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Escrito por

Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante algo más de un lustro. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros así como de catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad como promotor de iniciativas plásticas recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. Siendo editor jefe para la productora de contenidos Elca, renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (U. Politécnica 1994), La ciudad moderna (IVAM, 1998), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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De California a Texas

California dreamin’ cantaban a mediados de los 60 The Mamas & The Papas mientras en la Universidad de Berkeley se preconizaba el amor libre. Al mismo tiempo, Steve Jobs por su lado y William Hewlett y David Packard trabajando en el garaje de su casa –lo que no hubieran podido hacer en la normativa Europa– se preparaban para cambiar la tecnología del mundo. Grandes fumadas de marihuana, experiencias psicodélicas, viajes rockanroleros… Una gigantesca bronca contra la guerra de Vietnam y el envío de soldados de reemplazo a las selvas de la Cochinchina. En el 67, Scott Mckenzie conseguía un hit universal con San Francisco (be sure to wear flowers in your hair). Habían llegado los hippies con sus flores en el pelo.

California es el gran espacio territorial de América con clima mediterráneo, habitado por el espíritu emprendedor y comercial de la cultura anglosajona a la que se unirían las raíces hispanas y, también, la emigración asiática. Buen clima y riqueza, densidad demográfica y suficiente espacio con montañas, valles, desiertos y playas. Un lugar idílico y tolerante. Excelentes vinos y campos de cítricos. El sociólogo urbano Richard Florida valoraba como un input favorable a la competitividad californiana la convivencia normalizada con la comunidad gay y con todas las creencias y prácticas religiosas. Ni el Sida ni las sectas paranoides consiguieron acabar con el sueño californiano. Conviene releer a Florida y su célebre ensayo sobre Las ciudades creativas, al que su editor español, Paidós (2009), añadió un excesivo subtítulo comercial: Por qué donde vives puede ser la decisión más importante de tu vida.

La costa Oeste ha seguido al mando de la democracia USA durante décadas gracias a la música concentrada en el Laurent Canyon de LA, el cine que se escribía y producía en Hollywood y los nuevos creativos del valle del Silicio. El modelo California era el modelo de la sociedad del talento y la tolerancia, donde el mito americano del ascenso social seguía siendo posible. Allí nacería la era digital: Apple en Cupertino, Arpanet en la Ucla, Pay Pal en San José, Twitter e Instagram en San Francisco… Solo el sarcasmo de Robert Altman (El juego de Hollywood, su adaptación de Carver a Los Ángeles en Vidas cruzadas), los hermanos Coen (El gran Lebowski) o Quentin Tarantino (Pulp Fiction, Jackie Brown, Érase una vez en Hollywood), han nublado la imagen de esta nueva Arcadia, salpicada también por los escándalos sexuales de Harvey Weinstein y las denuncias de la exdirectiva de Facebook, Frances Haugen.

Pero de un tiempo a esta parte las empresas tecnológicas nacidas al amparo de la creatividad californiana están emigrando hacia Texas. Más árida incluso que la costa del Pacífico, la tierra del estado de la estrella solitaria se enriqueció gracias a la chiripa del petróleo. Lo describe muy bien la película Gigante, el paso de los grandes ranchos de vacas a los pozos extractores de oro negro. Texas no es tolerante sino reaccionaria. Allí mataron a John F. Kennedy y allí vencen los conservadores más recalcitrantes de EE UU, que siguen armados hasta los dientes como se pudo ver en los atracos de Comanchería (Hell or High Water, 2016).

Pero sus políticas fiscales son muy favorables para las grandes compañías, y los sueldos de los empleados más bajos; allí la vida es mucho más barata, y no digamos el precio de la vivienda, completamente disparatada en los valles californianos: dosmil euros un apartamento de un dormitorio. Los hijos de las flores, enriquecidos, han empezado a migrar de Los Ángeles a Austin, la capital tejana. Tesla ya lo ha hecho, Apple está construyendo allí su segunda gran instalación, Oracle también… y algunas extranjeras como Samsung. Migran directivos demócratas hacia el estado más republicano y, de paso, favorecen la mejora de las condiciones laborales de la población latina.

Sin embargo, California no ha dicho su última palabra. Frente a los analistas que la declaran bloqueada tras medio siglo de éxitos ininterrumpidos como avanzadilla de América, California vuelve a la carga. En Silicon Valley han recuperado las sustancias psicodélicas. Del ácido lisérgico a los hongos alucinógenos, los más listos de la clase se mantienen en estado de permanente lucidez mental a base de microdosis. Se ha puesto de moda tomar infusiones y hasta pastelitos con sustancias vegetales cuyos alcaloides provocan potencia mental y clarividencia, pero esta vez bajo control.

En especial entre la gente mayor está haciendo furor esta especie de pastilleo de la inteligencia, píldoras que bautizan como nootrópicos, del griego nóos, intelecto. Nada de cocaínas o anfetaminas excitantes, ni siquiera de esas interminables tazas de café para despejar la mañana, se trata de mantener un estado de hipersensibilidad mental, capaz de abordar los problemas cognitivos más complejos, una farmacología auspiciada por nuevos médicos y psiquiatras que no dudan en afirmar que sustancias como la citicolina en pequeñas dosis consiguen multiplicar por dos la atención mental e incluso el archivo de la memoria. ¡Si Antonio Escohotado se levantara de su tumba!

El cerebro de Google, Ray Kurzweil, es uno de sus apóstoles, y recomienda, además, comer carne y pescado, así como tomar el sol a diario y vivir alejados de la nocturnidad lunar.

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10 de agosto de 2022
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El trip de las masas

Mis amigos informáticos están preocupados. No solo porque Apple ya no es aquella compañía visionaria de Steve Jobs, sino una maquinaria implacable de programar la obsolescencia de sus artefactos. Tampoco les provoca ansiedad la guerra digital contra el 5G de los chinos de Huawei. Opinan que ni siquiera el Metaverso de Mark Zuckerberg es demasiado peligroso porque lo ven lejano e infantil. Y no se alteran porque aprecian en la Opa de Elon Musk sobre Twitter una simple jugada financiera. Lo que realmente les enferma es, no hay duda, el algoritmo.

¿Y qué es el algoritmo? Pues un invento de la lógica matemática que han adaptado los programadores informáticos, y que no es otra cosa que la secuencia de pasos a seguir para hacer lo que su creador propone. Aplicado a la solución de problemas es evidente que el algoritmo es la panacea, pero también se puede proyectar para conseguir beneficios personales, en especial dinerarios como es fácil imaginar. O para construir opiniones que convengan de un modo u otro.

A este mundo algorítmico llegan tarde los políticos y juristas, aunque es previsible que no se demoren en tratar de poner sentido común al mismo. Tendrá que ser, no obstante, algo más coercitivo y ordenado que la simple llamada de advertencia sobre las famosas cookies que emiten las páginas web. Click, le das a aceptar a las “galletas” de esa web y todo tu historial de internet pasa a ser de dominio del portal que visitas.

En una de las temporadas de la serie Homeland, un grupo ultraderechista norteamericano se dedica a la creación de algoritmos que beneficiaban sus posiciones ideológicas y a sembrar el caos entre los bienpensantes. En la vida real, al parecer, los rusos llevan años con tales prácticas. Forma parte de lo que llaman la guerra híbrida y no es descartable que en la crisis de Ucrania hayan tenido relevancia.

Mis amigos van más lejos todavía. Al fin y al cabo, las batallas informáticas se contrarrestan. Lo serio, por peligroso, es el algoritmo que se adapta a los propios gustos del usuario, multiplicando sus convicciones y deseos sobre su misma condición. El algoritmo nada sabe de barreras, de ética, de solidaridad o interés público… el algoritmo busca satisfacer el yo, un ser objetivo que vive en la superficie de la realidad en palabras de Félix de Azúa, y que ni siquiera conoce al ego, la circunstancia interna, lo subjetivo de una personalidad.

Solo un yo errático, exaltado en sus propias opiniones por el algoritmo de la secta QAnon es capaz de disfrazarse con una piel de búfalo y lanzarse a ocupar el Capitolio de Washington, donde hasta la fecha creía la humanidad que residía el más grande principio de libertad e igualdad democrática de Occidente. Así al menos nos lo hacían creer los clásicos liberales de Hollywood, desde Frank Capra a Preston Sturges incluyendo también a John Ford (¡qué gran error de quienes le consideraron un reaccionario!).

Fue el propio Ford el que nos advirtió en 1958 (El último hurra, con Spencer Tracy como alcalde de Boston), de las manipulaciones populistas que la televisión estaba empezando a construir sobre la democracia norteamericana. Pero mucho antes, sin la evidencia del medio catódico, fue Ortega y Gasset quien se alarmó ante la rebelión de las masas, el título de un ensayo que el filósofo español empezó a publicar como artículos sueltos en el periódico El Sol en 1927.

Releer ahora La rebelión de las masas, le deja a uno de piedra. Ortega, visionario, no solo rechaza los movimientos políticos revolucionarios, desde la insurgencia bolchevique al putsch del fascismo italiano. Ortega explica la llegada del hombre masa, satisfecho de sus propias opiniones. Lo que describe es un cambio de civilización, por el que todos los individuos pasan de tener creencias, de vivir de experiencias y de las tradiciones, a exaltar sus propias ideas.

Con Ortega sobreviene la radio, la prensa y la fotografía que tan bien describirán pensadores como Walter Benjamin o Georg Simmel. Nos acercamos al mundo distópico de George Orwell en la granja animal, a los tiempos modernos de Chaplin. Pero todavía faltan por prorrumpir el cine sonoro y la televisión. Ortega se queda corto. Hacia finales de los años 60 el sociólogo Guy Debord ya describe la vida social como un espectáculo, y todavía más lejos analizará Jean Baudrillard al afirmar que nuestra realidad es un simulacro que los medios de comunicación se encargan de saturar creando una crisis cultural de incalculables consecuencias.

Ya estamos alcanzando el presente. El algoritmo multiplica la velocidad a la que el ciudadano-a, que también es consumidor-a, cliente, creyente y votante, va a recibir todo lo que desea y a pensar todo en lo que cree nada más enchufar su móvil. La gente ya habla sola por las calles, se ausenta con sus auriculares en el metro o el autobús. Las redes sociales neutralizan el pensamiento complejo y simplifican los mensajes. Como la información no para, todo el mundo cree saber qué ocurre. Hay una cultura general al alcance de cualquiera. Los políticos explotan el populismo y apelan a los instintos antes que a la razón. Esta última, tampoco sabemos ya en qué consiste. Hace tiempo que al perpetuo Kant se le pasó el arroz.

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18 de julio de 2022
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Mariúpol, ¿el nuevo Gernika?

 

Lo descubrí en la nueva librería de mi barrio. Un milagro, que todavía se abran pequeñas librerías para los vecinos. Allí estaba, entre las repisas que muestran las portadas, porque los libros ya no se ordenan en los comercios por el lomo, sino que se exhiben por la cubierta, la tapa de siempre. Lo llamativo no fueron los colores malvas de la misma, o que fuera bajo el sello de los Libros del Asteroide, cada día más prestigioso: la edición en castellano desde Barcelona que se renueva, con Periférica, Acantilado, Nórdica… mientras los políticos discuten de idiomas hegemónicos en la escuela.

Me llamó la atención el título, Mi madre era de Mariúpol, la ciudad portuaria que desde Ucrania domina el mar de Azov, esa lengua de agua que propicia el mar Negro junto a la península de Crimea, tierras que fueron turcas y tártaras hasta la llegada del gran amante de Catalina la Grande, el príncipe Gregori Potemkin, quien al frente del ejército imperial ruso hizo posible el sueño eslavo de alcanzar el cálido sur rumbo al mitológico Mediterráneo: el llamado “proyecto griego”. No alcanzaron Estambul, pero ese era el objetivo final, hacer renacer Bizancio al mando de una corte cristiana e ilustrada desde la báltica San Petersburgo; la gran nación eslava entre dos mares.

En su nuevo sur, los rusos modificaron los topónimos y fundaron ciudades –un catalán nacido en Nápoles lo hizo con Odesa, sin ir más lejos–. Simferópol, Sebastopol, Mariúpol… con el sufijo pol, del griego polis. Mariúpol no está dedicada a la Virgen María como erróneamente creyó el Papa Francisco en un twit reciente, sino a una dama rusa, María Feodorovna, tal vez otra amante del poderoso Potemkin. Lo cierto es que nada más comenzar la invasión de Ucrania volví raudo para comprar el libro.

Mi madre era de Mariúpol está escrito originalmente en alemán, pero su autora, Natascha Wodin es hija de la convulsa historia del Este europeo. Esta obra ha ganado diversos premios literarios, entre otros el de la feria del libro de Leipzig en 2017, pero estas últimas semanas, cuando caían a cientos los misiles sobre la Mariúpol real, convertida en símbolo de la resistencia y la devastación, sus páginas cobraban una dimensión colosal. Wodin creía buscar el rastro de su madre y terminó escribiendo una novela surcada de referencias documentales, divulgación histórica y autoficción. El resultado es conmovedor y da cuenta de la profunda ignorancia de Occidente respecto de la historia íntima de la Europa eslava. Lo advirtió hace décadas Milan Kundera.

Lo resumo sin hacer demasiado spoiler. La madre de Natascha Wodin nació en el seno de una familia burguesa y culta en la suave ciudad portuaria de Mariúpol, al poco de la revolución soviética. Sufrieron lo suyo ante el nuevo orden, y en especial durante la célebre hambruna estalinista de los años 30 en Ucrania. Con la llegada de los nazis comenzaron las persecuciones contra los judíos y las deportaciones de ucranianos sanos hacia las fábricas de armamento alemanas, donde subsistirían en régimen de semiesclavitud. La madre de nuestra escritora sobrevivió, pero no pudo volver a la URSS dado que el régimen soviético consideraba traidores a aquellos que, en vez de quitarse la vida o morir saboteando al enemigo, prefirieron ayudar en la industria bélica.

Ella, como muchos otros, se quedó a vivir en la nueva Alemania, en un barrio periférico construido para el realojo de los que a partir de entonces consideraron como apátridas. La madre muere joven, no verá crecer a su hija, y ésta, ya bajo la condición de alemana, iniciará la búsqueda de los orígenes de su familia hasta llegar a la soleada y estratégica Mariúpol, la misma ciudad que también fue arrasada durante la Segunda Guerra Mundial.

Reducida hoy a escombros, con cerca de cien mil personas, mariupolitanos, viviendo en los sótanos y refugios durante muchos días, su comparación con el bombardeo de la Legión Cóndor en Gernika (abril del 37) no pudo ser más oportuno por parte del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski ante las Cortes españolas. Algunos miembros de la izquierda radical hicieron el ridículo ausentándose de la histórica sesión, incluso levantando sospechas contra el valor democrático de los ucranianos.

Por más razones que la historia o la geoestrategia le den a Rusia, resulta de una pequeñez ética imperdonable no condenar los excesos de guerra por parte del Ejército ruso en Ucrania, donde emulan la lluvia artillera que antes llevaron a cabo en Siria o en Chechenia, el llamado bombardeo de saturación o de alfombra, conocido así, precisamente, desde Gernika y Durango. Un programa cercano al exterminio que también emplearon los aliados –y del mismo modo, condenable– cuando desplegaron los ataques aéreos en Alemania con sus Lancaster, los B17 y B29, reduciendo a cenizas ciudades enteras como Dresde, la espléndida capital cultural y barroca de Sajonia. Otra gran novela, Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, da cuenta de ello. Y no hablemos de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, moralmente indefendibles desde cualquier punto de vista.

Peor todavía fue la histriónica actitud de Vox al obviar el suceso de Gernika y esgrimir la matanza republicana de Paracuellos. Queda al desnudo su catadura y la toxicidad ideológica de esta formación política, cuya adhesión a uno de los dos bandos de la Guerra Civil parece seguir inquebrantable. A estas alturas, resulta de una inanidad insufrible no saber –ni reconocer– que en los episodios bélicos se cometen carnicerías en todos los frentes. Vengan de donde vengan las masacres, seamos aliadófilos o de simpatías rusófilas, comunistas o falangistas, militares o pacifistas… no es posible alinearse con los atentados de lesa humanidad. Ni ahora ni en el pasado.

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22 de junio de 2022
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Sociología francesa ante la nueva política

De premodernos ilustrados como  Voltaire y Saint-Simon a postestructuralistas de la talla de Baudrillard o Foucault, así como a adalides de la complejidad de la estirpe de Edgar Morin y transmarxistas urbanos del tipo Henri Lefebvre (cito a pocos de los que son a pesar de todo), la sociología ha sido, en lo fundamental, una actividad intelectual francesa. No es de extrañar, por lo tanto, que la disciplina que analiza lo social haya acudido en ayuda de las empresas demoscópicas para clarificar la deriva política actual. La de Francia especialmente cambiante, dado que a las migraciones masivas procedentes de la descolonización se unen las posesiones ultramarinas que mantiene la Quinta República en otros tres continentes e, incluso, en la Antártida, además de la persistencia de nacionalismos irredentos en regiones como Bretaña y la isla de Córcega, donde han vuelto los disturbios tras la disolución, hace más de un lustro, del frente corso. Francia es un manojo de nervios con un gran pasado universitario.

La política doméstica francesa lleva años de eclosiones inesperadas, y no solo por los sobrevenidos chalecos amarillos, des gilets jaunes. Fue pionera en la aparición de un movimiento ultraderechista, que tras una crisis familiar de sucesión entre los Le Pen, se ha dividido en dos tras la aparición del periodista tertuliano Éric Zemmour, crítico con las políticas reales moderantistas que el partido de Marine Le Pen ha llevado a cabo en ciudades y departamentos donde ya gobierna, en especial en las regiones del sur, la “catalana” Perpignan entre otras capitales, cuyo alcalde fue pareja de la mismísima Marine.

La implosión política en Francia no ha afectado solamente a los ultras. En la izquierda hace tiempo que ni el histórico partido socialista francés –el de Mitterrand y Hollande–, ni muchísimo menos el partido comunista –de Marchais y del propio Lefebvre, o de Althusser–, pintan algo en el panorama real de la gobernanza francesa salvo en París. De hecho, el socialismo más radical ha dado paso al nuevo movimiento de La Gauche con el tangerino Jean-Luc Mélenchon de raíces murcianas como líder, mientras que el socialismo centrista derivó en la huida de Manuel Valls a una fracasada política catalana así como en el fenómeno liberal de Emmanuel Macron, La République En Marche!

Mientras tanto, el llamado gaullismo que agrupaba a todos los sectores conservadores y liberales en un vasto espectro de centroderecha bajo el paraguas legado por el general De Gaulle, hace tiempo –más de medio siglo– que se subdivide en un abanico de tendencias. Todos sus intentos de reagrupación, ahora con la marca de Los Republicanos, no surten efecto electoral, aprisionados como están entre la extrema derecha lepenista y el pragmatismo amplio de Macron.

Todo ello hace de Francia un hervidero político para cuyo análisis ya no son válidos ni los partidos históricos ni siquiera las ideologías dominantes en el último siglo y medio. Ante esta situación, la empresa demoscópica Cluster 17, elaboró para la campaña de las elecciones presidenciales una serie de perfiles electorales mediante los que se dibuja con mayor precisión a la nueva sociedad francesa. Dieciséis perfiles, ninguno de los cuales superaría el 10% de la población electoral actual que ronda los 50 millones de inscritos.

Cluster 17 establece categorías como “multiculturales” o “identitarios” que responden a parámetros más recientes, pero también se incluyen personas de rasgos “rebeldes”, “apolíticos” o “refractarios” que hunden sus raíces en movimientos más arcaicos. Del mismo modo mantiene conceptos clásicos como son los de “socialdemócratas”, “conservadores” y “liberales”, aunque matizados por “progresistas”, “centristas” o “socialrepublicanos”. Completan el mapa electoral los “solidarios”, “eclécticos”, “euroescépticos”, “socialpatriotas” e incluso “antiasistenciales”.

La empresa de análisis aclara que los diferentes perfiles podrían decantarse por cualquiera de las candidaturas en liza, de tal suerte que, tal vez, existan socialdemócratas que hayan votado a Le Pen (en porcentajes menores, claro está), o rebeldes que lo hicieron por Macron, e incluso conservadores que siguieron a Mélenchon. La existencia de una segunda vuelta en la que desaparecen los matices o la irrupción de Putin en el epicentro de la campaña, ahondan la posibilidad de trasvases de votos que parecen antinaturales a ojos de las vetustas ideologías.

Será muy interesante conocer en los próximos días los estudios del comportamiento electoral de tales grupos sociales, en especial si los datos se entrecruzan con las grandes bolsas de población culturalmente diversa que habitan en Francia, entre otras de cinco a seis millones de personas con orígenes africanos, otro millón de caribeños y cerca de tres millones de ciudadanos franceses vinculados a las antiguas posesiones musulmanas.

En España no hemos llegado a estos afinamientos demoscópicos. Y eso a pesar de que los esquemas tradicionales de la política dejan de ser útiles para reconocer el funcionamiento electoral de fenómenos de nuestra singularidad política como el independentismo catalán o el ayusismo madrileño, por citar dos de los más evidentes. La óptica más compleja de la realidad social, camino de un escenario post-ideológico, nos lleva a preguntarnos por cuestiones como la persistencia de la simbología comunista en formaciones como Podemos, la defensa del franquismo en Vox, el trasvase de votantes de Ciudadanos al extremismo o la vocación historicista del PSOE, por no hablar de esa manifestación tan local, la dualidad catalanista-blavera, que todavía no superan ni la derecha ni la izquierda valencianas. La paradoja es la siguiente: los políticos cada vez analizan con el trazo más grueso, burdo y polarizado, mientras la realidad de las personas se vuelve más fina, matizada y dinámica.

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25 de abril de 2022
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Ucrania: preguntas sin respuesta

Hay guerra, guerra en las ciudades de Ucrania que los rusos llaman “operación militar especial”. Y un aluvión informativo. Programas de tertulia que duran horas. Análisis de generales que nunca antes habían tenido ventanas de oportunidad en la televisión. Infografías y mapas a docenas en los medios escritos. Eslavos que huyen, eslavos que vienen y se van… Una conflagración de apenas dos semanas que deja muchas más dudas que certezas. Las siguientes son las propias de un servidor:

1 Lo que ahora se llama “el relato”, lo van ganando los ucranianos (o se dice ucranios, aunque ucranios suena a ciencia-ficción, y ucraniano es más de Tintín). Putin y Lavrov por el lado ruso, nunca sonríen. La horterada de mesa neozarista que utiliza el presidente Putin tampoco le ayuda a mejorar el mensaje y hacer creíble que los malos son ucranianos.

2 Volodímir Zelenski resulta de película. Un cómico que alcanzó la fama con la serie de televisión Servidor del pueblo interpretando a un presidente. La ficción se hizo realidad. Arrasó en las elecciones y ahora se comporta como un héroe teatralizado en las redes sociales. A pesar de la situación dramática, Zelenski parece siempre optimista, transmite serenidad y hasta entusiasmo. Es como si en España ganara las elecciones Javier Cámara tras el éxito de su serie Vota a Juan.

3 Las grandes guerras recientes empezaron por incidentes menores que desembocaron en conflictos mundiales, como el magnicidio de Sarajevo o la invasión de Polonia. Las alianzas poseen efecto dominó. Cuidado con las alianzas, protegen pero también señalizan peligros.

4 La historia lo puede justificar todo. A Putin (como a Stalin) le encanta la historia, y se remonta al siglo X para reivindicar el carácter ruso de Ucrania. A Musolini le dio por el Imperio Romano, a Hitler por las mitologías de Wagner y a Franco por los Reyes Católicos, la pérdida de las colonias y los almogávares. La historia no es la verdad, lo es todo, la mirada multifocal sobre el pasado. Puro relativismo.

5 Ucranianos y rusos se entrelazan en Ucrania como si fueran siameses. Y aunque nunca Ucrania había tenido su propio Estado –si exceptuamos la Rus de Kyiv–, desde el romanticismo se añoraba poseerlo. Como en Cataluña. Nikolái Gógol situaba esa esencia patriótica entre los cosacos zapórogos de Taras Bulba, luchando en las estepas contra la dominación polaca. Los catalanes construyeron como héroe de la resistencia al conseller austracista Rafael Casanova.

6 Hace dos años volé con Aeroflot a Moscú. Me llamó poderosamente la atención que las azafatas seguían vestidas con las chaquetas que llevaban bordadas la hoz y el martillo. En el Kremlin siguen la momia de Lenin y la tumba de Stalin. Rusia no se ha olvidado de la Unión Soviética y, en paralelo, ha recuperado oficialmente la religión ortodoxa de San Basilio. Todos los hoteles occidentales más lujosos del mundo abrieron sus franquicias en torno a la ciudadela de las murallas rojas, visitada por ríos de turistas.

7 También se regodea el pasado zarista. La exposición más visitada de los últimos años en Moscú estaba dedicada a la pintura historicista del periodo Romanov: cuadros de más de ocho metros con escenas de batallas, de felices trabajos campestres o de la vida cotidiana de los zares y las zarinas.

8 Sabemos poco en Occidente de la Europa eslava, la que Rusia considera su gran familia, a la que debe “proteger”. El Intermares y también la Serbia de los Balcanes. Se le va la mano. Tanto que la sovietización de Polonia, Hungría, Chequia y todos los demás países del Telón de Acero provocó un profundo sentimiento antiruso. Ucrania está en la frontera de la frontera, la insoportable levedad del ser.

9 Más allá de los componentes ideológicos, las conflictos parecen motivados por disputas profundas de carácter antropológico. El nacionalismo airea esos caracteres y las viejas controversias. El nacionalismo resulta la añoranza de un pasado imaginado. Si no cuenta con Estado propio se vuelve melancólico; si lo tiene, se convierte en carcelero de sus minorías, de sus diferentes.

10 Solo nos acordamos del antisemitismo alemán o de los acarreos stalinistas de poblaciones enteras, pero ya en la Primera Guerra Mundial se produjeron liquidaciones en masa de sociedades multiétnicas. Hasta los años 20 prosiguieron las matanzas de armenios, la hecatombe de Esmirna, las expulsiones en Salónica… Se han olvidado pero siguen estigmatizando a Europa.

11 La desinformación sobre la guerra ucraniana va en aumento. Hay que coger con pinzas las declaraciones y análisis que circulan por todos los medios. No sabemos realmente cómo va la guerra. Cuántas armas y soldados le quedan a Ucrania. Cuántos muertos hay entre los soldados rusos. ¿Quién escribe más renglones del guion: el Pentágono o el Kremlin?

12 Para tener una idea aproximada del paupérrimo nivel del argumentario bélico conviene ver (está en Prime Amazon) una película de autoficción documental que se llama como la región en litigio, Donbass. Se presentó en Cannes durante el festival de 2019. La dirige Serguéi Loznitsa, quien vino a España para un ciclo en la Filmoteca. Es bielorruso de nacimiento, ucraniano de bachillerato y moscovita de formación como cineasta. Ahora vive en Lituania. Sabe de qué va ese territorio de frontera que se traza desde el Báltico al mar Negro y sirve de colchón entre Europa central y Rusia, el Intermares.

13 Rusia, y así aparece en la citada película y en los discursos de Putin, sigue obsesionada con la Segunda Guerra Mundial y los nazis. La Gran Guerra Patriótica que conmemoran con todos los honores a sus 26 millones de muertos. Pero aunque sea verdad que existen neonazis en el movimiento Maidán, ahora es el espíritu europeísta, liberal y democrático el que ha seducido al pueblo ucraniano.

14 Apostar por las conversaciones de paz y no por el envío de armamento recuerda el ridículo histórico de Neville Chamberlain y los acuerdos de Munich por los que se cedieron los Sudetes a Alemania. ¿Más diálogo? ¿Acaso se ha invitado a la UE para que participe, siquiera como observadora? Puede que no solo algunos rusos sientan añoranza de la URSS.

15 Esta puede ser la guerra de los drones. Artilugios voladores que miran y que disparan. También ruedan imágenes. En Siria vimos Alepo desde un dron, reducida a escombros. Antes únicamente "sentimos" esa visión en Varsovia, en la ficción de El Pianista de Polanski, y en algún documental sobre el bombardeo de Dresde. En Siria parecía real. La suerte de las grandes ciudades ucranianas será la de Alepo; si resisten, les susurran amenazantes Vladímir Putin y Serguéi Lavrov. Los turcos le han vendido drones a Ucrania. Putin tuvo su primer destino como agente del KGB en Dresde, cuando la RDA.

16 A raíz de las sanciones económicas a Rusia, produce sonrojo conocer la existencia de amplios circuitos mundiales para el blanqueo de dinero ilícito. A Suiza le han apretado las clavijas. Chipre y Lituania también han dicho que se salen de la lujuria por los billetes sin procedencia. Singapur y los Emiratos Árabes siguen lavando. Curiosamente, países con millonarios que han comprado equipos de fútbol europeos, el Valencia CF y el Manchester City.

17 No he visto más tiendas de lujo que en Moscú. El ruso era el mercado de mayor crecimiento entre las marcas más caras y exclusivas. Italia ha querido salvar ese negocio. La National Crime Agency del Reino Unido calculaba en 100.000 millones de libras anuales el flujo de dinero negro hacia la que llaman Londongrado.

18 “Quan entre Odessa i Moscou sonen els canons de bronze, l’arròs que hui està a nou, demà pujarà a onze”. El verso, casi un ripio, es de Bernat i Baldoví (1809-1864), autor de la parodia agropecuaria El virgo de Vicenteta. La guerra de Crimea data de los años 50 del siglo XIX.

19 Citada por el filósofo José Luis Villacañas; la tesis de Louis J. Halle, profesor del Graduate Institute of International Studies de Ginebra, años 60, en su libro, The Cold War as History: "Desde el comienzo en el siglo IX hasta el presente, el instinto primario de Rusia ha sido el miedo. El miedo, más que la ambición, es la principal razón para la organización y expansión de la sociedad rusa. El miedo, más que la ambición en sí misma, ha sido la gran fuerza impulsora. Los rusos, tal y como los conocemos hoy, han experimentado centurias de un miedo constante y mortal. Esta no ha sido una experiencia conciliadora. No ha sido una experiencia calculada para producir una sociedad ingenua, abierta, inocente y cándida".

20 La dualidad rusa, como la exhibía Tolstói. De la tristeza a la euforia, de Europa a Asia, entre la sencillez del mujik y la grandilocuencia palaciega, entre los excesos de la ebriedad y el ascetismo religioso. Llegó a decir Umbral en una de sus columnas Spleen, que en la melancolía de Pushkin ya se reflejaba el espíritu prerevolucionario. La musicalidad aterciopelada de sus poemas en ruso no tiene parangón con el sonido seco de los misiles, su antítesis. La ciclotimia rusa.

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7 de marzo de 2022
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Todo el saber es Historia

Cerca de cincuenta años lleva el historiador José Enrique Ruiz-Domènec (Granada 1948), profesor en la UAB de Barcelona desde 1969, tratando de transformar la Historia entendida como materia humanística en un compendio de saberes multidisciplinares. Ruiz-Domènec no hace historia cultural tal como se la conoce, ni siquiera es un disciplinado seguidor de la historia de las mentalidades que conoció de la mano de su gran maestro, el genial medievalista Georges Duby. Nuestro historiador está más cerca de las interpretaciones que Michel Foucault llevó a cabo a partir de Friedrich Nietzsche, mediante claves genealógicas. Y en esa búsqueda, la erudición y la poliglosia resultan fundamentales. La cultura se convierte entonces en el artefacto superior que mejor explica a las sociedades humanas. No se trata de la cultura como enciclopedia de costumbres y habilidades técnicas que transforman las civilizaciones pre y protohistóricas, siguiendo la pista de los restos cerámicos que localizan los laboriosos arqueólogos. Como tampoco es la cultura entendida como un sistema de autoreferencias para las artes y las letras, la pátina sensible de las élites.

De lo que habla Ruiz-Domènec es de la complejidad de los procesos históricos. Primero, y no menos importante, teniendo al día los datos e interpretaciones de yacimientos y archivos, tarea particularmente decisiva en el caso de las lagunas de las que todavía adolece la arqueología de los estratos más antiguos, así como en la falta de contraste de los relatos del periodo clásico con nuevas fuentes o en el oscuro legado medieval, lleno de silencios, tópicos e imaginarios del Hollywood más poético –y folletinesco– pero escasamente riguroso.

Inmediatamente después, el historiador forjado en el último tercio del siglo XX, siquiera a modo de obligado intermedio o entremés, debe descomprimirse de las propias ópticas de la época que configuran su mirada, en particular de los mitos elevados en torno al pasado. Un tiempo, aquel, dominado por la interpretación marxista de la historia que enfatizó las cuestiones sociales y económicas. Una época, algo más actual, que ha devenido en una multiplicidad de historias, de la microhistoria a la historia de la vida privada, de la historia de las mujeres, e incluso del feminismo, a la posthistoria, de la gastrohistoria a la historia local.

Por último, hay que sumar al análisis histórico cuantos artefactos culturales puedan considerarse paradigmáticos o revolucionario-rupturistas, y en ese sentido el bagaje que aporta Ruiz-Domènec es inabarcable, de la literatura al arte, de la música al cine, las referencias que nuestro historiador incorpora a su relato historiográfico son múltiples y luminosas. Y lo son porque se adaptan dialécticamente con la suficiente coherencia y una biblioteca infinita de lecturas. Más la conciencia abierta de que, finalmente, la tarea del historiador descansa sobre la propia subjetividad que se desliza narrativamente. “Una novela del universo”, titula el editor y crítico Basilio Baltasar la presentación de la escritura de Ruiz-Domènec en la revista Claves.

A lo largo de esos cincuenta años de oficio como historiador, José Enrique Ruiz-Domènec empezó siendo un orador brillantísimo, cautivador, que enseñaba historia medieval europea en el campus de Bellaterra mediante originales seminarios que se cernían sobre personajes o acontecimientos singularísimos, desde la relectura de un ensayo capital de Duby sobre el arte cisterciense promovido por San Bernardo de Clairvaux a las teorías sobre el amor en Andrés el Capellán o el debate técnico y espiritual entre los arquitectos Gabriele Stornaloco y Jean Mignot en el Duomo de Milán que reveló un cambio del modelo de medir el tiempo. Hacia finales del siglo XX, Ruiz-Domènec había puesto en circulación una decena de libros, además de numerosas colaboraciones en revistas y publicaciones especializadas. Su figura se abría paso, pero únicamente entre sus colegas más conspicuos y entre sus numerosos alumnos. Su itinerario cultural transcurre en la privacidad de Barcelona y entre sus largas estancias en Italia, también en Francia o en los Estados Unidos, además de dejar dos memorables exposiciones en Valencia junto al profesor Eduard Mira: las dedicadas a Jaime I y, en especial, al Toisón de Oro, la última ensoñación caballeresca de la aristocracia continental.

A partir de los primeros años de la nueva centuria, dejada atrás la profecía milenarista de Stanley Kubrick, José Enrique Ruiz-Domènec no ha dejado de publicar un ensayo tras otro, además de mantener su prolífica producción de artículos para congresos y encuentros diversos. A un ritmo de un libro por año, incluso dos o más, Ruiz-Domènec se ha convertido en el más constante medievalista europeo, el equivalente historiográfico al friso cinematográfico de Woody Allen sobre la contemporaneidad. Obviamente, la voz del historiador se ha ido definiendo, cada vez más narrador e intérprete. Hasta alcanzar el grado extremo en su nueva obra, El sueño de Ulises, donde retoma trabajos anteriores fechados en los años 80 o en libros más recientes como los dedicados al Mediterráneo o a la eterna crisis de Palestina (ambos de 2004). En cualquier caso, El sueño de Ulises, con subtítulo El Mediterráneo, de la guerra de Troya a las pateras, nos devuelve a los intereses más constantes de Ruiz-Domènec: la herencia que ha depositado la cultura mediterránea en la civilización occidental.

No hay notas a pie de página, aunque sí treinta y ocho páginas de comentarios bibliográficos con más de quinientas referencias de libros, además de un índice onomástico para facilitar la lectura saltarina, actividad perfectamente recomendable, pues si bien Ruiz-Domènec propone una serie de conclusiones al largo e intenso devenir de la historia mediterránea no es menos cierto que estas son esbozos, sugerencias muy personales, brillantes fragmentos de un gigantesco puzzle. Frente a una narrativa lineal y abrumadoramente académica, por más que lúcida –aunque sin riesgo– propuesta por David Abulafia (El gran mar, 2013), El sueño de Ulises es un relato collage, más cercano al Fernand Braudel del mundo mediterráneo cuando Felipe II (1949), historia de la longue durée.

Pero donde Braudel habla de geoestrategia y estructuras, Ruiz-Domènec saca a pasear las óperas de Verdi, los paraguas de Cherburgo o el hotel Cecil de Alejandría. Claro que también circulan por sus más de quinientas páginas las figuras de reyes y reinas, como el analfabeto Carlomagno, de guerreros, papas y políticos, pero son mucho más abundantes las apariciones de filósofos y novelistas, pintores, cineastas o aventureros. Maquiavelo, Marco Polo, lord Byron comprando la romántica idea de una nueva Grecia clásica, Joyce en Trieste, Chateaubriand en la Alhambra, Zorba, Cavafis y Theo Angelopoulos –los griegos–, Camus y Curzio Malaparte, las visiones de Dante, el joven Masaccio, los hermanos Lorenzetti, la familia cremonense de los Stradivari...

La muerte de los héroes, la tragedia como origen del sujeto mítico, el viaje como fundamento del comercio: actividad que generará la mayor prosperidad de las regiones costeras antes de la llegada de los 240 millones de turistas que reciben las playas mediterráneas cada año. Una cultura de mecenas y con religiones basadas en grandes frases, cuyos ingeniosos y cosmopolitas mercaderes originan el capitalismo primigenio: frente a la tesis weberiana que lo adjudica al norte protestante. El paisaje como vivencia, la belleza como objeto de deseo y sublimación del arte, el culto sacralizador a las ninfas y luego a las vírgenes, la lógica y el orden que geometriza por parte del clasicismo, la curiosidad del viajero… herencias mediterráneas todas ellas, pero ninguna con la fuerza y recurrencia de la aventura homérica de Ulises: el regreso a casa, que no es más que la metáfora de un mundo de infinitas geografías y etnias aunque de aspecto y universo único. Unas formas de vida compartidas en medio de un trasiego de pueblos y violencias. De ahí que la vuelta al hogar, la mera existencia de ese hogar, sea el sueño motor de la existencia de Ulises y de todos aquellos que desde la era megalítica han vivido cerca del mar de las mayores penínsulas del planeta.

La Historia es saber, o, mejor dicho, todo el saber es Historia, dice Gabriel Tortella en un reciente artículo. Y en esa lid, el historiador Ruiz-Domènec hace tiempo que se aureola como un verdadero sabio de nuestro tiempo, siempre desde una habitación con vistas al Mediterráneo del pasado para desvelar nuestro presente. ¿Conoces la tierra donde florecen los limoneros?, se preguntaba Goethe, verso retomado por la jardinera Helena Attlee para contar la historia de la citricultura italiana, sin olvidar que un patio con naranjos y azahares es el equivalente al paraíso porque constituye toda una metáfora de la infancia y del amor, la energía que da origen al hogar y al espíritu que regresa a la casa. Caminos de vuelta no exentos de peligros y pérdidas, como la liquidación de las ciudades cosmopolitas, el cisma entre las riberas norte y sur del mar, las salvajadas y ordalías impulsadas durante las cruzadas, las heridas del nacionalismo a la civilidad mediterránea, las guerras balcánicas y las balcanizaciones, la muerte en una patera…

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26 de febrero de 2022
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Benidorm está de vuelta

La fórmula estaba en casa, en los archivos. Televisión Española lleva varias temporadas revisando la historia de la música popular a través de sus antiguos programas en play-back gracias al éxito en la 2 de Cachitos de hierro y cromo, con la voz en off, guasona, de Santiago Segura. Sin embargo, no acertaba ni una con el festival de Eurovisión. A pesar de ser uno de los países menos euroescépticos y más dado a la jarana musical, Eurovisión nos viene castigando de manera humillante desde hace lustros. Ni un mísero point las más de las veces, sin que influyera el entusiasmo por lo nuestro de José Luis Uribarri y sus posteriores seguidores. Ninguno sabía quién era Charpentier, autor del tedeum que sirvió de sintonía durante muchos años a las conexiones con la unión europea televisiva.

La relación de los cantantes ligeros españoles con el festival ha llegado a ser tan frustrante para la música en nuestra lengua patria que provoca, en el espectador más joven, una reacción muy freak e irrespetuosa frente a Eurovisión. La elección de Rodolfo Chikilicuatre y su Chiki chiki en 2008 fue la culminación de esta entre burlesca y surrealista actitud ante las galas más horteras del viejo continente, siguiendo una de las grandes cosmovisiones hispánicas, la del pícaro descreído. De hecho, el ánimo desatado por la gran teta de Rigoberta Bandini se sitúa en la misma longitud de onda. El feminismo alcanza su punto más venusiano.

La crisis melódica española, no exenta del cariz idiomático, fulminados por el éxito anglosajón en expresión muy de Luis García Montero, era compartida por otros países mediterráneos de larga tradición musical, como Italia. La RAI italiana, tras retirarse doce años de la pérfida Eurovisión, se encomendó al legendario festival de San Remo para terminar ganando el año pasado con un tema punk muy del gusto juvenil: La falsa asimilación del underground en la salita de casa. Es entonces cuando RTVE ve la luz y desempolva el festival de Benidorm, ciudad playera que fue cuna de los primeros bikinis españoles y la libertad sexual, donde animaron sus veladas en el Delfín o el Don Pancho artistas como Manolo Escobar, el Dúo Dinámico o Conchita Velasco, y en cuyo festival hicieron apariciones estelares desde Julio Iglesias a Raphael o Bruno Lomas.

Benidorm competía en aquellos años 60 con el festival del Mediterráneo de Barcelona, donde emergían artistas como Torrebruno, Nana Moskouri o la eurovisiva Salomé, con la que ganó junto a Raimon y Se’n va anar  en 1963, cantando en catalán/valenciano. La música, todavía, era políticamente inofensiva. Más de medio siglo después, en cambio, las panderetas en otros idiomas periféricos del trío gallego Tanxugueiras fueron derrotadas a pesar de su conexión popular.

Así que la idea de resucitar el festival de Benidorm como preámbulo a Eurovisión ha sido acogida con entusiasmo de la audiencia. La propia RTVE ha llevado a cabo una gran apuesta. A pesar del mediocre nivel de las canciones y de los intérpretes que han participado en la reedición, ha tirado la casa por la ventana con una producción moderna y sofisticada. El grafismo televisivo y la puesta en escena con coreografías singulares para todos los concursantes eran de un nivel increíble. Cada tema podría confundirse con un escenario vanguardista de Calixto Bieito para una ópera de Wagner en Bayreuth.

Felicidad por el festival que comparte la patronal hotelera de Benidorm, Hosbec, posiblemente la más atrevida de las organizaciones empresariales. Como también lo hace la Generalitat Valenciana, cuyo secretario autonómico de turismo, Francesc Colomer, superando los prejuicios progres, ha decidido invertir el presupuesto público en cuantos intangibles puedan ayudar a mantener el negocio del turismo, que representa una cuarta parte de la riqueza autonómica.

Benidorm ha sido siempre una no ciudad, una especie de Las Vegas del Mediterráneo, dedicada al monocultivo del turismo en todas sus vertientes. Turismo para todos, sin importar la procedencia o las creencias. Un melting pot  interclasista alabado por urbanistas como Mario Gaviria y José Miguel Iribas, enloquecida metrópolis para el genial arquitecto holandés Winy Maas, y a la que su ahijado político Eduardo Zaplana trató de redimir con un parque de atracciones, urbanizando solares al norte de la autopista. Tal vez recuperar también el Mediterráneo de Barcelona coadyuvara a sofocar las tensiones nacionalistas. El pueblo que canta unido permanece unido, y en España no sabemos cantar desde que las coplas y los boleros pasaron de moda.

Mientras esto sucede en los carriles populistas, conviene retomar la colección dedicada a la música seria por la editorial Acantilado. Lo más detox. La biografía de Beethoven, de Jan Swafford, un libro monumental de más de 1.400 páginas y sin concesiones a la mitomanía. O el viaje casi espeleológico de sir John Eliot Gardiner, a través de la obra de Johan Sebastian Bach, en La música en el castillo del cielo. La pasión ilustrada y el aburrimiento protestante. La música, mayúscula, filosofía y consuelo en palabras de Ramón Andrés, pero también, como apunta el melómano Joaquín Arnau, “una forma de conservar la irrenunciable reserva de libertad”.

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30 de enero de 2022
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Profecías de la ciencia, ficción y sátira

El divulgador científico Adolfo Plasencia, autor de un extenso libro de entrevistas a investigadores para el MIT, me pone en copia los últimos artículos que ha recopilado sobre los avances en el conocimiento de los mecanismos del cerebro, el humano. Entiendo poca cosa a pesar de tratarse de escritos de amplia difusión. Uno de esos papeles explica lo que es el conectoma, algo así como el mapa de las conexiones entre los 86.000 millones de neuronas que compondrían un cerebro adulto. Tantas como estrellas en la galaxia. Apenas se sabe nada de su funcionamiento, pero el artículo es capaz de fijar un número muy redondo de neuronas. ¡Bendita ciencia!

El conectoma, sin embargo, no afecta a la memoria pero sí a la personalidad. Tampoco conocemos dónde reside la memoria, el archivo de nuestra vida, porque no ocupa un único territorio, sino que depende también de las relaciones interregionales. Las cercanías. A lo largo de ese mapa o conectoma, que además es cambiante, dinámico, el mencionado artículo cuantifica las conexiones sinápticas en más de 100 billones. El autor del reportaje posee una calculadora extraordinaria, muy apreciable desde luego.

Lo más interesante –o peliculero, si se prefiere–, es que ya existen compañías en California que congelan el conectoma del cerebro para conservarlo y resucitarlo cuando exista tecnología avanzada para ello. Se congela matando a la persona, segundos antes de morir, introduciendo congelante, literalmente. En el conectoma, suponen estos científicos del business, se encuentra todo el dispositivo de la personalidad del individuo, su yo, en definitiva. El conectoma o la inmortalidad.

Otro de los artículos habla de las redes neuronales y los trabajos de los científicos computacionales para crear un algoritmo que permita el aprendizaje de la inteligencia artificial. Eso, dicen, ya lo han conseguido, pero ahora lo que pretenden con ayuda de los neurólogos es que funcione en un cerebro biológico, y ahí se han atascado porque están convencidos de que se aprende mediante retropropagación, que tampoco sé muy bien de qué se trata. Al parecer, uno de los mecanismos cerebrales consiste en vaticinar lo que vamos a sentir, no en sentir mediante los sentidos. Como un predictor de percepciones. ¿Se acuerdan de aquel relato de ciencia-ficción de la película Minority Report basada en Philip K. Dick en donde una máquina se adelantaba a la realidad?

Todo esto suena a chino más que a ciencia-ficción, aunque hay gente que está convencida del poder omnímodo del hombre. El filósofo israelí Yuval Noah Harari, por ejemplo, es el principal profeta de esta teoría. También cree que la ciencia nos dotará de un poder cuasi divino con el que se alcanzará el umbral de la inmortalidad. Mientras tanto, vende millones de libros de su Homo Deus, una breve y más que optimista visión del mañana humano. Aunque la realidad, de momento, es que no sabemos curar la esquizofrenia, ni el autismo, dos de los malestares que produce la deformación del conectoma. Ni siquiera podemos hacemos cargo socialmente de los enfermos mentales.

Hace escasos días, dos emprendedores multimillonarios norteamericanos, se enzarzaban en una delirante discusión. El creador de Facebook anunciaba un futuro radicalmente lúdico a través de la creación de un mundo digital paralelo, Metaverse le ha llamado. Contestaba el dueño de Tesla, para quien ese paraíso de pantallas y manipulaciones ópticas no le despierta el mínimo interés porque lo suyo es enviar satélites reales a Marte antes de la próxima década. Y dos científicos españoles afirmaban en El País que en unos diez años los humanos llevarán sensores injertados en la cabeza. Supongo que no serán para restablecer la cordura.

En sentido contrario a todas estas panoplias cientifistas, la película de las felices fiestas navideñas, No mires arriba, en Netflix, propone un final apocalíptico para la humanidad. El film, con un extraordinario Leonardo Di Caprio, no satiriza a la ciencia, todo lo contrario, sino los intereses espurios de una serie de políticos y multinacionales, cuya demencia y estupidez alcanza cotas impredecibles. Don’t Look Up, pone a parir la deriva actual de la comunicación, desbordada por oligofrénicos personajes dominantes en las redes sociales y programas de televisión donde todo son risas y chistecitos sin atención por lo verdaderamente noticioso. La estupidez convertida en entrevistas y humoradas televisivas.

El año 2021 ha dejado muchas huellas en ese sentido. El entretenimiento ha vencido al rigor de la historia –y a la misma ciencia– a pesar del gigantesco esfuerzo que la industria farmacológica ha desarrollado para combatir la pandemia y la seriedad con la que discutimos de educación pública. La humanidad rendida ante el virus no tenía conciencia de su fragilidad. Como quiera que la historiografía no se ocupaba de la vida cotidiana –no lo hizo hasta el último tercio del siglo XX–, no se tenía conciencia de la debilidad microbiana que hizo colapsar imperios y épocas ante las oleadas de peste negra, viruelas y gripes mal llamadas españolas. Solo se constataba el desastre que provocaron las epidemias occidentales cuando la colonización de América, una hecatombe demográfica.

Así que 2021 iba a ser el año de la recuperación económica, pero en realidad nos ha traído vacunas e historia, una perspectiva relativista. De tal suerte que nadie se atreve a vaticinar cómo será el 2022. Debía ser el de la gastronomía y el turismo de calidad, pero todo vuelve a estar en el aire. ¿Será posible recuperar la normalidad o lo que se avecina va a ser radicalmente distinto? ¿Cuánto tardaremos en volar con automóviles autónomos propulsados por electricidad como en el Blade Runner de 2019, imaginado también por Dick? ¿O la nueva geopolítica del gas de Putin y los argelinos nos va a dejar sin calefacción en cuanto llegue el frío invernal, si es que llega, dado el cambio climático que derrite el Ártico?

Como buena sátira, No mires arriba cuenta con un demoledor guion (Adam McKay ha ganado dos Óscar como guionista): la crisis científica nos pillará gobernados por idiotas, controlados por empresas tecnológicas, en manos del big data y la memez televisiva y social. ¡Vaya augurio! Otro ruso, tan irreverente para la cultura y la política como Vladimir Nabokov, ya dijo que “la sátira es una lección”. En cualquier caso, afirmaba el autor de Lolita, “nunca sabremos cuál es el origen de la vida, ni la naturaleza del espacio y el tiempo, ni la naturaleza de la naturaleza, ni la naturaleza del pensamiento”. El flotador es siempre literario.

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8 de enero de 2022
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Escohotado se despide desde Ibiza

Conocí a Antonio Escohotado gracias a Enrique Ocaña y un amigo. Estaban tratando de organizar algo similar a un master o curso sobre las drogas en la facultad de Psicología de Valencia y querían traer a Escohotado a dar una conferencia sobre el tema. Ocaña consultaba a Escohotado sobre sus traducciones de Ernst Jünger y le pidió el prólogo para su ensayo sobre el escritor alemán, Más allá del nihilismo. Para “Escot”, como le llamaban ambos, Tormentas de acero era uno de los libros nucleares del pensamiento moderno. Un texto memorialístico situado lejos de una aproximación ideológica a la historia bélica.

Vino entonces al Club Diario Levante y su charla se centró en las drogas. Estábamos al principio de la década de los 90, y Escohotado ya se había labrado una leyenda en torno al mundo de los estupefacientes. Conectamos entonces hablando de otras cuestiones, de política y de filosofía de la historia sobre todo. Y de fútbol. Intercambiamos nuestros teléfonos y no tardé demasiado en volver a llamarle. Le invité a un curso de verano sobre Ética y periodismo en la Uned de Dénia, junto a Javier Pradera, Eduard Mira, el mítico director del Nouvel Observateur, Jean Daniel, y el por entonces director del General Press Council británico, que fue el último. Ocurrió poco antes de que el propio Escohotado trajera a Jünger a nuestro país en compañía de Albert Hofmann, el químico suizo que experimentó con el ácido lisérgico mientras estudiaba los alcaloides que se derivaban de un hongo del centeno.

Escohotado era profesor de Sociología en la Uned y había escrito un manual muy voluminoso sobre Filosofía y Metodología de las Ciencias (1987). Empecé a leerlo esos días de julio en Dénia tras obtenerlo de la librería universitaria. El manual era deslumbrante. Escohotado mostraba una erudición fuera de lo común sobre el pensamiento clásico griego y en torno a la filosofía de la ciencia. Por aquel entonces los análisis de Michel Foucault para profundizar en la genealogía del pensamiento a partir de los caminos abiertos por Nietzsche estaban en boga, pero solo algunos pequeños grupos de historiadores como Georges Duby y sus seguidores de los Annales habían recorrido esos senderos. Todavía no se había publicado la Historia de la vida privada (1987) de Duby y Philippe Aries, aunque el propio Foucault había indagado en la historia de la locura (1961) y en la del sexo (1976). La aproximación del propio Ocaña al dolor (1997), resultaría sin embargo mucho más epistemológica y académica que historiográfica y genealógica.

Más tarde Escohotado publicó otro ensayo magistral, Rameras y esposas (1993). Le llamé para decírselo. Aquel libro le entroncaba con los grandes antropólogos, incluso con los más poéticos como Octavio Paz. De Mircea Eliade a Joseph Campbell. Pero en cambio le seguían llamando para hablar de alucinógenos y otras hierbas, cuando en realidad su relación con las drogas no era sino un camino de conocimiento, la de un historiador de lo sagrado. Su espíritu libertario y sus ganas de pelear contra la estulticia y el poder hicieron el resto. Era divertido, a veces lunático, deportivo, sensual y lúcido, mucho. Una de aquellas noches en Dénia, junto con Eduard Mira, nos dedicamos a los cánticos y ebriedades. Entonamos el It’s a Long Way to Tipperary en la nocturnidad mediterránea camino de no sé dónde.

Cuando años después le invité a mi boda me dijo que lo intentaría. Me había llamado un día en Valencia para enseñarme un extraño psicótropo sintético que se cortaba como si fuera aluminio muy frágil. Le dejé con una amiga. Estaba absorto preparando lo que me anunció como “una crítica de la razón roja”, había trazado un camino en busca de "aquello que pasa desapercibido por no tener nada de historia, como los sentimientos, el amor, la conciencia, los instintos...", como solicitaba Foucault, a través del "saber minucioso, gran cantidad de materiales apilados, paciencia".

Los tiempos siguientes transcurrieron entre confesiones libertinas, recuerdos personales ibicencos e intentos muy serios de una metafísica emparentada con la ontología impenetrable de Zubiri. En 2008 empezaría a publicarse Los enemigos del comercio, cuya edición completa culminaría en 2017. Tres gruesos volúmenes para desentrañar las relaciones de la política y la economía más allá del marxismo, o por decirlo a su manera, una genealogía del propio Marx y del pensamiento economicista contemporáneo a partir de las relaciones materiales y mentales, y por lo tanto políticas y religiosas, del hombre con los principios de la propiedad y del intercambio. Los orígenes de la vida postribal y su continua reconstrucción a lo largo de la historia.

Llevo varias semanas aislado. Por el Covid y por los encargos de escritura. No me había enterado del fallecimiento de Antonio Escohotado (1941-2021) hace apenas un mes y pico. En noviembre y en Ibiza. Más allá de las drogas. Escohotado era un gran pensador, serio y documentado, un antropólogo filosófico dedicado a esclarecer la construcción de las mentalidades, la óptica histórica de las ideas. Nuestro Sloterdijk. Pero la filosofía española sufre una grave problemática que la devalúa. No trasciende en nuestro país y, en consecuencia, es difícil que sea tenida en cuenta más allá de los Pirineos. ¿Subsiste la maldición de Heidegger a Víctor Farias sobre la falta de profundidad del idioma castellano? No creo que esa sea la cuestión. El español es una buena lengua para el relato –la historia– aunque resulte farragoso para la hermenéutica. Ahora bien, en un país que liquida la filosofía del bachillerato cómo va a ser posible prosperar con el pensamiento. España –que no la novelística Latinoamérica–, España ha dado sólidos filósofos y divulgadores de lo trascendente en el último tercio del siglo XX y es justo que el país los reconozca, empezando por Escohotado y siguiendo por Eugenio Trias, Fernando Savater, Xavier Rubert de Ventós, Rafael Argullol, Félix de Azúa, Jacobo Muñoz, Emilio Lledó o Salvador Pániker…

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6 de enero de 2022
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Pulsión de fútbol y pulsión de cine

En su ensayo titulado Mas allá del principio del placer, publicado hace casi justo un siglo, el eminente Sigmund Freud convino en definir dos categorías de pulsiones humanas, entendiendo como pulsión una excitación psicológica tal que se termina percibiendo como física y que el individuo trata de calmar, reprimiéndola o satisfaciéndola. Pues bien, Freud habló de una pulsión de vida, que también podemos entender como sexual o erótica, y de una pulsión de muerte que comprende las actitudes destructivas y violentas tanto contra uno mismo como contra los demás.

De un modo más simple, una pulsión de vida sería cualquiera que derivase en la autoconservación de uno mismo, de su prole e incluso de la especie, una pulsión de supervivencia en suma. La pulsión de muerte no solo agruparía todas las actitudes violentas sino también las inútiles, la pérdida de tiempo, el despilfarro de la existencia, incluyendo el mero entretenimiento.

A lo largo de mi vida he creado una especie de mitología propia respecto de las actividades más constantes que he llevado a cabo. Y de entre todas ellas he destacado siempre dos de ellas como usualmente antitéticas, de tal suerte que cuando me dedicaba con intensidad a una, la otra menguaba, contradiciéndose al modo freudiano. Quiero referirme al fútbol y al cine. A una le he conferido categoría de pulsión de vida y a la otra de muerte. Al fútbol me he dedicado no como practicante sino como aficionado, hooligan al fin y al cabo siquiera sea del sillón-bol frente al televisor de Movistar o de Gol. Y al cine, también, como mirón, adicto del mismo modo tanto a las películas como a las buenas series.

Desde la preadolescencia que, a temporadas, he consumido cine casi compulsivamente. Quise, incluso, ser director de cine como a los dieciocho, y empecé en la escritura en tiempos remotos ejerciendo de crítico junto a personajes tan cinematográficos como Sigfrid Monleón, Rafa Ferrando, un malogrado escritor local que firmaba sus críticas como Tallulah Banked, o Abelardo Muñoz, aspirante valenciano a Stendhal. Terminé de cinéfilo, viendo programas dobles y hasta triples en cines de reestreno o en las primeras filmotecas, coleccionando revistas: la Cartelera Turia de los 70 la debo tener al completo ya no sé dónde, el Fotogramas donde escribía Molina Foix y José Luis Guarner, Dirigido Por, Casablanca, en la que me publicaron un buen reportaje junto a unos artículos firmados por Miguel Marías y por Fernando Trueba, director entonces incipiente tras su Ópera prima, en 1980.

La cinefilia terminaba declinando y, a partir de los años universitarios, con cada declive sustituía las películas por el fútbol. Seguía entonces el campeonato, veía los partidos, comprobaba las clasificaciones… Arrastrado por la molicie de la liga, dejaba de acudir al cine. Eso era antes de que amanecieran los vídeo-clubs en los 90. Algún que otro día acudía al campo de Mestalla, incluso recuerdo una noche que llevé a un Valencia-Nantes al sociólogo Sami Naïr y nos quedamos embobados con Pedja Mijatovic. Más tarde me pidieron que escribiera las contracrónicas de los partidos en el periódico. Durante dos temporadas iba cada domingo al estadio –entonces siempre se jugaba en domingo por la tarde, tras la paella, y los miércoles competíamos en Europa–, muchas veces con el bueno de Álvaro Oyarbide, un cocinero navarro, sobrino de Zalacaín y de Príncipe de Viana, y con Vicent Todolí, el curator internacional de la Tate, a quienes les dejaba el pase Zubizarreta, el gran portero. Hasta que, de nuevo, dejaba el fútbol y volvía al cine.

Desde aquellas experiencias para mí el cine siempre fue y es pulsión de vida, una forma de contar historias, de reflexionar y narrar. Nunca es entretenimiento. Vives otras vidas, acumulas la experiencia de los demás, como en la literatura, a modo de lectura fácil de los libros. Me refiero al buen cine y a la buena literatura, y lo son si provocan esa metamorfosis, por eso son vida. El fútbol, en cambio, aún cuando en ocasiones incorpore metáforas sobre la vida, deviene pulsión de muerte, una forma de pasión entre romántica e improductiva. Me refiero al fútbol desde la mirada pasiva; pues como práctica, al igual que el resto de los deportes, resulta vivificante, del mismo modo que la literatura sobre fútbol, hablo de Mario Benedetti, del guardameta Albert Camus, incluso del Wittgenstein que filosofaba con el juego del balón desde su refugio en Cambridge. Escribir bien de fútbol es vida, e incluyo las excelentes crónicas de los partidos, en especial las británicas. Hasta los delirios psicoanalíticos de Vicente Verdú, quien comparaba el gol con un orgasmo, proceden de una pulsión de vida.

En esas estábamos cuando el genial poeta valenciano, Carlos Marzal, ha dado a luz un libro sobre fútbol. El título ya es revelador, Nunca fuimos más felices (Tusquets, 2021). Pulsión de vida. Se trata de un compendio de pequeñas anotaciones, a modo de diario o agenda, sobre las circunstancias del autor en torno al deporte del balompié. Como jugador pasional, como aficionado relajado y como padre de un joven jugador que pudiera, tal vez, caminar hacia la gloria deportiva. Unas remembranzas, en suma, que deambulan por la vida y en donde el fútbol es escusa, un punto de apoyo personal y memorialístico para repasar, en especial, los gozosos años juveniles y las aventuras domésticas de la paternidad.

El libro, sin embargo, termina con un capítulo especial y más largo. Como una prórroga interminable donde Marzal narra las vicisitudes emotivas del accidente futbolístico que llevó a la parálisis, y luego a la muerte, a uno de sus mejores amigos, el también escritor, Antonio Cabrera. Una extraordinaria persona, un brillante pensador y fino literato. Un desastre; la historia de un siniestro contada de modo catártico, un relato necesario para poder tranquilizar la pulsión de muerte mediante la reafirmación de la vida. El instante más perplejo.

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16 de noviembre de 2021
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