Marcelo Figueras
La semana pasada compartí una charla en la librería El Astillero con los escritores Aníbal Jarkowski y Elsa Drucaroff. La convocatoria la hizo la revista El Interpretador, a partir de un interesantísimo artículo de María Vicens que ligaba tres de nuestras novelas (El trabajo en el caso de Aníbal, El infierno prometido, una prostituta de la Zwi Migdal de Elsa y mi primer libro, El muchacho peronista) bajo el título Territorios de placer, dinero y anarquía: notas sobre el trabajo en la narrativa argentina contemporánea. El texto de María vale por sí solo, es fácil de encontrar en internet. Lo que incluyo a continuación son algunas ideas sobre el tema inspiradas por las vueltas de la charla.
El conflicto está expresado -o quizás sería mejor decir enterrado: algo que, inevitablemente, sólo puede ser extraido con esfuerzo de la materia original- en el relato fundante de nuestra civilización. El ser omnisciente a quien se atribuye la inspiración de la Torah, de la Biblia y del Corán crea el universo entero de la nada, en el lapso de seis días. Al séptimo, dice la narrativa, descansa. Pero cuando la primera criatura humana desafía sus órdenes, el ser omnisciente la destierra del Edén y formula una condena que pretende, por cierto, perpetua: ‘Ganarás el pan con el sudor de tu frente’.
La frase es simple, lo cual significa ante todo que será muy efectiva cuando se la use, como ocurrió durante la entera historia de la especie, para inducir al equívoco. No introduce el trabajo como parte de la condena -después de todo, ganarse el pan es la mitad de la frase que coincide con lo dado, con la asunción de la existencia como un esfuerzo tan natural como el del corazón al latir-, sino la modalidad en que sí opera como castigo: la recurrencia del sudor, esto es, del trabajar con un esfuerzo que se padece, que se hace sentir sobre el cuerpo, que lo lastra en contradicción con la levedad del ser. No creo que Dios, Yahweh o como quieran llamarlo estuviese sugiriendo que la creación del universo no fue un trabajo digno de encomio. Por algo se anota el descanso del séptimo día. Creo, más bien, que para Dios fue ante todo un placer, quizás inesperado. Que la necesidad del descanso sólo se impuso una vez que el trabajo había terminado. Y que al pensar en el peor de los castigos posibles para el hijo rebelde, se le ocurrió que nada lo haría rechinar más los dientes -que nada sería un infierno mayor- que el trabajar sin disfrute.
Una maldición que como suele ocurrir, opera no sólo sobre su víctima sino también sobre aquel que la pronuncia. A partir de entonces, Dios ya no consigue hacer su propio trabajo sino con enorme esfuerzo, y frecuentando el fracaso. En la versión cristiana de su historia se intenta, incluso, asumir el fracaso como parte inevitable de la existencia: Jesús muere para vivir, sucumbe para triunfar. Pero ni siquiera esa desmesura le alcanza a Dios para retomar la iniciativa política. La mera existencia de la especie humana es para Dios un telegrama de despido, o si se quiere, una permanente consulta popular que le recuerda que sí, aunque su claque y su oficina de prensa le juren lo contrario, la gente demanda que formalice su renuncia.
(Continuará.)