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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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¿Un Jack Bauer para la era Obama?

Viendo 24: Redemption, el telefilm que funciona como aperitivo antes de la nueva temporada de la serie -para la cual hay que esperar hasta febrero-, me quedé pensando en la extraña transformación de Jack Bauer (Kiefer Sutherland). Es verdad que la realidad le ha trastocado un poco el panorama: después de ser pionera en representar el triunfo en elecciones de un presidente negro (que, ay, resultaba asesinado: ojalá la historia no imite a la ficción en este caso), 24 se vio forzada a probar la variante que había quedado en el tintero, a saber, la asunción de una presidente mujer. Esta sensación de se equivocaron en el pronóstico se extiende a su protagonista. El otrora imparable Jack Bauer, que era capaz de arrasar con todo y con todos -familia, amigos, principios- por la causa superior de su país, vive por primera vez una aventura en la que, para empezar, no debe torturar a nadie. Y más aún: se aboca a defender una causa que se aparta de los intereses americanos (el presidente saliente interpretado por Powers Boothe explica hasta qué punto la ficticia república africana de Sangala no mueve ninguna aguja en el radar de su país: no tiene petróleo ni otros recursos naturales, no está vinculada con el terrorismo -por ende, que viva o muera da exactamente igual) para defender a alguien de verdad indefenso: una docena de niños que, de no mediar la acción de Bauer, serían convertidos en la clase de soldados dedicados a practicar violencia sobre su propio pueblo.

Nada más políticamente correcto que lamentar la suerte de Africa y de los niños soldados... ¿Se viene un Jack Bauer PC, adecuado a la era Obama?

Mientras el relato seguía corriendo de la misma, inane manera delante de mis ojos (en la temporada previa a Redemption, 24 ya venía cayendo en picada), me pregunté por qué no habrá habido nunca un film o serie en que un superagente al estilo Jack Bauer defienda a un gobierno latinoamericano democrático de los militares sedientos de sangre al estilo Redemption, es decir dispuestos a obtener el poder a cualquier precio.

Y entonces me acordé para qué lado jugaron los ‘superagentes' americanos durante los años 70.

Ay Obama, Obama: ¡cuánta sangre que lavar!

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10 de diciembre de 2008
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Llora por mí, Argentina

Nunca sentí tanta vergüenza ajena en un concierto como el jueves pasado, durante el primer show que Madonna ofreció en Buenos Aires. La mujer estaba lanzada a una versión de su viejísimo hit Borderline. Y como la canción no le brindaba el reparo de las pistas de apoyo ni de las ubicuas coristas, no le quedaba más remedio que exhibir su voz desnuda. Que estaba en pésimo estado. Sonaba al Gallo Claudio de los dibujitos cantando una canción de Elvis Presley. Durante un instante creí que iba a lanzar la guitarra a un costado y decir basta, suspendiendo el show. Pero no. Después de todo estamos hablando de Madonna. La mujer puede perder la voz pero nunca perderá su empuje. Por supuesto, en los diarios del día siguiente no se decía nada del asunto. Para el lector desavisado, el show de Madonna fue pura perfección.

Y sin embargo Madonna remontó la cuesta. Cuando se calzó una guitarra acústica para interpretar dos temas de Evita -You Must Love Me y, en concesión al público local, Don't Cry For Me Argentina-, la cosa cambió. En primer lugar, porque dejó de forzar su voz para que sonase como a los veinte años y recurrió al tono más grave y más melodioso (mucho mejor que el de los comienzos, al menos para mí) de su mediana edad. Y después porque apeló a algo que hasta entonces había estado ausente del show: la emoción. /upload/fotos/blogs_entradas/madonna_durante_su_actuacin_en_roma_med.jpgHasta entonces, la puesta del Sticky & Sweet Tour se parecía a una clase de gimnasia con música, con Madonna emperrada en demostrar que todavía está en estado físico para bailar y hasta saltar la cuerda en escena. Entonces, al hacer suya la voz de la Eva del musical en un momento de profunda duda (‘¿Por qué estás conmigo? / ¿De qué puedo servirte ahora? Dame la oportunidad de demostrarte / Que nada ha cambiado', dice, para después saltar a la frase tan simple como ambigua, porque you must love me puede significar tanto una orden, tienes que amarme, debes amarme, como la expresión casi azorada de alguien en presencia de un sentimiento que no se explica del todo: será que me amas), Madonna se exhibió por primera vez como lo que sin duda es: una mujer madura, que ha coronado cimas antes impensadas para un artista y que sin embargo sigue sintiéndose insegura. Seguramente sus dudas son otras que las del comienzo (ahora pasarán, tal vez, por sus fracasos afectivos y las crecientes limitaciones de su físico), pero le otorgaron a su voz una fragilidad que -esta vez sí- era bienvenida, porque ya no expresaba debilidad sino consciencia de sí.

Por supuesto, después volvió a ser la misma de siempre. Más energética que el Demonio de Tasmania, una suerte de madama de burdel del nuevo siglo que llama a la iluminación del alma mientras exhibe las bondades físicas de sus pupilos, siempre más jóvenes que ella -desde los hiperkinéticos bailarines hasta los cantantes que interactuaban con ella vía vídeo: Britney, Justin, Kanye West, Pharrell Williams. Y como era inevitable, convirtió el estadio de River Plate en la discoteca más grande del mundo. Lo que está muy bien, en especial si uno tiene 20 años -lo cual no es su caso, ni el mío.

A mí me gustaría ver más de la Madonna que vi en You Must Love Me.

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9 de diciembre de 2008
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El valor del trabajo (4)

No debería haber oposición entre los trabajos ‘buenos' y aquellos que nos reportan dinero. El dinero es inescapable en los términos de la actividad humana tal como la hemos concebido. El dilema pasa por el trabajo que el dinero nos cuesta, y el valor que le otorgamos a la suma en juego. A contrapelo del dicho popular, yo creo que no todo lo que cuesta vale. Si nos abocamos a conseguir la suma que creemos merecer, terminaremos siendo esclavos del dinero. (¿O acaso no nos sentimos todos con derecho a merecer millones?) Si en cambio nos contentamos con una suma mínima que satisface la operativa indispensable -techo, comida, educación-, seremos tan libres para crear como el ser omnisciente del relato original.

Esa es la riqueza que los escritores, y muy especialmente los latinoamericanos, damos por sentada. Como está claro que nunca tendremos millones, negociamos con los escasos dineros que nos ofrecen sin perder el goce del trabajo. Mientras la mayoría de la gente piensa que nuestra tarea nos empuja a la miseria y a la abyección (¡como el trabajo de las prostitutas!), nosotros sabemos que, muy por el contrario, es más bien la garantía de nuestro goce. Encadenados al procesador de textos, pero libres. Esforzándonos a diario, pero sin producir más sudor que el bueno.

La cuestión pasa por la defensa del goce, en el trabajo que sea. Por indigna o inexplicable que nos parezca la tarea, siempre hay gente en condiciones de disfrutar de lo que hace. Yo nunca entendí por qué mi padre eligió ser dentista, pero tampoco malentendí lo esencial: supe ver que era feliz cuando trabajaba. Vivimos en sociedades que tienden a considerar la humildad en los medios como una carencia, un signo de fracaso. También se tiende a ver un lobo de tres patas como un animal mutilado, cuando yo no veo otra cosa que un animal que se ha liberado de la trampa. 

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5 de diciembre de 2008
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El valor del trabajo (3)

El segundo personaje es Aurelia Tizón, o sea Potota, la primera esposa de Juan Domingo Perón. Condenada a los pies de página de la Historia, por su temprana muerte de cáncer y su ligazón con un Perón pre-Eva y por ende aun verde, Potota sólo es registrada como esposa y como ama de casa. La Potota de mi libro respeta esas condiciones laborales, pero hace algo más: imagina. Todo el tiempo. Su cuerpo puede estar ahí, sudando en la tarea diaria o bajo la mole de Perón, pero su cabeza está en otra parte. Potota no puede dejar de fabular. Para ella el universo entero es un juego de puntos que unir con la línea de su imaginación. La gente mira, pero Potota ‘ve'. Y es esa visión la que la vuelve esencial al desenlace de la historia, donde salvará al protagonista en una escena que parece calcada de los folletines que tanto le gustaban cuando niña.

Este tercer personaje, Roberto Calabert, fuga de su casa a los doce años, en enero de 1938. Dispuesto a vivir su próximos días como una historia de iniciación digna de los libros, se sube a un tren cuyo destino desconoce. /upload/fotos/blogs_entradas/el_muchacho_peronista2_med.jpgY al caer en manos de un rufián -el mencionado Tardewski- descubre que lo único que lo mantendrá vivo no será su capacidad de convertirse en esclavo (es decir, de trabajar para Tardewski del modo convencional: sudando, embruteciéndose), sino su capacidad de imaginar. A la manera de Scherezade, Calabert inventa historias para sobrevivir. La imaginación de Calabert transfigura la realidad. Al apegarse al lado más distintivo de su naturaleza -los animales no imaginan, no proyectan-, Calabert se eleva por encima de su circunstancia, con tanta fuerza que hasta altera la Historia: en El muchacho peronista, Perón muere asesinado en un burdel mucho antes de convertirse en el Perón de la Marcha y las Veinte Verdades.

En el fondo se trata de una cuestión de fe. (Otra característica distintiva: los animales son esclavos de la determinación genética, ellos no pueden crear nada etéreo y por ende no creen en ningún relato.) ¿Cuál es, en esencia, la tragedia de Hamlet? Su falta de fe en los poderes del arte para transformar la realidad. El príncipe crea una escena teatral para enfrentar a Claudio con la culpa, pero cuando está a punto de lograrlo interrumpe la representación -la que ocurre dentro de la obra Hamlet, y también Hamlet. A partir de entonces, el príncipe opta por la espada -o sea por la violencia-, creyéndola más efectiva que la imaginación a la hora de parir la Historia. Y al igual que le ocurre al Dios de la maldición sudorosa, se convierte en víctima de la dialéctica que propugna. Hamlet muere mucho antes de recibir la herida envenenada de Laertes. Hamlet murió en el momento en que dejó de imaginar, cuando renunció a aquello que le otorgaba placer en beneficio de aquello que, aunque lo violentaba, supuso más necesario.

¿Cuál es, por añadidura, la tragedia de Roberto Arlt? Haber creido que su salvación no estaba en la literatura -que lo entusiasmaba, que lo hacía gozar- sino en las medias de goma que quería inventar para volverse rico.

                                                                       (Continuará.) 

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4 de diciembre de 2008
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El valor del trabajo (2)

Desde aquel relato inicial, la totalidad de la experiencia humana se bifurca. Está ese trabajo desangelado. para el que el sudor es condición sine qua non: lo que hacemos sin ganas, sin talento y sin vocación, las tareas que -sentimos- se nos imponen contra natura, aquellas que nos embotan, que nos bestializan al percibirse como violencia contra nuestra identidad. /upload/fotos/blogs_entradas/el_trabajo_anbal_jarkowski_med.jpgAníbal Jarkowski, autor de la novela El trabajo, lo dice en una entrevista: este tipo de empleo supone la suspensión del tiempo, que vendemos a un ser extraño que nos somete a reglas y condiciones abstrusas.

Pero también está el otro trabajo, que tanto se parece al original divino: aquel que es inseparable del placer y que por ende casi no se percibe como tal. Esta vertiente del trabajo también involucra al sudor, pero en este caso se trata de un sudor que lubrica, como ocurre en el buen sexo: antes que el signo de su negación, representa la manifestación física del placer. ¿A quién le extraña que al buscar ejemplos de esta modalidad las primeras profesiones que vengan a la mente sean las del escritor y la de la prostituta?

A pesar de los vaivenes de la narrativa universal, las mujeres que se prostituyen no perdieron nada de su atractivo como personajes literarios. Hoy se insiste más en aquellos aspectos que asemejan la tarea a una esclavitud sin cadenas, pero al mismo tiempo, salvo contadas excepciones, se les niega de modo paradojal la posibilidad del goce. Como si la gravedad de las condiciones del trabajo -la sumisión a un cafishio, la violencia de género, la indefensión social- sólo fuese verdaderamente grave en el caso de la inexistencia del disfrute. ¿Por qué amenaza tanto la estructura de nuestro pensamiento considerar que la prostituta, más allá de las condiciones de su explotación, pueda sentir placer en su trabajo?

En mi novela El muchacho peronista existen tres personajes que caminan por el segundo de los senderos que bifurcan la experiencia del trabajo. El primero es una prostituta de la Zwi Migdal: Isabel, que como tantas otras fue engañada para salir de su país natal, violada y vendida en la Argentina. Isabel se impone a su victimario y enamorado, llamado Tardewski en lo que entonces creí un homenaje a Piglia, simplemente porque entiende que nadie controlará nunca lo que ocurra dentro de su cabeza. Tanto Tardewski como el resto de sus clientes podrán penetrarla una y mil veces, pero nunca sabrán lo que está pensando de verdad, lo que está sintiendo de verdad. Y cada vez que se lo pregunten, y que esa pregunta los inquiete, estarán reconociendo que Isabel es más que un cuerpo, que un dispositivo rico en orificios. Isabel se reserva su pensamiento y su corazón y por lo tanto, su decisión de gozar o no: eso le brinda la posibilidad de trascender las condiciones más indignas de su trabajo, elevándolo a la categoría del trabajo divino. ¿Quién sabe qué imagina Isabel, mientras los hombres bufan, se afanan y transpiran sobre su cuerpo lánguido? ¿Acaso no quiso Dios comprar nuestro amor al regalarnos el mundo, con los mismos resultados insatisfactorios? 

                                                         (Continuará.) 

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3 de diciembre de 2008
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El valor del trabajo

La semana pasada compartí una charla en la librería El Astillero con los escritores Aníbal Jarkowski y Elsa Drucaroff. La convocatoria la hizo la revista El Interpretador, a partir de un interesantísimo artículo de María Vicens que ligaba tres de nuestras novelas (El trabajo en el caso de Aníbal, /upload/fotos/blogs_entradas/el_infierno_prometido_una_prostituta_de_la_zwi_migdal_med.jpgEl infierno prometido, una prostituta de la Zwi Migdal de Elsa y mi primer libro, El muchacho peronista) bajo el título Territorios de placer, dinero y anarquía: notas sobre el trabajo en la narrativa argentina contemporánea. El texto de María vale por sí solo, es fácil de encontrar en internet. Lo que incluyo a continuación son algunas ideas sobre el tema inspiradas por las vueltas de la charla.

El conflicto está expresado -o quizás sería mejor decir enterrado: algo que, inevitablemente, sólo puede ser extraido con esfuerzo de la materia original- en el relato fundante de nuestra civilización. El ser omnisciente a quien se atribuye la inspiración de la Torah, de la Biblia y del Corán crea el universo entero de la nada, en el lapso de seis días. Al séptimo, dice la narrativa, descansa. Pero cuando la primera criatura humana desafía sus órdenes, el ser omnisciente la destierra del Edén y formula una condena que pretende, por cierto, perpetua: ‘Ganarás el pan con el sudor de tu frente'.

La frase es simple, lo cual significa ante todo que será muy efectiva cuando se la use, como ocurrió durante la entera historia de la especie, para inducir al equívoco. No introduce el trabajo como parte de la condena -después de todo, ganarse el pan es la mitad de la frase que coincide con lo dado, con la asunción de la existencia como un esfuerzo tan natural como el del corazón al latir-, sino la modalidad en que sí opera como castigo: la recurrencia del sudor, esto es, del trabajar con un esfuerzo que se padece, que se hace sentir sobre el cuerpo, que lo lastra en contradicción con la levedad del ser. No creo que Dios, Yahweh o como quieran llamarlo estuviese sugiriendo que la creación del universo no fue un trabajo digno de encomio. Por algo se anota el descanso del séptimo día. Creo, más bien, que para Dios fue ante todo un placer, quizás inesperado. Que la necesidad del descanso sólo se impuso una vez que el trabajo había terminado. Y que al pensar en el peor de los castigos posibles para el hijo rebelde, se le ocurrió que nada lo haría rechinar más los dientes -que nada sería un infierno mayor- que el trabajar sin disfrute.

Una maldición que como suele ocurrir, opera no sólo sobre su víctima sino también sobre aquel que la pronuncia. A partir de entonces, Dios ya no consigue hacer su propio trabajo sino con enorme esfuerzo, y frecuentando el fracaso. En la versión cristiana de su historia se intenta, incluso, asumir el fracaso como parte inevitable de la existencia: Jesús muere para vivir, sucumbe para triunfar. Pero ni siquiera esa desmesura le alcanza a Dios para retomar la iniciativa política. La mera existencia de la especie humana es para Dios un telegrama de despido, o si se quiere, una permanente consulta popular que le recuerda que sí, aunque su claque y su oficina de prensa le juren lo contrario, la gente demanda que formalice su renuncia.

                                                   (Continuará.) 

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2 de diciembre de 2008
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La importancia de llamarse Oscar

Otro de los libros que leí durante el viaje (ah, qué sería de mis lecturas si no fuese por los viajes y la privacidad del baño...) fue The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, de Junot Díaz, ganadora del último premio Pulitzer. Me sedujo desde la primera página: cualquier relato que empiece con un acápite tomado no de los clásicos ni de ninguna otra lectura pretenciosa, /upload/fotos/blogs_entradas/librojunot1_med.jpgsino de una historieta -en este caso se trata de Fantastic Four, de Stan Lee y Jack Kirby- me gana desde el hola, como dice Renee Zellweger en Jerry Maguire.

La historia del tan gordo como solitario Oscar, que sueña con ser ‘el J. R. R. Tolkien dominicano' y se gana su apodo cuando un ataque de dandismo le vale una comparación -no muy bien intencionada, por cierto- con Oscar Wilde, rezuma ternura. Por otra parte, las excursiones del narrador en el pasado, armando la historia de la familia de Oscar en la República Dominicana del dictador Trujillo, le otorgan al relato una dimensión de tragedia al gusto del animismo latinoamericano: nosotros no contaremos con las fuerzas sobrehumanas que animan las tragedias griegas ni con el karma, pero tenemos mil y una invenciones para explicar nuestra desventura -y en Dominicana, según Díaz, a la más popular la llaman fukú.

Fukú, asegura el narrador, es lo que fulmina a la familia de Oscar desde que desafía -no por valor ni por principios, sino casi sin querer- al demoníaco Trujillo. Y fukú sería lo que determina que la vida de Oscar sea tan breve como el título anuncia. Yo me atrevería a pensar que en realidad lo que acorrala a Oscar es un mal común a casi todos nuestros países, cada uno con sus peculiaridades: el peso casi irremontable de los errores de nuestros mayores -la mezcla de su estupidez, de su cobardía, del egoísmo que hizo de nuestras sociedades lo que hoy son- y la necesidad de contrarrestar esa herencia por la vía del heroísmo, en un mundo que ya no tiene lugar para héroes a la usanza clásica.

Pobre Oscar. Rica novela.  

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1 de diciembre de 2008
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¿Llegará el día?

Pocas novelas disfruté más en los últimos tiempos que The Given Day, la nueva de Dennis Lehane -el autor de Mystic River. Lehane es de esos escritores que utilizan los elementos del género policial (como en Mystic River, como en los guiones que escribió para la serie The Wire) con la intención de hablar de algo más profundo y más urgente: las características de la sociedad en que nos toca vivir, las profundidades del alma humana.

/upload/fotos/blogs_entradas/the_given_day_med.jpgA diferencia de sus relatos habituales, The Given Day es una novela ‘de época' -Boston, 1919- en la que de tanto en tanto aparecen personajes históricos -Babe Ruth, Louis Fraina, el futuro presidente Calvin Coolidge- y que lidia con un hecho que ocupó la plana principal de los diarios: la primera huelga policial, que derivó en un motín de proporciones. Pero al igual que en sus mejores novelas, hay una construcción del suspenso que impulsa de forma irrefrenable hacia delante y un par de personajes de esos a los que el lector se hermana de corazón y sigue hasta sus últimas consecuencias.

Danny Coughlin es hijo de uno de los más respetados policías de Boston, profesión a la que también se ha sumado. Enviado a infiltrarse en una agrupación socialista, con la excusa de prevenir ataques como los que los anarquistas solían lanzar, Danny advierte que los discursos que oye no están del todo desprovistos de razón. Y a consecuencia del vuelco que su corazón sufre, se aplica a organizar a los policías de Boston como organización gremial con la intención de mejorar su pago y las infrahumanas condiciones en las que trabajan.

Luther Laurence ha debido abandonar a su mujer y su hijo para escapar de la venganza de un malviviente. Su destino se cruza en Boston con el de los Coughlin, para quienes empieza a trabajar como sirviente -Luther, casi se torna innecesario decirlo, es negro. Lejos de sentirse a salvo en la gran ciudad, percibe cada vez más que los estamentos del poder harán lo imposible para evitar que los negros se organicen y ocupen espacios más allá de los marginales que la sociedad les depara.

Como habrán advertido, más allá del setting histórico The Given Day es una novela que resuena con fuerza en el hoy. Monumental por tamaño -700 páginas, en inglés- pero también por sus aspiraciones, The Given Day conmueve al representar dramáticamente la clase de dilema que enfrentamos a diario, vivamos donde vivamos: la crueldad con que este mundo trata al hombre honesto, y la feroz resistencia que ofrece -encarnada en otros hombres para nada honestos- a cualquier intento de convertir este lugar en un sitio mejor, más justo, más humano. 

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28 de noviembre de 2008
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El paraíso del lector

Leí The Old Curiosity Shop, de Charles Dickens, durante mi tour por Alemania. (Trenes y más trenes, puntualísimos todos...) Las sensaciones que me produjo fueron tan fuertes desde las primeras páginas que se me ocurrió escribir un post que se llamase algo así como Reading in progress, y que registrase lo que a uno le ocurre ya no al final del libro, sino durante el proceso mismo de la lectura. /upload/fotos/blogs_entradas/theoldcuriosityshop2_med.jpgUna manera de compartir el viaje, expresando más las emociones originales que la elaboración posterior disfrazada de crítica. La dinámica de la gira me impidió concretar esa idea, pero aquí estoy. Hace algunos días que terminé la novela, y todavía sigo viviendo en un mundo que le debe mucho a sus claroscuros.

The Old Curiosity Shop fue una de las obras más populares en vida de Dickens. Famosa es la anécdota de la multitud que se apiñaba en los muelles americanos en espera del barco que traía la última entrega, desesperados por saber si la pequeña Nell moría o no. Al mismo tiempo Shop es de sus novelas más maltratadas por la crítica, que se lo reprocha todo, empezando por los excesos en la pintura de sus personajes: desde la bondad ultraterrena de Nell a la maldad de Quilp, expresada a simple vista en la deformidad de su cuerpo y de sus facciones. No puedo decir que no entiendo la objeción. Esta exasperación de la naturaleza humana en direcciones tan contrapuestas estuvo entre las cosas que me sacudieron de inmediato. Pero, Dickens siendo Dickens, la vividez de sus personajes (en especial, debo decir, de los más cuestionables: Quilp, Dick Swiveller, Sally Brass) termina imponiéndose a las cejas arqueadas y el mecanismo del melodrama nos involucra en su avance inexorable.

A simple vista, tanto Nell como Quilp se ven como exageraciones. Cualquier escritor moderno intentaría añadirles grises, para que pareciesen más verosímiles. Y sin embargo yo conozco gente real de un corazón tan abnegado como el de Nell (no olvidemos que se trata de una niña) y también sé de personas detestables y retorcidas, que disfrutan haciendo daño tanto o más que el homúnculo de la novela. La verdad humana que está en la raíz de ambos personajes ‘extremos' es tan real, que por eso mismo se vuelven convincentes -e inolvidables. En especial Quilp, que a pesar de respirar perfidia se me antoja más humano que muchos humanos de carne y hueso que conozco. Imagino que la muerte opaca y casi burocrática que Dickens le dispensa es una expresión de culpa, por haberlo hecho vívido al punto de robarse una novela que siempre concibió como patrimonio de Nell.

Si tienen ganas de reír mucho, de indignarse como perros y de emocionarse profundamente, consíganse un ejemplar de The Old Curiosity Shop. Después de todo cualquier ficción supone la suspensión de la incredulidad. No hay novela que no sea un teatro de sombras, y aquellas formas que Dickens proyecta le hablan todavía hoy a la tectónica más profunda de nuestras almas.

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27 de noviembre de 2008
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El fan que todos llevamos dentro

Habrá quien imagine que, una vez llegados a una posición de notoriedad, los artistas dejan de manifestar admiración por otros artistas para convertirse en fans excluyentes de sí mismos. En lo que respecta a este escritor, mi devoción por una tonelada de artistas sigue siendo tan reverente como siempre: creo haber dado cuenta de ella mil y una veces en este mismo lugar... Pero a veces voy más allá, incluso. Les cuento el último episodio de lo que aquí en la Argentina llamaríamos mi cholulez. Conservo aquí la prueba del delito, junto al teclado del ordenador.

Mi última lectura en Alemania tuvo lugar en la maravillosa librería Bittner de Colonia (una ciudad que fue destruida en su mayoría durante la guerra, por lo cual sus edificios datan de los años 50 para adelante y son clara, decididamente feos; me hizo acordar a Buenos Aires, sólo que nosotros no podemos echarle la culpa a otra guerra que la que solemos practicar contra nosotros mismos), presentado por Kersten Knipp ante un público muy cálido que me hizo firmar muchísimos ejemplares de La batalla del calentamiento -como si yo fuese la gran cosa. /upload/fotos/blogs_entradas/the_conversations_walter_murch_and_the_art_of_editing_film_med.jpgDespués de eso regresé a Madrid, donde un amigo me devolvió un libro que le había prestado en Buenos Aires. Se trataba de The Conversations: Walter Murch and the Art of Editing Film de Michael Ondaatje, autor de The English Patient y Divisadero -y uno de mis escritores favoritos, como ustedes ya saben. Como su título sugiere, no se trata de otra novela sino de un libro de conversaciones entre Ondaatje y Murch, editor de la saga de El Padrino, Apocalypse Now y por supuesto The English Patient. Se lo había prestado a Juan Gabriel Vásquez antes del Hay Festival, ocasión en la que él mismo debía conversar con Ondaatje. Ahora el libro regresaba a mí, aunque ya no era el mismo libro.

Siempre me precié de ser un hombre discreto, enemigo del cholulaje ante los artistas. Entrevisté a mucha gente famosa en mi vida, y sólo me saqué una foto con Martin Scorsese durante el Festival de Venecia. (Hoy me arrepiento de no haber hecho lo mismo con Paul McCartney.) Desde pequeño conservo esta noción de que los artistas son gente importante, casi sagrada, a la que no sería injusto importunar. (Los sobrevaloro, ya lo sé. Aunque tan sólo un poquito.) Hace poco leí la anécdota en que Brandon Flowers, cantante de The Killers, recordaba haber asustado a Morrissey cuando lo atendió en un restaurant: por aquel entonces Flowers era camarero y Morrissey su ídolo, al que de tanto mirar con ojos adoradores sumió en un ataque de paranoia.

Pero este libro es hoy algo diferente para mí. Ya no tiene tan sólo el inmenso valor de su contenido. Ahora guarda algo más, por obra de Juan Gabriel, que le pidió a Ondaatje que hiciese algo por el fan de su amigo que le había prestado The Conversations. Así que ahora la primera página dice, en tinta negra por encima de los helicópteros de Apocalypse: ‘For Marcelo, best wishes. M. -‘

Oh sí. ¡Tengo un libro autografiado por Ondaatje!

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26 de noviembre de 2008
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El Boomeran(g)
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