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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Disculpen que cuelgue este texto más temprano de lo habitual. Pero en un par de horas entraré en la vorágine de los aeropuertos y entonces quedaré desconectado durante medio día, entre una cosa y la otra.

………………………………………

Pocas cosas amo más que viajar. Cualquier excusa resulta buena para agarrar mis petates (cinco minutos antes de salir y nunca antes, esto es parte del ritual) y salir disparado hacia cualquier punto del planeta. Una de las razones por las que elegí la vida del narrador es que le permite a uno defender, y del modo más convincente, planes que cualquier otro encontraría imposibles. Por ejemplo: ‘Tengo que ir a Palestina a investigar para mi próxima novela’. (Anécdota verídica. Fui con esa intención y allí terminé descubriendo una novela que no estaba en mis planes: la inminente Aquarium. Pero esa es otra historia.)
Uno ama viajar, en esencia, por la misma razón que ama escribir: porque sólo saliendo de casa, o de nuestra zona de confort (sólo aproximándose a las fronteras, diría Michael Chabon) se pone en condiciones de recibir lo que Kundera define como ‘la sabiduría de la incertidumbre’.  
    Este viaje no constituyó excepción. La excusa fue brindar un taller de adaptación de novelas al cine en Puerto Rico, iniciativa de mi amigo José Artemio Torres que hizo posible la Corporación de Cine local. Después, por esas cosas de las escalas obligadas (no hay vuelos Buenos Aires-San Juan, lo inevitable es hacer escala en alguna ciudad americana de las grandes: Atlanta, Miami…), aproveché para quedarme un par de días en New York.
    Es la primera vez que visito NY durante la era Obama. El hombre del momento resulta tan ubicuo, que el producto más ofrecido en las calles es –lo juro por Dios- uno por demás práctico para la cartera de la dama y la billetera del caballero: ‘Obama condoms!’, gritan los vendedores al viento.
    Pero esa también es otra historia. Lo que quería contar es que a medida que transcurre el tiempo, he aceptado que ya no puedo viajar solo ni siquiera cuando viajo solo. Si me toca visitar un sitio que ya he pisado en compañía de mi familia (mis hijas, en este caso), lo inevitable es recordar las imágenes del pasado: ser testigos de la primera nevada del año desde el interior de FAO Schwartz, ver Chicago en Broadway, caminar el Village hasta gastar las suelas. A menudo visito ciudades que conocí a solas (nunca vine a New York con mi mujer y mucho menos con mi hijo, que tiene apenas siete meses), y en ese caso imagino qué dirían de estar conmigo: si me perdiese en el Central Park con mi mujer (me encantaría mostrarle la fuente de Bethesda, mi lugar favorito), o entrando en Toys R Us para que Bruno vea el tiranosaurio que brama y se mueve.
    Nuestra naturaleza está atravesada por la contradicción. No concibo dolor más punzante y a la vez más delicioso que el producido por la distancia. Estando lejos puedo apreciar las dimensiones del amor que mi familia me inspira con un rigor casi científico. Lo que siento por mis hijas Agustina, Milena y Oriana, por cuyos ojos aprendí a ver el mundo. (Y sin las cuales, por ende, sería ciego.) Lo que siento por Flavia, mi compañera: la mujer más valiente y alegre que conozco. (Desde que veo también a través de sus ojos, el mundo es un poco menos trágico de lo que solía creer.) Y lo que siento por Bruno, una energía tan nueva como irreprimible. Daría la vida por ese pequeño desconocido. Nada me gustaría más que ayudarlo a ser feliz en este mundo que, Kundera again, a veces funciona como una trampa.
    Desde este café en la esquina de University Place y East 11th Street, (corazón del Village, tarde de sol) querría ser capaz de expresar con palabras cuánto los adoro. Pero intuyo que no es necesario. Todos ustedes deben haber sentido lo mismo alguna vez, así que saben bien de qué hablo.
    Pocas cosas amo más que viajar. Y aun así, mi reloj sólo mide las horas que restan para reencontarme con las personas que son y serán siempre mi hogar –allí donde estén.   
    



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23 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los riesgos de la creación (2)

Lo que Chabon sugiere es que es virtualmente imposible contar una buena historia (ni dar vida a un gólem) sin afrontar algún tipo de riesgo.
    ‘He llegado a creer que este miedo, esta sensación de ser puesto en peligro por mis propias creaciones, es una parte inevitable, necesaria del escribir ficción y a la vez una garantía, si es que esto es posible, del poder de mi obra; un signo de que estoy en la senda correcta, de que estoy aplicando la receta tal como se debe, de que estoy pronunciando los encantamientos adecuados. La literatura, como la magia, siempre ha girado en torno de los secretos, del dolor, la destrucción y la maravillosa liberación que ocurre cuando son revelados’, dice Chabon en Maps and Legends.
    Y sigue: ‘Si un escritor no revela secretos, ya sean los suyos o los de la gente que conoce; si no se arriesga a ser desaprobado, a recibir reproches e ira generalizada, ya se trate de parte de sus amigos, familia o burócratas del partido; si el escritor somete su trabajo a un censor interno mucho antes de que nadie pueda leer su trabajo, el resultado será pálido, inanimado, un pegote de tierra’.
    Me gustaría decir aquí que me siento identificado con esta visión que Chabon tiene del proceso. (Y esto sin ánimo alguno de compararme con él, amigo Gólgota: Chabon ganó un Pulitzer y yo no gané en mi vida ni a la bolita, él es un best-seller y yo soy un modesto-seller en el mejor de los casos. Y dicho sea de paso: ¿desde cuanto no leer Bolaño ni saber de Cortázar es un crimen, querido Gólgota? Cuando uno conoce escritores maravillosos el impulso natural es el de difundirlos, darlos a conocer. Reírse de los que no leyeron lo mismo que uno es como reírse del que no tiene para comer mientras se mastica un Big Mac. La literatura no es patrimonio de nadie, sino una plaza pública en la que todos jugamos como queremos, cuanto queremos y con quiénes queremos, sin ser castigados por hacer uso de esa libertad.)
Lo que quiero decir es que, más allá de las diferencias entre la obra de uno y de otro, suscribo la intuición de Chabon de que sólo saliéndonos de nuestra zona confortable se concibe ‘un pequeño mundo que, como el de Dios, es a la vez terriblemente imperfecto y lleno de asombrosa vida’.  



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23 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los riesgos de la creación

Cualquier escritor que admita haber nacido dos veces, la primera por los medios convencionales y la segunda a los diez años cuando leyó A Scandal in Bohemia (una de las más populares aventuras de Sherlock Holmes), cuenta con toda mi simpatía. Por supuesto, Michael Chabon ha hecho muchísimos méritos más para ganarse mi admiración. Empezando por sus novelas (Wonder Boys, The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, The Yiddish Policemen’s Union) y siguiendo por sus artículos y ensayos. El libro Maps & Legends, que reúne textos dedicados a algunas de sus ficciones favoritas (desde Holmes, obvio, a la trilogía de Philip Pullman His Dark Materials, pasando por Cormac McCarthy e historietistas como Will Eisner y Howard Chaykin), entrelaza al igual que sus ficciones el placer con la iluminación –lo mejor de ambos mundos.
    De todos sus ensayos, el que más cercano sentí a mi corazón fue uno llamado The Recipe for Life, algo así como ‘La receta para la vida’. Allí, a partir de su experiencia investigando el tema de los gólems para Kavalier & Clay, sugiere que la mítica creación de estos autómatas se parece mucho a la creación literaria.
    Chabon cita a Gershom Scholem, el autor de The Idea of the Golem, como fuente de su teoría. Para crear a un autómata como el del folklore judío hay que recitar un encantamiento, y ‘el encantamiento, por cierto, es la tarea del lenguaje… Un gólem cobra vida gracias a fórmulas mágicas, que se pronuncian de a una palabra por vez’. Me encantó el detalle: a veces la palabra que se graba en la frente del monstruo de arcilla con el propósito de darle vida es emet, que significa ‘verdad’. Pero si uno quisiese matar al gólem, en cambio, lo que debería hacer es borrar la letra inicial (¡aleph!) de la frente, dejando sólo met –que significa ‘muerte’.
    La idea es pronunciar el encantamiento todas las veces que sea necesario, hasta entrar en una suerte de trance. Y por supuesto, llegado el momento clave la creación de un gólem se vuelve peligrosa –lo fue para el Rabbi Elijah, lo fue para el doctor Frankenstein. ‘Como en el caso de todas las creaciones –dice Scholem- entraña un riesgo para la vida del creador’. Y Chabon concuerda: ‘Todo lo bueno que ha escrito me ha hecho sentir incómodo y asustado durante alguna parte del proceso’.
    Esto se está poniendo bueno. Mañana la sigo.

    



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22 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El que escribía desde las fronteras

Llegué a los cuentos y novelas de James Graham Ballard porque en mi adolescencia leía todo lo que publicaba la editorial Minotauro. La idea general era que Minotauro era un sello de ciencia ficción, pero más allá de los volúmenes que justificaban la etiqueta (las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, sin ir más lejos), lo más seductor eran los libros que se apartaban de la norma: desde El señor de los anillos a El hombre en el castillo de Philip K. Dick, desde Lovecraft a las extrañísimas novelas de J. G. Ballard –The Drowned World, The Drought, Concrete Island, High Rise.

         Incluso en los cuentos que se mantenían próximos a las coordenadas del género, las preocupaciones de Ballard iban siempre más allá de sus convenciones. Todavía recuerdo un cuento (no me pregunten cómo se llamaba, en esta noche de tormenta neoyorquina sin conexión de internet) en donde unos científicos lograban liberar a sus cobayos humanos de la necesidad de dormir. Lo que en principio parecía un triunfo del positivismo capitalista (¡el hombre podría trabajar jornadas más largas!), se convertía en una pesadilla. Desprovistos de la posibilidad de soñar, los hombres del experimento empezaban a enloquecer lentamente. ¿De qué sirve bregar de sol a sol, si en la ausencia de sueños nos desconectamos de nuestros deseos más profundos?

         Su idea de que había llegado el momento de explorar ya no el espacio exterior, sino el interior –los paisajes mentales, para los que aun no existen más que mapas primitivos- sigue siendo válida.

         Admito que su ficción más experimental (Crash, The Atrocity Exhibition) me dejó frío. Pero Empire of the Sun me pareció un libro bello. Inspirado en su experiencia como prisionero de guerra de los japoneses durante la Segunda Guerra (Ballard nació en Shanghai, y era un niño cuando estalló el enfrentamiento entre China y los nipones), funcionaba y funciona aún como un román a clef que, a pesar de su tratamiento hiperrealista, explica buena parte de sus obsesiones: la soledad en medio de un mundo deshumanizado, la tecnología disimulando vacíos espirituales, la sensación de profundo abandono y desconexión de sus congéneres.

         Escribía como los dioses. Sin embargo se negó a hacer lo que le hubiese convenido para ser reconocido por la Academia de los que determinan qué es literatura y qué no. Por su fidelidad a los géneros ‘menores’ y su determinación de reinventarlos desde adentro (lo que Michael Chabon llama ‘escribir desde las fronteras’), Ballard seguirá siendo siempre un maestro para mí.

         Se lo va a extrañar.



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21 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La vena rebelde de América Latina

Para seguir con lo de los tesoros que aparecen donde menos se los espera…
    Voy a Amazon.com a ver la lista de best-sellers. ¿Y cuál es el título que ocupa el segundo lugar, entre los más vendidos de la más grande de las librerías virtuales? Open Veins of Latin America: Five Centuries of the Pillage of a Continent, ‘by’ Eduardo Galeano. Es decir el clásico de Galeano Las venas abiertas de América Latina, que en su edición en inglés lleva el ilustrativo subtítulo de Cinco siglos de pillaje de un continente.
    Un libro que no leo desde mi adolescencia, pero que entonces se convirtió en parte esencial de mi formación como americano. Que tantos años después adquiera notoridad porque Chávez se lo regaló a Obama durante la cumbre de Trinidad Tobago resulta sorprendente, pero para nada injusto.
    Eso sí: ojalá el venezolano le hubiese regalado una traducción al inglés. De esa manera, además del gesto por el gesto mismo Obama habría tenido oportunidad de enterarse de manera directa de la historia de abusos a manos de poderes imperiales que hace de nosotros, los latinoamericanos, una gente curtida pero siempre rebelde.
    Pero en fin, aunque Obama no pueda leerlo es obvio que hay mucha gente que está comprando el libro vía Amazon para enterarse de lo que Chávez quiso decirle al presidente de los Estados Unidos.
    ¿Será Obama mismo uno de los compradores?



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20 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Let me entertain you

Los mejores tesoros se encuentran en los lugares más inesperados.
    A tan sólo cinco minutos de subirme a mi vuelo de conexión a Puerto Rico, no esperaba encontrar en la librería del aeropuerto de Miami más que toneladas de Grishams y Coelhos. Que estaban, por cierto, desbordando los anaqueles. Pero también estaba Maps and Legends, un libro de colección de ensayos de uno de mis escritores favoritos de los Estados Unidos de hoy: Michael Chabon, el autor de The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, Wonder Boys y The Yiddish Policemen Union.
    Algunas de las cosas que dice en el primer ensayo, Trickster in a Suit of Lights, las suscribo ciento por ciento. Chabon empieza admitiendo que ‘entretener’ es una mala palabra entre artistas, críticos e intelectuales. Para de inmediato afirmar: ‘…Yo leo para entretenerme, y escribo para entretener. Punto’.
    Qué grande, este Chabon. Pero sigue:
    ‘Oh, podría ofrecer motivaciones y explicaciones un poco más impresionantes. Podría descorchar material sobre teoría de la respuesta o la parole lacaniana. …Una ráfaga de Jung podría perfumar el aire. Podría aducir la fórmula de Kafka: ‘Un libro debe ser el hacha que rompa los mares helados de nuestra alma’. …Pero al final –y este es mi punto- todo volvería a reducirse al entretenimiento, y a su suave guardaespaldas, el placer’.
    ‘El sentido original de la palabra entretenimiento es uno adorable, de apoyo mutuo que se entreteje, como un par de árboles creciendo juntos, cada uno sostieniendo y tolerando al otro. Sugiere una transferencia de energía en lo alto, contacto a través de un vacío, como el enredarse de cables y acero entre dos cabezas de puente solitarias. No se me ocurre una mejor aproximación a la relación entre lector y escritor’.
    A mí tampoco.
    Seguiré leyendo en voz alta dentro de algunos días.



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17 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Condenado a galeras

Anoche al regresar a casa me esperaba un sobre inusualmente gordo con el membrete de Alfaguara. Como ya conocía su contenido, lo abrí con la torpeza que uno reserva a las cosas muy esperadas. En efecto, eran las páginas del primer armado de mi novela Aquarium. No sé qué les pasará a los otros escritores, pero a diferencia del pobre Ben-Hur, el contacto con las galeras me llena de emoción. Es la primera visión que uno tiene del libro tal como va a ser: la tipografía, las divisiones en partes y capítulos… Todo luce como se verá una vez encuadernadas las páginas y abrazadas por las tapas.
    Aunque el texto sea el mismo, la sensación que uno tiene al releerlo cambia. Por más que uno conciba sus originales de forma parecida a un libro (yo escribo en tipografía Times y de tanto en tanto imprimo copias que mando a anillar, porque leer y corregir sobre papel es otra cosa), al adoptar su formato ‘definitivo’ uno empieza a ver el texto precisamente de esa manera: no ya como un borrador eterno, que pide mejoramiento a las desesperadas, sino como algo grabado en piedra. La novela no ha cambiado nada más allá de su tipografía y su caja, pero ese cambio en apariencia banal la dota de una autoridad de la que hasta entonces carecía.
    Eso es lo que uno siente, al menos. Que su texto se ha despegado de la categoría de proyecto para convertirse en realidad. ¡Nada transforma más la percepción de las cosas que el deseo!
    Ahora faltan las correcciones. Y lo más difícil: la tapa.
    Ah, la batalla por la tapa… Otro día les cuento.



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15 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los vampiros que faltaban

Cómo estamos con los vampiros, últimamente… Entre el fenómeno Twilight (cuyas novelas no leí y cuya adaptación al cine no vi, aunque me consta que a mi hija Milena los libros –y sólo los libros- le encantan), la serie True Blood, las películas de la saga Underworld, y el film y la novela suecas Let the Right One In (título inspirado por una canción de Morrissey, dicho sea de paso), los chupasangres se han puesto de moda. Días atrás me enteré de que existe una telenovela en la que Chayanne es vampiro y el villano, también dueño de un buen par de colmillos, es… ¡el Puma Rodríguez!
    He visto de refilón muchos artículos sobre el tema, pero no me crucé con ninguna explicación concluyente. Es verdad que el uso que se le da a la figura del vampiro es distinto en cada relato: en los libros de Stephenie Meyer es una figura romántica en la que se liga el control de los instintos asesinos a la abstención sexual, en True Blood se los trata como una minoría que lucha por sus derechos aun cuando no ha abandonado del todo sus viejos hábitos, en Let the Right One In (que me muero por ver y todavía no he podido) lo que más los aflige es, creo, la soledad. Esta diversidad parece sugerir que la ventaja del vampiro es, a esta altura, que oficia como una suerte de envase vacío que es fácil llenar con nuestras obsesiones del momento… o simplemente con aire caliente, como en Underworld.
    A mí las historias con vampiros me gustan por definición, se inscriban en el género que se inscriban. Supongo que de alguna manera ayudan a abordar dos temas de profunda actualidad: la imposibilidad de seguir negando la existencia del Otro (alguien por completo distinto, del que sabemos por las historias y el folklore pero con quien no solemos cruzarnos) y la necesidad de aprender a tolerar su existencia, aun cuando ese Otro entrañe un peligro potencial. Tantas mujeres enamorándose de vampiros –en Twilight, en True Blood- sugieren que ese Otro es digno de ser abrazado a pesar de sus colmillos, porque puede depararnos algo distinto de la Muerte: iluminación, romance, la perspectiva de una cultura acumulada a lo largo de siglos en contraste con nuestra cultura ready made.
    ¿Para cuándo un relato que transparente el subtexto y presente un vampiro iraquí, o bien joven y pobre –los Otros de los que nuestras sociedades, tan iluminadas ellas, no pueden dejar de desconfiar?



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15 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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No music in the horizon

A veces me armo una pequeña lista de temas sobre los que hablar en este blog durante los días por venir. Hace tantas semanas que en mi lista figuran U2 y Morrissey (desde que salieron sus discos nuevos, sin ir más lejos), que mi persistente imposibilidad de referirme al asunto me llevó a preguntarme: ¿por qué se me hace tan difícil dedicar tiempo a la música en estos días?
    Cuando era pequeño no había en mi casa nada parecido a grabador o tocadiscos. Para escuchar las canciones de Los Beatles que me gustaban, llamaba por teléfono a la prima de mi madre y le pedía que las pusiese en su tocadiscos. Y así el niño que yo era podía dedicarse a bailar I Saw Her Standing There y Twist and Shout… con el teléfono en la mano.
    Todavía recuerdo la tarde en que mi padre y yo fuimos a comprar el primer tocadiscos como regalo para mi madre. Además del aparato, mi papá (que siempre fue sordo para la música, de una manera casi deliciosa) compró a modo de disco inaugural uno de standards melódicos orquestados, en este caso por Alain Debray. (Seudónimo que usaba Horacio Malvicino para esta clase de crímenes.)
    Por fortuna mi madre tenía buen gusto al respecto. De allí en más me alimentó a base de una dieta tan variada como nutritiva: Sinatra, Mercedes Sosa, Al Jolson, Liza Minnelli, Iva Zanicchi, Glen Miller…
    De adolescente, como era inevitable, pasé tantas horas encorvado encima de ese tocadiscos que hasta recuerdo en qué versos de qué canciones saltaba la púa.
    Como trabajé largos años como periodista cultural (escribiendo sobre rock, entre otras cosas), vi todos los conciertos que había que ver y recibí todos los discos. Hasta que abandoné la prensa diaria y de algún modo me harté de la ceremonia de los recitales, hasta el punto de perderme adrede algunos por los que todavía hoy me clavo puñales. (¡Dios mío, cómo es posible que haya dejado pasar a David Bowie interpretando sus clásicos!)
    Si por lo menos se me diese escuchar música mientras escribo… Pero no, tengo la maldita manía de no aceptar otra música durante la tarea que el redoblar de las teclas.
    En los últimos años, el único sitio en que escuchaba música largamente y podía cantar como en la bañera era el auto. Pero ahora que viajamos con el pequeño Bruno en la sillita, el reproductor de Cds está copado por la música de Los Beatles con la que, lo admito, estoy tratando de adoctrinarlo.
    El domingo de Pascuas fuimos a lo de mi hermana, que suele programar su equipo con buenos discos. Pero la muy traidora, en un gesto demagógico apuntado a sus propios hijos, nos recibió con una tunda debida a vaya saber cuál de los High School Musicals.
    Así que les voy a deber mis impresiones sobre el nuevo de U2 (que escuché varias veces entre un disco Beatle y otro, pero no lo suficiente como para formarme un juicio crítico) y el nuevo de Morrissey, del que no alcancé a oír más de tres canciones.
    Ah. cómo extraño aquellos tiempos en que gastaba los surcos de mis sufridos vinilos…



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14 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Acción de gracias

La columna que Maruja Torres publicó ayer en el dominical de El País, titulada Gracias a las bandas, me recordó que la muerte de Maurice Jarre se me escapó entre los dedos, como si hubiese sido una noticia más. Y no lo fue ni lo es, al menos para mí. Aunque más no sea por la música que Jarre compuso para Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago y The Year of Living Dangerously (tres de mis pelis favoritas, dicho sea de paso), le estaré eternamente agradecido.  
    Maruja Torres habla de la forma en que todos nos apropiamos de ciertas músicas como banda sonora de nuestras vidas. Alguna vez hemos conversado aquí del asunto, pero Torres hace hincapié en la predilección por la música de películas que nos han marcado mucho. Resulta casi inevitable que, más allá del valor intrínseco de esas composiciones, les carguemos encima sentimientos que el film nos ha inspirado. Cuando suena el tema principal de Lawrence de Arabia, cualquiera que haya disfrutado del film se  transportará de inmediato a un paisaje de ensueño y conectará con el deseo de vivir aventuras que no estén por debajo de lo épico.
    Maurice Jarre tuvo la fortuna de componer música para películas increíbles (podría agregar La hija de Ryan de David Lean y Witness de Peter Weir), y siempre estuvo a la altura del desafío. Cuando un artista así muere, uno siente la estúpida necesidad de expresarle agradecimiento aun cuando ya no pueda oírnos. Porque sus obras constituyen una puerta de acceso inmediato a recuerdos felices y a los mejores sentimientos que llevamos dentro, y seguirán teniendo el mismo efecto beatífico mientras vivamos.
    Los artistas no tienen otra forma de medir el impacto de sus obras que las ventas, las críticas y los premios. Cuán parcial y cuán equívoca es esta medida. Ojalá existiesen mejores formas de homenajear a aquellos que, objetivamente, han hecho de nuestras vidas algo mejor de lo habrían sido sin su intervención prodigiosa.



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13 de abril de 2009
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