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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Corto Maltés y la aventura de hoy (3)

En este mundo que nos toca vivir, la aventura tradicional ha sido contaminada por la realidad. ¿Cuál sería la diferencia entre el buscador de tesoros y el capitalista de profesión? Ninguna, más allá del hecho de que buscar tesoros suena más divertido que embaucar a ricachones -tal como lo hizo el pirata moderno Bernie Madoff: cuestión de matices y no de esencias. Durante siglos la aventura encontró excusas en la política, pero eso ya no es fácil en estos tiempos de nula ingenuidad. Si Dumas fils escribiese hoy, ¿aceptaría tan fácilmente que sus aventureros defendiesen la monarquía británica, por mencionar tan sólo una entre las que hoy sobreviven? Lo más probable es que no, porque Los tres mosqueteros y sus continuaciones fueron concebidas en un tiempo de fe en las instituciones y el nuestro es un tiempo que desconfía de todas ellas -incluso de la democracia, institución que financió Guantánamo y ordenó el bombardeo sobre Gaza. 

         Por eso los narradores de la aventura de hoy eligen el pasado (piensen en Indiana Jones), el futuro distante (piensen en Star Wars) o los mundos paralelos (lo que va de El señor de los anillos a Matrix). El pasado es un tiempo donde uno puede permitirse la ingenuidad de abrazar una causa con el corazón puro; por eso mismo el IRA fundacional con que el Corto colabora en Las célticas es una banda de románticos, mientras que el IRA de fines de siglo tiende a ser visto como una banda de fanáticos -a la manera de los filmes The Crying Game, In the Name of the Father y The Devil's Own. El futuro distante es un pasado disfrazado, como lo demuestran las espadas de luz de Star Wars. Y lo mismo puede ser dicho de los mundos paralelos: ¿o acaso no combate Neo mediante una combinación de las más antiguas artes marciales? Al elegir el desplazamiento a mundos donde todo puede darse el lujo de ser blanco o negro, los creadores contemporáneos están sugiriendo que la aventura no es practicable en el mundo de hoy. Entienden que el deseo del aventurero de cambiar el mundo, o cuanto menos su mundo, es utópico en esta era de capitalismo salvaje triunfante. Y por eso se mudan a tiempos, o inventan nuevos, en los que al menos pueden permitirse el beneficio de la duda.

          Lo cual suele redundar, ay, en aventuras conservadoras, o cuanto menos gatopardistas: lo cambian todo para que nada cambie.    

 

                                                                                      (Continuará.)



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28 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Corto Maltés y la aventura de hoy (2)

En el principio, el Corto busca lo mismo que tantos otros aventureros profesionales: tesoros hundidos, dinero, rarezas arqueológicas. Pero con el correr del tiempo su búsqueda se vuelve más mística que material. Es verdad que siempre tuvo una raíz mística: el Corto buscaba tesoros no tanto por su valor en metálico, sino por un amor a la búsqueda en sí misma-y a lo que representa en tanto desentrañamiento de lo oculto. Aun así, su evolución lo ayuda a desprenderse del componente material de esta persecución para concentrarse más bien en su aspecto quimérico: la entrada al mundo oculto de Mu se convierte en un saber más preciado que aquel cifrado en el mapa del mejor tesoro.

Particularmente en sus últimas aventuras -Las Helvéticas, Mu-, las peripecias del Corto son ante todo travesías del alma. Alguno dirá: pero los mejores libros del Corto Maltés no son esos, sino aquellos en que la aventura más tradicional está al frente, desde La balada del mar salado hasta Corto Maltés en Siberia. En todo caso se trata de aquellos relatos en los que el balance entre lo mundano y lo trascendente está mejor logrado. Para tratarse de un aventurero hecho y derecho, el Corto exhibe desde el comienzo un apego más que tenue a las ganancias materiales. En la mayor parte de sus historias pierde tesoros tan pronto los encuentra, sin mostrar contrariedad alguna; es como si el Corto evaluase la cuestión de acuerdo a la calidad del juego que entrañó hallarlos, antes que por su valor en efectivo. Más aun: el Corto parece siempre extrañamente dispuesto a sacrificarlo todo -las coordenadas del tesoro, el tesoro mismo- a cambio de bienes inmateriales como el amor de Pandora Groovesnore o la amistad de Rasputín. (Uno de los mejores personajes de la ficción mundial, dicho sea de paso: la capacidad de Pratt para hacer que Ras sea siempre tan cruel e impredecible como entrañable es -créanle a un escritor- un verdadero acto de equilibrio en las alturas.)

Cuando los sabios con que el Corto se cruza en el camino le dicen que busca algo que nunca encontrará, están predicando para un converso: el Corto sabe bien que no le hablan de tesoros. Por eso su derrotero se parece cada vez más a lo que los medievalistas llaman quest, una aventura-búsqueda con un objetivo no material sino místico -quest, por ejemplo, es la persecución del Santo Grial. Lo que el Corto intuye, y empieza a practicar de inmediato, es que en este mundo ya no queda lugar para las aventuras que no transitan por la avenida central del alma.

 

(Continuará.)



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27 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Corto Maltés y la aventura de hoy

Una de las cosas que -me di cuenta recientemente- tiendo a hacer a fin de año, cuando la cabeza pide basta y el cuerpo reclama un tiempo blando, es releer viejas cosas que no pueden producirme más que un placer perfecto. Esta vez, sabrá Dios por qué, fue el turno de la saga del Corto Maltés , la más memorable de las criaturas creadas por el historietista Hugo Pratt. En estos días la estoy desandando en orden cronológico -no en el orden que fueron escritas, con La balada del mar salado en primer término, sino más bien respetando la cronología de la ‘vida' del Corto, lo cual pone al libro La juventud en el inevitable comienzo y a la aventura de Mu en último lugar.

Amo del Corto esa impronta bogartiana propia de Casablanca: la del aventurero cínico por fuera y romántico por dentro, que sólo se dice conmovido por el dinero y su interés personal al tiempo que arriesga su vida por los más débiles y por causas más grandes que sí mismo.

Me gusta también que insinúe un nuevo estadio del concepto de aventura que prácticamente nadie ha retomado desde entonces. El mismo Indiana Jones, criatura post-Corto aun cuando frecuente parte de su terreno, tiende más bien a reafirmar el viejo concepto de aventura: aunque el héroe es imperfecto, su accionar preserva la ‘perfección' del sistema. En cambio el Corto no colabora nunca con el sistema: más bien tiende a perder, poniéndose siempre en el bando de las causas sin futuro o de aquellos que están en inferioridad de condiciones. Quiero decir: puede ayudar al surgimiento de un liderazgo político -como hace en Brasil al ungir al por entonces pequeño Corisco de Sao Jorge- pero nunca asumirá algo similar sobre sus propios hombros. En parte por individualismo, imagino: el Corto ama su libertad y necesita girar por el mundo de manera incesante. Pero también por desconfianza inspirada en la experiencia. El Corto entiende que las luchas políticas son necesarias en este mundo; y también le consta que hasta sus mejores logros son limitados, o al menos perecederos: toda revolución esconde el germen de su propia corrupción, como le demuestra el destino de sus amigos Jack London y John Reed, como se desprende de la vida del portero de hotel con quien se relaciona en Ancona y que con el tiempo se convertirá en Josef Stalin.

El Corto no rehuye involucrarse: nunca pasa del mundo, asume los problemas que presenta como propios -aun cuando son ajenos, aun cuando perjudican a otros que no son él. En este sentido, el Corto es un romántico de izquierdas tanto como el Rick Blaine de Casablanca. Pero tampoco hace del mundo su obsesión, en la medida en que intuye que la vida -y por ende la aventura- tiene al menos tanto de sueño como de realidad.

Lo cual nos coloca en el umbral de este nuevo concepto de aventura que mencioné más arriba.



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26 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nos es oro todo lo que hacen relucir

Gomorra me decepcionó profundamente. Había leido maravillas sobre la película de Matteo Garrone, a la que muchos pintaron como el retrato definitivo del accionar de una organización mafiosa; de hecho me senté a verla con el deseo de tener algo que agregar a mi lista de lo mejor del año 2008. Pero me pareció una película convencional, que se esconde detrás de una cámara con pretensiones documentalistas para ocultar que en realidad carece de un punto de vista personal para narrar su historia.

Lo que llegó al punto de ofenderme fue recordar que tantos críticos dijeron que Gomorra llegaba allí donde Ciudad de Dios no podía ni asomar. Es verdad que comparten una temática y un tipo de historia -un relato coral, que avanza sobre los hombros de múltiples personajes que a menudo ni se cruzan. Pero allí se acaban todas las similitudes. Ciudad de Dios es una obra artística, en la cual -por definición- sus creadores toman una materia real y la transforman en algo más por vía de la imaginación y el uso consciente de los recursos narrativos del cine. En cambio Gomorra es un pastiche de escenas sueltas, algunas más inspiradas que otras, pegadas de forma que niega toda noción de construcción del relato, de progresión dramática, de estructura narrativa. Habrá quien sostenga que Garrone lo hizo así adrede, escudándose en presuntos principios estéticos de esos que están tan de moda en el cine ‘moderno'. A no ser que la torpeza sea una estrategia narrativa, yo creo (eso es lo que el filme me cuenta, al menos, durante el proceso de su visión) que Garrone hizo apenas lo que pudo -que no es mucho.

Ver Gomorra me trajo el recuerdo de una cena que compartí con el Indio Solari años atrás, cuando los Redonditos de Ricota todavía existían. A la hora de ordenar, el Indio manifestó que las ensaladas verdes le producían rechazo. No por ser antivegetariano ni nada parecido, sino por falta de elaboración. Las hojas verdes apenas aderezadas se le antojaban pasto. Solari exigía a su comida, y por extensión a los cocineros, lo mismo que le ha exigido siempre a la vida: un poco de inventiva, de esfuerzo -de arte.

Para mí Gomorra fue igual a comer pasto. En cambio Ciudad de Dios me sigue pareciendo un plato suculento.



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23 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una revolución inconclusa

Lo que sí vi fue Revolutionary Road, de Sam Mendes, basada en la novela que Richard Yates publicó originalmente en 1961. Sus impecables credenciales -director prestigioso, clásico de la literatura, protagonistas inmejorables: Kate Winslet y Leonardo Di Caprio, en su primer romance cinematográfico después de Titanic- tornan imposible el naufragio, pero Revolutionary Road no es todo lo que podría haber sido. El puerto al que arriba, tan distinto del esperable, es consecuencia de dos circunstancias: una propia de la obra misma y otra exterior a ella -y por ende inmanejable.

         La elección de Leo Di Caprio para el papel de Frank Wheeler suena irreprochable desde el marketing de la película, pero errónea desde lo artístico. No es que Di Caprio sea un mal actor: por el contrario, es bueno y su esfuerzo en la composición de Wheeler resulta notorio. Pero hoy más que nunca Di Caprio encarna una suerte de hombre-niño, un adulto que no logra desprenderse del todo de sus rasgos infantiles. Y Frank Wheeler es un hombre-hombre, digno hijo de su época -mediados de los años 50, en el relato-, aunque su masculinidad encubra la inmadurez propia del eterno adolescente. Casi puedo escuchar el razonamiento de Sam Mendes: que Di Caprio sea como es ayuda a poner en evidencia el aspecto infantil de Frank. Pero el resultado es muy distinto: en lugar de pintar a Wheeler como un hombre inmaduro, lo pinta como alguien que es esencialmente un muchacho caprichoso. Y cada uno de sus enfrentamientos con April (Winslet), su esposa, se traduce en una conducta que huele a caprichosa, a ataque de nervios de niño malcriado, en lugar de la fría desesperación del hombre atrapado dentro de su propia vida que Yates construye de manera tan efectiva.

Así la aparente diferencia de edad entre Di Caprio y Winslet, ya evidente en Titanic, se vuelve insalvable en Revolutionary Road. Aun a pesar de que el guión se detiene menos en April Wheeler, Winslet arma una mujer completa. En cambio el Wheeler del filme termina siendo un personaje insatisfactorio. Hay momentos en los que Mendes parece estar dirigiendo la remake de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Pero Di Caprio no es la misma clase de hombre que Richard Burton. Y por lo demás Frank Wheeler no es un personaje excesivo e histriónico, como el de Burton en aquella película seminal de Mike Nichols. Es, más bien, la máscara de masculinidad y contención tan propia de su época, aquella década en que los hombres de treinta años lucen hoy en las fotos como de cuarenta y cinco. No puedo menos que imaginarme cuánto habría ganado la película con Jon Hamm, el protagonista de la serie Mad Men, en lugar de Di Caprio.

         Lo cual nos lleva al inconveniente exterior a Revolutionary Road. La película se queda corta por culpa de un error de timing: el hecho de haber llegado al cine después de la existencia de Mad Men. En más de un sentido, Mad Men pinta la seca desesperación de la novela de Yates mejor que el filme de Mendes. Y no es sólo cuestión de contar con más tiempo para narrar: Mad Men lo logra mejor en cualquiera de sus episodios de una hora. Qué se le va a hacer: Revolutionary Road resulta víctima de un prejuicio propio de la época que narra: creer que el cine era el medio artístico por antonomasia en oposición a la TV pasatista, olvidando fatalmente que en nuestros tiempos la TV es muy -pero muy- superior al cine.



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22 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sobre la semilla de la vocación (3)

Cuando la secundaria llegaba a su fin -la terminé en 1978, en plena dictadura-, me senté delante de mis padres y les dije que quería ser escritor. (Mi otra opción era la carrera de cine, pero los militares habían depositado un obstáculo muy concreto al clausurar todas las escuelas.) No se sorprendieron, lo mío era evidente a esa altura. Tan evidente, que ya habían preparado una respuesta llena de ‘peros' sensatísimos. Dijeron que no objetaban mi vocación -astutos...-, pero que lo fundamental era encontrar una carrera que me permitiese ganar el dinero imprescindible para mantenerme en la vida. ¡Nada me impediría seguir escribiendo en mis momentos ‘libres'!

         Mis padres pensaban que la del escritor era una vocación de hambre.

         Nunca se me ocurrió estudiar la carrera de Letras. Todavía hoy me resulta extraño el hecho de no haberlo considerado siquiera; muchísimos de los escritores que conozco tomaron este camino natural, para sostenerse luego como maestros o profesores mientras concebían su Obra Maestra. (¡En sus momentos ‘libres!) Sin embargo opté por el periodismo. ¡Yo, que hasta entonces no había manifestado el menor interés en el mundo real!  ¡Yo, queriendo contar la verdad -porque de eso va el periodismo, aunque pocos profesionales lo practiquen- en la Argentina amordazada de la dictadura!

         Se me había ocurrido que el periodismo era lo que más se parecía a lo que yo quería hacer, entre las opciones que se me presentaban. Y no me equivoqué. La esencia es la misma: contar historias de la mejor manera posible. Cambian las condiciones, por cierto. Lo sine qua non en el periodismo es poder dar fe testimonial de cada hecho narrado. La narrativa pura me impidió olvidarme de algo imprescindible en cualquier relato: sea real o no la historia, lo fundamental es que lo parezca -el mandato de la verosimilitud.

         Así que estudié y practiqué el periodismo, perserverando en la ficción en mis momentos ‘libres'. (Léase madrugadas y demás horarios de infarto.) La profesión me dio justo lo que necesitaba: el oficio -yo no soy de los que cree en la inspiración, sino en lo que Horacio Verbitsky define como horas-culo: trabajo, trabajo y más trabajo) y la falta de prejuicios respecto de la naturaleza de las historias. No me importa si son reales, inspiradas parcialmente en crónicas y en la Historia o por completo ficticias: lo importante es que me seduzcan.

         Y aquí me tienes, Paulina. Nunca he vivido de otra cosa que no sean las historias que narro. Tampoco he sido rico, y seguramente no lo seré en términos bancarios. Pero soy dueño de una fortuna que no se corroe ni corre riesgos de deflación. Hago lo que amo hacer y la gente -no mucha, puesto que no soy lo que se dice un autor masivo, pero la suficiente- parece conmoverse con mis historias. ¡Qué más puedo pedir!



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21 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sobre la semilla de la vocación (2)

Ya por entonces trataba de ponerme a prueba. Escribía cuentos, empezaba novelas siempre inconclusas, dibujaba historietas, fabricaba libritos ilustrados que vendía entre parientes y conocidos de mis padres. Hice una adaptación de Hamlet para representar con amigos en el patio de mi casa. En séptimo grado -tenía once años- escribí y dirigí mi primer cortometraje, una aventura absurda que mezclaba personajes de historias variopintas (James Bond venía de la literatura y del cine, Dennis Martin de la historieta, Brett Sinclair y Danny Wilde de la TV) con la misma naturalidad con que hoy me manejo -¡acabo de darme cuenta!- para saltar de un soporte narrativo a otro. Así es como es: nunca sentí la necesidad de optar artificialmente por la literatura en oposición a la historieta, o por el cine en lugar de la TV. ¡Lo que a mí me importaba era contar historias en todas partes!

         Durante la secundaria sufrí una extraña mezcla de vergüenza y de éxtasis cuando un profesor leyó un cuento mío en voz alta, delante de todos mis compañeros. (Era una historia de ciencia ficción; creo que por entonces andaba en mi fase Bradbury circa Crónicas marcianas.) Otro profesor de Lengua, el español Andrés Pérez, ofrecía oportunidades para levantar la calificación a todos aquellos que hubiesen leido un libro por propia iniciativa y se sintiesen dispuestos a conversar sobre el asunto; como los puntos de más no me venían nada mal (lo admito: nunca logré identificar los tiempos verbales por su nombre propio, ¿cuál de todos los pasados posibles es el pretérito pluscuamperfecto?), yo aprovechaba cada ocasión de presentarme a hablar sobre mis lecturas. Y el pobre Andrés me oía perorar sobre novelas de Ian Fleming, de Dumas y de Edgar Rice Burroughs y al final, casi derrotado, me preguntaba si no pensaba leer alguna vez algo más serio. Somos nuestra historia, indefectiblemente: ¿a quién le va a extrañar que me sigan gustando tanto los géneros populares?

 

(Continuará.)



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20 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sobre la semilla de la vocación

Paulina preguntaba hace algunos días por mis comienzos. Lo único que puedo decir es que no recuerdo nada que identifique como tal: siempre supe que quería narrar historias, desde la mismísima infancia. Por supuesto, con el correr de los años sufrí la tentación de las profesiones ‘serias'. Durante algún tiempo coqueteé con la idea de ser médico, arquitecto y hasta oceanógrafo. Pero nada (tan sólo el mar, en todo caso) me atraía tanto como el poder de las buenas historias -nada me seducía más.

         Aun cuando la vocación era difusa, tenía claro que prefería el disfrute de la ficción a cualquier otra actividad infantil: ni los deportes, ni los juegos de mesa ni las travesuras en grupo se comparaban al secreto arrebato que sentía ante un buen libro, historieta, película o serie. Supongo que todo lo demás me parecía común, sin lustre; y que ese fulgor que iluminaba mi existencia durante la inmersión en la ficción era, en cambio, una experiencia casi religiosa: me re-ligaba -de modo íntimo y secreto- con algo más grande que yo -lo que por entonces habría definido como el Orden de la Aventura.

         Una vez que identifiqué la existencia del artista detrás de esa magia (había alguien que movía los hilos para que todo ocurriese tal como ocurría), ya no dudé: yo quería hacer eso. Para ser más preciso: quise desde entonces producir en alguien a quien no conocía -y que quizás no hubiese nacido todavía- la misma clase de placer perdurable que los artistas producían en mí a través de sus obras. Por eso mi vocación es inseparable de la alegría de vivir: porque desde la semilla fue ya un deseo de compartir con otros lo que me hacía feliz, de tender puentes a personas desconocidas -de invitar a jugar.

 

(Continuará.)



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19 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Because

Anoche tuve un sueño muy simple. Me reunía con un grupo grande de gente -nadie de la vida real, aunque sentía que los conocía a todos- con la idea de ensayar canciones a capella. (No pregunten por qué: ¡ya dije que se trataba de un sueño!) Yo sugería Because, de Los Beatles; asumo que porque es una canción con muchas voces. La poníamos a prueba y en efecto, sonaba maravillosa. Y de inmediato la gente se dispersaba con distintas excusas: algunos por simple distracción, otros porque querían imprimir la letra... (Que es tan simple como el sueño, y en su parte esencial dice: ‘El amor lo es todo, el amor es nuevo / El amor lo es todo, el amor eres tú'.)

Me pasaba el resto del sueño tratando de que la gente volviese a cantar, a involucrarse en la melodía inolvidable. Desperté frustrado, claro. Y de inmediato entendí por qué había imaginado semejante cosa. (No esperen una explicación psicoanalítica: poética, en todo caso.) En los últimos tiempos vivo obsesionado por el genocidio palestino en particular, y en general por los argumentos que usa la gente para racionalizar el asesinato de niños. Sabrán disculpar, pero a mí las excusas que oigo por doquier -que no quedaba otra opción que esa violencia, que aunque X haya disparado la culpa de esas muertes es de Z- me suenan a monstruosidad lisa y llana, a pesadilla que se quiere hacer pasar por razón. E imagino que en mi sueño apelaba a la común humanidad -por algo los conocía a todos, aun cuando no supiese quiénes eran-, tratando por eso de que saliesen de sus burbujas individuales para volver a intentar la aventura de la canción compartida, esa música que sonaba tan maravillosa -cuando todos cantábamos nuestra parte en la armonía.

Si cada uno canta su canción individual, lo que se oye es ruido.

Si cantamos con otros, en lugar de en contra de otros, lo que suena es Because.

El amor lo es todo. El amor eres tú. 



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16 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cállate o te mato

Leí la noticia hace unos cuantos días, pero no puedo sacármela de la cabeza. Durante una proyección de The Curious Case of Benjamin Button en Philadelphia, un joven de 29 años llamado James Joseph Cialella se enojó con el hombre que tenía delante porque no dejaba de hablar con su hijo. Según declaró, les pidió que se callaran y como hicieron caso omiso, sacó la pistola Kel-Tec .380 que llevaba en la cintura de su jogging y le pegó al padre un disparo en el brazo. Se lo llevaron preso, claro, para endilgarle después los cargos de intento de homicidio, asalto agravado y violación de la legislación de armas. Pero sin duda alguna, ese señor lo va a pensar dos veces antes de volver a hablar en en voz alta dentro de un cine.

No voy a justificar la violencia, por cierto. Ni aprovecharé la ocasión para reflexionar sobre la laxa legislación en materia de tenencia de armas que es tan característica de los Estados Unidos. Pero tampoco negaré que más de una vez perdí la paciencia ante la gente que habla en el cine en plena proyección de una película. Durante algún tiempo las actividades ‘expansivas' en la sala fueron, sí, patrimonio de los americanos del Norte. Más de una vez he padecido el ruido ensordecedor de las manos hurgando en los botes de popcorn, los dedos desenvolviendo paquetes de golosinas y las lenguas embarcadas en conversaciones que exceden la pregunta o comentario ocasional. Pero hoy en día, la mala costumbre de los ruidos es una característica (cuanto menos) occidental en su conjunto.

Parte de la culpa la tiene la TV, que en la intimidad de nuestros hogares nos permite hacer lo que sea en plena emisión de cualquier programa. La mayoría de la gente que conozco tiene el hábito de encender la TV y conversar encima. Es verdad que existen emisiones que requieren tan mínima concentración que le posibilitan a uno hablar, comer, jugar al poker y estudiar esperanto mientras transcurren. Pero yo, tal vez por deformación profesional, cuando pongo algo en la TV me gusta atender a su desarrollo. Será porque -también- me gusta ver cosas que me desafían como espectador...

Sin embargo, más allá de la TV y de la falta de cortesía hacia el prójimo que se populariza cada vez más en nuestras sociedades, yo creo que mucha gente habla hoy en el cine porque ya no sabe cómo estar sola. Necesita el cotorreo constante para persuadirse de que está acompañada. Y se pierde la maravillosa experiencia del contemplar-con-otros, que es totalmente distinta a la de contemplar en soledad.

Dicho lo cual, confieso haber levantado la voz alguna vez para pedirle a un par de señores mayores que si querían hablar durante la película, esperasen a su edición en DVD y la viesen en casa. 



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15 de enero de 2009
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