Marcelo Figueras
No debería haber oposición entre los trabajos ‘buenos’ y aquellos que nos reportan dinero. El dinero es inescapable en los términos de la actividad humana tal como la hemos concebido. El dilema pasa por el trabajo que el dinero nos cuesta, y el valor que le otorgamos a la suma en juego. A contrapelo del dicho popular, yo creo que no todo lo que cuesta vale. Si nos abocamos a conseguir la suma que creemos merecer, terminaremos siendo esclavos del dinero. (¿O acaso no nos sentimos todos con derecho a merecer millones?) Si en cambio nos contentamos con una suma mínima que satisface la operativa indispensable -techo, comida, educación-, seremos tan libres para crear como el ser omnisciente del relato original.
Esa es la riqueza que los escritores, y muy especialmente los latinoamericanos, damos por sentada. Como está claro que nunca tendremos millones, negociamos con los escasos dineros que nos ofrecen sin perder el goce del trabajo. Mientras la mayoría de la gente piensa que nuestra tarea nos empuja a la miseria y a la abyección (¡como el trabajo de las prostitutas!), nosotros sabemos que, muy por el contrario, es más bien la garantía de nuestro goce. Encadenados al procesador de textos, pero libres. Esforzándonos a diario, pero sin producir más sudor que el bueno.
La cuestión pasa por la defensa del goce, en el trabajo que sea. Por indigna o inexplicable que nos parezca la tarea, siempre hay gente en condiciones de disfrutar de lo que hace. Yo nunca entendí por qué mi padre eligió ser dentista, pero tampoco malentendí lo esencial: supe ver que era feliz cuando trabajaba. Vivimos en sociedades que tienden a considerar la humildad en los medios como una carencia, un signo de fracaso. También se tiende a ver un lobo de tres patas como un animal mutilado, cuando yo no veo otra cosa que un animal que se ha liberado de la trampa.