Marcelo Figueras
Ser jurado de un concurso es una experiencia terrible. (La mayor parte del tiempo.)
Acabo de debutar en esos menesteres en la ciudad de Mendoza. Después de un silencio de años, la Dirección de Cultura resucitó su concurso de poesía y cuento corto, que en otras épocas supo premiar a escritores que terminaron consagrándose como maestros. (El caso de Antonio Di Benedetto, por ejemplo. ¿Todavía no han leído Zama?) Vaya a saber qué les llevó a suponer que yo podía ser parte del jurado; vaya a saber uno qué me inspiró a decir que sí. Lo cierto es que a las pocas semanas de haber aceptado, tocaron a mi puerta con una caja llena de originales. Como las bases apuntaban a premiar no un cuento aislado sino una colección, cada una de las carpetas que tornaban la caja en un yunque tenía tres, cuatro, cinco relatos, seis…
Me sorprendió el buen nivel general. Pero en seguida me ganó la angustia. No podía dejar de preguntarme por las personas que estaban detrás de esos originales, escondidas bajo un seudónimo. ¿Cuánto habrían trabajado en cada cuento, cuánta vida, cuánta pasión habrían invertido en esas líneas? ¿Qué ilusiones estarían depositando en el concurso? ¿Se trataba de su primer intento… o de la última oportunidad que se permitían a sí mismos? Yo he estado alguna vez del otro lado, y les aseguro que he sufrido como un perro. Ahora que me tocaba estar del lado del jurado sufrí de manera diferente –aunque no con menor intensidad.
Es muy difícil aseverar que tal cuento es mejor o peor que otro cuando uno debe juzgar estilos, temas, tonos tan distintos. ¿Es mejor un buen cuento fantástico que un buen cuento realista? Creo que todos –organizadores, participantes y jurado- aceptamos las reglas del juego cuando son claras y confiables porque asumimos que el de los concursos es un mal necesario. Para un escritor novel o que está en los comienzos de su carrera, no existen muchas otras maneras de hacerse notar, de reclamar para sí la atención de los lectores saturados de oferta: un premio es una noticia, y las noticias concitan el interés de la gente –hasta de aquella que habitualmente no compra libros. En un mercado atiborrrado de ediciones que se renuevan mes tras mes, el escritor que no cuenta con el apoyo de una editorial poderosa, o de un lanzamiento que ponga a su libro en el mapa, está casi perdido. Con sus bondades y sus pegas, los premios se convierten casi el único aliado del artista emergente.
La parte reconfortante de la historia llega al final, cuando además de penar por aquellos que quedaron en el camino uno empieza a sentir la satisfacción del deber cumplido. En presencia de los textos seleccionados –fueron tres autores, en este caso; el resultado se develará en los próximos días- yo sentí alegría. Porque conocí a tres escritores de gran calidad de quienes no tenía noticia. Porque sentí que, aunque más no fuese en modesta medida, colaboraba a darles un espaldarazo que merecen. Y porque podía anticiparme a la alegría que imagino sentirán ante el reconocimiento, casi como si fuese mía. Como lector, no hay nada que agradezca más que el descubrimiento de nuevos escritores que valen la pena.
Mi paso por Mendoza fue brevísimo, pero aun así tengo mucho que agradecer. A Silvia Cicchiti, de la Dirección de Cultura, por su invitación. A Miriam Di Gerónimo y Mirta Sánchez, mis compañeras en el jurado. A Mimí y a Patricia Rodón, poeta y periodista excepcional. Mientras estaba allí me enteré de que otras localidades mendocinas también estaban lanzando concursos de poesía y de narrativa. ¿Vieron que no son sólo los malos ejemplos los que provocan imitación?