Marcelo Figueras
Desde aquel relato inicial, la totalidad de la experiencia humana se bifurca. Está ese trabajo desangelado. para el que el sudor es condición sine qua non: lo que hacemos sin ganas, sin talento y sin vocación, las tareas que -sentimos- se nos imponen contra natura, aquellas que nos embotan, que nos bestializan al percibirse como violencia contra nuestra identidad. Aníbal Jarkowski, autor de la novela El trabajo, lo dice en una entrevista: este tipo de empleo supone la suspensión del tiempo, que vendemos a un ser extraño que nos somete a reglas y condiciones abstrusas.
Pero también está el otro trabajo, que tanto se parece al original divino: aquel que es inseparable del placer y que por ende casi no se percibe como tal. Esta vertiente del trabajo también involucra al sudor, pero en este caso se trata de un sudor que lubrica, como ocurre en el buen sexo: antes que el signo de su negación, representa la manifestación física del placer. ¿A quién le extraña que al buscar ejemplos de esta modalidad las primeras profesiones que vengan a la mente sean las del escritor y la de la prostituta?
A pesar de los vaivenes de la narrativa universal, las mujeres que se prostituyen no perdieron nada de su atractivo como personajes literarios. Hoy se insiste más en aquellos aspectos que asemejan la tarea a una esclavitud sin cadenas, pero al mismo tiempo, salvo contadas excepciones, se les niega de modo paradojal la posibilidad del goce. Como si la gravedad de las condiciones del trabajo -la sumisión a un cafishio, la violencia de género, la indefensión social- sólo fuese verdaderamente grave en el caso de la inexistencia del disfrute. ¿Por qué amenaza tanto la estructura de nuestro pensamiento considerar que la prostituta, más allá de las condiciones de su explotación, pueda sentir placer en su trabajo?
En mi novela El muchacho peronista existen tres personajes que caminan por el segundo de los senderos que bifurcan la experiencia del trabajo. El primero es una prostituta de la Zwi Migdal: Isabel, que como tantas otras fue engañada para salir de su país natal, violada y vendida en la Argentina. Isabel se impone a su victimario y enamorado, llamado Tardewski en lo que entonces creí un homenaje a Piglia, simplemente porque entiende que nadie controlará nunca lo que ocurra dentro de su cabeza. Tanto Tardewski como el resto de sus clientes podrán penetrarla una y mil veces, pero nunca sabrán lo que está pensando de verdad, lo que está sintiendo de verdad. Y cada vez que se lo pregunten, y que esa pregunta los inquiete, estarán reconociendo que Isabel es más que un cuerpo, que un dispositivo rico en orificios. Isabel se reserva su pensamiento y su corazón y por lo tanto, su decisión de gozar o no: eso le brinda la posibilidad de trascender las condiciones más indignas de su trabajo, elevándolo a la categoría del trabajo divino. ¿Quién sabe qué imagina Isabel, mientras los hombres bufan, se afanan y transpiran sobre su cuerpo lánguido? ¿Acaso no quiso Dios comprar nuestro amor al regalarnos el mundo, con los mismos resultados insatisfactorios?
(Continuará.)