Vicente Verdú
El domingo pasado en el estadio Martínez Valero de Elche se guardó un minuto de silencio antes del partido en memoria de un empleado muerto a los 79 años, 65 de los cuales los había pasado vinculado al club mediante la notable tarea de pintar las rayas del campo. Era incalculable el número de encuentros y no se diga de peripecias registradas dentro del marco que dibujaba en cada acontecer la habilidad de este obrero, más fiel que cualquier aficionado, más adepto que todo jugador o entrenador, más presente por su trabajo que cualquiera de los grandes o pequeños nombres que componen el historial del Elche C. de F. Los asistentes nos pusimos de pie con una reverencia extraordinaria mientras contemplábamos las líneas de cal que lucían ante nuestros ojos como el homenaje más patente y directo. Mientras que él había desaparecido el rectángulo de juego era testigo de su continuada presencia. Y ni siquiera se trataba de una metáfora. Sus hijos son ahora los inmediatos reponsables del trazado y para más adelante han sido designados sus nietos. ¿Puede imaginarse, en esta época fementida, un legado más sagrado y radical?