
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
La columna que Maruja Torres publicó ayer en el dominical de El País, titulada Gracias a las bandas, me recordó que la muerte de Maurice Jarre se me escapó entre los dedos, como si hubiese sido una noticia más. Y no lo fue ni lo es, al menos para mí. Aunque más no sea por la música que Jarre compuso para Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago y The Year of Living Dangerously (tres de mis pelis favoritas, dicho sea de paso), le estaré eternamente agradecido.
Maruja Torres habla de la forma en que todos nos apropiamos de ciertas músicas como banda sonora de nuestras vidas. Alguna vez hemos conversado aquí del asunto, pero Torres hace hincapié en la predilección por la música de películas que nos han marcado mucho. Resulta casi inevitable que, más allá del valor intrínseco de esas composiciones, les carguemos encima sentimientos que el film nos ha inspirado. Cuando suena el tema principal de Lawrence de Arabia, cualquiera que haya disfrutado del film se transportará de inmediato a un paisaje de ensueño y conectará con el deseo de vivir aventuras que no estén por debajo de lo épico.
Maurice Jarre tuvo la fortuna de componer música para películas increíbles (podría agregar La hija de Ryan de David Lean y Witness de Peter Weir), y siempre estuvo a la altura del desafío. Cuando un artista así muere, uno siente la estúpida necesidad de expresarle agradecimiento aun cuando ya no pueda oírnos. Porque sus obras constituyen una puerta de acceso inmediato a recuerdos felices y a los mejores sentimientos que llevamos dentro, y seguirán teniendo el mismo efecto beatífico mientras vivamos.
Los artistas no tienen otra forma de medir el impacto de sus obras que las ventas, las críticas y los premios. Cuán parcial y cuán equívoca es esta medida. Ojalá existiesen mejores formas de homenajear a aquellos que, objetivamente, han hecho de nuestras vidas algo mejor de lo habrían sido sin su intervención prodigiosa.