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Escrito por

Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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Viejos. A propósito del poeta Brines

Tarde, demasiado tarde llegó el Cervantes para Francisco Brines, a mi entender, desde hace algunos lustros, el mejor poeta vivo en lengua española –y significo lo de española para que quede claro que abarco también a toda la lírica que se produce en Hispanoamérica. Pese al retraso, el día del premio vimos a Brines feliz saliendo por las televisiones, brindando ante las cámaras y mostrándose tan amable y elegante como siempre ha sido con los demás. Lleva gafas de sol perpetuas, como los gángsters, aunque lo hace para no dejar ver que ha perdido un ojo. Tampoco oye. Y anda con toda la levedad que dispone su cuerpo, sin apenas energía motora. Es un Brines carente de autonomía, a expensas de sus cuidadores y los designios de la fundación que ha de preservar su legado y memoria. Pero sigue siendo un Brines excepcional, siempre esteta en la estampa.

Brines es un gigante con una corta obra literaria. Tan corta como rotunda. Ha sabido, como recomendaba Rilke, tachar lo superfluo y aprender a corregirse. Así que no sobra nada en lo publicado. Oro molido, canela en rama, quintaesencia… Nadie como él ha reflexionado con palabras sobre el paso del tiempo y el sentido que éste procura en la vida. Quevediano, pero también metafísico y sarcástico. Hace poco menos de dos años leyó unos haikus durante la ceremonia nupcial por el rito budista de Vicente Gallego, uno de sus queridos discípulos literarios. “Voy a sentarme –dijo antes de leer unas cuartillas–, porque las ruinas ya no pueden seguir en pie”. Antes le concedimos el premio cultural del periódico Levante-EMV en el que habitualmente escribo. No pudo asistir. Su otro gran seguidor, Carlos Marzal, locutó uno de los poemas imperecederos del maestro, Desde Bassai y el mar de Oliva. Me puse a lagrimear.

Gracias a Brines recuperamos el sentido de la dignidad para la vejez, al leerle y al tratarle. Distinción y honra que confieren todo su valor a una existencia larga, un sentido que comparten muchas culturas. La clásica griega, por ejemplo, confiada a sus consejos de ancianos. Los chinos, tan gerontócratas. Y entre los pieles rojas, como muestran los westerns, en donde el mando pertenece a los viejos guerreros menos dados a la violencia. La vejez rescatada como fuente de sabiduría, de moderación y equilibrio. Pero no siempre es así.

El mundo más conservador suele ser anciano, del mismo modo que el tradicionalismo siempre parece añejo tirando a rancio. Y como quiera que el propio Brines y la literatura en general han cantado también a la juventud, terminamos dudando entre los estados ambivalentes de la vida. Elegir uno u otro es cuestión de épocas y de contextos, y de la experiencia de nosotros mismos. Nosotros, hijos de la irrupción de la cultura juvenil de los 60, una de las más osadas y liberadoras de la historia. Pero resulta que aquellos que fumaban marihuana, que viajaron a otros estados de conciencia y agitaron su pelvis liberando la sensualidad física, esos ahora son población de riesgo, de padecer neumonía bilateral por intromisión de un coronavirus antisocial. Y nos recluimos.

Desde aquellos 60 que en España fueron 70 y alcanzaron incluso a la movida de los 80, el mito social ha sido mayormente projuvenil. El cambio y la juventud son las herramientas infalibles para el marketing contemporáneo. «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver», susurraba James Dean. El star system, los héroes deportivos y el rock and roll entronizaron el valor de la juventud. Casi al unísono, Walt Disney modulaba una nueva mirada sobre la infancia y la vida animal. Y dado que, además, los niños empezaron a dejar la fábrica para volver a la escuela, el mismo siglo XX inventó una nueva secuencia vital, la adolescencia, un estadio inexistente hasta entonces en la historia.

En la centuria anterior ocurría todo lo contrario. Tal como relata Stefan Zweig, en la modélica Viena decimonónica y austrohungaresa, los jóvenes se dejaban patillas y barbas al tiempo que engordaban para parecer mayores, dado que la jerarquía social otorgaba el poder y las oportunidades a la experiencia, nunca a lo imberbe. Ahora, en cambio, la práctica totalidad de las investigaciones médicas tienden a buscar cómo mantenernos jóvenes y dejar de envejecer. Jane Fonda incluso promete vida sexual activa más allá de los 80. Buscamos en el ácido hialurónico eliminar la huella del paso del tiempo. No ha de extrañar a nadie en el presente, cuando se restringe el libre albedrío de las personas para combatir la pandemia y no convertir las residencias de ancianos en camposantos, que los jóvenes se revuelvan contra estos principios pues les importa una higa cualquier argumento moral que coarte su camino de felicidad. Nadie se quiere perder el viaje de Lucy a las estrellas. La vida es una fiesta, o una revolución permanente como quiso León Trotsky.

Sin embargo, en el pódium político del mundo se han alternado estos últimos meses dos líderes septuagenarios, Donald Trump y Joe Biden, no mucho mayores que Felipe González. Así lo quería Platón, para quien el mejor gobernante siempre sería aquel que, liberado de las pasiones mundanas sabría degustar el espíritu y la experiencia de la vida. Un cuadro al que responde Biden. En cambio, Trump parece atrapado junto a Melania en aquella máxima de Oscar Wilde: “Envejecer no es nada, lo terrible es seguir sintiéndose joven”.

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9 de marzo de 2021
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Comprender (y soportar) la fragilidad

Azotados por las sucesivas oleadas del coronavirus mutante, la crisis fabril –y ética– de las vacunas, los lunáticos titulares de los tabloides británicos y la escasa edificación de la retórica política presente –en especial la catalana y la madrileña–, resulta sanador volver a los clásicos griegos para tratar de encontrar algún asidero sobre la condición humana ante tantas tribulaciones.

No estuvieron exentos de emociones. Los atenienses –que son los griegos buenos tal como hemos decidido– vivieron con intensidad el siglo V antes de Cristo, algo más de media centuria a lo largo de la cual crearon un imperio naval, promovieron un sistema político que seguimos llamando democracia, se embarcaron en la cruenta guerra del Peloponeso, padecieron una terrible peste que duró más de un lustro, se arruinaron económicamente, fueron invadidos y, finalmente, en el 404, exhaustos, se rindieron ante los temibles hoplitas espartanos.

Todo esto nos lo ha contado, entre otros, Tucídides, cuya descripción de la peste ateniense está considerado el primer gran relato médico de la historia. Hace de ello unos 2.500 años, época en la cual floreció la llamada tragedia griega así como la sátira, vehículos literarios a través de los cuales se exponía la visión de la vida y se educaba a la ciudadanía en una cierta resignación, dado el dominio del azar sobre el destino de los hombres.

No obstante, los héroes y demás protagonistas griegos se rebelaban sin cesar contra la ruleta de la fortuna –motivo central de las creencias medievales, todavía–. Y hubo razonamientos, como el utopismo platónico, que presagiaron un gran futuro para la humanidad a través del dominio de la espiritualidad.

Contra las lecturas más o menos conocidas de ese espíritu helénico, construido entre otros por el pensamiento de filósofos alemanes como Schopenhauer y Nietzsche, conviene rescatar estos días el libro de la neoyorquina Martha Nussbaum (Craven de soltera, premio Príncipe de Asturias 2012), titulado La fragilidad del bien (La balsa de la medusa, 2015), dedicado precisamente a entender el mundo emocional griego.

Nussbaum ha teorizado mucho sobre las desigualdades promovidas a lo largo de la historia, tanto por cuestiones económicas como políticas y también de género e incluso de orientación sexual –mucho antes de que se pusiera de moda y nos invadiera un tsunami de exposiciones plásticas al respecto. En El conocimiento del amor (La balsa de la medusa, 2005), por ejemplo, ya nos sorprendió con un atrevido ensayo en torno a la literatura al considerar la gran novelística, de Henry James a Proust, de Dickens a Homero, como fuente documental para la construcción ética del ser humano.

En La fragilidad del bien lo que nos señala, en cambio, es que el entramado cultural helénico fue toda una construcción para que los griegos sobrellevaran su extrema vulnerabilidad. Pero puede que siguiendo ese razonamiento, toda la civilización humana, incluida la religión, busque precisamente eso, sobrellevar nuestra fragilidad. Y solo ahora, nosotros, hijos de la opulencia, estemos comprendiéndolo en medio de la pandemia. Veníamos de una larga paz augusta. Demasiado tiempo sin conflictos ni grandes tragedias, viviendo un mundo donde lo políticamente correcto, el bien, ha sido, al menos en teoría, hegemónico.

No es extraño que andemos desnortados. Para empezar, no hay una comunicación eficaz ni constructiva, entre otras razones porque ya no se trata de divulgar sino de contemporizar, habida cuenta de que los principios bioquímicos del nuevo virus se desconocen. Éramos semidioses en busca de la inmortalidad a través de la ciencia y la tecnología –según el vaticinio del best seller Homo Deus de Yuval Hariri, el profesor de la Universidad de Jerusalén que a estas horas debe ya estar vacunado por Pfizer. Pero no ha sido así, lo que venimos padeciendo semeja una plaga bíblica de Egipto.

Ignorantes de asuntos tan básicos como las causas de los contagios, desinfectamos hasta los zapatos y desatamos críticas políticas de unos contra otros, de un extremo ideológico al siguiente confín, incluso competimos por países y territorios. En España, cabía esperarlo, nos enzarzamos en debates de campanario y padecimos unas largas ruedas de prensa con generales recordando los viejos tiempos de pomposidad militar y la falta de prosapia de los nuevos políticos. Hasta que decidieron dejar solo al epidemiólogo útil –o inútil, tanto da– de Fernando Simón, el denostado.

En poco más de lo que dura un embarazo, Portugal ha pasado de ser ejemplar a un desastre, y no digamos Ibiza. Empezamos todos encerrados y enseñando civismo a los niños desde los balcones hasta que un spin doctor (el súper asesor de turno) se inventó lo de la “nueva normalidad”. Construimos y deconstruimos nuevos hospitales de campaña. Demonizamos a los chinos mientras proliferaban los negacionismos. El primero que perdió el norte fue Miguel Bosé, hace poco Victoria Abril. Hemos descreído de las vacunas y semanas después se resucitó el espíritu del estraperlo en torno a las primeras que llegaron.

Nos hemos acordado de Unamuno y su “qué inventen ellos”, cuando descubrimos, al fin, que este es un país hospitalario que se gana la vida con sus camareros, y que apenas da para cuatro investigadores de verdad y ninguna fábrica de vacunas, salvo si son veterinarias. Tal vez en el siglo XV y en el XVI fuimos como atenienses, pero ahora padecemos una extrema fragilidad y culpamos siempre al gobierno, como los italianos cuando llueve. Como sea que gracias a las autonomías tenemos políticos de todos los colores haciendo el ganso, acaba esto como en una de las buenas comedias del centenario Berlanga, nuestro último gran educador social.

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28 de febrero de 2021
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Cine y justicia

Ahora que andamos con los dimes del Consejo Superior del Poder Judicial, y a la espera de los diretes, me he tomado la molestia de proponerles un top ten tan del gusto anglosajón sobre al género cinematográfico dedicado a la justicia, empezando por recomendarles que se abonen a cuantas plataformas de televisión puedan y deseen dado que los últimos aparatos reproductores ya son capaces, conectados a internet, de conseguir cualquier película en el archivo infinito de la red. Al parecer, desde que tenemos esta capacidad alienante de ver la tele sin desmayo ha disminuido el consumo de alcohol y hasta el índice de criminalidad.

Así que vayamos a los clásicos. La película predilecta del gran penalista Javier Boix, no puede ser otra que Testigo de cargo (Witness for the Prosecution), obra maestra de Billy Wilder en la que el guapo Tyrone Power consigue engañar a su propio abogado, el inefable Charles Laughton, quien termina fumando puros a pesar de su infarto y fascinado con Marlene Dietrich. La mentira como herramienta de convicción.

Otro clásico, Anatomía de un asesinato, de Otto Preminger, comparte con la película anterior la estrategia del engaño por parte del criminal ante su propio defensor, en este caso el soldado Ben Gazzara frente a James Steward, este último dedicado a la pesca y a fumar en pipa con un amigo jubilado, con quien forma un dúo de solitarios en la América rural. Aunque el clásico de los clásicos es, claro está, el film Matar a un ruiseñor de Atticus Finch / Gregory Peck bajo dirección de Robert Mulligan, cuyo sentido de la justicia y la ética le hace ser uno de los personajes más empáticos sino el que más de la historia del cine –y de la literatura, por más que su creadora, la novelista sureña Harper Lee, firmara una segunda parte (Ve y pon un centinela, publicada en 2015) tratando de liquidar el mito de Atticus. No ha podido.

Cómo no, en esta lista no puede faltar Doce hombres sin piedad (12 Angry Men) de Sidney Lumet, la duda razonable y razonada con Henry Fonda rodeado del mejor elenco de secundarios que se hayan podido concentrar en un escenario tan reducido como la sala de un jurado bajo el mando fotográfico de Boris Kaufman (el hermano de Dziga Vértov). A su altura, la francesa La verité, de Henri-Georges Clouzot, con Brigitte Bardot en el mejor papel de su carrera, una musa del situacionismo parisino. También añadiría al top la producción monumental con actores de postín que llevó a cabo Stanley Kramer sobre el juicio de Nuremberg, que aquí titularon ¿Vencedores o vencidos? (Judgment at Nuremberg). Y debería incluir otra de Spencer Tracy, el afable actor que todos desearíamos como letrado: Una noche traicionera (The People Against O'Hara), de John Sturges.

De las recientes solo seleccionamos El juez, duelo de actores y actitudes complejas, Robert Duvall y Robert Downey Jr. Y una teleserie, desde luego, The Good Wife –y su secuela, The Good Fight–, en las que lo mejor no son los abogados sino los jueces, precisamente, a cada cual más extraviado en su propio mundo. Ya no se parecen en nada a los magistrados de las películas clásicas. Todo ha cambiado, la justicia se ha ensimismado, convertida en un oficio de papeleos y recursos. En nuestro país, además, se suele tardar de uno a dos lustros en instruir una causa. Entonces, me pregunto, si en el tiempo en que se tarda con la instrucción, el acusado se ha arrepentido, pide perdón, restituye lo que pueda del mal cometido y la comunidad de vecinos avala su integración social, entonces qué, ¿cómo se hace justicia?

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24 de febrero de 2021
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El ojo de la arquitectura

Es en las colinas de Segesta, en el occidente de Sicilia, donde puede apreciarse en toda su dimensión la capacidad escenográfica de la arquitectura clásica griega. Desde cualquier ángulo, desde arriba o desde abajo, a pie sin duda –como describe su llegada Guy de Maupassant– pero también a bordo del autobús que asciende serpenteante hasta lo más alto del teatro, el templo dórico que alzaron los habitantes de Segesta es ampliamente visible. El carácter radicalmente retiniano de dicha construcción es mayor cuando los arqueólogos nos dan a conocer que el templo no consta que estuviera dedicado a ninguna divinidad. La colina sobre la que se alza, entre otras muchas que la circundan, debió ser elegida desde tiempos remotos para ubicar elementos totémicos o señalizadores dada su extraordinaria naturaleza como escenario geográfico. Que los griegos alzaran allí uno de sus más canónicos edificios sólo era cuestión de tiempo pues es la arquitectura griega la que inaugura el carácter paisajístico de la construcción. “Exteriorización” le llama M. I. Finley.

Frente al valor estrictamente tectónico de los primeros habitáculos humanos, en los que el vínculo entre la esencia de la casa o de la tierra se extrema y hasta se describe con un idéntico concepto tal como desvela Heidegger, o ante los valores de naturaleza simbólica que egipcios y sumerios confieren a sus geometrías de pirámides y zigurats extraídas de la naturaleza cercana a la que imitan, por no hablar del carácter decursivo e iniciático de los templos faraónicos que más tarde readaptará la basílica de tradición latina… a diferencia de todo ello, los griegos desean la visibilidad de sus construcciones más características. Por eso se buscan colinas y altozanos, pero no inexpugnables al modo íbero o micénico, sino visibles, detectables a distancia por la mirada, desde el mar como ocurre en numerosas ocasiones o, como en Segesta, entre una serie ininterrumpida de montañas. Para Richard Sennet estamos, no hay duda, ante el primer “objeto arquitectónico”, pues para los griegos “el exterior del edificio era importante en sí mismo. Como la piel desnuda [el templo] era una superficie continua, autosuficiente y atrayente”.

Sin embargo, ese carácter objetual de la arquitectura se irá disolviendo en la noche de los tiempos, primero por el utilitarismo romano y después por el regreso de la arquitectura del ritual y la iniciación cristiana. Más tarde será eminente el subrayado de la fachada que constructores góticos, renacentistas y, sobre todo, barrocos, conferirán al hecho arquitectónico. La ciudad ortogonal surgida de la racionalización urbana del XIX no hace sino confirmar tales valores. Y como es sabido, será el tantas veces iluminado arquitecto y agitador Le Corbusier quien considerará esencial el carácter exento de la arquitectura como forma de cobrar una cierta poética del objeto construido. Antes de su revolución en pos del plano libre, en uno de sus primeros escritos, Vers une arquitecture, considerará la Acrópolis de Atenas como una “pura creación del espíritu”, cuyos perfiles dan “la impresión de un acero desnudo pulimentado”. La visión, precisamente, de la Acrópolis nevada me ha devuelto el interés por este texto, escrito hace unos años con motivo de una exposición en la galería Travesía 4 de Madrid.

Desde Le Corbusier, no obstante, la suerte está echada: la historia de la arquitectura, con el advenimiento de su modernidad, enfatizará cada vez más la vertiente visible de lo construido aunque en los últimos años cobren pujanza nuevos rumbos topográficos. Esa evolución del Movimiento Moderno ha sido profundamente objetual por más que teñida de un amplio programa funcionalista, y fue posible a la par que nuevos inventos y revolucionarias tecnologías transformaban el arte de la construcción. Uno de tales inventos, la fotografía, había obrado el milagro de congelar un objeto tangible, una escena real... Su presencia va a transformar tanto “el conocimiento como la experiencia que los seres humanos tienen del mundo”.

Téngase en cuenta que con anterioridad a la invención de la fotografía en 1826 lo arquitectónico sólo se representaba a través del dibujo. De este modo, lo arquitectónico estuvo siempre marcado por su capacidad de ensoñación a través de las imágenes dibujadas dado el evidente carácter a-real de las mismas, y por su capacidad de impacto en la contemplación y uso directos. La arquitectura, más que ninguna otra arte hasta el siglo XIX, se fundamentará en su capacidad de experiencia, en el elemento fundamental de socialización tanto de la mirada como del uso, sobre todo de este último. Es esa escala de relación entre lo construido y lo humano lo que caracterizará históricamente a la arquitectura... salvo en la retiniana Grecia y hasta la invención de la fotografía.

Pero desde 1826 y durante un tiempo, el de la suplantación pictorialista de la fotografía, las imágenes captadas de la arquitectura no pasan de ser meros fondos de escenario. Ni los fotógrafos ni los arquitectos fuerzan la estilización del punto de vista sobre el edificio o, si lo hacen, buscan una composición de carácter pictórico –la famosa imagen del Flatiron de Edward Steichen. Sin embargo, algunos fotógrafos alemanes como Hugo Schmölz o Werner Mantz empezaron a hacer trabajos de encargo para arquitectos racionalistas a partir de los años 20 dando prioridad al espacio arquitectónico. Renger-Patzsch hacía lo mismo con las instalaciones industriales mientras Moholy-Nagy en los talleres de la Bauhaus daba completa autonomía artística a la fotografía. El grupo Octubre, con Alexander Rodchenko y Boris Ignatovich a la cabeza, inauguran el fotomontaje pero, sobre todo, liberan el punto de vista, consiguiendo nuevas perspectivas gracias a picados y contrapicados, angulaciones y líneas que fuerzan construcciones para dislocar la realidad. Desde su etapa seminal, pues, la fotografía de arquitectura se vincula directamente a la modernidad y desarrolla diversos estilos, desde la objetividad al constructivismo.

Definitivamente la fotografía se convierte en el nuevo ojo de la arquitectura. No es extraño que cuando desembarca en los Estados Unidos el arquitecto austriaco Richard Neutra que ya había trabajado con El Lissitzky, se interese de inmediato por colaborar con el fotógrafo Julius Shulman con quien, sin embargo, mantuvo importantes discusiones escenográficas. Shulman había empezado a fotografiar en los años 30 los paisajes urbanos de la dinámica área de Los Ángeles. Es allí donde las nuevas calles y hasta las nuevas autopistas se convierten en postales de recuerdo –y tres décadas después en carpetas artísticas gracias a las fotografías espontáneas, previas a sus pinturas conceptuales, de Edward Ruscha.

En los años 40 y 50 la colaboración entre Shulman y Neutra –junto a otros arquitectos y diseñadores como los Eames– produce algunas de las más características  imágenes arquitectónicas hasta esa época. Shulman humaniza la vivienda moderna incorporando personajes y añadiendo objetos cotidianos –Neutra, en cambio, trataba de quitarlos. Gracias a su dominio de la luz y los contrastes, Shulman consigue articular espacios continuos entre los exteriores e interiores de las casas. Fue tal su influencia que la redactora de una revista de viviendas tradicionales del sur de California llegó a considerar las efectistas imágenes de Shulman como responsables directas del éxito de la arquitectura moderna entre el público norteamericano.

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17 de febrero de 2021
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A propósito de Gibbon: imperio frente a nación

La actualidad catalana nos devuelve a la cuestión del nacionalismo. Y caigo de nuevo en la tentación de releer a Edward Gibbon, el ilustrado historiador británico, reconocido autor de La Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, uno de los libros memorables de la literatura universal a juicio del genio erudito de Jorge Luis Borges, para quien, obviamente, el buen relato histórico es tan literatura como cualquier novela. The Decline and Fall... fue, además, el libro de cabecera de Winston Churchill y, por dicha razón, un mito legendario en mi casa paterna. Churchiliano de pro, mi padre se pasó media vida intentando adquirir en librerías de viejo alguna edición en castellano de los volúmenes de Gibbon, sin conseguirlo. Eso sí, compró una ilustrada Historia de los Romanos del francés Victor Duruy, en edición de 1888 publicada por Montaner y Simón, que hizo las delicias de mi infancia.

No es extraño que en España no se encontraran traducciones de Gibbon, sus libros fueron perseguidos por la Inquisición y no fue hasta mediados del siglo XIX que se editó una glosada versión en ocho tomos, del aragonés José Mor de Fuentes, desaparecida casi por completo de la circulación, según me confirma el bibliófilo Luis Caruana. Por tales razones, la bonita edición que Alba hizo hace unos años de la versión abreviada de The Decline and Fall... fue saludada con entusiasmo y ya va por la quinta edición. Poco después, en 2006, al fin, la editorial Turner inició la publicación de la obra completa en cuatro volúmenes con la traducción de Mor pero despojada de arcaísmos... Y en 2012, la nueva editorial de Jacobo Siruela, Atalanta, saca al mercado en dos tomos la obra mítica de Gibbon en traducción más actual de José Sánchez de León.

Excuso comentar la influencia de Gibbon sobre los historiadores y escritores británicos, de Toynbee a Robert Graves, influencia que resulta directísima en libros como Juliano, el apóstata de Gore Vidal. Pero más allá de los relatos concretos sobre el devenir de los emperadores de Oriente y Occidente que son bien ilustrativos y muy bien documentados para su época por Gibbon, lo que más resaltaría del legado de este escritor, al que llamaron el Voltaire inglés, es su visión sobre el Imperio. Él escribió cuando su país llevaba camino de convertirse en una potencia imperial y analizó la cuestión romana desde esa óptica. Fuera cierto o no, para Gibbon el Imperio es la civilización, el orden, el arte y la filosofía, pero también el amparo de las minorías y de los ciudadanos. Al otro lado del Limes se campa entre la barbarie. Reconoce los extravíos, no tanto del sistema como de los hombres, no del Imperio sino de algunos emperadores tiránicos. Pero en líneas generales, para Gibbon el Imperio promueve el derecho y la igualdad de derechos. Medio siglo después de su muerte a finales del xviii, sus congéneres ingleses pensarían lo mismo del Imperio Británico.

Es una visión que más tarde también encontraremos en Stefan Zweig, a propósito del añorado Imperio Austro-húngaro (en alemán no es imperio sino monarquía), ese lugar político donde florecieron tantas nacionalidades como margaritas era capaz de admirar su emperatriz Sissí de Baviera y en cuya Duma se empleaba el latín como idioma vehicular dada la babélica naturaleza de aquel parlamento. Un extinto imperio que hoy se disemina hasta en trece naciones distintas y que, el mismo Churchill, quiso recuperar al acabar la guerra mundial como estado-tapón frente al posible renacer del poder prusiano.

Comprendo que para las generaciones que surgieron a la conciencia en el entorno de los años 60, el imperialismo sea un concepto peyorativo y difícil de tragar. Crecimos rodeados por el odio intelectual a los americanos, del mismo modo que al otro lado del Telón de acero se sobrevivía en el odio a lo soviético. Pero los tiempos cambian y las perspectivas ganan en prudencia y experiencia. Obviamente no todos los imperios son iguales y, a veces, ni se parecen. Pero conviene rescatar no tanto lo que la Historia finalmente nos muestra, que casi siempre es peor de lo que imaginamos, o de lo que el cine nos ha idealizado, sino esa visión gibboniana que está en la raíz de muchas propuestas ideológicas moderadas, de un cierto ideal democrático por más que pragmático y no tan utópico como algunos quisieran.

Llevamos demasiado tiempo instalados en la creencia favorable a los particularismos, al folklore y las raíces, en una espiral que se dirige hacia la tribu más que hacia el mundo. Del romanticismo alemán acá, pasando por la doctrina Wilson, no hemos fomentado más que a la nación frente al imperio, incluso enarbolamos a nuestra nación para refutar a los otros nacionalistas. Lo vemos los españoles en el caso de Cataluña, ansiosa –dicen– por crear su propia nación, con su camisita y su canesú: su hacienda y su bandera, su selección de hockey y su lengua... donde nadie, en cambio, durante estos últimos años se ha preguntado por la diversidad de procedencia de sus individuos... o por la inextricable red del comercio con España. La nación parece que da por hecha la cohesión social, el amparo tribal. Como si en esa Arcadia tan recreada sensiblemente por los nacionalistas ya no hubiera diferencia de rentas ni herencias y se garantizara por ser indígena la completa igualdad de oportunidades.

Gibbon lo contraargumenta mejor. Al modo darwinista explica cómo para administrar muchos territorios es necesaria una buena organización, y para lograr esta última resulta indispensable ser ordenado y justo. El imperio, dirá, se hace más versátil y comprensible, se adapta a lo diverso al tiempo que necesita ser universalista, de lo contrario se desmadejaría en muy poco tiempo. En ocasiones, incluso, su exceso de tamaño puede permitir zonas improductivas como el arte por el arte –y sin compromiso político ni grupal–, y hasta, como Séneca apunta, unas cuantas excrecencias. Tal cual ocurrió durante el Imperio Español, al que terminaron por caracterizar los pícaros y la zanganería.

 

  • Artículo compilado en el volumen No hagan olas (Ediciones Elca).
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7 de febrero de 2021
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La Corona

En la cuarta y última temporada de la prestigiosa serie The Crown (favorita un año más a los Golden Globe), los guionistas la toman agriamente con la familia real británica. No solo con Elisabeth II, reina durante 68 de sus 94 años, soberana de más de una quincena de Estados, sino con todo su entorno Windsor, “el equipo” como a ella misma le gusta definir al conjunto de miembros de la realeza que mantienen el programa de la monarquía en el Reino Unido.

A lo largo de los ocho nuevos capítulos de la serie, la fulgurante aparición de Diana Spencer y su imagen más candorosa, cercana e, incluso, más pop, contrasta de modo radical con el envaramiento y conservadurismo de los Windsor (anteriormente Hannover Sajonia Coburgo Gotha), una casa de origen alemán, fría y de un tradicionalismo fuera de lo común. De poco sirven los desencuentros de la reina con la primera ministra, la ultraconservadora Margaret Thatcher, cuyo férreo liderazgo es, en cambio, del agrado del duque Felipe de Edimburgo, tío segundo de Sofía de Grecia, o sea, tío abuelo de nuestro actual rey Felipe VI.

De popularizarse la serie en el mercado español, dudo, por ejemplo, que una firma del prestigio de Porcelanosa siguiera confiando en el príncipe Carlos de Gales para sus campañas de branding junto aIsabel Preysler, tal es el retrato que se hace del personaje, cercano a la estupidez y muy cruel con su joven esposa. Y ello a pesar de que, el actor que encarna al príncipe, es el mismo que nos había mostrado una cara muy divertida asumiendo el rol del escritor Lawrence Durrell en la serie dedicada a su familia.

Por no hablar de sus hermanos, definidos como caprichosos e indolentes, tanto Andrés como Eduardo, o su disparatada tía Margarita… un conjunto de familiares que viven a todo trapo entre palacios suntuosos y grandes extensiones para goces y cacerías –incluyendo ciervos de dieciséis puntas en las tundras escocesas–, mientras una servidumbre que parece inagotable, les acompaña por todas sus incontables estancias.

La sensación de derroche de la realeza se confronta, de nuevo, con la sencillez en esta ocasión de la propia Thatcher, quien durante los largos consejos de ministros cocinaba para su propio gabinete en el minúsculo habitáculo dedicado a los fuegos en el Diez de Downing Street. Con delantal de ganchillo.

En suma, la vida de la familia real británica resulta más anacrónica conforme el tiempo histórico que se retrata en el telefilm se va acercando a nuestros días. ¿Quiere todo eso decir que los productores de la serie se posicionan contra la monarquía? Ni lo creo, ni lo parece. De hecho, otros personajes “republicanos” que van apareciendo en pantalla son retratados de modo igualmente cruel y crítico. Es el caso del primer ministro australiano, el laborista Bob Hawke, a quien se tilda de oportunista. O del presidente norteamericano Lyndon B. Johnson, perfilado como un auténtico patán.

A los españoles también nos vendría bien reconocer un serial de esta calidad sobre nuestros Borbones, para desvelar las luces y sombras de los personajes concretos que han dado lugar a las dos últimas restauraciones monárquicas en nuestro país. De ese modo tal vez se podría centrar el debate en torno a la monarquía como forma de jefatura del Estado, de su virtualidad política y de su coste práctico para las arcas de la nación, pues conviene no olvidar que se trata de elegir un modelo, no de cuestionar la monarquía por inoportuna y ahistórica.

Un brillante periodista y novelista –premio Nadal–, liberal y culto, Sergio Vila-Sanjuán, lo ha explicado recién y lúcidamente en su último libro, Por qué soy monárquico (Ariel, 2020). Nuestro cronista se confiesa, en medio del torbellino antiborbónico catalán, contra el simplismo de la corriente progre y justo cuando al rey emérito Juan Carlos I se le ha desmoronado el castillo –ahora sabemos que de naipes–construido durante la transición democrática. En un país de excesos como el nuestro, históricamente tenso y “cainita”: entre ricos y pobres, católicos y ateos, centralistas y periféricos…, la figura de un rey sometido a los designios de un parlamento democrático es la mejor forma, a juicio de Vila-Sanjuán –y del mío, ya lo he escrito en varias ocasiones– de mantener “la paz civil y el progreso”.

Ello no es óbice para que los comportamientos delictivos se persigan entre cualquiera de los miembros de la Casa Real, y a que, en efecto, no resulte tolerable que el anterior monarca se dedicara a la rapiña consentida para poder financiar el tren de vida que se auto otorgó como merecedor del mismo. Que Juan Carlos I acabe juzgado y condenado, que el oprobio caiga sobre él y tenga que devolver el dinero birlado parece lo más saludable para el sistema constitucional español y a ese menester se inclina, incluso, su propio hijo y nuevo rey, Felipe VI, dedicado en cuerpo y alma a enderezar el curso de la monarquía actual.

No obstante, la historia deberá ser algo más indulgente con Juan Carlos I, pues el juicio de los historiadores tendrá en cuenta la orfandad económica con la que se reinstauró la monarquía tras el franquismo –frente a la realeza británica, que atesora una de las principales fortunas y patrimonios del planeta–, la envenenada continuidad de los regímenes que se sucedieron, la tristeza ideológica que envuelve la leyenda de la II República española, así como el papelón como principal embajador y director comercial de la marca España que con éxito desempeñó el rey emérito mientras este país se modernizaba.

Lo que tenga que ser, será, pero la monarquía, avanzado el siglo XXI, ya solo puede entenderse completamente armonizada con el sentir de los tiempos, en la misma longitud de onda de sus súbditos, imposible jugando el rol de cazadores blancos de elefantes “negros” –o de ciervos de dieciséis puntas, da igual. Aquí, y en la Gran Bretaña o en Zimbabue.

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4 de febrero de 2021
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El asalto a la democracia imaginado por los escritores

Un gigante de las libertades con pies de barro. Era verdad. Viendo en la tarde del día de Reyes el asalto al Capitolio de Washington quedó en evidencia lo que tantos escritores y cineastas han venido narrando sobre los peligros de la ultraderecha patriótica norteamericana, cuyo modus cogitatio se ha diseminado gracias a Internet entre amplias franjas de la población. Puede que predominante, incluso, entre las familias medias religiosas, los blancos silvestres más desclasados, los vaqueros sureños y del medio oeste, blue collars de las zonas desindustrializadas y, también, entre los muchos latinos muy integrados.

En efecto, existe otro melting pot estadounidense, otra olla donde se entremezclan etnias y diversidades, pero no creando la tantas veces loada utopía de los padres de la nación y de la cruzada antiesclavista de Abraham Lincoln, sino fraguando la distopía de una América neofascista. Solo les faltaba un líder sin vergüenza ni moral, un hijo del circo televisivo capaz de ponerse al frente del imperio hegemónico, Donald Trump.

No he leído a Sinclair Lewis pero la tarde del asalto me recordaba su predicción literaria mi amigo Gerardo Roger, uno de los mejores urbanistas de este país. El joven periodista y luego nobel escritor, Sinclair Lewis, publicaría en 1935 la novela It Can’t Happen Here (Eso no puede pasar aquí), una fábula política en la que Franklin D. Roosevelt perdía las elecciones frente a un candidato demagogo y totalitario, simpatizante oculto de nazis y fascistas europeos, que emerge con el apoyo de la América más profunda y rural azotada por la depresión económica.

Un argumento semejante fue novelado mucho después por Philip Roth, en 2005. La conjura contra América también presenta a Roosevelt perdiendo las elecciones ante el héroe de la aviación, Charles Lindbergh, un consumado antisemita que deriva a los Estados Unidos durante su ficticio mandato hacia la xenofobia y el aislacionismo. Una novela magistral y perfectamente plausible visto lo visto estos días, considerada una de las mejores de su autor, a quien injustamente no le llegó para alcanzar el Nobel pero que, al menos, recibió el Princesa de Asturias en nuestro país. Tiene también su versión televisiva en HBO.

Más enrevesada es la historia de política ficción que crearía Philip K. Dick en 1962. Apenas un lustro antes de publicar la novela que daría inspiración a la película fetiche Blade Runner, el orwelliano Dick escribió El hombre en el castillo, una obra maestra de la ucronía –que hubiera pasado en la historia si… los nazis lanzan una bomba atómica destruyendo Washington y provocando la rendición aliada.

Mundos cuánticos paralelos y líos amorosos de la protagonista aparte, El hombre en el castillo plantea la nazificación de la historia y del ideario social americano, cuyo exaltado racismo tendría a los judíos y a los negros como víctimas en un mundo que convive con la eugenesia de modo normalizado. La trama del escritor dará pie, décadas más tarde, a una producción televisiva por parte del mismo Ridley Scott que ha sido emitida por Amazon Prime en un largo culebrón desde 2015 hasta 2019.

Estas son solo algunas de las manifestaciones literarias que mejor describen la zozobra política de la democracia liberal americana a manos de fuerzas profundamente reaccionarias; pero hay más, muchas más. Se trata de un tema clásico en la cultura estadounidense con múltiples variantes.

La atmósfera racista, densa y conservadora del profundo Sur constituiría prácticamente todo un subgénero del cine y la literatura norteamericana (Faulkner, Tennessee Williams, Harper Lee…), del mismo modo que las denuncias del Ku-klux-klan compendian todo un capítulo aparte con el cineasta Alan Parker (Arde Mississippi, 1988) a la cabeza.

Otros apartados serían los retratos de los grupos supremacistas filmados por Costa Gavras o Michael Moore, o las conspiraciones ultras en las cloacas del sistema tan frecuentes en las películas de Oliver Stone, Tim Robbins o Spike Lee, este último verdadero adalid de la denuncia negra contra la discriminación y los perversos efectos psicosociales de la esclavitud: su reciente y corrosivo film Infiltrado en el KKKlan (2018), mereció incluso el premio del jurado en un festival tan institucional y progresista como Cannes.

Por lo demás, el declive del western –por costoso de producir– nos ha privado de continuar conociendo historias macabras sobre el exterminio de los nativos americanos, tan de moda en los 60 y 70 (Pequeño gran hombre, La puerta del cielo, Bailando con lobos…), por no hablar del antijudaísmo, muy presente en el país más allá de Manhattan como escribieron Saul Bellow o Bernard Malamud. Y no quiero dejar de citar a algunos de los grandes cineastas del cine político más clásico, de Frank Capra a Preston Sturges o el mismísimo John Ford (El último hurra, 1958) quienes no necesitaron asimilarse al izquierdismo comunista para defender los valores de un sistema político que desde su nacimiento se fundamentó en la libertad y el respeto al disidente.

Pero al respecto de la intrincada mezcolanza de la civilización norteamericana conviene adentrarse en un libro de gran rareza pero de mucha utilidad para tratar de comprender el alma de ese país. Son las poéticas memorias de un político, miembro de una larga saga de políticos, circunstancia habitual en los EEUU: La educación de Henry Adams, 1907, publicado en nuestro país por Alba en 2001. Henry Adams recopila sus impresiones como nieto de un presidente, hijo de embajador, congresista, profesor en Harvard y turista en Europa. Adams defiende la educación como único camino hacia la convivencia, pero cree que los imperios no pueden sostenerse solo con una sobredosis de equilibrios y, al mismo tiempo, reconoce que el vigor americano proviene del caos de una sociedad multirracial y joven, “sexualmente activa”.

Queda claro entonces que el asalto al Capitolio no es un episodio casual. Lleva tiempo larvándose y transita más allá de la ideología que abandera el Partido Republicano y con la que incluso se puede comulgar –libre mercado, pocos impuestos, estado delgado, americanismo…–. Aunque a partir de ahora los republicanos van a necesitar una gran catarsis para disociarse de Trump y los delirantes creyentes del movimiento QAnon, agitadores de las redes sociales por donde difunden teorías conspirativas de alcance paranoide.

El tipo disfrazado de búfalo, tatuado y semidesnudo entre el mobiliario de los ilustres congresistas fija la imagen del descenso de esos anónimos negacionistas a los infiernos de la América perturbada, a la “gran desolación americana” como ha definido Paul Auster: Proud Boys con barbas, gorra y chaleco que atacan a los negros, Boogaloos vestidos con camisas hawaianas que propugnan una nueva guerra civil, “aceleracionistas” que consideran acabadas a las democracias por culpa de la corrupción…

No es casual, tampoco, que durante el mandato trumpiano las fantasías nazis en América de Lewis, Dick o Roth hayan vuelto a las listas de libros más vendidos en los Estados Unidos, un país que, en su otra parte, presenta un altísimo nivel de lectura y los mejores departamentos universitarios de literatura. Allí es donde deben estar conspirando los amantes de la democracia fundacional.

 

PD: Algunos días después de publicar este artículo, El País Semanal da cuenta de una larga e intensa conversación entre la especialista en arquitectura, Anatxu Zabalbeascoa, y el heterodoxo novelista norteamericano Chuck Palahniuk, a propósito de la inminente edición española de su último libro, El día del ajuste, en el que se narra un premonitorio asalto al Capitolio de Washington durante una nueva guerra civil de carácter étnico desatada en los EEUU. Ver el enlace: https://elpais.com/elpais/2021/02/05/eps/1612523374_425722.html

 

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3 de febrero de 2021
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Cinco epidemias históricas

Solo la historia que sirve para comprender el presente y proyectar un futuro de prosperidad tanto material como espiritual, da sentido al papel del historiador. Esa es la trinchera desde donde siempre ha combatido José Enrique Ruiz-Domènec, un conspicuo medievalista, prolífico ensayista y desde hace muchos años catedrático en la Universidad Autónoma de Barcelona. A la historia se la acompaña desde la complejidad, viene a decirnos este sabio profesor, de ahí el interés y la oportunidad de su último libro, El día después de las grandes epidemias (Taurus, 2020; Rosa dels vents, en su edición catalana), que aprovecha la circunstancia del coronavirus para darnos a conocer algunos acontecimientos y mentalidades importantes respecto de la enfermedad a lo largo de la historia.


Aunque se remonta a las clásicas citas conocidas –las de Tucídides durante las guerras del Peloponeso en torno a la peste que padeció Atenas–, Ruiz-Domènec considera que solo se pueden documentar no más de cinco grandes plagas microbianas a lo largo de la historia, más la sexta actual. La primera de ellas en el siglo VI, cuando Justiniano y su refulgente esposa Teodora se trasladaron de Constantinopla a Rávena huyendo de la peste, una infección que aceleró la crisis del Imperio Bizantino, cuyo colapso dará pie a los dos grandes mundos mediterráneos que alcanzan hasta nuestros días: la cristiandad europea estructurada en bloques nacionales y el Islam en las orillas sur y oriental del antaño mare nostrum.

Otra peste, la negra, “se propagó por toda Eurasia entre 1347 y 1353”. Es la que más nos suena gracias a los cuentos eróticos del Decamerón que escribió Giovanni Boccaccio para entretener a los jóvenes que se habían desplazado de Florencia a sus casas de campo toscanas. Aquel reencuentro plácido con la naturaleza es el punto de partida de la modernidad, el Renacimiento. Dicha peste duró varias décadas, en diversas oleadas y por distintos territorios, y no sería hasta 1377 cuando en la veneciana ciudad de Ragusa (la actual Dubrovnik) se pondría en ejecución una medida novedosa: el aislamiento durante 30 días para los viajeros que llegaban a la misma. Más tarde, se alargó hasta 40 jornadas, la quarantina, como bautizaron los italianos.

La tercera gran plaga de la historia se sucedió en oleadas, una cadena de enfermedades más bien, transmitidas por los españoles en América: la viruela, pero también la gripe, el tifus, el sarampión o la fiebre amarilla entre otros patógenos inexistentes hasta entonces entre los nativos, provocaron una hecatombe demográfica entre los pueblos mexicas y los incaicos. Las cifras son especulativas, pero hay investigadores que hablan de más de cincuenta millones de muertos en apenas treinta años. Los supervivientes reaccionaron creando sociedades criollas, en las que se garantizó el derecho de gentes a los indios, sentando las bases para la descolonización.

En el siglo XVII las pestilencias se desplazarían a Europa una vez más. Durante cerca de cuatro décadas, el tifus, la viruela y de nuevo la peste diezmaron a los europeos dando lugar al mundo tenebrista del barroco, contra el que reaccionará la ciencia y el higienismo –el perfumista Henri de Rochas se hará famoso entonces como médico de la princesa Conti. La respuesta a esta enfermiza situación fue ilustrada: la confianza en la lógica del conocimiento y el empirismo de la experimentación.

Es entonces cuando el Estado se hace cargo de la sanidad y los problemas que generan las epidemias ya no dependen solo de la respuesta del saber médico sino también de la gestión política de las mismas. ¿Les suena? A pesar de lo cual no hubo posibilidad de réplica adecuada a la quinta gran pandemia humana: la de la gripe A, injusta y políticamente llamada “española”, que al parecer surgió en la primavera de 1918 en Fort Riley, Kansas. Los cálculos son aterradores: la gripe, la influenza (flu en inglés), mataba en cuestión de días, primero a los mayores, en segunda oleada a los jóvenes. Hasta 1920 pudieron morir por esta enfermedad más de cincuenta millones de personas; en la guerra del 14-19 propiamente hubo nueve millones de bajas entre los soldados y siete más entre los civiles.

El cierre en falso de aquella crisis dará paso a la II Guerra Mundial y a los horrores del Holocausto. Entonces sí, hubo una respuesta a la altura de aquel descenso a los infiernos, la sociedad antepuso unos nuevos valores contemporáneos: la redistribución de la riqueza para evitar las grandes brechas sociales, la educación y la cultura como remedios frente a los traumas, la lucha contra el racismo o la discriminación de la mujer. Y en la actualidad, ¿qué lecciones estamos aprendiendo? ¿La reacción social futura estará a la altura de las circunstancias o sucumbiremos al reto de transformar nuestro sistema de valores?

Más allá de la retórica política, de las “inoportunas distopías”, nuestro historiador apela a un escenario responsable basado en siete propuestas:
1. La vida no es una free party, no nos dejemos atrapar por las cosas prescindibles, y son muchas.
2. Los actuales gobernantes sobreactúan; la gobernanza futura debe ser razonable, sensible, dinámica.
3. No avanzaremos sin un adecuado espíritu crítico, flexible y cooperador, un “cosmopolitismo de la diferencia”.
4. Ante un mundo complejo, debemos confiar en los más preparados frente a los intereses creados.
5. Veracidad… para acabar con la posverdad, los profesionales de la comunicación han de desarmar el actual estercolero de mentiras.
6. Apostar por la cultura, pero la que permite “insertar el hogar en el cosmos”, no el consumo masivo de hits y bets sellers banales.
Y 7., sopesar éticamente hasta dónde podemos llegar en la biotecnología que pretende transformar radicalmente la vida cotidiana.

Ya vamos bien, con tres oleadas de pandemia y con las sugerencias del profesor Ruiz-Domènec para que agudicemos el pensamiento. Su ensayo se lee en apenas una tarde confinada y da sentido al transcurrir del tiempo.

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31 de enero de 2021
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El hijo del chófer

Durante algunos años buena parte de los políticos valencianos dormían inquietos. La justicia había empezado a intervenir en las tramas que corrompían la relación de las administraciones públicas con empresarios poco escrupulosos. Quien más quien menos sabía de alguna chorizada, o se había visto involucrado en tráfico de influencias. Las prevaricaciones y amaños eran corrientes, sustanciales al sistema, al democrático y al autárquico decían los historiadores.

Cualquier noche podía llegar a casa la Guardia Civil o la Policía con una orden de registro, o aún peor, con un principio de encausamiento dictado por un juez instructor. Todos conocían lo que ocurrió con fulano, detenido de madrugada, conducido esposado al cuartelillo y de allí a los juzgados, a declarar, previo paso por los corrillos de la prensa, canutos de televisión y flashes en ristre. La llamada condena del telediario.

Valencia fue asidua de los noticiarios durante ese tiempo y los valencianos hemos tenido que pechar con esa carga como si esta tierra fuera Sicilia o Calabria, media clase imputada por cualquier causa. Todos los concursos de adjudicación de obras o de servicios bajo sospecha. Ningún funcionario quería comprometerse a firmar un papel más.

Ahora las cosas no siguen igual, pero los lobbys y los conseguidores continúan trabajándose el contrato que persiguen, tal vez no de forma descarnada y tan a la luz. La gestión pública anda muy paralizada y la intensidad vigilante de jueces, fiscales y periodistas ha bajado el diapasón.

A esta intrahistoria valenciana se han aproximado algunas narraciones, aunque casi todas formalizadas mediante estereotipos y muy contaminadas por las posiciones ideológicas de los observadores cuando no por intereses políticos o comerciales. Las novelas y películas sobre el asunto resultaron thrillers banales.

Se salvan de la trivialidad la película El reino, de Rodrigo Sorogoyen (2018), que no habla de ningún caso concreto aunque algún valenciano se puede dar por aludido, y el libro de Quico Arabí, Ciudadano Zaplana, la construcción de un régimen corrupto (Akal 2019), escrito con un estilo punzante e incluso divertido, en el que se cuenta de modo periodístico la génesis de aquella aventura inmoral. Una pena que el libro no sobrepasara los límites valencianos.

Todo lo contrario está ocurriendo con El hijo del chófer (Tusquets 2020), la crónica del periodista Jordi Amat que lleva camino de convertirse en uno de los libros del año, y cuyo impacto en el poder político empieza a trascender más allá de su lectura. No les haré spoiler pero les centro el tema.

En los años 60, ya retirado en su masía ampurdanesa, el escritor y posiblemente espía franquista Josep Pla, uno de los más brillantes e inteligentes prosistas de su época y, finalmente, decidido representante de la alta cultura catalana, empezó a tejer en torno a su existencia un círculo de personas, un pequeño Camelot en palabras de Amat, de la mayor relevancia en la vida política, económica y cultural de Cataluña –entre otros, su gran admirador Joan Fuster– de cuyas idas y venidas fue testigo el viajante de comercio que le hizo de chófer en esa época ante los ojos de su hijo adolescente, Alfons Quintà, quien con el paso de los años se convertiría en un influyente periodista, pues no en vano dirigió la primera delegación de El País en Barcelona y tuvo mando agitador en TV3.

El libro de Amat revuelve en la biografía de Quintà para desvelar la corrupción catalana, la falacia del llamado oasis catalán, cuyo hedor hace tiempo que inunda todo el paisaje político del Principado. Una Cataluña que, contra lo que el independentismo ha construido en su relato, se implicó en las corruptelas del franquismo –La Canadiense, Porcioles y Samaranch, Matesa…– y también con la monarquía borbónica: el caso Nóos, el de Urdangarin, se gesta en la escuela de negocios Esade de Barcelona.

En cambio, Cataluña no padece la crisis de reputación de Valencia. Hasta tal punto que las fechorías del clan Pujol son vistas, a ojos de muchos catalanes de a pie, como artilugios politícos creados por el españolismo para dañar la imagen de su gran timonel y patriota catalanista. Y no es así ni mucho menos. Como se narra en El hijo del chófer, desde los tiempos del patriarca Florenci Pujol y la refundación de Banca Catalana algo huele a podrido en Cataluña. Políticos y banqueros, editores y periodistas, jueces y notarios, incluso artistas, futbolistas y novelistas van a ir participando del gran holocausto ético que se perpetra al norte del río Ebro. Donde todos miran hacia otra parte e impera, aquí sí, la omertà. La máxima de aquel teatrillo se oyó cerca de Marta Ferrusola: «A casa, els draps bruts es renten amb silenci».

La crónica de Amat es sobrecogedora, dinamita. No sé si es verídica pero cuenta con una formidable documentación. Es verosímil, pero es también buena literatura. Está escrita de manera luminosa y pugnaz. Al modo del nuevo periodismo que cautivó a los del oficio en los años 70 y 80, cuando Tom Wolfe le dio la vuelta a la corrección política y Truman Capote mostró cómo la escritura literaria es capaz de abordar la actualidad. De ese mismo género se ha servido con talento Amat para suturar los vacíos de la narración hasta calibrar un texto que, además, nos reconcilia con la función del buen y honesto periodismo.

No sé Amat de qué pie ideológico cojea, de hecho colabora con La Vanguardia, rotativo que a priori comulga con el ideario conservador catalán, mientras que Quintà fue un progresista que hemos descubierto desalmado. Amat, en cualquier caso, cumple con la lección profesional que me enseñaba el gran director de periódicos que fue Jesús Prado en los buenos tiempos de Levante: «Si quien te atribula con su comportamiento inmoral es un enemigo, cuéntalo, y si es amigo, cuéntalo todavía con más intensidad, pues añade a su conducta el haberte decepcionado en lo personal».

Después de leer El hijo del chófer en una sentada, publica Enrique Vila Matas un artículo demoledor en El País. Cita el libro de Amat para dar curso a un diagnóstico sobre Barcelona, una ciudad que –escribe–, vive inmersa en un ángulo muerto, en el abandono, sumida en el poshlost, algo así como suspendida en un tiempo indefinido, ahistórico y sin alma.

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30 de enero de 2021
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