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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Divide y reinarás

Quizás se hayan enterado ya del asunto, dado que trascendió rápidamente las fronteras argentinas. El intendente de una de las localidades más ricas del Gran Buenos Aires, llamada San Isidro, decidió levantar un muro de kilómetro y medio de largo para separar sus tierras de la vecina localidad de San Fernando. ¿Con qué objetivo? Combatir la (tan cacareada) inseguridad.
    Como era inevitable, al intendente Gustavo Posse le llovieron acusaciones de discriminación y racismo. Los vecinos del lugar hicieron notar que el muro parte su vida en dos, en tanto pone a muchos alumnos de un lado y a sus escuelas del otro, dividiendo además familias y convirtiendo el contacto entre lugareños en una experiencia casi carcelaria. Las voces críticas hablaban de un ‘Muro de Berlín’, pero yo no asocié el ‘Muro de San Isidro’ esa experiencia ignominiosa ni a los sonidos de The Wall sino a las murallas con que el Estado de Israel aisla diversas zonas de Palestina, dificultando el acceso de miles de personas a sus lugares de trabajo e impidiendo a los granjeros el contacto con sus campos.
    La excusa es idéntica: proteger al pueblo de Israel, o en este caso a los acomodados vecinos de San Isidro. Pero la realidad indica que una pared de kilómetro y medio no detendrá a delincuente alguno. Lo obligará a dar un rodeo, en todo caso, contribuyendo con su estado físico si el sujeto ‘va a trabajar’ a pie. Lo más probable, sin embargo, es que simplemente impulse a los delincuentes a ‘trabajar’ en otro lado. Esta intención coincide con uno de los objetivos tácitos de cualquier muro que encierra poblaciones: lo que se busca no es mejorar sus condiciones de vida, sino lograr que vuelquen su violencia en otra parte –y si es entre ellos, mejor.
    El deseo más insidioso de aquellos que apoyan la creación de estos muros es tan simple como inconfesable: se trata de sugerir a aquellos que han quedado encerrados que son poco más que animales; de contribuir a la quiebra de sus espíritus; de dar institucionalidad a su status de ciudadanos de segunda –pobres, marginados, sin futuro y ahora habitantes de un ghetto.
    Gustavo Posse debería ser objeto de un juicio político que pidiese su destitución. Pero seguramente habrá muchos (y no sólo ciudadanos de San Isidro) que reclamen para él la categoría de héroe, o lo que es lo mismo tratándose de política, de candidato de proyección nacional. La desintegración moral de buena parte de la sociedad argentina –y no hablo de la más humilde, precisamente- es tan grande, que mucha gente encuentra sensata la creación de ghettos siempre y cuando los que queden encerrados como criaturas infectocontagiosas sean otros –gente (que no es) como uno.



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9 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La honestidad como superpoder

Vi a Michael J. Fox en el Daily Show, entrevistado por Jon Stewart. ¿Se acuerdan de él, del adorable Marty McFly de Back to the Future? Desde que el Mal de Parkinson se le volvió incontrolable, prácticamente no ha vuelto a actuar. Lo que sí ha hecho desde entonces, y de manera incansable, es trabajar para crear conciencia sobre la enfermedad. Su participación en campañas y su apoyo a los científicos que investigan a partir de células embrionarias ha sido encomiable, a la vez que le valió no pocas críticas.
    Rush Limbaugh, virtual vocero de la derecha en los Estados Unidos (es el más popular de sus rostros en los medios), llegó a decir que Fox ‘actuaba’ su enfermedad ante las cámaras, exagerando para obtener réditos políticos. Sólo alguien despreciable como Limbaugh, capaz de decir lo que considere necesario para llevar agua a su molino, puede concebir siquiera que alguien finja semejante cosa durante una entrevista en la televisión nacional –lo que equivale a decir, ante la vista de sus cuatro hijos.
    ¿Alguna vez se cruzaron con Fox por TV en estos años? Les juro que hace doler el alma. Verlo luchar con su cuerpo indominable es angustiante, aun cuando Fox escapa de la autocompasión por la vía del humor. Durante su presentación en el Daily Show percibí una dificultad en el habla que antes no estaba, pero su gracia y su humanidad siguen intactas.
    Stewart le preguntó cómo lidiaba con sus hijos, dado que los niños suelen padecer el descubrimiento de que sus padres no son superhéroes. Fox comentó una conversación reciente con su hija más pequeña, de apenas 7 años, durante la cual le explicó la diferente manera en que sus cerebros funcionaban. ‘Creo que lo que evita que sufran es la manera en que valoran la honestidad’, dijo. ‘No necesitan que tengamos ningún superpoder, les basta con que seamos honestos con ellos’.
    Mis respetos más profundos para este señor.



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8 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Happy ending / Gnidne yppah

Releyendo Matadero Cinco de Kurt Vonnegut, me di cuenta de que nunca había visto la adaptación al cine de George Roy Hill, que ganó el premio mayor del festival de Cannes en 1972. Husmeando en Wikipedia, me enteré de que una de las diferencias más notorias entre film y novela era la ausencia en el cine de uno de los mejores pasajes de la obra de Vonnegut. En el Capítulo Cuarto, Billy Pilgrim, el protagonista, enciende la TV y se engancha con una película sobre la Segunda Guerra Mundial –pero la ve en reversa, esto es, de atrás para adelante.
    Según Wikipedia, el mismo Vonnegut lamentó que esa escena no figurase en la película. La excusa que allí se da es vaga, y carece de una fuente confiable: aparentemente, la secuencia ‘no habría sido viable dentro de las constricciones temporales del film’. Es una pena: sería una secuencia inolvidable. Supongo que el único que está agradecido por su ausencia es Gaspar Noé, que de hecho basó toda su película Irreversible en ese proceso narrativo.
    Al igual que en Irreversible, el relato de Vonnegut nos permite desandar el horror. Los bombarderos americanos que vuelan hacia atrás sobre una ciudad alemana abren sus vientres, un ‘magnetismo milagroso’ hace que los fuegos que devoraban la ciudad se metan dentro de cilindros de metal que ascienden al cielo y encuentran cobijo dentro de los aviones. Cuando los bombarderos regresan a sus bases, las bombas son trasladadas a los Estados Unidos y desmontadas en fábricas. Sus componentes más peligrosos son convertidos en minerales y regresados a las entrañas de la tierra, ‘para que nunca vuelvan a lastimar a nadie’.
    Cuánto me gustaría ver una escena así en el cine, en la TV.
    Cuánto me gustaría que la vida nos permitiese desandar tanta muerte.
    No nos deja, por esas cuestiones del tiempo y sus reglas de juego. Pero para compensarnos, nos otorga la posibilidad de evitar las guerras del futuro.
    Ojalá las palabras de Obama en pos del desarme sean más que palabras.
    Yo tampoco quiero que exista un Matadero Seis.



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7 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El peso de la(s) palabra(s)

Las palabras tienen vida propia. Quiero decir: suelen dejar que las usemos, que al dictarles orden e imponerles sentido nos creamos a cargo, cuando en realidad son ellas las que mandan. Tiempo después de haber sido dichas, o escritas (porque las palabras no tienen apuro), se las ingenian siempre para demostrarnos que en realidad aludían a otra cosa; o bien que su mensaje no era cosa del pasado, del momento en que fueron articuladas, sino del futuro que tenemos ad portas. En el primero de los casos, regresan como comedia. En el segundo, como profecía que en su propio tiempo fue desatendida.
    Ejemplo de lo primero. El sábado vuelvo a ver Rear Window, de Alfred Hitchcock. En la primera de las deliciosas escenas que comparten Thelma Ritter y James Stewart, Ritter sostiene que ella tiene olfato para los problemas. Y procede a explicarlo de la siguiente manera:
    ‘¿Se acuerda del crash del 29. Yo lo predije. En esa época trabajaba de enfermera de un director de General Motors. Tiene problemas en los riñones, decían los demás. Es un problema de nervios, decía yo. Entonces me pregunté: ¿qué razón tendría General Motors para estar tan nervioso? Sobreproducción, me respondí. Colapso… Cuando GM tiene que ir al baño diez veces por día, el país entero debe estar a punto de explotar’.
    Quien quiera oír resonancias del actual trance de General Motors y de los Estados Unidos en general, puede.
    Corte. Pasamos al segundo ejemplo.
    ¿Recuerdan que pocos días atrás cité aquí mismo unos párrafos del libro Opium: A History, de Martin Booth, donde narraba cómo se narcotizaba a los niños pobres de la Inglaterra victoriana para que no jodiesen ni de día ni de noche? Me había impresionado ese fragmento porque sugería que los tiempos no habían evolucionado tanto como querríamos creer: ahora los opios son diferentes, pero se sigue intentando narcotizar a los niños pobres para que no jodan ni de día ni de noche –ni en las calles ni en las escuelas.
    Ayer domingo abro el diario Página 12. En el artículo de sus páginas centrales, Mariana Carbajal informa sobre un grupo de adolescentes que están encerrados en una clínica neuropsiquiátrica para adultos de la Capital Federal. Hijos de un doble desamparo (social y familiar), deberían estar en centros para menores o incluso externados. Sin embargo permanecen en cautiverio desde hace demasiado tiempo –y sobremedicados como los niños victorianos, para que no jodan a sus cancerberos.
    Vivimos en sociedades que tienden a encerrar a sus pobres y a sus locos en ghettos. Y que recurren a eufemismos, frases bañadas en amianto, para preservarse del fuego de la verdad.
    Hay frases que conozco desde hace mucho, pero que sólo con el tiempo van revelando su sentido más profundo. Por ejemplo esta, que no sé dónde oí y cuyo autor ignoro: somos tan buenos como el trato que damos al más débil de nosotros.



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6 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La colmena

Amo las filmaciones. Y soy consciente de la dificultad de explicar semejante amor. Para la gente que no está interesada en el proceso, entraña un aburrimiento sublime: horas y más horas de espera en las que nada parece ocurrir (el tiempo que suele llevar una puesta de luces), a cambio de magros minutos de acción frente a las cámaras. Para peor, aquellos habituados a este régimen no expresan su propio amor con facilidad, dado que saben de las (infinitas) dificultades que supone una filmación: se trata de una lucha contra (todos) los elementos, que para peor se desarrolla en un tiempo acotado con mucho de cuenta regresiva –a matar o morir en el intento.
    En estas semanas de filmación de Las viudas de los jueves, la película de Marcelo Piñeyro basada en la novela de Claudia Piñeiro, he revivido estos aires de comedia shakespiriana que caracterizan todos los rodajes. (As You Like It, sin ir más lejos, nos recuerda que ‘Todo el mundo es un escenario, y todos los hombres y mujeres meros actores: tienen sus salidas y sus entradas; y cada hombre desempeña múltiples roles en su tiempo’.)
    Cualquier cosa puede ocurrir. El clima jugando en contra: tormentas dignas de la locura de Lear, el frío que se ensaña sobre los actores vestidos como en una noche de verano. Aquello que, pudiendo fallar, falla, como no puede ser de otro modo dado que –el mismo Piñeyro me lo recordó días atrás- la ley que rige estos emprendimientos es la de Murphy: localizaciones que se caen a último minuto, perros de la vecindad que se niegan a callar para las tomas, aviones que se estorban en el cielo para enturbiar cada registro de sonido. En los momentos más agitados, los sets se parecen al interior de una colmena: hay tanta gente haciendo tantas cosas al mismo tiempo, trayendo ropa, transportando escaleras, tirando cables, aportando utilería, que el hecho de que no haya colisiones a diario (‘Grave accidente: ¡meritorio de dirección decapita a maquilladora con una claqueta!’) no está por debajo del milagro.
    Pero claro, también existe lo otro. El placer de ver cómo se arma una puesta de luces, que es como ser testigo de un cuadro pintado en tiempo récord. La honda satisfacción (un defecto profesional, lo admito) de presenciar la forma en que las palabras escritas se vuelven vida en el cuerpo de un actor. El dulce suspenso que anticipa cada toma, en busca del plano perfecto. (La frase más repetida en un set es siempre la misma: ‘¡Hacemos una última!’, a sabiendas de que nunca lo será.) Las escenas que uno presencia y que el publico no llega a ver: Pablo Echarri haciendo flexiones de brazos junto a la piscina para liberarse del frío, Juan Diego Botto cantando Taxman entre toma y toma, Leo Sbaraglia (con ese aspecto de actor tan serio) bromeando sin parar en los descansos, Ernesto Alterio y Botto jugando al pool para matar el tiempo… Y last but not least, la camaradería que se impone a las jerarquías y a los momentos de tensión, con la regularidad de las mareas.
    En el fondo, lo que más me gusta de los rodajes es saber que esa gente (desde el peluquero hasta la estrella, desde el eléctrico hasta el director) dedica su energía a la menos redituable y más elusiva de las búsquedas: la de la belleza. Todos ellos tratan de crear una miel que perdure e inspire –aun cuando uno ya no esté aquí.



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3 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Asignaturas pendientes

¿Por qué será que cuando alguien muere –y ni hablar si resulta asesinado- se convierte en la encarnación de todas las virtudes? ‘Era muy bueno, todos lo amaban, un gran ser humano’, coinciden las voces. Parece que estuviesen sugiriendo, aun de manera involuntaria, que si el muerto no hubiese sido bueno su deceso no sería de lamentar. Cuando en realidad toda muerte entraña una pérdida y un dolor –por pequeño, por sordo que sea.
    La muerte de Raúl Alfonsín, el primer presidente argentino post-dictadura, disparó la inevitable competencia de ditirambos. Yo no soy quien para negarle a nadie sus méritos, pero en este caso en particular me gustaría apartarme del coro de ángeles para recordar un daño grande que, a mi juicio, Alfonsín le legó al pueblo argentino. Al hocicar ante las presiones militares, pactar con los genocidas entre bambalinas y regalarles la impunidad, permitió un retroceso atroz en la causa de los derechos humanos. Mi novela nueva, Aquarium, de la que algo he hablado en estos días, trata de cosas muy distintas (de hecho, transcurre entre Israel y Palestina al comienzo de la segunda Intifada) pero recuerda el trauma de la siguiente manera:
‘Puede que al capitular (Alfonsín) haya salvado algunas vidas. Lo indiscutible es que empujó a millones al barro del siguiente silogismo:

Estos militares son culpables, estos militares no pagan pena alguna. Ergo, si nosotros no purgamos pena alguna somos tan culpables como estos militares’.

    Eso es lo que Alfonsín hizó, le haya gustado o no: disolver la culpa en la sopa de todos los argentinos, equiparando justos con pecadores.
    Creo que hizo algo incluso más peligroso. A pesar de haber sido consagrado por la mayoría de los votantes, en la hora de la crisis no confió en ellos. Prefirió negociar a espaldas de la gente, como un típico político de comité, en lugar de reclamar su apoyo cuando más necesario era. Desde entonces la frase ‘Felices Pascuas’, que pronunció para enviarnos a casa cuando habíamos acudido en masa a apoyarlo en la porfía con los genocidas, nos suena amarga.
    Nuestra débil democracia (débil por muchas razones además de esta) es más frágil aun desde que fijó en el imaginario de la gente que nuestros gobernantes nos seducen antes de votar y después, a los primeros vendavales, se bajan los pantalones delante de los otros poderes fácticos –el dinero y la fuerza- acomodándose a sus conveniencias.
    Eso no es democracia, es gobierno al mejor postor.
    Prefiero aprovechar la noticia de esta muerte no para sumarme a las beatificaciones huecas, sino para recordar las asignaturas que Alfonsín nos dejó pendientes.



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2 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El hombre que estaba de parte del toro

Días atrás me crucé por TV con el documental Trumbo. Autor de la estremecedora Johnny Got His Gun y guionista de cine, Dalton Trumbo fue uno de los ‘Hollywood Ten’, esto es, parte del grupo de diez profesionales que fueron citados a declarar ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas (HUAC) en 1947, durante la caza de brujas liderada por el senador McCarthy en contra de todo lo que oliese a izquierdas.
    Trumbo fue a la cárcel por once meses y se le prohibió volver a escribir para el cine. Emigró a México y toleró las más grandes iniquidades. (Uno de los tramos más terribles del film relata las torturas que sufrió su hija Mitzi por el hecho de ser hija de Trumbo: compañeros, padres de compañeros y autoridades de la escuela castigando a una niña por tener un padre sospechado de izquierdista.) Durante este ostracismo Trumbo siguió escribiendo guiones que figuraban a nombre de testaferros, llegando a ganar un Oscar por The Brave One que no pudo recoger, dado que estaba registrado a nombre de Robert Rich. (Nombre que había elegido haciendo gala de ironía.)
    Hubo dos nombres que lo ayudaron a salir de la lista negra. El primero fue Otto Preminger, que no tuvo problemas en darle el crédito que merecía como autor del guión de Exodo. El segundo fue Kirk Douglas en su carácter de productor, que lo reconoció en la pantalla como guionista de Spartacus de Stanley Kubrick. Me conmovió la visión del viejo Douglas, definiendo este este hecho como ‘aquello de lo que más orgulloso me siento en mi vida’.
    Habida cuenta de que Trumbo se negó a delatar a sus compañeros aun cuando otros (Elia Kazan, Clifford Odets) abrieron la boca, la escena culminante de Spartacus –es decir, cuando todos los ex esclavos se ponen de pie para no revelar la identidad de su líder y gritan: ‘¡Yo soy Espartaco!- es de las que ponen la piel de gallina por su poder dramático, pero también como comentario de la ordalía vivida.
    Pero lo que más me estremeció fueron las palabras del mismo Trumbo, leidas por actores de la talla de Liam Neeson, Michael Douglas y Joan Allen. Pocas veces he oído una voz más aguda, articulada y dolorosamente humorística en defensa de las libertades más esenciales del hombre. Supongo que habrán sido tomadas del volumen Additional Dialogue: Letters of Dalton Trumbo, que espero no sea demasiado difícil conseguir.
    En un pasaje del documental, Jean Rouverol, la esposa del también perseguido guionista Hugo Butler, recuerda cuando fueron juntos a ver una corrida de toros. Rouverol y Butler estaban de parte del torero, como todo el público. Pero Trumbo estaba indignadísimo. El documental hace justicia en el mismo sentido, consagrando la figura de un hombre que, en cada lidia, nunca pudo evitar ponerse de parte del toro.



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30 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Opios

Leyendo un libro de Martin Booth llamado Opium: A History (esos volúmenes en que uno se sumerge cuando investiga para una novela, en este caso mi proyecto post-Aquarium), encontré la siguiente descripción del uso que se daba al opio y sus derivados entre los niños ingleses de la época victoriana:
    ‘Los sueldos de los trabajadores de la clase baja eran mínimos, y ambos padres solían trabajabar en puestos menores o físicamente demandantes durante largos períodos. Los bebés, un producto inevitable de la pobreza (sic), eran una complicación. El infanticidio no era una cosa rara… La mayoría de los niños, cuyas madres se desempeñaban como empleadas domésticas, en fábricas o en el campo, terminaban en manos de cuidadoras… Estas cuidadoras debían hacerse cargo de hasta doce bebés, y no sólo los supervisaban con la mayor laxitud sino que además debían hacerse cargo en simultáneo de un segundo trabajo –por ejemplo, el de lavar ropa. Para mantener tranquilos a los bebés, los alimentaban con jarabes relajadores. De esta manera, muchos niños de áreas pobres no sólo crecían habituados al opio sino que además pasaban buena parte de su tiempo en un estado semi-comatoso. Lo que complicaba aún más el problema era el hecho de que, cuando sus madres volvían a casa al cabo de una jornada agotadora, ellas también dopaban a los niños para poder tener una noche de descanso’.
    ‘Había además otro conveniente efecto secundario. El opio suprimía el apetito, razón por la cual los más pequeños se volvían menos susceptibles al hambre y colaboraban de ese modo con el ya ajustado presupuesto familiar… Cuando crecían, eran muy pocos los niños así criados que podían aprovechar la poca educación que se les ofrecía, integrándose de manera inevitable a la generación siguiente de la clase trabajadora, iletrada y condenada al ciclo de uso del opio’.
    Tenía pensado todo un párrafo sobre el aliento cíclico de la historia, la nueva crisis económica, el reemplazo del opio por sucedáneos (químicos y también electrónicos) y las barbaridades que toleramos los humanos cuando no podemos mantener la cabeza fuera del agua y dejamos que las circunstancias nos avasallen. Pero prefiero dejar que el texto de Booth resuene a solas en sus cabezas. Parafraseando al Nazareno: quien quiera oír, oirá.



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30 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Manipúlame

Llevo este asunto atravesado en mi garganta desde hace días. Cuando escribí aquí mismo elogiando la serie Breaking Bad, ‘jbv’ comentó de manera lacónica: te le vi sión = ma ni pu la ción. Admito que tengo la tendencia a tomarme todo en serio y a entrar en cada batalla que me presentan, pero: ¿realmente? ¿Soy yo, o el argumento de que la televisión manipula prescribió hace ya décadas, ahogado en su propia inanidad?
    El arte es manipulación. Se trata de un estímulo organizado por uno o varios artistas, cabalgando a conciencia sobre su inconsciente, para inducir una respuesta en su público, su lector, su espectador que complete (porque sin feedback no hay obra) su proceso creativo. Así, las artes plásticas son manipulación. Y también la literatura. (¡Vaya si lo es!) Y la música. Y el cine. (Qué maravillosa manipulación, de influjos tan duraderos.)
    ¿Por qué no habría de serlo la televisión? Hay que agradecerle que además de compartir las herramientas del marketing y la propaganda, inseparables de cualquier medio masivo, no deje de hacer uso de la manipulación que es propia del Arte con mayúsculas. Aquel que no entienda que buena parte de la mejor narrativa, y por añadidura la más iconoclasta, tiene lugar en la televisión de hoy (más que a través del cine, que se ha banalizado, y de la literatura, que se contenta con ser un sabor para iniciados), sinceramente se está perdiendo el arte más excitante del momento.
    Y ya que estamos: ¿no es manipulación internet? ¿No permite este medio la posibilidad de responder a un razonamiento con un slogan, de tirar una piedra, esconderse detrás del anonimato y fomentar la confusión, y hasta la violencia, en vez del esclarecimiento? Y sin embargo todos valoramos esta red de comunicación (¡incluso ‘jbv’, como prueba el hecho que haga uso de ella!), porque así como nadie debería condenar in toto a un ser humano por el peor de sus actos, nadie puede condenar a un medio por su hora más nefasta. Yo encuentro prodigioso que pudiendo dedicar la totalidad de la programación a las basuras que abundan en el mundo entero, haya gente que cree y difunda cosas como –por ejemplo- Breaking Bad.



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27 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El remedio y la enfermedad

Y ya que arrastramos las crucifixiones desde el post de ayer, ¿no les parecen criminales las palabras de Ratzinger en Africa, diciendo que lejos de impedir la propagación del sida, los condones la empeoran?
    Siendo el sida uno de los mayores flagelos de ese continente (un podio al que ya es difícil acceder, en competencia con el hambre, la violencia étnica y los genocidios por causas políticas), ¿no equivale el repudio a los condones a una incitación en simultáneo al suicidio y al homicidio? Todos los africanos que por buena fe traten de obedecer a Ratzinger, quedarán expuestos a infectarse y, una vez infectados, a transmitir el mal a sus ocasionales parejas –y también a sus hijos.
    No voy a caer en la trampa de sugerir que la jerarquía ecleasiástica debería estar a la altura de los tiempos, porque me sé la respuesta de memoria: la Iglesia, dirán, se relaciona con el tiempo humano desde una perspectiva que no es ni debe ser la secular. Pero lo que sí puedo exigirle es que no envíe alegremente al muere a millones de personas a causa de un dogma que no sólo es discutible (tantas veces he leído los Evangelios sin encontrar precepto alguno sobre los condones), sino que además se da de patadas con el principio, este sí esencial, de amar al prójimo como a ti mismo.
    Condenar a muerte a un ser humano con la excusa de salvar su alma es una hipocresía.



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26 de marzo de 2009
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