Víctor Gómez Pin
Hay lugares que parecen haber sido erigidos respondiendo a una necesidad de que el alma humana encuentre espejo para sus fantasmas más profundos. Lugares como esos "naberezhnaie", malecones a lo largo de los múltiples brazos del Nieva en los que el protagonista de Noches blancas va saludando a sombras desconocidos que le ignoran, o lugares como esa Venecia que alecciona al Narrador de La Recherche para que se alce a la altura de la exigencia espiritual que el mismo se ha trazado. Estos lugares nos conmueven particularmente porque, tras cada elemento de su construcción, percibimos el esfuerzo titánico que han realizado los hombres para superarse a sí mismos; superación paradójica, pues se trata de vencer las inercias que les impiden precisamente desplegar su humanidad y reconocerse en ella.
En esta potencia de provocar un sentimiento de reencuentro reside la universalidad de ciudades como San Petersburgo. Mas esta potencia es indisociable de la persistencia de una vida propia. Cuando el equilibrio entre habitantes de la ciudad (los únicos que pueden preservar su carácter) y visitantes se rompe; cuando una ciudad -por razones económicas más o menos justificadas- publicita sistemáticamente sus encantos, siento millones los que pican el anzuelo, entonces cabe decir que los ciudadanos son desposeídos de una parte de sí mismos. Piénsese en esa plaza de San Marco, vedada de hecho a los que en Venecia residen, al igual que darse una cita en una terraza de la Rambla es algo que entre barceloneses constituye hoy algo insólito.
Felizmente, la ciudad de San Petersburgo se salva aun de tal naufragio. Hay ciertamente avenidas centrales dónde su alma parece haberse perdido entre los establecimientos comerciales, que homologan hasta la indiferenciación las calles centrales de Milán, Hannover o Edimburgo. Pero todavía sus lugares auténticamente emblemáticos son poblados de gentes que viven en la ciudad, y rusa es la lengua que mayoritariamente puede oírse en ellos.
Pero sobre todo, los brazos del Nieva parecen aun libres de ese cáncer espiritual de nuestra época que es la mirada etnológica. El que a ellos se acerca contempla sencillamente un profundo paisaje urbano que es siempre una promesa de puerto. Puerto esencialmente de barcos de carga, y por ello me atrevo a decir que puerto para quien de verdad ama los puertos. Nada en San Petersburgo análogo al desolador "Maremagnum" barcelonés, que cierra literalmente la antigua apertura al mar; lo cierra de manera muy concreta a la mirada de quien lo cantaba, el poeta catalán Joan Salvat Papasseit, desarraigado en un muelle del cual fue un trabajador.