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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El pan y las tortas

El pan: Bachar el Asad accederá a la entrada de los inspectores de Naciones Unidas, entregará las armas químicas y se verá arrastrado a una negociaciones de paz que conducirán a ceder el poder a un gobierno provisional. La guerra civil terminará y el dictador y su entera familia se exiliarán a Rusia. La comunidad internacional aprovechará la experiencia de Irak para no repetir en Siria los errores allí cometidos en la reconstrucción, como desmontar el Estado y el Ejército. Será la oportunidad para incluir a Irán y entrar en negociaciones fiables sobre sus armas de destrucción masiva. Si se quiere continuar el cuento de la lechera se puede añadir la esperanza de una pacificación de la región, que facilitaría incluso la paz entre israelíes y palestinos.

Las tortas: Bachar el Asad evita el ataque aéreo de Estados Unidos y aprovecha la dilación diplomática para vencer a los rebeldes y controlar todo el territorio con las armas que le suministran rusos e iraníes. Despacha en cuanto puede a los inspectores de Naciones Unidas y rompe las negociaciones de paz. Endurece la dictadura. Su ejemplo estimula el programa nuclear iraní y ensancha los márgenes de acción de Moscú. EE UU se encuentra de nuevo en la tesitura de atacar o dar por perdidas sus palancas en la región. Israel fia a su propia capacidad militar y al apoyo de Washington en la distancia para mantener su seguridad en la nueva etapa, con una Siria instalada en la fragmentación y el sectarismo. Y quizás ataca a Irán.

Todos queremos pan, Obama el primero, pero nos pueden salir tortas. Desde el 21 de agosto, día en que se produjo el bombardeo con armas químicas en la localidad de Ghouta, cerca de Damasco, la figura del presidente no hace más que difuminarse en un zigzag de decisiones erráticas. Primero amenazó a El Asad con un ataque inminente, que aplazó en seguida para requerir un aval del Congreso. Luego aceptó la propuesta rusa para que Siria se sometiera a una inspección de Naciones Unida y entregara las armas, formulada justo en el momento en que iba a echar el resto con seis entrevistas televisivas y una alocución a la nación en defensa de la autorización parlamentaria para castigar al dictador sirio. Y para culminar, la propia Siria abre ahora la puerta a los inspectores, reconoce que posee arsenales químicos y manifiesta su voluntad de firmar el convenio de prohibición de tal tipo de armamento. Rusia ha entrado en escena con una capacidad de iniciativa y un protagonismo que evocan los tiempos de la guerra fría, todavía añorados por algunos de sus espías y diplomáticos. Según la versión más difundida, el Kremlin se acogió a un sarcasmo de John Kerry, en el que el secretario de Estado admitió que había remedio para el ataque contra El Asad: "Seguro que sí, podría entregar todas y cada una de sus armas químicas a la comunidad internacional la semana próxima ?entregarlas todas y sin retraso?, pero no lo va a hacer y además no se puede hacer", dijo. Y no sospechaba que, en cosa de horas, Siria anunciaría su intención y Putin y Obama su luz verde para hacerlo.

La vía diplomática, tan súbitamente emprendida, permite a Obama salvar la derrota que se preparaba en el Congreso. Se ha sabido luego que ya trató con Putin hace más de un año el grave problema que significa el arsenal químico de Siria, país que no ha firmado el convenio de destrucción de tal tipo de armas y al que se considera la tercera potencia mundial en esta tenebrosa espacialidad, detrás de EE UU y Rusia, potencias firmantes que cuentan con programas de eliminación pero todavía no los han concluido. Es difícil creer que el último quiebro diplomático de Washington sea fruto de una decisión estratégica de la Casa Blanca y no resultado de la astuta diplomacia rusa, que vio una ventana de oportunidad para evitar el ataque y erigirse en el árbitro del conflicto, lanzando a la vez un cable al presidente de EE UU del que deberá estar agradecido.

Se sabe de tiempo que Obama no es un presidente transformacional, pero sí lo es el actual momento y lo son las difíciles circunstancias de la crisis siria. La organización de NN UU, a la que se da siempre por fallecida, acaba de recibir un balón de oxígeno. También sacan buena tajada Rusia e Irán, o mejor dicho, Putin y Rohani. Es difícil imaginar las consecuencias para la presidencia de Obama. No pueden ser buenas. No sale debilitado tan solo el presidente, sino los propios poderes presidenciales y los márgenes de acción de EE UU en el mundo. Europa hace tiempo que no entra en los balances, pero su camino es el del desentendimiento, una forma de aislacionismo gemelo del estadounidense. Este balance quedaría compensado si tuviéramos la certeza de que todo esto conduce al final de la guerra siria y que serán panes y no tortas lo que sacaremos, aunque fuera con mucho provecho para Putin y escaso para Obama.



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11 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las claves del paso atrás

Artur Mas dice que no se ha movido ni un milímetro, Oriol Junqueras se lamenta de que ha perdido fuerza al revelar su plan B, su estrategia. ¿Quién tiene razón? ¿Ha dado el presidente de la Generalitat un paso atrás?

Recordemos brevemente que el jueves, en una entrevista con Mónica Terribas, el presidente de la Generalitat aseguró que si en 2014 no hay acuerdo para celebrar la consulta con autorización del Gobierno español convertirá las elecciones autonómicas previstas en 2016 en su sustitutivo, lo que traducido al lenguaje del plan soberanista recibe el nombre de elecciones plebiscitarias.

A la polvareda levantada por estas declaraciones, interpretadas por los medios catalanes, españoles e incluso internacionales como un aplazamiento de la consulta, le siguió un nuevo quiebro al día siguiente, que se produjo además en un lugar simbólico de la alianza de CiU con Esquerra. En el ayuntamiento de Sant Vicenç dels Horts, ciudad de la periferia barcelonesa que tiene por alcalde precisamente a Junqueras, Mas dijo que todo seguía como estaba previsto, ni un paso atrás, con la consulta para 2014, ?sí o sí?. Pero a la vez se conocía que los canales de diálogo estaban abiertos desde enero pasado y funcionando con la máxima fluidez.

Este sábado, en el Consell Nacional de su partido, Mas ha confirmado de forma inequívoca la noticia que todos captaron el jueves, incluido Junqueras, y que solo las ensoñaciones de algunos pretendían ocultar. El presidente ha hecho dos cosas aparentemente obvias. Primero, ha mostrado ostensiblemente la llave de la disolución parlamentaria: la tiene él, no la tiene Junqueras, todavía menos Carme Forcadell, la presidenta de la Assemblea Nacional Catalana, misteriosamente impulsada a la fama política, ni tampoco la tienen los entusiastas de la Via Catalana. Segundo, ha venido a recordar que preside un gobierno legalmente establecido, obligado por tanto a cumplir la ley y a hacerla cumplir.

Nada nuevo, es verdad. Pero este gesto doble, que señala la llave del poder, todo en sus manos, y el valor de la regla de juego, que no va a romper, conduce inmediatamente a una alteración profundísima en el calendario. El propio Mas lo dijo abiertamente en la entrevista: las elecciones que algunos entienden como plebiscitarias llegarán en mejores condiciones: expectativas de superación de la crisis, mejora del clima político y mayor debilidad de los dos grandes partidos mayoritarios españoles tras las elecciones de 2015.

Con este esquema Artur Mas desbarata la estrategia rupturista de Esquerra a escasas horas del 11-S y de la Via Catalana. Su estrategia es clara: hay que superar primero la crisis en vez de aprovecharla para largarse de España; y le da beneficios personales y directos: gana tiempo, descuenta ya la presión y la reacción ante la Diada, afianza su liderazgo y su dirección del proceso y reacciona ante el declive de CiU en las encuestas. Si alguien creía que iba a trabajar contra su partido, su coalición y contra sí mismo, andaba muy equivocado. Quiere ganar la partida, claro que sí, pero quiere ganarla él, no que la gane Junqueras. Algunos de sus amigos parecen no haberse enterado todavía.

Consecuencia muy seria de esta jugada. Ahora es Rajoy quien tiene la mano, a él le corresponde jugar. Si no lo hace con inteligencia, llegará algo que todavía no existe a estas horas: la internacionalización. Será después de 2016, tal como le ha marcado Artur Mas, no en 2014, como quieren los apresurados. Cualquier persona sensata sabe que España no puede dejar sin respuesta una propuesta de diálogo y de negociación como la que ahora está encima de la mesa.

Esta es una larga competición, mucho más larga de lo que quieren los que tienen prisa. En este momento estamos solo en mitad del partido de ida, que termina en 2016. Entonces empezará el partido de vuelta. Es temerario juzgar sobre el resultado final cuando hay tanto margen todavía. La lógica de las cosas lleva a que el partido se alargue más allá de las tensiones y de la atmósfera de la actual crisis. Lo tienen mal los impacientes.

Ahora corresponde a todos hacer un esfuerzo. Los corazones ardientes y los deseos desbordados están muy bien y se entienden perfectamente, pero nadie debe confundirlos con la realidad ni con los razonamientos ordenados. Cataluña ganará si se hacen las cosas bien, tal como dice querer Artur Mas. Su reconocimiento como sujeto político, bajo la fórmula que sea, está al alcance de la mano. También la recuperación de su influencia y prestigio hacia fuera, dentro de España también.

No hay que cerrar puertas, ni una dirección ni en la otra. ¿Independencia? No se puede excluir razonablemente cuando una parte tan sustancial de la población la desea y la pone encima de la mesa. Hay que hablar de todo ello. Pero sí debe excluirse como la victoria de unos y la derrota de otros, como una ruptura. Lo que sea deberá ser un acuerdo civilizado o no será. Los periodistas de cabecera del presidente ya han recibido el mensaje: él no apuesta por la independencia sino por una nueva relación.

Solo hay dos métodos conocidos: el europeo, en el que ganan todos, y el otro, que hemos conocido muy cerca en nuestro vecindario, en el que hay una parte derrotada y al final todas las partes terminan perdiendo. Artur Mas, como era de esperar, ha optado por el método europeo y sus gestos indican ostensiblemente que no está dispuesto a emprender el otro camino, que es el de los Balcanes.



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8 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Desgana militar

El territorio donde se han desarrollado más guerras y de donde han surgido más iniciativas bélicas en toda la historia está acercándose a la anulación absoluta de la pulsión militar. Tiene toda su lógica. El ardor guerrero desplegado durante siglos y utilizado para la expansión colonial está llegando al límite de su agotamiento.

Este repliegue tiene más de medio siglo, pero Siria lo sitúa de nuevo en primer plano. Si durante la guerra fría Europa tenía subarrendada su defensa, poco ha hecho después para defenderse por sí misma. La inhibición coincide ahora con los efectos de una crisis fiscal que golpea unos presupuestos militares ya ostensiblemente insuficientes.

Las primaveras árabes, esa esperanza al parecer efímera respecto al futuro de la democracia en los países islámicos, permitieron una finta engañosa respecto a la crisis y a la vocación pacifista de los europeos. Francia y Reino Unido tomaron con Estados Unidos la iniciativa de golpear a Gadafi, acción que realizaron bajo la dirección de la OTAN y tras obtener la autorización del Consejo de Seguridad.

Los motivos morales para un castigo a El Asad son infinitamente mayores que en el caso de Gadafi, pero no sucede lo mismo con las facilidades que proporciona el contexto político y económico europeo. El stress de la crisis presupuestaria es todavía más intenso. Recordemos que en Libia los europeos ya mostraron una cortedad de munición que solo Washington pudo reparar. En la actual ocasión, Reino Unido ha desertado por imperativo de su admirable democracia parlamentaria. La Alemania de Merkel, que debía ser más deferente que la de Schroeder con el aliado transatlántico, se halla ocupada en las elecciones generales. No hablemos de España, que todavía asomó la nariz con Libia y ahora solo atiende al pisotón gibraltareño. Solo la Francia del socialista Hollande quiere guerra.

La UE no tiene política exterior y menos de defensa, ya se sabe, y la OTAN se conforma con condenar a Siria, como si fuera el Vaticano. El nuevo Papa, por cierto, eleva su voz contra la guerra, sin problemas para hacerse oír: la inhibición europea se produce en todas direcciones; apenas un murmullo de intelectuales belicistas y unas pocas pancartas de las masas antibelicistas.

Algo más ha cambiado desde Libia hasta ahora. El presidente de Rusia, que autorizó el ataque a Gadafi en el Consejo de Seguridad, era Dimitri Medvedev; el que rechaza su permiso para castigar a El Asad es Vladimir Putin. A nuestra falta de apetito bélico le corresponde la nostalgia del vecino ruso por la hegemonía perdida. Es excelente que Europa sea el territorio de la paz, pero mejor sería si fuera un territorio pacífico que sigue extendiéndose en vez de observar cómo crece no muy lejos de sus fronteras el territorio de la guerra. O que, mientras tanto, pudiera defenderse a sí misma.



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7 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bala de plata

El presidente se lleva el protagonismo y la responsabilidad. Su nombre es el que queda asociado a los éxitos o fracasos de la superpotencia. Aunque en muchos casos, como sucedió con George W. Bush, la decisión ni siquiera le pertenece. En otros, como está sucediendo con Barack Obama, aunque él mismo tome la decisión, al final ni su carácter ni su ideología consiguen doblegar los vectores de fuerzas que más determinan la política exterior y de seguridad de un país, como son los intereses, la correlación de fuerzas, y sobre todo la geopolítica.

No es la primera vez que sucede, pero la actual crisis siria nos ofrece de nuevo la oportunidad de observar cómo las continuidades de la política exterior de la superpotencia desbordan las diferencias entre demócratas y republicanos y terminan imponiéndose por encima de los programas e incluso de las personalidades políticas. Bush llegó a la Casa Blanca como alternativa a Clinton (no iba a practicar el nation building como en los Balcanes, por ejemplo) y Obama como alternativa a Bush (no iba a hacer guerras como la de Irak), y todos al final terminan haciendo cosas muy similares.

Todo lo que ha hecho Obama hasta ahora ante los dos años largos de guerra en Siria le ha debilitado. La idea de dirigir desde atrás, que le funcionó en Libia, no ha servido para nada en este caso, en que la revuelta democrática ha virado en guerra sectaria, suníes contra chiíes. Peor fue situar la línea roja sobre el uso de las armas químicas: aplazaba momentáneamente la necesidad de comprometerse, pero significaba citar a Bachar el Asad para que las traspasara cuando más le conviniera. Una vez utilizadas las armas químicas, la falta de una respuesta inmediata y fulminante, y esos días que siguen pasando sin que el crimen reciba su castigo, refuerzan la imagen de indecisión y debilidad.

El crimen es claro y admite poca discusión. Como máximo, algunas maniobras de distracción y cortinas de humo como las que ha lanzado Putin acerca de la autoría y responsabilidad por el uso de las ramas químicas. La gravedad de la actuación criminal del régimen de El Asad en la represión de las revueltas, convertidas muy pronto en guerra civil, tiene dimensiones y características de genocidio: 100.000 muertos, dos millones de refugiados en los países vecinos, cuatro millones de desplazados en el interior. El régimen ha cometido un acto de guerra repugnante contra la población civil, como es el uso de armas químicas en vulneración flagrante de la legislación internacional. De no mediar una reacción contundente y efectiva nada va a quedar de la responsabilidad de proteger, consagrada como principio por Naciones Unidas. A ello se suma el peligro de proliferación de armas de destrucción masiva, consecuente al almacenamiento y a la utilización impune de un arsenal de armas químicas, de la que tomarán debida nota otros regímenes del mismo cariz. Todo esto, que recoge el borrador de resolución presentado al Senado de Estados Unidos, se resume en el peligro que significa El Asad para la seguridad regional e internacional y en el daño inmenso para la comunidad internacional, Rusia incluida, que representa un precedente tan nefasto.

Ahora Obama no tiene más remedio que disparar y deberá hacerlo con la autorización del Congreso o sin ella, porque sabe que la peor de las salidas es seguir sin hacer nada. Sería como citar de nuevo al dictador sirio para que doblara de nuevo la apuesta y volviera a utilizar las armas químicas contra su propia población. Hasta que no lo haga, sigue abierto el interrogante sobre su autoridad y su fuerza. Y lo más grave es que, cuando lo haga, su autoridad y su fuerza dependerán de los efectos de la acción militar que emprenda.

Está la cuestión de la cobertura legal, insuficiente si solo la tiene del Congreso y falta la del Consejo de Seguridad, como se da ya por hecho. Pero todavía está la dificultad mayor de la eficacia de la acción que se emprenda. Este caso va más allá de la teoría del mal menor. Elegir el menor de dos males es relativamente sencillo en comparación con lo que debe hacer Obama. Su elección es entre una pasividad que le destruye ?a él como presidente y a EE UU como superpotencia con credibilidad internacional? y una acción de cuyos resultados nada sabe.

Obama se ha pedido a sí mismo una fórmula mágica: una acción limitada en el tiempo y adaptada a las circunstancias, sin poner pie a tierra, que dañe a El Asad con precisión diabólica, suficiente para castigarle y debilitarle pero no tanto como para darle el poder directamente a los grupos insurgentes incontrolados, Al Qaeda entre otros; es decir, con el resultado de debilitar al régimen y a sus alianzas sin liquidarlo, e incluso obligar a todas las partes, Rusia incluida, a sentarse en la mesa de negociación. Esa fórmula es una bala de plata para matar a un monstruo y no un acto de guerra del que solo se sabe cómo empieza y nada cómo sigue y sobre todo cómo termina.



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5 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La España subsidiada, la Cataluña productiva

No voy a entretenerme en desmontar la ecuación. Cualquiera persona sensata tiene medios para hacerlo por sí misma. Si quiere, naturalmente. No tiene ningún sentido entrar al trapo de demostrar lo contrario, al igual que darle la vuelta a la interpretación de la crisis, los recortes y la incapacidad de Artur Mas para hacer un presupuesto como si fuera una película de pobres niños catalanes expoliados por los ogros expoliadores. No digamos ya en ocuparse en demostrar que históricamente España no ha ido contra Cataluña, lo contrario de lo que anuncia el congreso oficial organizado por la presidencia de la Generalitat como aperitivo para 2014. Pongamos que todo ello fuera cierto. Lo que tiene interés justo ahora es preguntarse para qué sirven este tipo de argumentos que Convergència y no Unió se dedica a difundir profusamente. Es evidente que su objetivo es convencer a cuantos más catalanes mejor para que se decanten en favor de la independencia. Y que su efecto es polarizador. Con la consecuencia de que erosiona y resta credibilidad a otros argumentos apaciguadores que también puede leerse en este mismo tipo de propaganda, respecto a nuestros deseos de amistad y buena vecindad con el Estado español en el momento en que el hipotético nuevo Estado catalán se constituya como tal, o sobre la cooficialidad de la lengua castellana en una futura Cataluña independiente.

El argumentario independentista no deja rincón por barrer y en todas las direcciones, por eso puede decir una cosa y la contraria. Tenía un primer objetivo, sobradamente cumplido, que consistía en hacer verosímil la independencia, y ahora tiene un segundo, que es ensanchar al máximo sus bases hasta crear la mayoría social indestructible que Artur Mas ya pedía hace un año. Para hacer esto es verdad que hay que sacarse los guantes de seda y hacen falta a veces algunos empujones. El resultado es que no hay fecha para la consulta, ni tenemos idea de la pregunta, pero la campaña para la votación de la independencia ya está en marcha. ¿Qué digo en marcha? Está lanzada. Basta comparar la sobria presencia del debate sobre la consulta en los medios de comunicación escoceses con los catalanes para darnos cuenta.

Tanto para obtener una cosa como otra, verosimilitud de la independencia y ampliación del independentismo, hay que adelantarse a los hechos tanto como sea posible. Si no tenemos una idea clara de cómo haremos todo esto y cómo será ese Estado futuro no haremos verosímil la idea ni la venderemos como una cuestión irreversible que solo admite ya la adhesión, apenas el rechazo y en ningún caso ya la discusión y el debate todavía abiertos. Y todo esto hay que hacerlo sin muchos miramientos, por ejemplo, de cara a la opinión pública exterior. E incluso cabe pensar lo contrario, que va muy bien la polarización y el endurecimiento en Madrid para la conformación reactiva de un bloque de opinión independentista lo más sólido posible en Cataluña.

Todo esto tiene un inconveniente. Cuanto más polarizada sea la campaña, más difícil será la salida. No está de moda recordarlo, pero hay que hacerlo. Cualquier salida, incluso la más difícil, exigirá dialogar y negociar, que quiere decir, ceder y pactar. Habrá que contar con que el interlocutor también tenga que responder ante su electorado, al que estos días vamos mandando mensajes inequívocos. Se supone que en cualquiera de los casos defenderá sus intereses con el mismo énfasis que la otra parte. Es muy fácil apelar a los demócratas de España, olvidándonos de que acabamos de decirles que nos han robado, que les estamos subsidiando y que encima han callado cobardemente ante la opresión y expolio sufrido por los catalanes.

El movimiento independentista lleva una marcha sensacional, como si fuera la parte fuerte y con ventaja de un conflicto con otro agente en inferioridad de condiciones. Es una apreciación al menos discutible que permite establecer serias dudas sobre el conocimiento que tienen su líderes de la historia y la realidad española y que se no casa con lo que ha sido históricamente el independentismo catalán, la parte débil e inerme, por más que ahora se encuentre en un momento de euforia expansiva. Carles Viver i Pi-Sunyer, ex vicepresidente del Constitucional y ahora presidente del Consell de la Transició Nacional, vino a recordanos ayer que Cataluña no tiene ni sun solo padrino internacional para esta aventura, y no dijo, aunque lo sabe muy bien, que no ha habido ni un solo caso en la historia en que haya nacido un nuevo Estado sin una gran potencia detrás. El mundo económico, el del big money sobre todo, está callado si no está en contra. No hay lobbys catalanes en el mundo, fuera de los que conforman los propios catalanes en el exterior y sus familiares. Lo más que dice la jurisprudencia internacional es que en casos como el de Kosovo, donde hubo genocidio y guerra, nada prohíbe en la legislación internacional una declaración unilateral de independencia.

Al final, incluso la independencia, habrá que negociarla con Madrid, que es quien tendrá la última palabra, al menos de la pertenencia de Cataluña a la UE. ¿España nos roba? ¿España subsidiada, Cataluña productiva? ¿España contra Cataluña?



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3 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En retaguardia

No es habitual que gobiernos y presidentes salgan a la calle en manifestación y menos todavía que las encabecen, no digamos ya que se dediquen a alentarlas y organizarlas con la profusión de medios y de presupuesto de que suelen disponer, a pesar incluso de los recortes. Lo dijo de forma precisa e inobjetable un editorial de La Vanguardia el pasado miércoles: "La responsabilidad de un Ejecutivo es la de gobernar, es decir, tomar decisiones destinadas al bienestar de los ciudadanos. La asistencia de un gobierno a una manifestación de carácter reivindicativo o de protesta es una anomalía, porque su obligación es gestionar esa reivindicación o resolver las causas de la protesta. Asistir en bloque es como asumir que no se está capacitado para esa resolución".

El primero en incumplir esta regla fue el último anterior presidente de la Generalitat, José Montilla, precisamente en la manifestación fundacional de la actual y compleja crisis catalana, cuando miles de personas desfilaron por el paseo de Gracia el 10 de julio de 2010 para expresar su rechazo a la sentencia del Tribunal Constitucional que anulaba 14 artículos del Estatuto de Cataluña. Aquella manifestación iba encabezada por una pancarta que decía Som una nació, nosaltres decidim. La abundancia de esteladas fue ya significativa. Montilla tuvo que ser rescatado del asedio de un grupo de manifestantes. Y todos los comentaristas concluyeron que el autonomismo había cedido allí el testigo al soberanismo independentista en la centralidad del espacio político catalán y del catalanismo.

Hace tres años podía entenderse la presencia en la manifestación del presidente que intentó salvar el Estatut e incluso evitar que el Constitucional consiguiera pronunciarse a tiempo, es decir, antes de las elecciones, al menos por la cuenta electoral que le traía. Pero a la vista de cómo han evolucionado las cosas, parece claro que fue un error socialista y un error presidencial. Un presidente, representante también del Estado en Cataluña, no debe acudir a una manifestación de protesta contra al menos una parte de lo que es su propia función.

Artur Mas llegó con la lección aprendida. No estuvo el 11-S del 2012, momento culminante y punto de giro para él mismo, su gobierno y su partido, y no estará tampoco en la cadena humana de este próximo 11-S. En la manifestación del pasado año, la del millón y medio de las cifras oficiales, la posición del presidente Mas evolucionó sobre dos ejes definitorios: uno, sobre el contenido de la reivindicación, del pacto fiscal y hacia la independencia; y otro, sobre su eventual participación. El presidente muy rápidamente encontró la piedra filosofal que le permitió estar sin ir, presidir la manifestación sin moverse de su despacho. Mediante un apoyo sin matices y con la deferente recepción en el Palacio de la Generalitat a los líderes de la protesta, salió del 11-S todavía más líder de los manifestantes de lo que lo era el día antes. Del mar de esteladas surgió el Moisés dispuesto a guiar al pueblo hacia la tierra prometida.

Las elecciones del 25N y su resultado tan decepcionante desembocan ahora en otro modelo distinto para 2013. Un presidente no debe encabezar manifestaciones, pero todavía menos puede ir a una cadena en la que no hay quien encabece ni presida. La fórmula tiene la genialidad de expresar el estado de las cosas. La dirección del movimiento no está en la mayoría parlamentaria ni siquiera en los partidos de gobierno. Nadie puede capitalizar personalmente una participación de adscripción nominal, en la que se espera un número de asistentes más acotado pero a la vez con actitudes más militantes e ideológicamente definidas. Si en 2012 era plausible un independentismo de circunstancias, económico o de protesta, quienes participen en esta de 2013 no pueden engañarse sobre el objetivo al que se suman uno a uno nominalmente, que no es la consulta sino la independencia, con consulta o sin ella, legal, alegal o medio pensionista. Las razones para que Artur Mas no vaya este 11S son más sólidas que en el anterior. En un año se ha invertido la ecuación y ya no es un presidente al que sigue la gente sino un presidente que va a remolque de la gente. La foto de Mas encadenado hubiera sido letal para su imagen presidencial.



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2 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otra vez la guerra justa

Es un ejercicio escolástico. Pero no es inútil. El belicismo lo resuelve todo con la violencia de la guerra, de la misma forma que el antibelicismo se opone radicalmente a cualquier guerra. Ambas posiciones suelen ser peligrosas en política, por lo que no es ocioso contar con criterios para saber cuándo se puede hacer la guerra legítimamente, con la razón moral y legal a la vez.

Desde que terminó la guerra fría, cada una de las declaraciones de guerra que hemos conocido, especialmente aquellas en las que han participado los países europeos junto a Estados Unidos, han merecido el control de los criterios de legitimidad, que suelen resumirse en seis puntos: 1.- debe estar al servicio de una causa justa; 2.- la intención debe ser recta; 3.- siempre como último recurso; 4.- con notables posibilidades de éxito en la obtención de los objetivos; 5.- con proporcionalidad de medios y de violencia para evitar el mal mayor que la ha suscitado; 6.- con autorización y cobertura legal internacional.

Los reunían la primera guerra de Irak, que declaró y organizó Bush padre; la campaña de bombardeos aéreos contra los talibanes en Afganistán, lanzada por Bush hijo en respuesta a los atentados del 11-S; y los bombardeos de la OTAN sobre Libia, dirigidos ?desde atrás? por Obama y desde delante por Sarkozy y Cameron, para detener la ofensiva de Gadafi contra la resistencia a su régimen. No los reunía la campaña de bombardeos contra la Serbia de Milosevic en la llamada guerra de Kosovo, lanzada por Clinton y crucial para la liberación e independencia del pequeño país; y tampoco la segunda guerra de Irak de Bush hijo, ambas por falta, al menos, de resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

Lo que interesa ahora es determinar si sería un caso de guerra justa un ataque contra Bachar el Asad por el uso de las armas químicas, tal como ha amenazado Obama. Sabemos de antemano que faltará la resolución del Consejo de Seguridad, gracias al derecho de veto de Rusia y China, pero a la vista de los antecedentes sería perfectamente posible que se siguiera el modelo de Kosovo y se buscara una legitimación supletoria como en aquel caso, que ahora deberían ser la OTAN y la Liga Árabe.

Pero no sería suficiente. Una intervención en represalia por el uso de armas químicas exige, en primer lugar, garantizar que la responsabilidad efectiva es de Bachar el Asad, y en segundo y todavía más importante, que servirá efectivamente para destruir el arsenal o impedir la repetición de los ataques. Un ataque que tuviera un objetivo meramente de castigo, sin garantía alguna sobre los efectos que ocasionaría en el país y en la zona, ni siquiera se contempla en el análisis de la guerra justa, aunque falla ostensiblemente en la exigencia de proporcionalidad y correspondencia de medios y fines. Tampoco entraría en el caso de la guerra justa si el objetivo fuera mantener la autoridad del presidente Obama y preservar la capacidad disuasiva de la superpotencia, cuestiones que solo suscitan los analistas pero no suele estar en boca de los políticos.

Que todavía no se reúnen las condiciones en el caso de Siria lo ha puesto en evidencia el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, cuando ha pedido más tiempo para las inspecciones y para la diplomacia. La guerra todavía no es el último recurso, y no lo es, sobre todo, porque hemos dejado pasar dos años y medio antes de desenfundar, sin que entre tanto se haya hecho apenas nada para frenar a El Asad. Hará bien Obama en aplazar una decisión que puede meterle en un berenjenal todavía peor que el de Irak.

(En tres ocasiones anteriores he tratado el tema de guerra justa, dos de ellas con Gadafi, aquí y aquí, y una tercera a propósito de Siria e Irán, aquí).  



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28 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El espejismo democrático

Una montaña de cadáveres está cayendo sobre las esperanzas que había levantado la primavera árabe en la opinión democrática mundial. Se acabaron las transiciones hacia regímenes de libertades públicas y de democracia representativa iniciadas en el glorioso año de 2011, cuando aquel vendaval derribaba dictadores como fichas de dominó uno detrás de otro. También ha quedado cerrado el camino en el que iban a hacerse compatibles el islamismo político con el pluralismo y la alternancia en las urnas. Pueden regresar ya las visiones fatalistas e incluso racistas, que dictan la incompatibilidad radical entre islam y libertades, e incluso la congénita inmadurez de los árabes para gobernarse ellos mismos mediante los instrumentos del derecho y de la democracia representativa.

No tienen razón, aunque sus armas dialécticas aparezcan ahora más cargadas que nunca por la sangrienta rotundidad de los hechos, en Egipto naturalmente, pero también en Siria y en Líbano, en Libia o en Irak, incluso en Turquía, de donde debía salir el ejemplo y el modelo de un islamismo democrático, al estilo de las europeas democracias cristianas, y nos encontramos ahora cómo el poder personal de Erdogan resuelve de forma expeditiva la resistencia laica a la islamización. Es muy coherente la solidaridad del caudillo turco con el depuesto Morsi porque el modelo político que ha fracasado en Egipto y el que había tenido tanto éxito en Turquía son muy similares.

Las primaveras árabes fue una oleada de revueltas que rompió el estatus quo de las dictaduras militares pro occidentales, justo en el mismo momento en que preparaban su conversión en autocracias hereditarias. Crearon, es verdad, el espejismo de una vía democrática exprés, suscitado sobre todo por el mimetismo inevitable y engañoso que sugerían las revoluciones de 1989, que en muy poco tiempo transformaron un buen puñado de dictaduras comunistas en países democráticos preparados para ingresar en la Unión Europea. Se hacía abstracción de su estrecha vecindad con la Europa integrada, de su tradición política anterior y, sobre todo, del camino perfectamente balizado que tenían ante sí.

No ha sido este el caso en las revueltas árabes, extendidas en una geografía fragmentada y sin proyectos de integración, de tradición democrática inexistente y dividida por numerosas fracturas religiosas, étnicas y políticas, con la mayor de todas, como es la que separa a la sociedad laica de la sociedad religiosa, instalada en el corazón del problema. Se invocaba el golpe militar argelino de 1992, que interrumpió las elecciones generales entre la primera y la segunda vuelta para impedir la llegada al Gobierno del Frente Islámico de Salvación, para desear y esperar que esta vez no fuera así: los Hermanos Musulmanes en Egipto, Ennahda en Túnez, habrán aprendido la lección. No fue el caso, al menos en Egipto, el país decisivo, y apenas en Túnez. Incluso Erdogan que la llevaba aprendida la desaprendió.

Pero no regresamos al punto de salida de 2011. El estatus quo está roto. Estados Unidos tiene menos palancas en la zona. Los países petroleros del Golfo son los que juegan fuerte en la región y sus intereses hegemónicos explican mejor que nadie la batalla contra el laicismo primero y contra los Hermanos Musulmanes después. El islamismo político ha demostrado su ineptitud para gobernar. Las fuerzas laicas, su fragmentación y su incapacidad organizativa. Habrá que evocar las revoluciones europeas de 1848, que fue el despertar de los pueblos pero endureció las autocracias. No habrá democracia en muchos años y se abrirá paso la comparación con otra transición frustrada, la que exigían los estudiantes chinos en Tian Anmen en 1989 y fue también ahogada en sangre, sin que significara la ruptura con Estados Unidos y Europa.

Lo que se les pedirá ahora a los militares golpistas egipcios es lo mismo que se les pidió entonces a los dirigentes chinos: que se moderen en su represión y que aseguren el funcionamiento de la sociedad y de la economía, cuestiones en las que los aliados occidentales tienen el máximo interés. Tal como ha señalado Charles Kupchan en un artículo ayer en el New York Times, en el que pide una severa corrección de la política de Washington, ?la democracia en Egipto puede esperar?. Es así de crudo y doloroso. La primavera no tiene vuelta atrás, no es posible rebobinar la historia, pero el espejismo democrático que levantó se ha desvanecido definitivamente.



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17 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Cuándo empezó el recreo?

El ministro de Exteriores español, José Manuel García Margallo, ha decretado el final de recreo. Se refería a Gibraltar pero aludía directamente a la política de su predecesor, Miguel Ángel Moratinos. En un momento en que el Gobierno y sobre todo su presidente se hallan cuestionados por sus responsabilidades en los asuntos de corrupción, viene como anillo al dedo una crisis que tenga dos efectos simultáneos: desalojar de las tertulias y los titulares de periódicos de espacios informativos el caso Bárcenas y proyectar sobre los socialistas en general los males que sufre España gracias al recreo decretado por Zapatero y a cuya interrupción no quiere adherirse Rubalcaba.

No importan los efectos estratégicos de la operación: acierta The Economist cuando asegura que la actual confrontación entre Londres y Madrid a cuenta de Gibraltar impedirá un acuerdo sobre la Roca para toda la actual generación, exactamente los efectos que tuvo la política lanzada por el ministro de Exteriores Fernando María Castiella, que condujo al cierre de la verja por Franco en 1969, y fue origen en cierta forma de la identidad ?nacional? gibraltareña.

No es un exotismo el endurecimiento de la derecha española en esta cuestión. Está inscrito en su ADN y en el tipo de nacionalismo español que la caracteriza. La soberanía nacional no es exactamente la voluntad democrática de los ciudadanos según la ideología escasamente liberal hegemónica entre los conservadores españoles, sino una idea patrimonial sobre un territorio. El recreo es la idea de conseguir la adhesión de los llanitos a un proyecto de soberanía compartida, tal como han intentado distintos ministros de Exteriores, principalmente socialistas.

Este tipo de proyectos, ocurrencias en su lenguaje, son del mismo calibre que los intentos de encontrar una vida intermedia entre las reivindicaciones de mayores cotas de autogobierno de las nacionalidades históricas y el mantenimiento del vínculo constitucional español. No interesa la voluntad de los gibraltareños como no interesa tampoco la de los vascos o los catalanes. Si mucho se apura la situación, apenas interesa la voluntad de los españoles, con tal de que se exprese en unas elecciones cada cuatro años y devuelvan la mayoría natural y absoluta a quienes les corresponde gobernar casi por mandato de la historia, ya que no de los designios divinos.

El final del recreo y el regreso a la gloriosa política de Castiella pudo decretarse bajo presidencia de Aznar, pero entonces no convenía hacerlo por el flanco gibraltareño, pudiendo hacerlo en el otro lado del estrecho con Perejil: la alianza con Londres para realizar el gran salto transatlántico vía cumbre de las Azores de la mano de Blair y de Bush era más importante. Ahora se da la circunstancia de que todos los socios europeos se hallan en tesituras paralelas de endurecimiento renacionalizador, que Reino Unido piensa en largarse, y que la cuestión de la soberanía está al rojo vivo dentro de España mismo. Gibraltar es una buena ocasión para demostrar que España, tal como ha dicho un periodista muy español, no va a renunciar a su soberanía ni sobre Gibraltar ni sobre Cataluña. Así: "sobre".

Las ventajas tácticas, sobre todo de consumo interno, son estupendas. No lo son tanto las externas. España solo puede esperar el auxilio de Cristina Kirchner y compañía. Basta con leer la prensa internacional para hacerse una idea del disparate. El ministro de Defensa, Pedro Morenés, que sabe lo que valen un peine, un submarino y un drone, está intentando quitarle hierro al conflicto y devaluar su contenido político. La OTAN todavía es algo serio. Nada suscita más desconfianza entre los países solventes que los irredentismos anacrónicos y desproporcionados. La Unión Europea y las relaciones bilaterales con Londres no se merecen esta crisis. España es menos fiable desde que terminó el recreo.



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11 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ceremonia de los adioses

Sin beneficios no hay periodismo independiente. Esta es la clave de la venta del Washington Post, el legendario diario de la capital federal, con las ventas en declive y en pérdidas de 50 millones de dólares para la primera mitad de este año. La clave para entender la operación aguas arriba, es decir, desde la posición de la familia Graham, los propietarios desde hace 80 años: gracias a los beneficios han podido garantizar a los periodistas su libertad profesional, principalmente frente a los poderes establecidos, y pudieron construir con el caso Watergate la mayor leyenda de la historia del periodismo al derribar al presidente de la nación más poderosa del mundo.

Las preguntas llegan aguas abajo, es decir, en dirección al futuro, que es donde está instalado Jeff Bezos, 49 años, fundador y máximo ejecutivo de Amazon, la librería online que está destruyendo nuestro viejo mundo de papel. Nadie se pregunta si ha hecho un negocio bueno o malo desembolsando 250 millones de dólares de su fortuna personal: cien veces más de lo que ha pagado por el Post. No es esta la cuestión, como sí lo era para Donald Graham, 68 años, presidente de la compañía ahora vendida, que ha preferido con toda la razón del mundo vender cuando todavía estaba a tiempo en vez de seguir perdiendo, sin pararse a llorar sobre los dos o tres mil millones que le hubieran pagado hace diez años por idéntica operación.

Hay dos grandes teorías acerca de las intenciones del comprador. La más preocupante, que sea meramente un capricho. Sucede: un yate, una mansión, un matrimonio, un periódico? El precio pagado por el Post es realmente atractivo y tener un diario en las manos, aunque teóricamente se respeten las viejas costumbres y reglas de juego establecidas en la redacción, todavía proporciona una envidiable influencia y una capacidad de acción y a veces de presión sobre el poder político y económico. El problema de esta opción es que tiene escaso recorrido: muy rápidamente hay que ajustar para evitar pérdidas y llega un momento en que el juguete ya no le compensa al potentado, normalmente de divorcio fácil, que se lo saca de encima de cualquier manera. La teoría más atractiva e interesante nos cuenta que un empresario del futuro se hace con una empresa del pasado para ponerla en órbita de nuevo y convertirla en algo distinto, atractivo y con amplios horizontes por delante. La lección que se desprende es bien clara: la vieja industria no sabe salir por sí sola del hoyo en que se encuentra y necesita la ayuda y la dirección de quienes sí saben cómo funcionan los nuevos mercados tecnológicos. Así vista, esta operación ratifica el agotamiento de las energías propias del negocio tradicional de la prensa, que solo podrá revivir si se ampara en las nuevas energías de una industria nueva, y podemos entenderla como una de las muchas ceremonias de los adioses que estamos viendo desde hace un tiempo y seguiremos viendo en los próximos años.



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6 de agosto de 2013
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El Boomeran(g)
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