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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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En la cabecera del enfermo

El diagnóstico es de la máxima gravedad. Si atendemos a lo que nos dice el doctor, sentado junto al lecho, nos daremos cuenta de que expresa con palabras moderadas una realidad inquietante. Se entiende perfectamente, a pesar de los eufemismos y las atenuaciones retóricas. E incluso de los desmentidos y aclaraciones que no tardarán en llegar. Este enfermo igual está en trance de muerte.

Eso es lo que dicen, literalmente, las palabras de Jean-Claude Juncker en su discurso ante el Parlamento Europeo. "Nuestra UE atraviesa en buena parte una crisis existencial", es decir, un momento que puede terminar con ella. El doctor que le toma el pulso asegura que "nunca como ahora había visto un territorio de entente entre nuestros Estados miembros tan reducido", "un número de dominios de trabajo en común tan pequeño", "tantos dirigentes preocupados solo por sus problemas nacionales", "gobiernos tan debilitados por el populismo", "como si no hubiera punto de encuentro alguno entre la Unión y sus capitales nacionales", ni "tanta fragmentación y tan poca convergencia?. Hasta el punto de preguntarse: "¿Vamos a dejar que nuestra Unión se descomponga ante nuestros ojos".

Para Juncker, "la triste perspectiva de ver que uno de sus miembros abandona sus filas" es uno de los síntomas de la enfermedad europea. Aquí se queda el reproche, junto a una amarga referencia --que ha hecho los titulares en la prensa británica-- sobre el maltrato y la agresión a trabajadores polacos hasta llegar incluso el asesinato de uno de ellos en las calles de una ciudad inglesa. Aunque no alude directamente a Reino Unido y menos todavía a los inciertos y polémicos método y plazos del divorcio, la enfermedad del Brexit nunca citada impregna su entero discurso.

La UE que dibuja Juncker con sus palabras es distinta por la mera ausencia británica. Londres aportaba mucho pero también obstaculizaba. Pronto habrá, por ejemplo, una estructura de defensa permanente a la que los británicos hasta ahora se oponían. Será más social, más proteccionista y reguladora, más política incluso. Más renana y menos atlántica, más parecida a Alemania. "Europa no es el Far West, sino una economía social de mercado", dijo el luxemburgués. Además de negociar el Brexit, la UE deberá empezar a trabajar ahora con el alivio que da la desaparición del socio incómodo y puntilloso.

Tras este diagnóstico tan grave, la prescripción. Juncker cree que todo se jugará, casi a vida o muerte, en los próximos doce meses. Sus ideas incluyen un Libro Blanco que proporcionará una visión de largo plazo y se aprobará en marzo de 2017, en el 60 aniversario del Tratado de Roma, y diez programas de acción que abarcan todos los ámbitos, y atienden a las cuestiones más calientes: los refugiados, la seguridad interior y exterior, el crecimiento y el empleo, la economía digital?

El diagnóstico y las recetas suenan bien. Pero la autoridad de este médico, aunque acierte, es escasa y contestada. No es seguro que se le haga caso. Él mismo reconoce que los ciudadanos "necesitan que alguien gobierne". Y no se refería a España, como todos entenderíamos, sino al conjunto de Europa.

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15 de septiembre de 2016
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Mariano al horno o una abstención mutualizada

¿Qué se merece Mariano Rajoy? A la vista del trasiego que se lleva este hombre desde que es presidente del Gobierno en funciones, esta es la pregunta que me hago respecto a la investidura. Está bastante claro qué es lo que nos merecemos los ciudadanos después de depositar nuestros votos por dos veces en muy poco tiempo: dos cosas quizás incompatibles, que no nos llamen de nuevo a las urnas y que se forme un gobierno que gobierne desde ya, con control parlamentario incluido, por supuesto, y de forma bien distinta a como ha gobernado Rajoy desde que llegó a La Moncloa en 1911.

La pregunta sobre los merecimientos se puede extender a todos los líderes y partidos, por supuesto, y me temo que si sometiéramos a votación qué es el lo que se merecen cada uno de ellos saldría un castigo para todos. Ya corre la consigna de que en caso de terceras elecciones todos los cabezas de lista de las cuatro primeras fuerzas en lizas deberían retirarse y dejar a otros que ocuparan sus puestos y responsabilidades. Parece incluso que el propio rey se lo pedirá en caso de que vayamos a las terceras y vergonzosas elecciones en diciembre.

En todo caso, Rajoy se lleva la palma. Su responsabilidad es mayor porque a él como presidente del Gobierno es a quien hay que pedirle cuentas por el deterioro del sistema parlamentario y de sus instituciones al que hemos llegado. El nombramiento frustrado de José Manuel Soria para un alto cargo del Banco Mundial parecía la gota que colmaba el vaso, cuando ha llegado la apertura de una causa por blanqueo de capitales a Rita Barberá --todavía con su escaño en el Senado--, demostraciones palpables de la escasa atención que presta Rajoy a los compromisos de lucha contra la corrupción contraídos con Rivera.

Todo lo que va mal puede empeorar, pero a Rajoy esto ni siquiera le perjudica, al contrario, le sitúa en posición de fuerza para exigir incondicionalidad a quienes tienen la obligación de apoyarle. Rajoy, a fin de cuentas, solo quiere ?que le dejen gobernar?, algo de meridiana claridad en alguien acostumbrado a gobernar con mayoría absoluta. Lo que quiere el presidente del Gobierno en funciones es que le garanticen la investidura y luego ya se las ingeniará para seguir gobernando como ha hecho hasta ahora, es decir, desde el quietismo más pasmoso y evitando las interferencias de nadie.

Volvamos a la pregunta inicial sobre los merecimientos de Rajoy. No se merece seguir siendo presidente del Gobierno, sin duda. No se merece gobernar ni nosotros merecemos que nos siga gobernando, es cierto. Si Sánchez ha sido rechazado como candidato aspirante a la investidura en dos ocasiones, Rajoy lo ha sido como presidente del Gobierno ya probado y con balance. El Congreso ya se lo ha dicho, aunque sería bueno que recibiera el mensaje de forma más contundente todavía. Por ejemplo, que le quedara claro que si regresa al hemiciclo a buscar votos, incluso adoptando modos de corderito, saldría abrasado con menos votos todavía, es decir, sin los que le dieron o medio regalaron los diputados de Ciudadanos.

¿Merece el PP algo distinto de los que merece Rajoy? Rotundamente no, al menos mientras no sea capaz de rebelarse. Es decir, la primera minoría parlamentaria que es el PP solo merecería gobernar si fuera capaz de quitarse de encima a quien le ha gobernado con los resultados electorales, el inmovilismo y la incapacidad para cerrar pactos y acuerdos que se ha visto, pues por algo es la que más votos ha obtenido como formación en las últimas y penúltimas elecciones.

Vamos a la respuesta directa de la insidiosa pregunta. Votar no a Rajoy sin alternativa, como han propugnado hasta ahora Sánchez y también Iglesias, es la mejor forma de facilitar su investidura por cansancio, entre otras razones porque el PP sería el primer beneficiario de unas terceras elecciones, que perjudicarían probablemente a todas las otras fuerzas políticas y podrían acercar a Rajoy a la mayoría absoluta. Decir no a Rajoy, es una forma de decirle sí. Ya lo hizo Iglesias con su no a Sánchez, que ha permitido a Rajoy seguir gobernando hasta ahora mismo. Por eso hay muchas voces que empiezan a defender que el PP merece formar gobierno, pero en estricta minoría, es decir, gracias a la abstención de cuantos más diputados mejor y a ser posible todos.

Nada dejaría en una posición más débil a Rajoy que una investidura con 137 votos del PP y la abstención mutualizada del resto de la Cámara, que bien podría ir acompañada de una clara reprobación al presidente interino. Sería una buena forma de dejar que se cociera solo en su propia salsa y de gobernar mientras tanto desde el Parlamento.

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14 de septiembre de 2016
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Arden banderas europeas

La Diada cívica, familiar y festiva, terminó como siempre con un momento bronco y virulento. No es una novedad. Quema de banderas y de retratos del rey, gestos hoscos y consignas contra la constitución son elementos habituales en la cola de las grandes manifestaciones independentistas. No es habitual, sin embargo, que sea un partido parlamentario quien protagonice la retórica y la gesticulación como ha sucedido este año. Y menos habitual todavía es que sea una formación política de la que dependen la continuidad del gobierno que preside Carles Puigdemont y la aprobación de los presupuestos de 2017.

La manifestación convocada por la CUP, fuerza parlamentaria desde 2012 y parte de la mayoría de investidura desde 2016, culminó la fiesta del Once de Septiembre con una acción perfectamente organizada de quema de banderas, las de Francia, España y Europa. No hay dudas sobre el objetivo político de la ignición: expresar el rechazo a la actual frontera que separa España de Francia para unir los territorios de habla catalana al norte de la frontera con los del sur. Idéntico proyecto al que alberga la CUP para la Comunidad Valenciana y para las Islas Baleares, que si bien comparten lengua común con Cataluña han pertenecido históricamente y pertenecen actualmente a comunidades políticas distintas, en el pasado los antiguos reinos de Valencia y de Mallorca, y en la actualidad las comunidades autónomas del Reino de España. Tampoco tiene dudas la CUP respecto al rechazo del proyecto de Unión Europea expresado con la quema de la bandera, al que atribuye todos los males de la actual crisis económica, los defectos y desigualdades vinculados a la globalización y la opresión de los pueblos europeos inherente a una estructura económica, jurídica y política vinculada a los Estados nacionales reconocidos internacionalmente.

Hace cuatro años, con la primera Diada organizada por la Asamblea Nacional Catalana, la hegemonía era plenamente del partido catalanista burgués y moderado que era Convergència. Nadie hablaba de una república catalana --la consigna más repetida esta Diada de 2016-- sino de un Estado catalán propio dentro de Europa. Este Estado propio, según sus promotores, todavía tenía entonces posibilidades de constituirse como un Estado federal o confederal dentro de España. El presidente de la Generalitat de entonces, Artur Mas, llegó a sugerir que la Corona española podía albergarlo perfectamente, incluso en el caso de que la opción que se tomara fuera la de la independencia, de forma que el rey se convirtiera en el único vínculo con el resto de España. Esta era una opción que, naturalmente, solo tendría sentido si se aseguraba la permanencia de la Cataluña imaginada como independiente dentro de la UE como un Estado socio más.

Ahora todo se lo ha llevado el viento. En cuatro años, el movimiento soberanista se ha desplazado fuertemente a la izquierda. Depende de una fuerza que es republicana y antimonárquica, antieuropea y también antiatlantista, antiamericana por tanto. La compañía de la CUP perjudica muy severamente a la imagen y a la credibilidad del gobierno de Puigdemont. La quema de banderas francesas, españolas y europeas por parte de una fuerza parlamentaria de la que depende la continuidad del Gobierno seguro que es un obstáculo infranqueable para los propósitos de internacionalización del conflicto que tiene Junts Pel Sí. Sorprende la facilidad con que los dirigentes del proceso esconden la cabeza bajo el ala y prefieren ignorar el percance enorme en consideración y prestigio que significa la compañía de tales socios.

Respecto a este tipo de protestas simbólicas, en las que se utiliza el fuego como instrumento destructivo y purificador, pienso lo mismo que el presidente Obama. No hay delito alguno ni nada hay que debiera prohibirse. Forman parte de la libertad de expresión, aunque sean una lamentable e incívica demostración de falta de sentido democrático y de consideración y respeto hacia los numerosos conciudadanos, españoles, franceses y europeos en general, que dan valor a los símbolos que ellos destruyen. Pero la gravedad del asunto no reside en el carácter supuestamente delictivo de estos actos sino en el hecho de que Puigdemont dependa de unos diputados de la CUP que tienen en tan baja consideración los ideales europeos que nos han ayudado a obtener la democracia y los niveles de paz y de prosperidad que gozamos, al menos todavía, en el entero continente.

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13 de septiembre de 2016
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Algo definitivo y general

Cinco jornadas ya. La ANC (Asamblea Nacional Catalana) es una formidable start-up nacida con la crisis. Sabe hacer bien las cosas. Combina la tozuda eficacia de las viejas empresas catalanas con la osadía imaginativa de las nuevas empresas digitales. Desde 2012 ha ido engarzando una manifestación tras otra con éxitos oceánicos en cuanto a número de asistentes y un espectacular impacto en los medios de comunicación.

No era fácil el de este año. Hay cansancio. Hay agotamiento de ideas. Y una tediosa sensación de recorrer una y otra vez los mismos caminos. Y, sin embargo, la ANC ha conseguido evitar el pinchazo, conjurar el declive, exhibir sus cinco concentraciones colmadas, y apuntarse su quinta demostración de fuerza.

La ANC sabe manejar las expectativas. Lo ha hecho en todas las ocasiones anteriores. Las amenazas son agua de mayo para sus debilidades. Los malos presagios, estímulos. Cada vez ha conseguido superar los pronósticos y deparar una sorpresa y un disgusto a sus adversarios. Sus éxitos reiterados son la evidencia del fracaso de quienes tienen enfrente, incapaces de imaginar una alternativa que compita por la popularidad y por la hegemonía en Cataluña. Solo los comunes, liderados por Ada Colau, han conseguido recortar su territorio y disputarles el voto y la adhesión, ciertamente a cambio de adherirse al soberanismo y al derecho a decidir, y también a la idea de la república catalana, la expresión más vitoreada en los discursos de la jornada.

El 47,8 % que ha alcanzado el independentismo en las urnas difícilmente se ampliará si no es por la incorporación de votantes de izquierdas partidarios del derecho a decidir, algo que los comunes intentan evitar a toda costa. En esta dinámica se juega tanto la ampliación del movimiento como la futura hegemonía, ahora todavía convergente, pero en el futuro muy probablemente a cargo de una izquierda soberanista organizada en el nuevo tripartito que se está fraguando entre Esquerra Republicana, Catalunya en Comú y CUP.

En este próximo año parece evidente que el independentismo no amainará. También proseguirá la acción de la justicia en persecución de los presuntos delitos cometidos con la consulta del 9-N y las declaraciones del Parlament. Es improbable una iniciativa de fuste de los dos primeros partidos españoles, PP y PSOE, incluida la reforma constitucional, especialmente si Rajoy consigue finalmente formar Gobierno. Todo es propicio, según los dirigentes independentistas, para mantener el rumbo que conduce en un año a las urnas, tal como ya ha anunciado Puigdemont, ya sea para una nueva consulta unilateral como el 9-N, ya para otras elecciones, declaradas de nuevo plebiscitarias o incluso constituyentes.

A pesar del éxito, esta es la última Diada de la tanda actual. La próxima, la de 2017, será muy distinta. Si había dudas respecto a lo que había que hacer este año, hay pocas respecto al año próximo. Los independentistas esperan ?algo definitivo y general?, como los jóvenes de los años 50 bajo el franquismo con los que se identificaba en su verso el poeta Jaime Gil de Biedma. Es decir, que termine el proceso de una vez, sea cual sea el desenlace.

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12 de septiembre de 2016
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Once de Septiembre

Barcelona, 1714. Santiago de Chile, 1973. Washington y Nueva York, 2001. Termina el sitio de la capital catalana en la guerra de Sucesión española, con victoria de las tropas borbónicas comandadas por el duque de Berwick sobre las milicias urbanas que defienden sus murallas. Golpe de Estado del ejército chileno, al mando del general Pinochet, con ataque de aviación y artillería al Palacio de La Moneda donde resiste el presidente democráticamente elegido, Salvador Allende. Atentados contra el Pentágono y las Torres Gemelas por parte de un grupo de combatientes de Al Qaeda que hacen secuestran y estrellan cuatro aviones de pasajeros.

La primera celebración (302 años) es estrictamente local catalana y con repercusión exclusivamente hispánica. La guerra de Sucesión está muy lejos. El independentismo oficial ha intentado humanizarla y ha encontrado en los restos arqueológicos y en la investigación histórica más competente un buen montón de datos para trasladar al presente el dolor y la pérdida de hace más de tres siglos. Uno de los responsables ha llegado a calificar el Born de Zona Cero de los catalanes, en un esfuerzo vano e imprudente de equiparar aquellas víctimas del cerco con los 2996 muertos y los más de 6000 heridos en los atentados del 11S estadounidense. Para el historiador militar israelí Azar Gat (?Naciones. Una nueva historia del nacionalismo?, Barcelona 2914), el 1714 catalán es una demostración de la antigüedad de la nación catalana, mientras que para Hobsbawm (?Naciones y nacionalismo desde 1870?, Barcelona 1991; y ?La invención de la tradición?, 2012) no habría duda alguna de que es un caso de ?invención de la tradición?, por parte de la ?comunidad imaginada? que es toda nación (Benedict Anderson, ?Comunidades imaginadas?, México 2013).

La segunda celebración (43 años) tiene valor más universal, principalmente para la izquierda latinoamericana y europea. Allende era un presidente democráticamente elegido al frente de una gran coalición de izquierdas, la Unidad Popular, y derrocado en un golpe sangriento auspiciado por la CIA en plena guerra fría. Su proyecto, que había suscitado la atención de la izquierda mundial, era la transición democrática y pacífica al socialismo, como alternativa a la vía armada inspirada en el castrismo y el guevarismo. La política económica del gobierno de Allende fue un desastre sin paliativos, con una inflación galopante e incontrolada. Del fracaso de la vía chilena al socialismo, conducida por un presidente que no contaba con la mayoría parlamentaria, se derivaron al menos dos consecuencias: en Europa inspiró al eurocomunismo en su propósito de buscar una vía también democrática al socialismo a partir de amplias mayorías sociales y parlamentarias, pero en América Latina dio un nuevo impulso a la lucha armada, cuyas últimas derivaciones alcanzan hasta hoy mismo cuando las FARC colombianas acaban de optar por la vía pacífica.

La tercera celebración (15 años) es la más próxima en todos los sentidos. La más reciente y la que ha marcado de forma más directa nuestras vidas, incluidos los controles de seguridad que rodean nuestras formas de viajar. Los atentados del 11S cierran un paréntesis de estabilidad de solo doce años, entre la caída del Muro de Berlín y la declaración de la Guerra Global contra el Terror por parte de George W. Bush. De una época de orden mundial unipolar, dominado por Estados Unidos, hemos pasado a un mundo multipolar en el que el viejo orden mundial está cayéndose a pedazos y han aparecido nuevos agentes trasnacionales no estatales con enorme poder destructivo, como son Al Qaeda o el Estado Islámico. Aquellos atentados fueron el detonador de las guerras de Afganistán y de Irak y de unas políticas antiterroristas que minaron las libertades públicas en los países occidentales, despreciaron los derechos humanos y las convenciones internacionales sobre prisioneros de guerra y desprestigiaron a las primera superpotencia ante las opiniones públicas especialmente en el mundo árabe y musulmán. El 11S fue, por tanto, la fecha trágica que inaugura una época llena de incertidumbre, que a los 15 años se ha desplegado con todo su dramatismo en la crisis de los refugiados sirios, la deriva autoritaria de Turquía o la profunda desorientación europea acerca de su futuro.

Que cada uno escoja la proporción de cada una de las tres fechas que le apetezca para conmemorar este Once de Septiembre. Pero me parece evidente que son tres fechas muy adecuadas para meditar con calma e intentar sacar conclusiones sobre el mundo en que vivimos, desde Barcelona hasta el ancho mundo.

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11 de septiembre de 2016
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La victoria del procesismo

La noticia de la temporada es el procesismo. El independentismo sucedió al soberanismo y el procesismo está sucediendo al independentismo. Si el soberanismo se centraba en la consulta y el independentismo en la independencia, lo que al procesismo le ocupa y preocupa ahora es el propio proceso. Si no hay consulta y no hay independencia, ni por la vía unilateral ni por la acordada, y por el momento no asoma ninguna de las dos cabezas por el horizonte, entonces solo queda una alternativa y es hacer que el proceso siga vivo aunque esté muerto.

El procesismo es como una bicicleta: si cae se para. Hay que hacer algo, lo que sea, para que no se caiga. No hay más remedio que seguir pedaleando. Es un movimiento que ya se justifica por sí mismo y no por su improbable objetivo. Si no se puede hacer la DUI (declaración unilateral), pues nos conformamos con el RUI (referéndum unilateral); y si luego no puede ser el RUI, pues habrá que ir de nuevo a por la DUI. Y vuelta a empezar.

El procesismo es una proyección de la voluntad. El deseo de tanta gente es perentorio y de absoluta necesidad. No cabe en la cabeza de nadie que todo se haya acabado. No puede ser que tantos estén equivocados y durante tanto tiempo. Nadie puede imaginar que sea una mera ideología capaz de instalarse y de aceptar que por el momento no hay quien mueva la piedra de la realidad.

El determinismo es una de las características del procesismo. Está escrito que eso debe terminar pronto y bien. El largo plazo es pecado para el procesismo. No vale dudar al respecto y quien lo haga se hace reo de falta de voluntad? procesista, claro está. La voluntad política tal como la entiende el procesismo es una traslación a la historia de Cataluña de la fe religiosa. Hay quien la tiene y hay quien no la tiene, qué le vamos a hacer.

El procesismo confía en su largo aliento pero vive del sentido de inminencia. Va para largo, para muy largo, pero hay que vivirlo como si fuera a ocurrir ahora mismo. Solo se pueden dedicar tantos recursos y tantas energías, que se sustraen a muchas otras cosas y llegan a ocupar todo el espacio psicológico y político, cuando se vive con una febril sensación de inminencia.

El procesismo suma procesos, actuales y remotos. La idea de que hay uno solo, que se proyecta retrospectivamente en la historia hasta 1714, es su obra más sofisticada. No es lo mismo el proceso que dirigía Artur Mas, con su fuerza central convergente como base, que el proceso coliderado por Mas y Junqueras, con el conglomerado de Junts pel Sí resultante de la suma de dos partidos y el añadido de los independientes de las asociaciones soberanistas. Ni el proceso que ahora dirige aparentemente Puigdemont, bajo vigilancia y hegemonía de la CUP.

El procesismo es una culminación, una especie de momento hegeliano en el que se colma definitivamente el devenir nacional de Cataluña, como una fruta ya madura a la que solo le queda soltarse del árbol. Todo está a punto y al punto. Para acelerar la caída, el procesismo se denomina a sí mismo primero post autonomía, luego pre-independencia, estadios políticos insuperables en todos los sentidos, porque difícilmente se superarán y porque son la perfección misma del proceso: lo hemos hecho todo, todo está ganado, pero queda solo el momento mágico, el instante que nunca llega, eternamente aplazado.

El proceso ha generado también sus intereses, creado puestos de trabajo, producido ingresos e inspirado e inducido múltiples negocios. Es parte del paisaje cotidiano. Algunos han calificado a las asociaciones surgidas al calor del proceso como auténticas start-up de la tecnología política. Hay mucha gente a la que le interesa que esto siga y siga como la pila de duracel aunque haya dejado de tener orientación e incluso sentido. Son el lobby del proceso que seguirá procurando por el negocio mientras dure.

Es como el proceso de paz en Palestina, me sopla una buena amiga que ha ejercido como corresponsal en Israel. Todos, partidarios y adversarios, sospechan que está muerto, pero a todos interesa que siga así con la apariencia de que está vivo, aunque solo sea para defenderlo o para rechazarlo. Desde fuera ?de Cataluña y sobre todo de España? todo esto es de muy difícil comprensión, y se entiende muy bien por qué nadie lo entiende: el procesismo es la fase superior y más kafkiana e insuperable del proceso.

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10 de septiembre de 2016
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Un balance de la globalización: conversación con Josep Piqué

Josep Piqué es uno de los empresarios y políticos españoles con mayor experiencia e interés por la escena internacional, y especialmente por Asia, el continente más alejado y desatendido entre nosotros. Ha sido, entre otras cosas, ministro de Exteriores con José María Aznar, y actualmente preside distintas instituciones que vinculan España a Japón, Corea e India. Ha sido también consejero delegado y vicepresidente de la constructora OHL, y fue en su despacho en un rascacielos de la Castellana de Madrid donde tuvo lugar esta conversación el pasado 4 de abril. Este texto ha sido publicado en la revista bimensual 'La Maleta de Portbou' que dirige Josep Ramoneda en el número de julio/agosto de 2016.

Lluís Bassets.- Usted escribió hace tres años un libro, al que dio el título de ?Cambio de era. Un mundo en movimiento: de Norte a Sur y de Oeste a Este?, en el que ofrece una visión del estado del mundo que contrasta respecto al momento actual por el punto de optimismo que entonces todavía mantenía sobre la globalización y sobre cómo está funcionando el orden internacional multipolar. ¿Lo matizaría ahora o incluso lo rechazaría?

Josep Piqué.- No hay que dejarse contaminar por la coyuntura cuando analizas las tendencias de evolución del mundo. La globalización no es una opción política, es un dato. Ha venido para quedarse y aunque pueda sufrir retrocesos y avances, ya es imparable. El mundo es cada vez más pequeño y asequible para todos. Por eso yo mantengo un cierto optimismo. Cada vez somos más, pero cada vez hay más personas que salen de la miseria, con mayor capacidad adquisitiva, acceso a la satisfacción de las necesidades básicas, como la educación o la sanidad. También por primera vez hay más gente que vive en las ciudades que en el campo. Somos más urbanos y burgueses. Y no es casualidad que a las grandes revoluciones democráticas y modernizadoras las llamemos revoluciones burguesas porque provienen de la libertad asociada a vivir en la ciudad y no en el campo. La dirección y la proyección estratégica son buenas.

Otra cosa son las dudas respecto a si somos capaces de reconstruir algún tipo de orden mundial. Teníamos un orden muy complicado y peligroso, basado en la división en dos bloques, que daba unos determinados niveles de certidumbre, pero se cayó y no ha sido sustituido. Hubo la ilusión que duró poco de un mundo unipolar, con una hiperpotencia y la idea de que los valores occidentales se esparcirían hasta la culminación o fin de la historia, tal como la describió Francis Fukuyama. Ahora hemos visto que eso no es así y estamos ante un momento de gran desconcierto, de forma que los poderes existentes en el concierto internacional, al que no puedo llamar orden, tienen serias dudas respecto a cuál tiene que ser su papel real en este siglo.

Hace poco he leído las reflexiones sobre política exterior que hace el presidente Obama [en la revista The Atlantic de marzo pasado]. Dice cosas muy novedosas respecto a cuál debe ser el papel de Estados Unidos en el mundo. Es clarísima la opción por Asia, el alejamiento estratégico y conceptual del mundo euromediterráneo, específicamente de Oriente Medio y el ninguneo del papel de Europa. Me interesa y comparto su reflexión sobre China, respecto a que debe sentirse estable y segura, porque así podrá desempeñar un papel positivo en la configuración de este nuevo orden. En caso contrario, puede acabar haciendo cosas que sean preocupantes para todos.

¿Será capaz el mundo de establecer un nuevo marco de relaciones que permita cierta estabilidad y cierta predictibilidad o entramos en una etapa de descontrol? A diferencia de lo que podríamos pensar hace veinte años, Europa no está ni se la espera. Probablemente nos encontramos a un atentado de cargarnos Schengen. Y a un paso de calibrar la incapacidad de la política monetaria para resolver los problemas económicos. Por tanto, a dos pasos de volver a poner en riesgo la propia moneda única. Al final, solo nos quedarán los Erasmus. Pero Europa como proyecto político quedará reducido a lo que los británicos siempre han querido, que es un espacio de libre comercio, una unión aduanera, un lugar en el que la libre circulación de mercancías y de capitales esté garantizada, pero no de las personas. Y sin proyecto político.

España ha sido muy europeísta. Europa es una garantía de nuestras libertades, de nuestra modernización. Pero somos europeístas de ida, no de vuelta. Nos ha ido muy bien Europa para justificar las decisiones internas que nos han hecho más modernos y competitivos y más libres y democráticos. Pero históricamente hemos renunciado a desempeñar un papel protagonista porque hemos visto a Europa como una ayuda y una garantía, una excusa y un pretexto para hacer lo que teníamos que hacer. No estuvimos en el proceso constituyente de Europa y nunca nos hemos sentido auténticos protagonistas de la historia.

Hay una frase tópica, que se atribuye a Paco Ordóñez cuando le preguntaron después de nuestra integración cuál era nuestra política europea. Y la frase fue: "Nosotros hablamos los quintos. Primero escuchamos a los cuatro grandes, vemos qué piensan, y después nos pronunciamos". Era una actitud inteligente en unos momentos en que acabábamos de entrar y que, además, queríamos ser receptores de fondos. Pero esta actitud se va modificando a lo largo del tiempo. Eso de "hablamos los quintos", ya no es así. Hay asuntos en los que no tenemos que hablar porque no hace falta: si el Reino Unido habla de cuál debe ser la política europea respecto a Zimbabue, pues les escuchamos y no tenemos mucho que decir. Pero, en cambio, con otras cosas ya no tenemos que hablar los primeros. Debemos sentirnos copartícipes de la conformación política europea y ser ambiciosos precisamente porque para España es importantísimo que Europa como proyecto político se consolide, por nuestra propia estabilidad y para consolidar nuestro sistema democrático, que sigue siendo frágil.

L.B.: El balance positivo de la globalización que usted hace se cifra en la aparición de unas clases medias en los países emergentes que describe como urbanas. ¿Estamos hablando de unas clases medias asimilables a la burguesía europea o de unas nuevas clases urbanas que acaban de salir de la pobreza y tienen expectativas más elevadas de lo que después se puede satisfacer?

J.P.- Brasil sería un ejemplo paradigmático. Ha vivido un crecimiento económico del PIB muy importante que ha provocado grandes desplazamientos desde el campo hacia la ciudad y la creación de brutales megalópolis, pero también mucha marginación. Es probable que este análisis lo podamos aplicar también a China y de forma más brutal. Si todos los años entre setenta y ochenta millones de personas van del campo a la ciudad y te piden vivienda, escuela, sanidad e infraestructuras de transporte, tienes el conflicto asegurado. ¿Debemos detener este proceso y ralentizar la globalización para ser capaces de irla digiriendo de un modo razonable o al final estamos ante un fenómeno imparable? Las tensiones son inevitables y generan problemas políticos seguro. Los estamos viendo en Brasil, donde no es un problema del sistema político que nadie pone en cuestión. Se pone en cuestión a la presidenta. Pero en el caso de China sí que puede ocurrir por agotamiento de un sistema político autoritario basado en un partido único que tiene una ideología sin relación alguna con la realidad de sus políticas.

¿Cómo se puede conseguir estabilidad y certidumbre respecto a las políticas chinas? Seguramente, a medio plazo, solo si democratizas el país. Eso es, si incorporas las clases medias a la gobernanza y las haces copartícipes y corresponsables de que las necesidades y las expectativas deben calibrarse y compatibilizarse con las capacidades que tiene el propio país de poder hacerlo. Cuando España en su conjunto hace el gran cambio, y hace la revolución industrial que ya se había producido en Cataluña y en el País Vasco, que es en los años sesenta con el Plan de Estabilización, el 40% de la población todavía era rural. Y durante muchos años teníamos chabolismo y mucha delincuencia y como el régimen era muy autoritario y muy represivo más o menos se tapaba. Pero los desajustes y la desvertebración de la sociedad española durante esos años fueron muy notables. Luego emergen las demandas de libertad, primero sindical, y después política. Se da una modernización en el ámbito administrativo, y al final la modernización es la suma del Plan de Estabilización y la Ley de Procedimiento Administrativo. Nos dotamos de una administración garantista que permite la seguridad jurídica imprescindible después para el crecimiento económico.

El Plan de Estabilización, visto con cierta perspectiva histórica tuvo unos costes brutales ?más de tres millones de españoles tuvieron que emigrar en busca de trabajo?, pero las consecuencias en un largo plazo fueron enormemente positivas porque el país ganó mucho en competitividad, generó clases medias y después permitió, cuando el dictador desapareció, realizar el cambio político con rapidez. No es trasladable nuestra experiencia respecto a las demás. Pero sigo pensando que, como la globalización es imparable, es mejor que pensemos que al final debe de tener una lectura positiva.

L.B.: El argumento chino es que mejor que no les apretemos para democratizar y dar libertades políticas porque la estabilidad está en juego. Y en el fondo nos están diciendo, por seguir con el ejemplo español, dejadnos hacer un estado con derecho ?una administración garantista-- y ya dentro de cincuenta años hablaremos del estado de derecho ?un sistema de libertades.

J.P.: Los chinos siempre se han mirado en el espejo ruso. La Unión Soviética se colapsa y se desmorona y en agosto del 91 hay el intento de golpe de Estado, cuando Yeltsin se sube a un tanque, y se termina la Unión Soviética en seis meses. Lo primero que hace Yeltsin es prohibir el Partido Comunista. Puede tener todo el sentido, pero la consecuencia es brutal porque la estructura de poder del país estaba basada en las estructuras del Partido. Es como entrar en Irak y cargarse al ejército de Sadam. Al final los vacíos siempre se ocupan y, en el caso de Rusia, durante mucho tiempo lo han ocupado las mafias. Y eso es lo que los chinos vieron con terror. Ellos no se abrirán al pluralismo político sin contar previamente con las estructuras de Estado capaces de seguir articulando y seguir cohesionando el conjunto. Deng Xiaoping lo vio con mucha claridad. Y sobre todo con la revuelta de Tiananmén. Podemos pensar que hay un componente de cinismo y que no sea más que un pretexto para no avanzar hacia la democratización real. Pero cuando vemos como se comportan las clases urbanas y los hombres de negocios, cómo se comunican, viajan e invierten, resulta muy difícil pensar que finalmente no se articule políticamente y no desemboque en la democratización del sistema.

L.B.: Ahora bien, eso está todavía fuera del horizonte de China. Por el momento, ni la federalización ni la democracia pluralista están en el orden del día.

J.P.: Cuando llegué a Exteriores, me dijeron que para tener una buena relación con China hay que evitar las tres tes: Tiananmén, Tíbet y Taiwán. Tiananmén no ha existido. El Tibet, tampoco. Y Taiwán es un accidente que se corregirá porque hay una sola China. Es absolutamente cínico como buena parte de la política exterior, en la que siempre tienes un debate entre los principios y los intereses. Como dicen los anglosajones: "Foreign policy is not nice". El propio Obama es una expresión bastante paradigmática de esta pugna permanente entre los principios y los intereses, como se ve en el caso de Irán. Le interesa restablecer la relación con un país que es absolutamente clave en el equilibrio y la estabilidad de la zona, tras cuarenta años de enfrentamiento. Pero Estados Unidos actuará en consecuencia si al final Irán obtiene la capacidad de construir la bomba o existe la más mínima sospecha de que ya la tiene.

L.B.: Con Irán quizás Obama ha conseguido un equilibrio entre lo que son valores e intereses clarísimo. Pero, en cambio, hay un país al lado, Arabia Saudí, con el que no lo ha conseguido.

J.P.: Obama se cuestiona tanto una política de alianzas con unos regímenes incapaces de generar prosperidad, igualdad y libertad en sus poblaciones como unas estrategias de uso de la fuerza para ayudar a la democratización que han conseguido unos resultados caóticos y contraproducentes. Y por eso fija el momento clave de la transformación de la política exterior norteamericana durante su mandato en el día en que decide no bombardear Siria. Le va de maravillas la actitud rusa, para ayudar a vestirlo, pero eso le lleva a una reflexión bastante notable respecto a la naturaleza política de los países teóricamente aliados. ¿Cuál es la garantía de la supervivencia de nuestros regímenes? ¿El paraguas de Estados Unidos o la capacidad de generar consensos internos para mantener el régimen? En el caso de Arabia Saudí el trasfondo ideológico es la interpretación más dogmática y más extrema del islam que bebe en el wahabismo. Y la financiación de muchas de las cosas que están sucediendo, desde Al Qaeda hasta el propio Estado Islámico, probablemente tiene, no digo orígenes públicos, pero sí privados que provienen de las petromonarquías del Golfo. De algún modo han estado comprando la no beligerancia respecto a sus propios regímenes de este tipo de movimientos. Pero es indiscutible que eso acaba siendo un error. Si tú generas criaturas más radicales que tú, al final acaban yendo a por ti.

LB.- Todos los dictadores árabes, Mubarak, Ben Alí o Asad, han exhibido el espantajo de un islamismo terrible, al que ellos podían domar, como única alternativa a su poder. Por eso es difícil no ver en el Estado Islámico a una criatura monstruosa creada por estos propios regímenes como amenaza de cara a garantizarse su continuidad.

J.P.: Sí, pero también tiene que ver con la fallida invasión de Irak. El ejército iraquí ha proporcionado cuadros al ISIS, cierta capacidad de administración, un determinado mecanismo de búsqueda de financiación, de saber cómo comercializar el petróleo y el gas. Luego está el tema sectario. Siria es un caso paradigmático. Como el Irak de Sadam Husein, es un régimen autoritario basado en la coalición de las minorías contra la secta mayoría y con un juego geoestratégico con las potencias de la región detrás. Y luego está la historia, que siempre vuelve. Al final, el área ha sido durante siglos oscuro objeto del deseo de grandes potencias regionales, Turquía, Arabia Saudí, Irán, Egipto, Rusia. Y además existe una pugna interna dentro del islamismo radical respecto a quién debe tener la hegemonía del movimiento. Este es un tema preocupante para los servicios de inteligencia: se puede estar produciendo cierta confluencia entre las tácticas y las estrategias de Al Qaeda y del Estado Islámico, que en principio eran muy diferentes.

L.B.: Usted fue ministro de Exteriores justo cuando las cosas empezaron a ponerse muy feas respecto a este tipo de terrorismo, entre el 2000 y el 2002. ¿Qué idea tiene respecto a las responsabilidades de Bush y de Aznar en la gestión de aquella crisis? ¿Se cometió un gran error de perspectiva y de apreciación? ¿O era imposible darse cuenta en ese momento del tipo de trampa en el que nos estábamos metiendo?

J.P.: Veníamos de un mundo en el que el optimismo de Occidente era muy grande. La capacidad ideológica y política de expandir sus valores por todo el mundo era muy alta. Hacía diez años que había caído la Unión Soviética y Estados Unidos era la única superpotencia, Europa quería desempeñar un papel estratégico con cierta ambición explícita y llegan los atentados del 11 de septiembre que nos hacen ver que esta Arcadia feliz no era verdad. Nos damos cuenta de que tenemos un enemigo muy importante y de que debe producirse una respuesta contundente. Sobre eso no tengo ninguna duda. La base territorial y logística de Al Qaeda estaba en Afganistán y por tanto debíamos ir a Afganistán. Pero el momento decisivo y el error es la guerra de Irak. Porque Irak no tenía vinculaciones con Al Qaeda y después hemos sabido que no tenía armas de destrucción masiva. Y el desmoronamiento de Irak como estructura estatal ha generado la ruptura del entero mundo westfaliano medio oriental surgido de la caída de cuatro imperios al final de la Primera Guerra Mundial: el ruso, el otomano, el austrohúngaro y el alemán. Las potencias vencedoras Francia y el Reino Unido decidieron repartirse los despojos, que en el caso de Oriente Próximo fue a través del famoso acuerdo secreto Sykes-Picot, que establecía las zonas de influencia y fijaba las fronteras con tiralíneas. El mundo surgido de la Paz de Westfalia después de la Guerra de los Treinta Años fija las fronteras estatales, evita las interferencias mutuas, y consagra la no injerencia, partiendo de la idea de que cada vez que hemos intentado reconstruir el mapa de Europa sobre la base de las convicciones lingüísticas, étnicas o religiosas nos hemos estado matando de un modo dramático. Pues bien, en Oriente Medio aplicamos idéntico esquema y ha durado cien años. Ahora está en cuestión, porque el Estado Islámico no distingue entre fronteras y nos remite a la etnia y a la secta. Pero han sido la invasión de Irak y la pésima gestión del escenario posbélico las que se han cargado esta estructura, seguramente muy criticable y muy odiosa, pero que garantizaba cierta estabilidad. No había recambio y el vacío ha sido ocupado por todas estas nuevas fuerzas descontroladas.

L.B.: La guerra de Afganistán tiene cobertura de las resoluciones de las Naciones Unidas e incluso la Alianza Atlántica activa el artículo quinto de la solidaridad en la defensa mutua. Y en cambio Irak es la inauguración de una era de unilateralidad. Se rompe el consenso europeo en el Consejo de Seguridad. Y también en la política exterior española.

J.P.: La pregunta que nos planteábamos no era tanto si Estados Unidos tenía razón, como si nos interesaba mantener el vínculo transatlántico y la alianza entre Estados Unidos y Europa, teniendo en cuenta que hemos gozado de la solidaridad y del apoyo norteamericano desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El sentimiento desde Washington respecto a Chirac y Schroeder es que cuando las cosas pintan mal, los europeos dicen que no quieren saber nada. Que Francia mantuviera distancia respecto a Estados Unidos forma parte de la tradición, la novedad es que por primera vez Alemania no sea solidaria. Era también voluntad de Schröder primar la alianza con Francia respecto a cualquier otro interés. Eso puede tener un determinado sentido europeo, pero entonces nos separa claramente en dos bandos. Sí, al final Aznar y Blair se fueron por su cuenta. Pero su famosa carta también la firmaron trece o catorce más, todos los países del Este. Europa se partió por la mitad, prácticamente. Y desde entonces ya no tiene política exterior.

Javier Solana intentó evitarlo de un modo muy meritorio, pero con capacidades muy escasas. Cuando luego ya se constituye la figura del ministro de Asuntos Exteriores europeo, se acepta la sugerencia británica de nombrar a una persona inane, lo que refleja que no nos interesa tener una política exterior común. Curiosamente Francia y Alemania lo aceptan sin problema y en contradicción con su oposición a la política de Bush. Si tú te has enfrentado a Estados Unidos porque crees que debes tener una política propia, después tienes que ser consecuente. Pero ya eran unos momentos de empobrecimiento del proyecto político europeo. Aceptas a un presidente de la Comisión muy flojo y a una ministra de Exteriores absolutamente desconocida. El propio presidente del Consejo es un belga de quien ya ni recordamos el nombre. En este proceso de desconexión de Estados Unidos, ¿quién ocupa el vacío? Rusia. Lo hemos visto ahora en Siria.

L.B.- La jugada de Rusia probablemente no era Oriente Medio, sino consolidar su posición respecto a que era Ucrania y Crimea. Se ha quitado la presión en Europa y ha conseguido aparecer con un papel en Oriente Medio, que desequilibra a la UE. Putin puede estar muy tranquilo.

J.P.: Aquí está la consecuencia otra vez de la desconexión norteamericana. Para Obama Crimea es un tema delicado porque a fin de cuentas piensa que siempre ha sido rusa. Y Ucrania, también. El statu quo era mantener a Ucrania en mitad de la nada, con una cleptocracia corrupta al mando. Cuando Europa da el paso y le dice a Ucrania que abandone Rusia, sin calibrar las consecuencias ni tener capacidad de respuesta, es cuando se rompe el statu quo. Europa dice que Ucrania es un problema europeo y Obama en cambio que no afecta a los intereses vitales de Estados Unidos. Cuando los europeos no son capaces de responder y tampoco lo son en Siria, Obama nos dice que le preocupa mucho más cómo evolucione China, la estabilidad del Sudeste Asiático o las tensiones con Corea del Norte, cosas que afectan a su seguridad.

L.B.: A la vista de la entrevista de Obama en The Atlantic, se diría que el vínculo transatlántico está en la situación más débil históricamente.

J.P.: En la entrevista hay un momento en el que habla de una conversación que mantiene con Cameron sobre la famosa relación especial, que al final se limita a que los británicos gasten el dos por ciento en defensa. Y si no lo hacen, no hay relación especial. A Blair se le puede criticar por su apoyo a Bush, pero tenía muy clara esa relación especial, que significa acompañarles incluso cuando se equivocan. Ahora con Cameron, en cambio, si el Reino Unido no consigue mantener la relación especial con Estados Unidos y al mismo tiempo tampoco forma parte de la política común exterior y de defensa europea, se convierte en irrelevante, aunque tenga unas fuerzas armadas muy potentes. El Bréxit más la pérdida de la relación especial es un drama. Blair tenía las dos cosas. Era europeísta y era incondicional de Washington.

L.B.: Aznar también creyó que podía tener una relación especial con Washington, que luego resultó una fantasía.

J.P.: Puedo contar una anécdota reveladora del momento en que entré en el Ministerio de Asuntos Exteriores y teníamos que renovar los acuerdos de defensa con Estados Unidos. Aznar me dice que le gustaría aprovechar la ocasión para ver si se puede elevar el nivel de relación bilateral. Los tres grandes ejes de la política exterior española, tradicionalmente, habían sido Europa, el Mediterráneo y América Latina, y es en aquel momento cuando abrimos la política exterior hacia Asia-Pacífico, con el primer Plan Asia y la creación de la Casa Asia y potenciamos la relación con Estados Unidos. La negociación fue en los últimos meses de la presidencia de Clinton y firmé el acuerdo con mi interlocutora Madeleine Albright. Luego cuando me entrevisté con su sucesor en la secretaría de Estado, Colin Powell, le expliqué que habíamos querido elevar al máximo las relaciones con ellos, aunque sabíamos que no podíamos tener una relación especial como la que tienen con Reino Unido. Se me quedó mirando y me dijo: ?¿Y por qué no?? En ese momento, me dije, ¡qué bien! Pero después he pensado que hay cosas que España no es capaz de hacer.

Luego la cosa se fue complicando, a medida que la relación personal se fue construyendo. Y aprendí dos cosas. Una, es la dificultad de la política exterior con un país tradicionalmente aislacionista como España, poco interesado en ella como estamos viendo ahora con los debates electorales. A nuestros políticos no les interesa, empezando por el presidente del Gobierno o por el jefe de la oposición. Pero a la opinión pública tampoco. En un país así, si quieres avanzar, hay que ponerse al frente de la manifestación y tirar de la opinión pública, pero corres el riesgo de que cuando hayas avanzado y mires atrás te encuentres que no hay nadie que te siga.

Y luego, que en política exterior es importante distinguir tres niveles. Uno es la relación entre estados y, por lo tanto, la fijación de intereses y de principios. El otro es la relación entre gobiernos. Y el otro es la relación entre personas. Pero el orden tiene que ser este. En el momento en el que inviertes el orden te equivocas, como sucedió en la época de Aznar. Aznar creyó que si tenía una relación personal muy fuerte, al final sería bueno para la relación entre estados. Pero las personas y los gobiernos pasan, y los estados, no. Pero lo de ahora ya no es cosa de Aznar, porque creo que no había ocurrido nunca y es que llevamos quince años sin recibir al presidente de Estados Unidos en España.

L.B.: Ahora estamos ante la desaparición de España de la escena internacional y de Europa. Que probablemente tiene fecha, y es 2002 cuando usted abandonó el Ministerio ya en los preparativos de la guerra de Irak y justo antes del incidente de Perejil. Hasta entonces apenas hay discontinuidades en la política exterior respecto a la primera legislatura de Aznar y respecto a los gobiernos socialistas. Y en cambio, a partir de entonces, todo parece agrietarse. Desde Europa hasta Cataluña, parece que hay una grieta que lo atraviesa todo. Nos estamos quedando sin política y sin presencia exterior. Con Zapatero es evidente y con Rajoy ya es clamoroso. Su desinterés por Europa y por el mundo es absoluto.

J.P.: Y a Zapatero tampoco le interesa, aunque tenía una visión más ideológica, contrapuesta y reactiva respecto a una visión también muy ideológica de Aznar. Sí es verdad que a partir de 2002 se produce como una especie de brecha. Y es una pena porque hasta entonces las cosas iban razonablemente bien. El momento álgido de nuestra influencia en Europa fue el Tratado de Niza que tuve el honor de negociar y de firmar. Y en él se nos reconocía un principio, que para nosotros era importante, denominado ?tres de cinco?: todo puede hacerse con tres países de cinco a favor y nada puede hacerse en contra de los tres de cinco. Y los cinco eran los cuatro grandes más España. Y eso se relacionaba con otra idea que yo cambié. Cuando llegue al Ministerio, estábamos en contra de las famosas cooperaciones reforzadas, porque se entendían como un mecanismo de los grandes, y sobre todo del directorio franco-alemán para apartarnos a los demás de determinados avances de la integración europea. ¿Por qué no lo hacemos al revés?, me dije. Tenemos que estar a favor de las cooperaciones reforzadas con la convicción de que en cualquier cooperación reforzada que se plantee nosotros estaremos. Ya hemos hecho dos. Una es Schengen. Y la otra es el euro. El futuro de una Europa de 28 inevitablemente pasa por la geometría variable y las cooperaciones reforzadas. Si al final el coste de la permanencia del Reino Unido en la UE es aceptar la idea y el concepto que tiene el Reino Unido sobre Europa, el proyecto político se va al traste. Reino Unido puede hacer lo que quiera mediante un mecanismo voluntario, pero los que queremos ir más lejos también. Creo que es la única posibilidad para seguir avanzando. Ahora bien, el problema de fondo es que para hacer eso es necesario algún tipo de liderazgo. Y de un modo natural eso debería provenir de las propias instituciones, pero, por motivos muy diversos, ninguna de las tres grandes, el Parlamento, la Comisión y el Consejo están jugando este papel. Quien podría tener liderazgo de país, que es Alemania, no quiere; y quien querría tener liderazgo como país, que es Francia, no puede.

L.B.: Sigamos la grieta y lleguemos hasta Cataluña y a su experiencia como dirigente del PP. Está claro que 2002 también es el momento en el que empieza a evolucionar todo ya de cara al relevo de Pujol, al Estatuto y a los prolegómenos a su experiencia posterior como dirigente del Partido Popular de Cataluña. ¿Qué le pasa al Partido Popular de Cataluña?

J.P.: Nunca ha sabido conectar con capas amplias, cosa que solo puede hacerse desde planteamientos moderados y respetuosos. Cuando yo me presenté en el año 2000 como número uno para Barcelona hacía solo dos años que estaba en el partido. Y nos votó el 23 por ciento de los catalanes. Veníamos de una etapa de gobierno de diálogo, consenso y acuerdos con los partidos nacionalistas, particularmente con el nacionalismo catalán entonces moderado. Los pactos se habían cumplido y en la segunda parte de la legislatura, cuando yo fui portavoz, el Gobierno daba una imagen no beligerante, amable, moderada, dialogante y la respuesta de los catalanes fue que uno de cada cuatro nos votó. Este fue un momento álgido, pero en el 2012 el PP tiene también un buen resultado, aunque en Cataluña suele ser sobre todo reflejo de una coyuntura política general. El voto al PP sirve para quitarse de encima a los socialistas, pues es la única alternativa más o menos visible. Pero al final el principal problema es que el PP es incapaz de empatizar con el electorado catalán, y eso no se ha solucionado. Las responsabilidades también están muy compartidas. La iniciativa de hacer un Estatuto de nueva planta en vez de reformar el del 79, sin el consenso con el principal partido de la oposición, ha sido el origen de muchas cosas. Es la primera vez que se impulsa un cambio institucional desde el disenso y eso es responsabilidad de Maragall y de Zapatero. Nunca hubo una auténtica voluntad de incorporar al PP en el consenso. También tengo que reconocer que, aunque hubiera existido esta voluntad, probablemente el PP tampoco hubiera querido.

L.B.: Ahora bien, existe un problema del PP en Cataluña, ¿pero no hay un problema de la derecha española?

J.P.: Sí, pero también hay un problema de la política catalana. Y el proceso del Estatuto a mí me lo hizo ver con toda claridad. Eso es algo que siempre decía Tarradellas: los catalanes creemos que tenemos la razón y por eso nos la darán. Y, primero, no sabemos si la tenemos y, luego, la voluntad democrática de los catalanes está dividida, de forma que iniciar un proyecto político con la mitad de la población disconforme se hace muy complicado. No digo ya iniciar un proceso de separación solo con una mitad y además dudosa. Me parece un caso de aventurismo político muy relevante. La derecha española tiene un problema. Pero la izquierda española también porque, por contraposición a la derecha, no ha acabado de interpretar nunca correctamente la respuesta que debe darse al tema catalán. Luego dentro de Cataluña el nivel de mediocridad política es muy elevado. Pujol, que tenía inteligencia política, está destruido moral y personalmente. ¿Hay alguien ahora en Cataluña con consistencia intelectual, con solidez política?

L.B.: Y ahora, ¿cuál debería ser el camino para salir de este callejón sin salida?

J.P.: Volver a lo básico. Primero, respetar el estado de derecho y las reglas del juego. Segundo, restañar las heridas. Todo este proceso ha llevado a un desgarro interno de la sociedad catalana muy doloroso. Lo veo en mi familia y en mi círculo de amistades. Restablecer la cohesión y la convivencia, esta idea de Cataluña un solo pueblo, me parece fundamental. Ver luego si conseguimos un nuevo marco de convivencia de Cataluña en el seno de España. Si al final resulta imposible, entonces ya veremos. Para llegar ya a la conclusión de que no es posible no basta con la voluntad de determinadas fuerzas políticas y de un porcentaje significativo pero no mayoritario de la sociedad catalana, sino que se necesita mucho más. Y eso me lleva a una tercera condición. Partidos independentistas siempre ha habido y habrá, y ciudadanos independentistas también. Pero ahora se ha producido un cambio cualitativo, porque desde octubre del 34 no se había puesto las instituciones de todos al servicio del proyecto político de una parte. Y por lo tanto tenemos que devolver las instituciones a su lugar. Si no reconstruimos estos tres consensos básicos ?instituciones, cohesión interna y respeto a la legalidad?, veo muy difícil avanzar. Al final, aunque ahora Europa esté muy débil, el propio contexto europeo y la fuerza del Estado siempre serán superiores a la capacidad de Cataluña de acceder a la independencia. Un responsable político no debe llevar a su pueblo a callejones sin salida.

L.B.: Es difícil no ver un cuadro inquietante en la evolución de la derecha española. La primera legislatura de Aznar fue una buena legislatura, pero con la segunda, cuando por primera vez desde la República la derecha llega democráticamente a la mayoría absoluta y tiene todo el poder en sus manos, vemos que realmente no es capaz de estar a la altura. Y ahora, no digamos.

J.P.: Obtiene un apoyo muy mayoritario y tranquilo por parte de la sociedad española. Pero a esta derecha española que en estos dos años comete errores clamorosos el pueblo español la castiga suficientemente y la expulsa del poder en el 2004. Y, en el proceso del Estatuto y todo lo que ha venido después, seguramente ha tenido una actitud muy equivocada, pero la responsabilidad de gobernar no la tenía la derecha. Yo matizaría el argumento: vale, de acuerdo, a partir del 2002 se hacen las cosas muy mal. En el 2004 los españoles sacan a la derecha del Gobierno y entra Zapatero y el Partido Socialista y en Barcelona gobierna el tripartito durante siete años. Alguna responsabilidad tendrán todos ellos también, no solo el PP.

L.B.: El país ahora ha desaparecido internacionalmente, el gobierno parece que esté bajo el mando de un piloto automático, abogados y jueces por un lado, y BCE por el otro. Es una especie de vacío en el que el gobierno tiene como política no hacer política.

J.P.: Sí, porque es una interpretación de la política de administración de las cosas, pero no de transformación de la realidad y de identificación de los problemas. Que la ley se respete es la condición necesaria a la que cualquier gobierno está obligado, pero no es suficiente. Hay que hacer política. Aquí en Cataluña existe primero un gran debate que hay que hacer no sobre la lengua, que no es debate, sino sobre los contenidos del sistema educativo. Otro sobre los medios de comunicación, públicos y subvencionados. O sobre el desvanecimiento de la presencia del Estado. Todas estas cosas explican este alejamiento afectivo de buena parte de la sociedad catalana respecto a la idea de España. También hay un debilitamiento de España como proyecto, que es producto de una crisis económica que ha hecho caer en picado el prestigio del propio país. Y luego hay que tener una presencia más activa. La mitad de la sociedad catalana se ha movilizado mucho ?y ahora también está muy quemada? y ha dado la impresión de que era la representación de la gran mayoría, por no decir la totalidad. Pero hay una parte muy significativa de la sociedad catalana más bien acobardada, que socialmente se veía incomodada por manifestar su opinión y ha preferido callar, pero que necesita sentirse protegida y acompañada. Decía usted que soy optimista sobre la globalización. Sobre Europa y sobre Cataluña no lo soy. En el caso de Cataluña, sobre todo en determinados territorios, el nivel de desconexión mental es impresionante. En Girona ya casi nadie cree que eso sea España. Es cierto que, si se volviera a reforzar la idea de Europa, también sucedería con España, puesto que eso siempre son vasos comunicantes. Siempre ha existido una correlación inversa casi exacta entre la decadencia de España y la emergencia del nacionalismo.

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9 de septiembre de 2016
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El Brexit, visto desde Asia

El ángulo de visión proporciona perspectivas distintas. No es lo mismo el Brexit visto desde Asia que desde Europa, desde Hangzhou, donde se ha celebrado la cumbre del G20, que reúne a las economías punteras y emergentes, que desde Bruselas, la capital de la integración europea.

Theresa May, la flamante primera ministra británica, ha hecho en la ciudad china lo que todos: vender su mercancía, en su caso la idea de unos tratados de libre comercio que sustituyan a la actual pertenencia a la Unión Europea entre 2019 y 2020. May es novata en cuestión de cumbres, de forma que su sola presencia y sus palabras constituían un atractivo, como lo era para otros tres novatos ?el brasileño Michel Temer, el argentino Mauricio Macri, o el joven saudí Mohamed bin Salman, número tres del régimen, que se estrenó en la cumbre en representación del rey su padre? o para el veterano de diez cumbres que ahora se despide, que es Barack Obama.

Los dos días de ceremoniales encuentros, con comunicado final negociado previamente, deben servir para reforzar el crecimiento mundial, buscar políticas innovadoras respecto al crecimiento económico, construir una economía mundial abierta y asegurar que sus beneficios lleguen a todos. No es extraño, por tanto, que el Brexit, el improbable alto el fuego en Siria, la tensión en el Mar del Sur de la China o los rescoldos bélicos en Ucrania susciten mayor atención que la gobernanza mundial a la que dedica sus esfuerzos la cumbre.

May consiguió buenas palabras acerca de los tratados de libre comercio por parte de China y Australia, pero a costa de una nueva reprimenda de Estados Unidos y otra mayor todavía de Japón, con documento anexo sobre los costes del Brexit para las empresas japonesas. Una de las características de las cumbres del G20 es que las cosas importantes suceden fuera del escenario, en los encuentros bilaterales o en las conferencias de prensa.

Este principio no vale para el anfitrión, que goza de un momento de reafirmación en su papel y en su política globales y tiene todo el interés en que todo funcione como un reloj y que las conclusiones queden inscritas en los anales de la historia de la humanidad. En el caso de China, que preside por primera vez esos Juegos Olímpicos de la gobernanza global que son el G20, ha sido ocasión de lucimiento para su hiperpresidente, Xi Jinping, al que se considera como el dirigente con más poder en sus manos desde Mao Zedong.

China practica una diplomacia cautelosa y de bajo perfil, "moderadamente revisionista" respecto al status quo mundial, según el profesor estadounidense David Shambaugh, con el objetivo de "alterar las reglas, los actores y el equilibrio de influencias desde las actuales instituciones y a la vez establecer nuevas instituciones y normas de gobernanza global" ('China goes global. The partial power'. Oxford University Press). Aunque Pekín siempre se ha manifestado en favor de la integración europea, una vez los británicos ya han votado el Brexit, está claro que Xi Jinping está pensando en cómo sacar sus propios rendimientos en la redistribución de poder que pueda deducirse de la salida de Reino Unido de la UE.

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8 de septiembre de 2016
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Una Europa de tres velocidades para que Londres no se vaya

El proyecto que acaba de difundir Bruegel, el think tank europeo, gira alrededor de un concepto innovador para resolver el rompecabezas del Brexit. Le llama Asociación Continental (Continental Partnership) y consiste en una cooperación intergubernamental estructurada, que garantice la parte del Mercado Unico que le interesa a Reino Unido ?las tres libertades de circulación de bienes, servicios y capitales? ?sin derecho legal a la libre circulación de trabajadores pero sí un régimen de una cierta movilidad laboral controlada y una contribución al presupuesto de la UE?.

Bruegel propone abordar el problema a partir de una visión funcional y no política del Mercado Único, que igualmente obliga a la aceptación de numerosos capítulos del ?acquis communautaire? y a preservar el control de las ayudas de Estado, política de competencia y reglas comunes y estándares mínimos, cuestiones todas ellas que son de la incumbencia de la denostada Comisión Europea. Además de la participación funcional en el Mercado Único, la Asociación Continental también contempla una ?estrecha cooperación en política exterior, seguridad y posiblemente defensa?, que es plenamente intergubernamental.

Como no puede ser de otra forma, nada se puede hacer sin instituciones, aunque mucho de los brexiters nada odien más que las instituciones europeas. Pues bien, Bruegel propone la creación de un Consejo de la Asociación Continental (CAC), como institución intergubernamental sin capacidad legislativa ni participación formal en la fabricación legal, pero con el derecho a la deliberación y a la enmienda en los procesos legislativos de la UE que le afecten. El CAC, y en su caso Londres, no tendrá derecho de veto ni podrá paralizar la toma de decisiones de la UE, pero sí tendrá voz antes de que el Consejo y el Parlamento Europeo decidan.

Como en toda la arquitectura europea, un tal organismo, aunque sea intergubernamental, también podría tener, según Bruegel, una corte de justicia con jueces de todos los países, aunque indefectiblemente deberá estar vinculada de una u otra forma a la Corte de Justicia de la UE de Luxemburgo. Como remate y probablemente para disgusto de los brexiters, ?la participación en el presupuesto de la UE será vital?, dicen los autores del ?paper? por si alguien se despistaba.

El proyecto quiere resolver tres cosas. Primero, el rompecabezas del Mercado Único, y principalmente la dificultad de encontrar una fórmula útil, cosa para lo que no sirve ni el modelo de Noruega, ni el de Suiza, ni tampoco el de los simples acuerdos de libre comercio. Luego, quiere abordar de forma pragmática y prudente las cuestiones de seguridad y defensa, en las que Europa entera y no solo Reino Unido se arriesgan a perder mucho de la fragmentación que significa el Brexit y están por tanto obligados a avanzar en la integración. Y en tercer lugar, quiere hacerlo todo dentro de una arquitectura europea que no frene la integración sino al contrario que la impulse.

Este es el primer proyecto que aparece sobre la mesa de debate. Seguro que tiene defectos y lagunas, pero contiene ideas originales y eficaces y sirve, por tanto, para la discusión. Aunque sus autores solo se representan a ellos mismos, la presencia de Pisani y de Röttgen en el equipo que lo ha discutido y trabajado, permite entender que hay una cierta inspiración de ideas francesas y alemanas. Veremos en las próximas semanas si toma vuelo la idea de esta Europa de tres velocidades capaz de mantener a Reino Unido integrado en ella.

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7 de septiembre de 2016
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El modelo de la ingobernabilidad

A la vista de la actual evolución de la política española, me atreviría a escribir que todo empezó hace muchos años, unos 40, con Convergència.

Convergència era un artefacto especial que llegó a suscitar mayorías oceánicas en Cataluña y una admiración no menos extensa en el resto de España. Combinaba una mezcla extraña: unas ideas particulares que la definían en su identidad de partido y otras ideas generales que la habilitaban para convertirse en la gran formación política que fue y que ya no existe.

Pujol y Roca personifican la dualidad, aunque sería injusta la identificación completa, puesto que ambos a su vez comparten las dos facetas que caracterizaron a la difunta formación política ahora tan añorada. De una parte, una vocación específicamente catalana, profunda y radicalmente catalana, que llevaba a sus gentes a trabajar para la recuperación de la lengua, la cultura, las instituciones y el autogobierno en los niveles máximos posibles. De la otra, una vocación genuinamente española, que conducía a influir en la política española e incluso facilitar en Madrid la gobernabilidad --hábil neologismo introducido por Miquel Roca no sin los reglamentarios sarcasmos e incompresiones anticatalanas-- a cambio naturalmente de jugosos pactos que contribuían a reforzar la genuina vocación particular (y, a lo que se ha visto, reforzaban también el patrimonio de algunos de los pactantes).

Ningún otro partido se asemeja a lo que era Convergència --cuidado, y también Unió, principalmente con Duran i Lleida-- respecto a la gobernabilidad. El nacionalismo vasco, más definido ideológicamente, ha sido también más directo en sus tratos y pactos y, sobre todo, ha contado con un peso menor y, por tanto, con menos vocación de influir y gobernar o dejar gobernar en España. El PSOE y el PP, o UCD en su día,no pertenecen a la misma esfera: lo suyo no ha sido dejar gobernar o facilitar que se gobierne, sino gobernar directamente y a ser posible sin necesidad de nadie o, en caso contrario, obstaculizar el gobierno de los otros. De la tradición comunista hay que decir que sólo con Carrillo el PC se asemejaba a Convergència, cuando su vocación era influir, facilitar la gobernación y esperar el milagro nunca realizado de la participación en el gobierno algún día (eso que Carrillo quería y nunca tuvo y Pujol no quiso y en cambio pudo tener: ministros); luego, lo que hemos visto tiene que ver con el perro del hortelano, que no deja comer a nadie porque él mismo no puede.

Convergència fue el primer partido que tiro a la basura la gobernabilidad. El gesto debió ser tan notable que fue imitado por todos. Dejar gobernar, facilitar que se gobierne, se ha convertido en una actitud de mal gusto, un gesto de debilidad y una prueba de cobardía. Lo que se lleva, sobre todo desde que Convergència hizo su mutación, es impedir que se gobierne, bloquear, y sacar rédito de ello como antes se sacaba de los pactos.

Hasta llegar al punto actual, en que el presidente Puigdemont exhibe los obstáculos que ponen los diputados catalanes a la investidura, sea de Rajoy sea de Sánchez, con el mismo orgullo con que Pujol exhibía los votos catalanes en las investiduras de González o de Aznar. No le faltan méritos, ciertamente, y el mayor no es nisiquiera convertir los votos en vetos, para seguir con el juego de palabras de Felipe González, sino conseguir que cunda su ejemplo hasta la parálisis total del sistema parlamentario español que hemos registrado esta pasada semana.

La inversión de la gobernabilidad convergente, iniciada propiamente en 2012, no se ha expresado en todo su potencial hasta 2016 cuando ha conseguido que los dos grandes partidos históricos de la democracia de 1978, PP y PSOE, e incluso el partido de contestación al sistema que es Podemos, se apuntaran también a su modelo de impedir ante todo que los otros gobiernen ya que no pueden gobernar ellos mismos. Los tres lo han puesto en práctica de una forma u otra a lo largo del año con las investiduras fallidas de Sánchez y Rajoy, y lo más irónico del caso es que el único partido que no lo ha hecho y que se ha portado como un auténtico seguidor del modelo convergente es Ciudadanos, que nació precisamente con la vocación explícita de combatir en Cataluña a Convergència.

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6 de septiembre de 2016
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