Marcelo Figueras
Alguien tuvo la bendita idea de enviarme una copia de Invisibles. De no ser por esa persona, es probable que no la hubiese visto nunca: Invisibles es de esas películas que casi nunca llegan al estreno comercial en la Argentina. Producida por Javier Bardem, e inspirada en el trabajo de la asociación Médicos Sin Fronteras, Invisibles cuenta cinco historias reales que puso en manos de directores notables. Isabel Coixet, una de mis cineastas favoritas, habla de la silenciosa devastación del mal de Chagas, una enfermedad de pobres que tan sólo se manifiesta cuando ya es demasiado tarde. Wim Wenders deja que las historias de violencia sexual sufridas por las mujeres del Congo resuenen en sus propias voces y sean contadas por sus inquietas manos. Fernando León de Aranoa cuenta la historia de El Arca de Noé, un refugio al que los niños del norte de Uganda peregrinan cada noche, para no ser secuestrados durante el sueño y verse obligados a convertirse en soldados. Mariano Barroso habla de la forma en que la enfermedad del sueño, transmitida por la tristemente célebre mosca tse-tsé, asuela la República Centroafricana. (Al igual que en el caso del Chagas, las pocas drogas que servían para tratar el mal fueron discontinuadas por los laboratorios aduciendo razones de mercado.) Y Javier Corcuera, conocido por el documental La espalda del mundo, se centra en una comunidad colombiana que ha sido desplazada de sus tierras por el interminable conflicto armado.
Quizás el acierto mayor pase por la utilización del concepto de la invisibilidad. Aquello de ojos que no ven, corazón que no siente. Es verdad que infinidad de situaciones de injusticia escapan de nuestras miradas, atentas tan sólo a lo próximo e inmediato: ¿cuántos de nosotros sabemos a ciencia cierta lo que está ocurriendo en cada país africano, al sur de Egipto y al norte de Sudáfrica? Pero la dificultad que entraña estar atento a todo no invalida el principio general: tendemos a ignorar aquello que no queremos ver, no sólo en el interior de nuestras propias vidas sino también en la calle que navegamos a diario. Los niños que piden comida en las esquinas, la gente que habla sola, los que duermen en los umbrales de los edificios, los que se venden por monedas. Nos gusta mirar pero no siempre toleramos ver, porque quien ve entiende, y el que entiende no tiene más remedio que actuar en consecuencia –o asumir su prescindencia respecto de la necesidad ajena. Y nadie está demasiado dispuesto a asumir que es un hijo de puta.
Gracias Ximena Godoy, por ayudarme a ver lo invisible.