Marcelo Figueras
Anoche al regresar a casa me esperaba un sobre inusualmente gordo con el membrete de Alfaguara. Como ya conocía su contenido, lo abrí con la torpeza que uno reserva a las cosas muy esperadas. En efecto, eran las páginas del primer armado de mi novela Aquarium. No sé qué les pasará a los otros escritores, pero a diferencia del pobre Ben-Hur, el contacto con las galeras me llena de emoción. Es la primera visión que uno tiene del libro tal como va a ser: la tipografía, las divisiones en partes y capítulos… Todo luce como se verá una vez encuadernadas las páginas y abrazadas por las tapas.
Aunque el texto sea el mismo, la sensación que uno tiene al releerlo cambia. Por más que uno conciba sus originales de forma parecida a un libro (yo escribo en tipografía Times y de tanto en tanto imprimo copias que mando a anillar, porque leer y corregir sobre papel es otra cosa), al adoptar su formato ‘definitivo’ uno empieza a ver el texto precisamente de esa manera: no ya como un borrador eterno, que pide mejoramiento a las desesperadas, sino como algo grabado en piedra. La novela no ha cambiado nada más allá de su tipografía y su caja, pero ese cambio en apariencia banal la dota de una autoridad de la que hasta entonces carecía.
Eso es lo que uno siente, al menos. Que su texto se ha despegado de la categoría de proyecto para convertirse en realidad. ¡Nada transforma más la percepción de las cosas que el deseo!
Ahora faltan las correcciones. Y lo más difícil: la tapa.
Ah, la batalla por la tapa… Otro día les cuento.