Jean-François Fogel
La fecha: 2 de mayo del 2007. El lugar: un estudio de televisión. Los protagonistas: los dos candidatos para la segunda vuelta de la elección presidencial. El evento: un debate. Francia, en la búsqueda de su próximo presidente, dedicó su tarde del miércoles a seguir un confuso encuentro entre Ségolène Royal y Nicolas Sarkozy. Fueron más de dos horas malas, aburridas. Una batalla de datos, mala fe, sospechas mutuas. Sarkozy, que tiene una retórica racional enfrentaba la vitalidad de una Royal escondida en el desorden. Al final, mucho ruido y pocas nueces. Pero los franceses tenían el rito imprescindible de su vida pública. Un ejercicio fuera del tiempo: el encuentro de dos personas.
Vivimos en una época que acumula los dispositivos para eludir a la conversación cara a cara. El correo electrónico, el mensaje instantáneo, el vídeo-juego interactivo y todos los dispositivos para oír o ver músicas o películas sólo son “conversation avoidance device” como dice Stephen Miller en un libro, Conversation (Yale University Press) que tuvo su gloria en 2006. La idea central del libro es sencilla: la era de la conversación se acaba. Dentro de poco tendremos no el silencio sino el ruido generalizado de la comunicación múltiple y simultánea.
Con esa problemática se puede entender la pasión de los franceses para su debate de la elección presidencial. Es un ejercicio que les vincula su historia y su cultura. Francia desde el siglo XVI hasta la revolución de 1789, fue el paraíso del arte de la conversación. El debate, bajo el ojo de cíclope de la televisión es una forma trivial, frívola de lo que se practicaba en los círculos de la aristocracia y entre los pensadores del Siglo de las Luces. El gran libro sobre esta etapa de la historia francesa es italiano: La civilta della conversazione de Benedetta Cravieri. Cuenta cómo un arte colectivo consiguió producir una literatura, una filosofía y, sobre todo, una convivencia. Era una lucha donde el vencedor tenía que dominarse. “Il est dangeureux de vouloir toujours être le maître de la conversation et de pousser trop loin une bonne raison quand on l’a trouvée” (es peligroso mandar siempre en la conversación y utilizar un argumento de manera excesiva) explicaba La Rochefoucauld. La conversación tenía algo de íntimo y feliz en la época de los reyes; se transforma en elocuencia pública con la revolución.
Fue lo insoportable del debate (en realidad dos monólogos cargados de desprecio mutuo y callado) entre Royal y Sarkozy. Toda la tarde demostraba la validez de la tesis de Alexis de Tocqueville, el sublime politólogo: la revolución francesa habla de libertad, igualdad y fraternidad, pero en realidad es un retorno al absolutismo de Luis XIV en una versión barata y brutal al servicio del Estado, soberano más frío que un rey. El debate a la francesa es una pobre supervivencia de un arte reconvertido en instrumento de promoción política. Me cabe mejor la tertulia del mundo hispanohablante. Puede ser brutal también, y lleno de mala fe, pero nadie pone las palabras al servicio de un ser abstracto. En la sombra del Estado, tal como lo conciben los franceses, no hay conversación.