparado algunos de los mejores momentos de mi vida. Leí La insoportable levedad del ser tiempo después del boom, y la novela todavía figura en mi lista de imprescindibles. Y esta tarde de domingo, Cinema Paradiso hizo por mí lo que sólo hacen las obras imperecederas: habló en clave de mi propia vida, disipando mi angustia como el haz de luz que acaba con la tiniebla de la sala.

Para los que ya no recuerdan, o son demasiado jóvenes: Cinema Paradiso es una película italiana de 1989, que en su momento ganó infinidad de premios –incluido el Oscar al Mejor Film Extranjero. Cuenta la historia de Salvatore de Vita (nombre con sobredosis de simbolismo, por cierto), un cineasta exitoso al que un llamado telefónico que proviene de su pueblo natal, el siciliano Giancaldo, le dispara un racconto tan largo como el filme: Salvatore, a quien de niño llamaban Totó, recuerda su infancia y juventud bajo la tutela de Alfredo (Philippe Noiret), el proyeccionista del cine local, que ocupó el sitial de su padre desaparecido y le inculcó, entre otras cosas, su desaforado amor por el cine como fuente de luz y de sabiduría.

Es verdad que Cinema Paradiso parece más vieja de lo que es. Su narración es convencional, la falta de sonido directo empobrece la percepción y muchas de sus vueltas se ven venir a la legua. (Me ocurrió, por ejemplo, cuando entendí antes de tiempo quién salvaría económicamente al cine incendiado y cuál sería el contenido de la lata que Alfredo lega a Totó como herencia.) Y resulta indiscutible que el relato funciona mejor cuando Totó es niño, interpretado por el simpatiquísimo Salvatore Cascio, que cuando se vuelve adolescente. (Habría que ver en todo caso el filme original de Giuseppe Tornatore, que ha sido editado en DVD, en vez de esta versión con 40 minutos menos que se usó para su estreno internacional.) Pero aun así me llegó al corazón. Desde el comienzo mismo, cuando Totó monaguillo se duerme en plena misa y en cambio abre los ojos en el cine: la sustitución de la fe anquilosada –la de este catolicismo que se pega como una rémora al poder, con el cura que se arroga el derecho de censurar los besos de las películas- por una fe actuante y viva –la del cine, que conecta con lo sublime y nos enseña a vivir mejor-, sintetizó buena parte de mi vida en pocas escenas. Salvatore-Totó permanece fiel a la emoción que lo hizo sentir vivo desde levantaba un palmo del suelo, a pesar de las frustraciones y de los dolores que la historia le regala a manos llenas.

Cinema Paradiso apunta, pues, a una cuestión esencial. En el curso de una vida, ocurren infinidad de cosas que justifican que nos encerremos en el capullo de nuestra peor encarnación: siendo el mundo violento y salvaje como es, es fácil convencerse de que todos andan a la caza de lo que tenemos, de lo que somos y hasta de nuestra piel, y por ende de que hace falta ser egoísta, frío y cruel para sobrevivir. En cambio hay muy pocas, poquísimas cosas que encenderían la flama de lo que podría concedernos una felicidad profunda. No nos la dará nunca el dinero, ni la adulación, ni el poder, ni la sensación de haber obtenido una engañosa seguridad. En cambio –todos, hasta los más desgraciados, hemos experimentado aunque más no sea alguna vez una cosa semejante- es posible apegarse a aquellas chispas que aunque fugaces por definición, han hecho de nosotros quienes somos. La experiencia del amor real en manos de una madre, de un padre, de unos abuelos. La generosidad de un amigo, y hasta de algún extraño en la hora de la necesidad. La iluminación que llegó en un instante clave por vía de una película, de un libro, de una canción. Y la epifanía que nos revela que, a sabiendas de que hemos experimentado al menos una de estas maravillas, no hay nada mejor que vivir para producirlas en otros. A su triste, pírrica manera (porque al llegar a adulto recordaba qué quería hacer, pero nunca porqué), Salvatore-Totó me otorgó consuelo en la tarde del domingo, cuando pensaba que no existía nada más grande ni definitivo que mi dolor, cuando creí, durante un peligroso instante, que ser fiel a las cosas maravillosas de mi vida había dejado de importarme.      

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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