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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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Los cincuenta años de ‘El Eternauta’

La Gran Novela Argentina sigue siendo una quimera. Me sorprende que las primeras candidatas que vienen a mi mente cuando pienso en el asunto ni siquiera sean novelas, al menos en el sentido estricto del término. Una es Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, que objetivamente es un libro de no ficción pero que puede ser leído como narrativa pura. La otra candidata es una historieta, que en estos días de septiembre cumple 50 años de su publicación: El Eternauta, escrita por Héctor G. Oesterheld y dibujada por Solano López. Juan Sasturain recordaba días atrás en Página 12 una coincidencia que no es tal: existe una versión de Operación Masacre en historieta, dibujada por… Solano López. Otra coincidencia que no es tal: tanto Walsh como Oesterheld fueron víctimas de la dictadura.

El Eternauta es en su piel un relato de ciencia ficción, al estilo puro y duro de los años 50. Narra una invasión extraterrestre, sólo que en este caso ya no desde el punto de vista de los estadounidenses –los marcianos tienen una rara tendencia a estacionar sus naves cerca de la Casa Blanca-, sino desde un grupo de personas sencillas que viven en los suburbios de Buenos Aires. Leída desde hoy, perturban sus elementos anticipatorios: la ciudad ocupada, el enemigo superior en número y en tecnología, la necesidad de organizarse para ofrecer resistencia. La creación de “la glándula del miedo”, que los invasores implantan en el cuerpo de sus soldados para asegurarse de que cumplirán órdenes ciegamente. (Durante los 70 todos los argentinos fuimos implantados. Algunos han logrado extraer la glándula con trabajo y esfuerzo pero muchos la conservan aún, es fácil darse cuenta, cuando las papas queman vuelven a actuar como corderos o como turba enloquecida que cree que hay que matar para no morir.) Y algo todavía más escalofriante: el hecho de que la esposa y la hija de Juan Salvo se conviertan en las primeras desaparecidas, al final del relato original. Salvo cree que no están muertas porque no ha encontrado sus cadáveres. (Como no se han encontrado los cadáveres de la mayoría de los desaparecidos.) Entonces las busca. Por todo el universo. Por la eternidad toda. Con el mismo empecinamiento de las Madres y de las Abuelas.

La Gran Novela Argentina debería ser una historia excepcional, que más allá de su argumento puntual ayude a narrar quiénes somos, y por qué somos de esta manera y no de otra. Hace ya medio siglo que Oesterheld y Solano López expresaron la tragedia nacional, un mal que no cesa. 

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5 de septiembre de 2007
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El insoportable encanto de releer

En estos días no leo: releo. No fue un plan que adoptase a conciencia, sino tan sólo algo que ocurrió. Me encontré hurgando en la biblioteca en busca de algunas novelas que –eso sentí- necesitaba releer mientras escribía mi propia novela. Nunca antes fue así, por lo general durante la escritura de una novela sólo logro leer textos que me aportan información para mi relato: libros de no ficción, de manera excluyente. Esta vez ocurrió distinto. Releí La insoportable levedad del ser, estoy releyendo El paciente inglés (sin duda alguna la novela que más veces he releído en mi vida de adulto) y releeré dos de los libros más románticos de Haruki Murakami: Norwegian Wood (esa a la que en español le pusieron Tokio Blues, vaya sacrilegio) y Sputnik Sweetheart.

La explicación que me doy es simple: imagino que debo estar deseando que algo de la brillantez de estos libros, por mínimo que sea, se derrame sobre lo que hago. (Pensamiento mágico, que le dicen.) Tampoco tengo dudas sobre el hilo invisible que conecta relatos y autores en apariencia tan disímiles. Todos ellos tienen un estilo depuradísimo, pero también algo más importante: una mirada sobre el fenómeno humano que derrama ternura y lirismo. Sin negar nuestros aspectos más oscuros, encuentran belleza en los gestos más pequeños, en las vidas que la Historia pasa por alto –y a menudo por encima.

Son faros, más que libros. Si todavía no están en condiciones de releerlos, por favor léanlos por primera vez. Y cuando lo hagan, permítanme envidiarlos.

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4 de septiembre de 2007
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Yo, el jurado

Ser jurado de un concurso es una experiencia terrible. (La mayor parte del tiempo.)

Acabo de debutar en esos menesteres en la ciudad de Mendoza. Después de un silencio de años, la Dirección de Cultura resucitó su concurso de poesía y cuento corto, que en otras épocas supo premiar a escritores que terminaron consagrándose como maestros. (El caso de Antonio Di Benedetto, por ejemplo. ¿Todavía no han leído Zama?) Vaya a saber qué les llevó a suponer que yo podía ser parte del jurado; vaya a saber uno qué me inspiró a decir que sí. Lo cierto es que a las pocas semanas de haber aceptado, tocaron a mi puerta con una caja llena de originales. Como las bases apuntaban a premiar no un cuento aislado sino una colección, cada una de las carpetas que tornaban la caja en un yunque tenía tres, cuatro, cinco relatos, seis…

Me sorprendió el buen nivel general. Pero en seguida me ganó la angustia. No podía dejar de preguntarme por las personas que estaban detrás de esos originales, escondidas bajo un seudónimo. ¿Cuánto habrían trabajado en cada cuento, cuánta vida, cuánta pasión habrían invertido en esas líneas? ¿Qué ilusiones estarían depositando en el concurso? ¿Se trataba de su primer intento… o de la última oportunidad que se permitían a sí mismos? Yo he estado alguna vez del otro lado, y les aseguro que he sufrido como un perro. Ahora que me tocaba estar del lado del jurado sufrí de manera diferente –aunque no con menor intensidad.

Es muy difícil aseverar que tal cuento es mejor o peor que otro cuando uno debe juzgar estilos, temas, tonos tan distintos. ¿Es mejor un buen cuento fantástico que un buen cuento realista? Creo que todos –organizadores, participantes y jurado- aceptamos las reglas del juego cuando son claras y confiables porque asumimos que el de los concursos es un mal necesario. Para un escritor novel o que está en los comienzos de su carrera, no existen muchas otras maneras de hacerse notar, de reclamar para sí la atención de los lectores saturados de oferta: un premio es una noticia, y las noticias concitan el interés de la gente –hasta de aquella que habitualmente no compra libros. En un mercado atiborrrado de ediciones que se renuevan mes tras mes, el escritor que no cuenta con el apoyo de una editorial poderosa, o de un lanzamiento que ponga a su libro en el mapa, está casi perdido. Con sus bondades y sus pegas, los premios se convierten casi el único aliado del artista emergente.

La parte reconfortante de la historia llega al final, cuando además de penar por aquellos que quedaron en el camino uno empieza a sentir la satisfacción del deber cumplido. En presencia de los textos seleccionados –fueron tres autores, en este caso; el resultado se develará en los próximos días- yo sentí alegría. Porque conocí a tres escritores de gran calidad de quienes no tenía noticia. Porque sentí que, aunque más no fuese en modesta medida, colaboraba a darles un espaldarazo que merecen. Y porque podía anticiparme a la alegría que imagino sentirán ante el reconocimiento, casi como si fuese mía. Como lector, no hay nada que agradezca más que el descubrimiento de nuevos escritores que valen la pena.

Mi paso por Mendoza fue brevísimo, pero aun así tengo mucho que agradecer. A Silvia Cicchiti, de la Dirección de Cultura, por su invitación. A Miriam Di Gerónimo y Mirta Sánchez, mis compañeras en el jurado. A Mimí y a Patricia Rodón, poeta y periodista excepcional. Mientras estaba allí me enteré de que otras localidades mendocinas también estaban lanzando concursos de poesía y de narrativa. ¿Vieron que no son sólo los malos ejemplos los que provocan imitación?

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3 de septiembre de 2007
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Escúchame entre el ruido

Lo más fácil sería decir que se debe a que estoy grande. Yo soy del tiempo en que uno compraba long-plays: discos de vinilo con lado A y B, que lo obligaban a uno a levantarse en mitad de la audición para darlos vuelta. En cambio estos son los tiempos del iPod, de bajarse los hits –y sólo los hits- directamente desde el ordenador.

Cuando yo era chico todo era analógico. Se esperaba con ansias que los padres se fuesen de casa, para subir el volumen al máximo. Uno disfrutaba si estaba solo, disfrutaba más si estaba en compañía de amigos y más aún si molestaba a los vecinos por el mismo precio. El presente es más bien un tiempo de escuchar para adentro, conectado a un par de auriculares mientras se circula por la calle o se corre alrededor de la plaza.

En materia de usos culturales no creo en la existencia de modalidades mejores o peores, tan sólo distintas. Somos adaptables por naturaleza: sin ir más lejos yo empecé escribiendo a mano, terminé mi primera novela en una Remington Rand y aquí me tienen, dándole a un ordenador y alimentando a diario la boca insaciable de un blog. Todavía no tengo un iPod pero es cuestión de tiempo; ahora que estoy al filo de un viaje la tentación reaparece y mis bolsillos tiemblan.

Extraño los discos de vinilo por pura nostalgia, porque me gustaba su tamaño y la generosidad del arte de tapa. Eran un objeto bello, los Cds son ante todo prácticos –y la disciplina del downloading los elimina por completo: la música vuelve a ser música y nada más, sin el regalo del arte gráfico, de las fotografías, de la lectura de las letras. Pero también extraño los long-plays por una razón más seria. La sucesión de ocho, doce, catorce temas constituía una narrativa en sí misma, con comienzo, desarrollo y fin. La secuencia de las canciones era un arte en sí mismo, en nada distinto al del editor de una película: a fin de cuentas se trataba de encontrar la mejor manera de contar la historia en cuestión. Además existía una tapa como ocurría con los libros, también un índice y a menudo un texto con notas y si se estaba de suerte, las letras.

Ahora todo se limita a la magia de una única canción. La escuché por ahí, me gustó y por eso la bajo a mi iPod para que se sume a la lista de canciones que elegí de la misma manera, con la misma arbitrariedad, del mismo modo aleatorio. Está claro que en último término la canción es el elemento constitutivo de cualquier long-play de música popular, los discos son en esencia una colección de canciones. Ocurre que a mí me gusta leer cuentos pero rara vez leo relatos aislados: más bien tiendo a leer colecciones de cuentos porque un cuento solo, por genial que sea, me deja sabor a poco. Si me gustó quiero leer el próximo ya, medir al autor con más cuidado, explorar su universo en profundidad. A fin de cuentas cualquiera puede dar un tiro con suerte, pero ocho o doce tiros similares ya indicarían maestría –y eso es, para ser sincero, lo que estoy buscando.

Por supuesto que una canción o un cuento tienen una narrativa en sí misma. Pero se consumen en un segundo, mientras que nosotros llevamos adelante vidas de largo aliento que se ven –creo yo, después de todo es cuestión de gustos- mejor reflejadas en las colecciones de relatos y en las novelas, en los discos completos más que en los singles, en los largometrajes antes que en los cortos.

Se me ocurrió todo esto el otro día, leyendo unas declaraciones de Ben Harper en el New York Times. “Yo soy uno de esos freaks a quienes les importa lo que la gente escribe y dice. Ni siquiera tengo un iPod. En mi banda me dicen que baje a Tierra pero yo sigo fiel a mi CD player. Ahí uno puede atender a la evolución de la obra de un músico, cosa que una canción suelta no te permite hacer”, decía Harper. Yo concuerdo.

A cada uno le gusta que le cuenten historias a su manera. Me pregunto cuál será la forma que a ustedes los satisface más.

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31 de agosto de 2007
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Una trilogía dorada

Me encantan las historias fantásticas, pero en especial cuando funcionan como espejo –deformante, pero espejo al fin- de la realidad en cuyo patio jugamos.

Philip Pullman es el autor de una trilogía llamada His Dark Materials. Las novelas individuales se llaman The Golden Compass (que alguna vez circuló como Northern Lights), The Subtle Knife y The Amber Spyglass. Aquellos que no hayan oído hablar del asunto perderán pronto su virginidad: en diciembre se estrenará con bombos y platillos la versión cinematográfica de The Golden Compass, con Nicole Kidman y Daniel Craig (esto es, el nuevo James Bond) en los roles de Mrs. Coulter y Lord Asriel.

The Golden Compass significa la puerta de acceso a un mundo muy distinto del nuestro, en el que cada persona posee un daemon –una suerte de doble con forma de animal, siempre de sexo opuesto al del individuo en cuestión-, donde se navega el aire en zeppelines y los osos polares son hábiles herreros y mejores guerreros. La protagonista de la historia es Lyra, una huérfana que vive en la Universidad de Oxford (quiero decir, en una versión alternativa del Oxford que tuvo a Pullman como alumno primero y como profesor después) y que se ve involucrada en una conspiración que la llevará a recorrer mundos paralelos de cuya existencia nada sabía.

Más allá de las diferencias, el universo de Lyra se parece al nuestro en algunas de sus características menos edificantes. La vida está regida por el Magisterio, un poder eclesial cuyos integrantes practican el fanatismo: sus procedimientos son inquisitoriales, por lo que no dudan en controlar el pensamiento de los ciudadanos y en ejercer la violencia cuando lo consideran ‘justo’. (Una publicación llamada Catholic Herald describió los libros de Pullman como “dignos de la hoguera”.) Por lo demás su gente se parece mucho a la de este universo: movida por el miedo y la ambición, ocasionalmente exhibe una chispa de grandeza que permite vislumbrar cuán maravillosos seríamos si en vez de recurrir a nuestros ‘materiales oscuros’ nos dejásemos llevar también por la luz que vive dentro nuestro.

De buscar un antecedente a His Dark Materials no habría que pensar en Tolkien ni en la saga de Harry Potter, sino en Paradise Lost de John Milton y en las visiones de William Blake. Por algo The Amber Spyglass ganó el premio Whitbread al Libro del Año, la primera vez que se otorga ese galardón a un libro cuyo público es en buena medida infantil. (“Yo escribo para mí”, dice Pullman en su portal. Si la historia que escribo resulta ser de la clase que le gusta leer a los niños, pues que así sea. Pero yo no escribo para niños: escribo libros que son leídos por niños. Algunos adultos bastante listos también los leen”.)

The Subtle Knife desequilibra al lector al iniciarse en nuestro mundo tal cual es y presentar al coprotagonista de la saga, un niño llamado Will Parry. Al igual que Lyra en su universo, Will es un niño que ha debido criarse prácticamente solo, enfrentado a situaciones que acabaron con su inocencia antes de tiempo: una madre desequilibrada, un padre ausente, un presente de violencia. En este segundo volumen la ambición de Pullman empieza a dar dividendos insospechados. Por una parte se atreve a releer la narrativa de la Salvación, iniciada por la Biblia y revisitada por Milton. Pullman se aproxima al gnosticismo, sugiriendo que el Dios al que adoramos no es el Dios verdadero sino un impostor. (¿Cuántas novelas de fantasy e historias para niños se han atrevido a convertir al terrible ángel Metatrón en uno de sus personajes?) Pero por la otra parte Pullman abre también el juego a la ciencia: su visión de los universos paralelos y de la constitución atómica de nuestro mundo es coherente con los principios de la física cuántica y de la teoría del caos.

Mejor que termine aquí, escribiría horas al respecto. Pueden husmear en el site de Pullman, que tiene materiales muy interesantes –su opinión sobre la religión organizada, por ejemplo. Y también está el site de la película, cuyas imágenes me llenaron de ilusión: ¡ojalá la adaptación le haga honor a la novela!

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30 de agosto de 2007
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¿Quién es el argentino más grande?

El lunes por la noche una llamada me obligó a poner en pausa el DVD de Little Miss Sunshine. Mientras esperaba la oportunidad de retomar la visión hice zapping y me quedé anclado en Telefé, donde se estrenaba un programa: El gen argentino. Producido por Cuatro Cabezas y conducido por Mario Pergolini, El gen argentino propone al público una votación para decidir por simple mayoría quién sería “el argentino más grande”.

Habían pasado pocos minutos del comienzo de la emisión cuando Pergolini verbalizó el extrañamiento que yo estaba sintiendo como espectador: me resultaba insólito ver un programa de la televisión abierta que en horario central discutía a Berni, Borges, Cortázar y Arlt, cuando por lo general la TV abierta es el reino de los reality shows y de los concursos de baile y de patinaje. Aquí tenemos una frase: Argentina año verde, que apunta a aquellas cosas que imaginamos que nunca ocurrirán en nuestro país. Pues bien, el lunes a la noche El gen argentino me trasladó a la Argentina año verde.

Con un panel a modo de coro griego integrado por Felipe Pigna, Jorge Halperín, María Seoane y Gonzalo Bonadeo, el programa ofreció no pocas curiosidades. Algunas simpáticas, como el hecho de que alguna gente haya votado a García Márquez y a Neruda, nacionalizándolos de hecho como argentinos. Otras, sin embargo, fueron más bien perturbadoras. El hecho de que alguien haya votado a Carlos Saúl Menem, y peor aún: a los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera como candidatos al puesto de argentino más grande, me hizo correr un escalofrío por la espalda. De todos modos me parece correcto que la producción no haya anulado esos votos por cuestiones ideológicas. Aunque no resulta difícil imaginar qué manos hay por detrás de esas elecciones, recordar que existe gente que considera que el hombre que vendió la Argentina al peor postor y los asesinos de masas con uniforme son ‘grandes’, nos ayuda a no dormirnos en los laureles. Nos guste o no, la Argentina sigue siendo en buena medida el país de la impunidad.

Cualquier método de selección supone arbitrariedades, y en este sentido El gen argentino no fue la excepción. Que en el rubro de Historia y Política del siglo XX Eva Perón y el Che deban eliminarse la una al otro suena a cuello de botella anticipado. Del mismo modo, que en un rubro llamado Artes, Ciencias y Humanidades deba dirimirse entre Jorge Luis Borges y René Favaloro (un cardiólogo a quien se considera la mezcla perfecta del profesional destacado y del hombre solidario) parece forzado: ¿quién podría decir si es más importante el talento artístico que el servicio público, o viceversa?

En el fondo se trata de un juego, y así hay que tomarlo. Un juego positivo, en la medida en que nos lleva a recuperar la imagen y los hechos de aquellos argentinos que estuvieron a la altura de sus circunstancias y marcaron la diferencia, convirtiéndose en imprescindibles para nuestra historia. Lástima que haya en la lista tantos muertos que no deberían estarlo. Rodolfo Walsh, Carlos Mugica, el obispo Angelelli. Y lástima también que algunos de sus verdugos figuren en las mismas listas.

Algún día aprenderemos.

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29 de agosto de 2007
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Parábola del tren y la 4×4

Se me cruzaron en la cabeza dos historias que en apariencia nada tienen que ver entre sí.

En los últimos días me viene fastidiando el caso de Daniel Varizat, un ex funcionario de la provincia argentina de Santa Cruz enrolado en las filas del oficialismo. (O sea: kirchnerista.) Santa Cruz está en crisis desde hace meses, por una larga y compleja serie de motivos. La cuestión es que, desoyendo los consejos del gobierno para que funcionarios y ex se mantuviesen a prudente distancia de las protestas que sacuden las calles de la provincia, este Varizat fue a tomar un café en la confitería de un hotel que estaba a pasos del pandemónium. La gente lo reconoció cuando se subió a su 4x4. Fueron muchos los que rodearon el vehículo y le dijeron de todo menos bonito. Una situación desagradable para cualquiera, según imagino. El hecho es que Varizat puso primera y arrolló a los manifestantes, dejando muchos heridos, algunos de ellos de consideración. No mató a nadie por casualidad. La grabación del hecho, que los argentinos hemos visto por TV una y mil veces, no dejan mucha duda sobre la alevosía con que Varizat arroja varias toneladas de acero importada contra topes de carne y hueso.

Por más que trato de ponerme en su lugar, no logro imaginar qué pasa en la cabeza de un hombre que decide arremeter contra ciudadanos de pie al volante de un vehículo contundente. Trato de sentir su miedo, el desconcierto al verse rodeado de rostros desconocidos que lo increpan, el temor al linchamiento. Pero el hecho de tratarse de un ex funcionario, o sea de un servidor público, lo torna todo más inexplicable. ¿Cómo puede alguien que juró trabajar en servicio de la gente pensar que ha encontrado una razón válida para agredirla? El hecho de que Varizat presentase una denuncia ante la Justicia me parece descaro: si aquí existe un criminal, aunque más no sea fallido, no es la gente sino el dueño de la 4x4. En consecuencia, el silencio del gobierno me duele. Puede que Kirchner tenga motivos para estarle agradecido a Varizat, pero lo que Varizat hizo al volante de la 4x4 lo hace inmerecedor de cualquier defensa. Kirchner es el presidente electo de los argentinos: si a alguien le debe explicación es al pueblo que lo votó, muy por encima de sus ex funcionarios, por entrañables que le parezcan. El comportamiento de Varizat es inexcusable. Y por eso el Gobierno debería repudiarlo con todas las letras.

El domingo leí un artículo de Página 12 sobre Barbarita Flores, la niña tucumana cuya imagen se hizo omnipresente hace cinco años, cuando fue víctima de una desnutrición injustificable. A diferencia de otros veintiún niños que sucumbieron al hambre, Barbarita sobrevivió. Hoy está mejor, aunque su familia flota apenas por encima de la línea de la pobreza. Me conmovió leer el texto de Eduardo Tagliaferro, que cuenta entre otras cosas cómo Barbarita sigue escapando de las cámaras aun hoy. La semana pasada el gobernador tucumano llegó hasta su barrio y Barbarita se escondió de la TV, metiéndose en su cama debajo de una frazada. Me pareció un signo de dignidad: ella sabe que su carita se hizo conocida como símbolo de una carencia, pero Barbarita no es un símbolo ni una carencia, es una niña, un ser humano al que en todo caso le gustaría ser reconocido por otros motivos.

Pero lo que más me conmovió fue un dato que quedó perdido dentro de la crónica. Juan Samuel Flores, padre de Bárbara, recordó ante Tagliaferro que en lo peor de la crisis llegó hasta ellos un hombre que llevaba una bolsa de comida. “Venía de Buenos Aires y había viajado en tren”, dijo Flores. Un hombre cuyo nombre no figura. Un ser anónimo que al descubrir la dimensión de la crisis decidió hacer algo concreto, que al menos en ese momento marcó una diferencia.

Entre el hombre de la 4x4 que se cree con licencia para matar y el hombre de a pie que se sube a un tren para viajar mil kilómetros llevando comida, queda comprendida nuestra Argentina. Una es la parte que queremos enfrentada a la Justicia, respondiendo por sus crímenes. La otra es la parte solidaria, decidida a cambiar las cosas –empezando por la cultura del individualismo y de la impunidad- aquí y ahora: el ejemplo que ojalá cunda.

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28 de agosto de 2007
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Palestina hecha cuadritos

Hace ya mucho que la historieta se consagró como una modalidad artística tan digna de validación como la pintura, la literatura y el cine. (Cuyos recursos narrativos, dicho sea de paso, combinó para crear un medio nuevo.) Lo que resulta reciente es su incursión en otros territorios, por ejemplo el de la historia y el del periodismo.

El triunfo de Maus, de Art Spiegelman, no fue sólo artístico. Publicada en dos partes entre 1987 y 1991, Maus contaba un hecho de la Historia con mayúsculas –el genocidio de los judíos a manos de los nazis- empleando recursos típicos de los comics: allí los judíos eran ratones y sus victimarios gatos. Pero Spiegelman intercalaba además el relato con los recuerdos de su infancia, marcada por un padre que escapó del Holocausto por los pelos. (La parte en que el ratoncito Art dice que él creía que todos los padres se despertaban por las noches aullando en plena pesadilla, me marcó para siempre. Me apropié de la experiencia para prestársela a Miranda, la niña de La batalla del calentamiento, cuya madre también había escapado por los pelos de un genocidio que conozco de cerca.) Spiegelman acercó la historieta al género de las memorias, que los comics todavía no habían explorado, y a través del prisma de su experiencia se permitió hablar del mundo que nos tocó en suerte. Después de Maus, ya nada fue lo mismo.

Desde entonces han sido muchos los que utilizaron el medio para narrar historias reales, a veces autobiográficas, siempre políticas. Mencionaré apenas dos ejemplos: uno del propio Spiegelman, In the Shadow of No Towers, que recrea la forma en que vivió el ataque a las Torres Gemelas y sus consecuencias; y también Persépolis, de Marjane Satrapi, que narra la infancia de la autora en Irán después de la revolución. (La serie prosiguió hasta Persépolis 4, con Satrapi hablando de su regreso a Irán y su posterior exilio en Francia.)

La que cayó en mis manos estos días es una obra casi contemporánea de Maus: se llama Palestine y su autor es Joe Sacco. Nacido en Malta y criado en los Estados Unidos, Sacco es un autor indefinible. Parte periodista a lo Seymour Hersh, parte historietista a lo Robert Crumb, Sacco merecería ser descripto como un novelista a secas, con la peculiaridad de que además de escribir dibuja sus historias –y de que además habla de historias reales, que sólo puede contar involucrándose personalmente con los hechos y con sus personajes. En Safe Area Gorazde, elegida por la revista Time como el mejor comic del año 2000, Sacco cuenta sus viajes a Bosnia después de la guerra. Palestine describe los dos meses que Sacco pasó en los territorios ocupados durante la primera Intifada, entre fines de 1991 y 1992.

Su modalidad de trabajo es la del periodista e historiador: Sacco va al lugar de los hechos, realiza entrevistas y toma fotografías. El comic resultante de la investigación y de la experiencia humana está narrado en primera persona. Sacco es uno más de los personajes, nunca en el papel protagónico pero incluyéndose en los cuadros para que su subjetividad no resulte escamoteada: quiere que quede claro que está contando lo que él ha visto, y por tanto nadie le puede discutir. A menudo incluye comentarios irónicos en medio de situaciones espesas, tratando de ponerse a salvo a la vez que piensa que lo que le está pasando le vendrá bien al comic que planea crear.

El resultado es poderosísimo. Palestine es el relato más acabado que conozco de la vida en los territorios ocupados. En buena medida por el peso de las historias que refiere, pero también por el dibujo detallista que nunca excluye el humor, Palestine es el libro que hay que leer si uno quiere saber qué significa –y a qué precio- existir en ese lugar doliente del planeta. La secuencia de páginas en que describe el proceso a que se somete a un palestino detenido es escalofriante: los dibujos son simples y los cuadritos son iguales entre sí, otorgándole a la página un look rutinario en que la única rutina es la de la tortura. (El episodio se llama, de acuerdo al eufemismo que se emplea oficialmente, Presión moderada.)

Yo estuve allí en el año 2000, a comienzos de la segunda Intifada. Leyendo Palestine sentí que había vuelto al lugar sin moverme de casa. (Al igual que Sacco y que tantos periodistas que deben haber pasado y pasan por allí, yo también esquivé balas mientras pensaba qué bonita quedaría la historia que escribiría… si sobrevivía, claro.) La elocuencia con que Palestine me transportó al lugar tan amado como sufrido es testimonio del poder de la historieta como medio –y también del talento de Joe Sacco, un autor al que les recomiendo vivamente.

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27 de agosto de 2007
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Retomando la conversación

Pasaron más de veinte años desde que vi The Conversation. Acababa de ser editada en video, recuerdo que escribí al respecto para la revista Humor. Allí sugerí que algo en la película me remitía al Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares, un enfrentamiento entre las generaciones que surgen y las que están en el poder, en el cual los viejos –o los de mediana edad, como el Harry Caul que interpreta Gene Hackman- tienen todas las de perder. Recuerdo que un amigo leyó el artículo y se burló un poco, alegando que yo había visto en The Conversation cosas que no estaban ahí. Así que enfrenté esta revisión en DVD con el secreto temor de que hubiese estado en lo cierto.

The Conversation cuenta la crisis de Caul, un experto en escuchas. (No deja de tener gracia ver hoy lo que en 1974 pasaba por tecnología de punta: todos los aparatitos con que Caul graba y espía se ven primitivísimos.) Hasta no hace mucho Caul era considerado el número uno. Pero el producto de su trabajo provocó la muerte de una familia: al revelar un secreto puso en marcha una cadena de acciones que culminó en violencia. A pesar de que se vanagloria de no involucrarse en el contenido de sus escuchas, Caul huye de la escena del crimen y abandona New York para instalarse en San Francisco. Allí sigue trabajando y llevando una vida de anacoreta: soltero, reservado hasta el solipsismo, mantiene a una mujer a la que dice amar con la condición de que no le pregunte nada respecto de su vida –y se sorprende cuando ella acaba con el arreglo.

El encargo de escuchar la conversación de un par de jóvenes amantes hace que rompa sus códigos y se involucre en la historia de la que es testigo. En un mundo que propicia la ceguera de la especialización –el fabricante de tornillos cierra los ojos y no pregunta si se utilizarán para armar bombas-, Caul se hace responsable de su trabajo por primera vez en su vida. (En esto tiene mucho que ver su fe católica, la sombra de la culpa por la masacre de New York oscurece sus días.)

Para alivio mío, lo que creí ver veinte años atrás en The Conversation sigue estando allí; me impresionó todavía más esta vez, dado que ya he superado a Caul en edad. El pobre Harry ha vivido hasta entonces consagrado a una profesión que tiene mucho de infantil: anda por ahí escuchando detrás de puertas y paredes, confiando en que no será descubierto. El uso de las gafas y del bigote suena a intento deliberado de parecer mayor; sin esos aditamentos Caul podría pasar perfectamente por un bebé grande. La noción del pecado cometido –aunque no lo admita, se siente responsable por la muerte de la familia de New York- hace que Caul se asuma adulto por primera vez, en la medida en que ha perdido la inocencia. Y desde su culpa no se le ocurre nada mejor que tratar de proteger a los que todavía son inocentes: los jóvenes amantes que estarían a punto de convertirse en víctimas del esposo de ella, un hombre de la edad de Caul (Robert Duvall).

Pero en The Conversation, un relato sobre lo engañoso de las apariencias, nada es exactamente como se ve… o se oye. La excelencia de Francis Ford Coppola como director es directamente proporcional a su excelencia como guionista. Al final los viejos Saturnos que encarnan Hackman y Duvall resultan víctimas de sus sentimientos, mientras que los jóvenes liderados por Frederic Forrest, Cindy Williams y Harrison Ford se devoran el mundo, precisamente porque no sienten nada –o en todo caso, nada que no sea su ambición.

A más de treinta años de su estreno The Conversation sigue siendo una película genial, en el sentido más oscuro y terrible del término.

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24 de agosto de 2007
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Dead Series Walking

No me gusta ver series que han sido canceladas antes de tiempo. Sería como aceptar un romance con fecha prefijada de expiración. ¿Para qué invertir tiempo y esfuerzo en trama y personajes que nunca terminarán de desarrollarse como deben? Sin ir más lejos HBO está tratando de venderme una llamada John From Cincinatti, en la que no pienso entrar porque me consta que ya la han levantado en los Estados Unidos. Pero con Studio 60 On the Sunset Strip hice una excepción. La culpa es del actor Matthew Perry, a quien Rodrigo Fresán llamó alguna vez “el Friend que le gusta a la gente como uno” o algo así. Perry es en efecto mi favorito entre los Friends. A pesar de que ya sabía que Studio 60 había sido cancelada al final de su primera temporada, decidí darle una oportunidad. Y me quedé enganchado.

Cualquier serie que habla sobre la televisión y elige Network como su modelo merece mi atención. El capítulo inicial de Studio 60 abre con una crisis durante una emisión en vivo que cita con todas las letras a aquella de Peter Finch en la película de Sidney Lumet: el productor Wes Mendell (Judd Hirsch, actor invitado) estalla después de que le censuran por enésima vez un sketch de su show, llamado igual que la serie Studio 60 On the Sunset Strip. (La idea es que el programa-dentro-del-programa es uno de sketches humorísticos, al más puro estilo Saturday Night Live.) Entonces sale al aire para contarle al público lo ocurrido y hablar sobre el triste estado de la TV. (Si la TV americana le parece pobre a Mendell, debería darse una vuelta por Buenos Aires para volver a sentirse privilegiado.) Su crisis culmina en despido, lo cual determina la contratación del productor Danny Tripp (Bradley Whitford) y del guionista Matt Albie (Perry) para rescatar al programa de su acefalía. Con la ayuda de la nueva presidenta del canal, Jordan McDeere (la encantadora Amanda Peet), Tripp y Albie intentarán devolverle al show su antiguo esplendor irreverente mientras combaten las presiones de grupos religiosos, anunciantes y monstruos de similar calaña –empezando por los responsables de la corporación que es dueña del canal.

Admito que soy sensible a las batallas contra molinos de viento, aun cuando el destino de la serie real subraye que terminarán perdidas. Además la mirada a la TV desde adentro dirigida por gente que la conoce bien –el creador de Studio 60 es Aaron Sorkin, productor y guionista de The West Wing- despierta mi morbo: me encanta enterarme de qué habas se cuecen en la cocina de las corporaciones de medios. Por lo demás Perry está muy bien y Amanda Peet también. (Por los mismos motivos que Perry, pero además por otros.)

Así que aquí me tienen, enganchado con una serie con muerte anunciada. Pero disfrutándola en el proceso sin culpa ninguna, dado que cualquier capítulo de Studio 60 es mejor y más inteligente que el promedio de las basuras que Hollywood nos inflige semana tras semana.

Dios proteja a las series, ahora y siempre. Amén.

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23 de agosto de 2007
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El Boomeran(g)
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