Marcelo Figueras
El relato de Roncagliolo sobre el chico que le endosaba un original de 700 páginas para que leyese me dejó pensando. Es verdad que el hecho de estar de este lado de una barrera imaginaria hace que los inéditos piensen que los éditos podemos hacer algo por ellos. (Claro que podemos. Todo lo que hace falta son dos requisitos: que consideremos que el texto que nos entregan es bueno de verdad, y que nosotros, los éditos, seamos generosos.) Por supuesto, a menudo el tiempo y la oportunidad juegan su parte. Supongo que si algunos autores populares leyesen cada inédito que les llega, se quedarían sin horas para dedicar a la vida y a su propio trabajo. Y el hecho de que alguien nos erija en jueces también es delicado: ¿cómo hace uno para decirle a un desconocido que su obra, en la que invirtió tanto esfuerzo y tantos sueños, no le gustó? ¿Qué pasa si simplemente somos inadecuados para la tarea? Si alguien me diese un texto “vanguardista” como el que recibe Santiago en su ¿fantasía?, yo sería el peor de los jueces respecto de sus méritos.
El cuidado con que los éditos –yo, bah: ¡no puedo hablar por los demás!- nos conducimos depende de que recordemos con cuánta elegancia, o no, digerimos nosotros mismos el rechazo. Lo cual me lleva al punto que motiva este texto. Más allá del tono ominoso del relato de Roncagliolo, la ansiedad del escritor que lo acosaba me recordó mi propia y muy presente ansiedad. Días atrás le envié un guión inédito a un par de personas que son importantes para mí: porque confío en su criterio, y porque sé que no vacilarían en expresarme sus objeciones en caso de que las hubiese. Leyendo el texto de Santiago, se me ocurrió que era necesario decir que los inéditos no son los únicos en sentir ansiedad cuando esperan que alguien –amado, o cuanto menos respetado- juzgue su obra. Con cada libro nuevo, con cada guión nuevo, la experiencia se repite en mí. Cada hora sin que suene el llamado es un suplicio. Cada día sin respuesta, una pequeña muerte. Cada semana sin la noticia esperada, una temporada en el infierno. (Aguante Benedicto.)
No creo que exista autor alguno, por popular y/o respetado que sea, que no tiemble un poco cada vez que entrega su original a amigos, maestros y potencial editor, y luego el texto publicado a la prensa y al público. Nadie está tan convencido de la dimensión de su talento para pasar por completo de las reacciones que su obra dispara. Todos escribimos para que nos digan algo, quien sea, lo que sea: ¡esa reacción es la única prueba de nuestra existencia que consideramos válida!
Yo sé muy bien lo que siente el ¿imaginario? acosador de Santiago en su angustiada espera. Todos hemos sido él, en algún momento. Y lo que es todavía más importante: todos lo seguiremos siendo.