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Mariúpol, ¿el nuevo Gernika?

Por 22 de junio de 2022 junio 24th, 2022 Sin comentarios

Juan Lagardera

 

Lo descubrí en la nueva librería de mi barrio. Un milagro, que todavía se abran pequeñas librerías para los vecinos. Allí estaba, entre las repisas que muestran las portadas, porque los libros ya no se ordenan en los comercios por el lomo, sino que se exhiben por la cubierta, la tapa de siempre. Lo llamativo no fueron los colores malvas de la misma, o que fuera bajo el sello de los Libros del Asteroide, cada día más prestigioso: la edición en castellano desde Barcelona que se renueva, con Periférica, Acantilado, Nórdica… mientras los políticos discuten de idiomas hegemónicos en la escuela.

Me llamó la atención el título, Mi madre era de Mariúpol, la ciudad portuaria que desde Ucrania domina el mar de Azov, esa lengua de agua que propicia el mar Negro junto a la península de Crimea, tierras que fueron turcas y tártaras hasta la llegada del gran amante de Catalina la Grande, el príncipe Gregori Potemkin, quien al frente del ejército imperial ruso hizo posible el sueño eslavo de alcanzar el cálido sur rumbo al mitológico Mediterráneo: el llamado “proyecto griego”. No alcanzaron Estambul, pero ese era el objetivo final, hacer renacer Bizancio al mando de una corte cristiana e ilustrada desde la báltica San Petersburgo; la gran nación eslava entre dos mares.

En su nuevo sur, los rusos modificaron los topónimos y fundaron ciudades –un catalán nacido en Nápoles lo hizo con Odesa, sin ir más lejos–. Simferópol, Sebastopol, Mariúpol… con el sufijo pol, del griego polis. Mariúpol no está dedicada a la Virgen María como erróneamente creyó el Papa Francisco en un twit reciente, sino a una dama rusa, María Feodorovna, tal vez otra amante del poderoso Potemkin. Lo cierto es que nada más comenzar la invasión de Ucrania volví raudo para comprar el libro.

Mi madre era de Mariúpol está escrito originalmente en alemán, pero su autora, Natascha Wodin es hija de la convulsa historia del Este europeo. Esta obra ha ganado diversos premios literarios, entre otros el de la feria del libro de Leipzig en 2017, pero estas últimas semanas, cuando caían a cientos los misiles sobre la Mariúpol real, convertida en símbolo de la resistencia y la devastación, sus páginas cobraban una dimensión colosal. Wodin creía buscar el rastro de su madre y terminó escribiendo una novela surcada de referencias documentales, divulgación histórica y autoficción. El resultado es conmovedor y da cuenta de la profunda ignorancia de Occidente respecto de la historia íntima de la Europa eslava. Lo advirtió hace décadas Milan Kundera.

Lo resumo sin hacer demasiado spoiler. La madre de Natascha Wodin nació en el seno de una familia burguesa y culta en la suave ciudad portuaria de Mariúpol, al poco de la revolución soviética. Sufrieron lo suyo ante el nuevo orden, y en especial durante la célebre hambruna estalinista de los años 30 en Ucrania. Con la llegada de los nazis comenzaron las persecuciones contra los judíos y las deportaciones de ucranianos sanos hacia las fábricas de armamento alemanas, donde subsistirían en régimen de semiesclavitud. La madre de nuestra escritora sobrevivió, pero no pudo volver a la URSS dado que el régimen soviético consideraba traidores a aquellos que, en vez de quitarse la vida o morir saboteando al enemigo, prefirieron ayudar en la industria bélica.

Ella, como muchos otros, se quedó a vivir en la nueva Alemania, en un barrio periférico construido para el realojo de los que a partir de entonces consideraron como apátridas. La madre muere joven, no verá crecer a su hija, y ésta, ya bajo la condición de alemana, iniciará la búsqueda de los orígenes de su familia hasta llegar a la soleada y estratégica Mariúpol, la misma ciudad que también fue arrasada durante la Segunda Guerra Mundial.

Reducida hoy a escombros, con cerca de cien mil personas, mariupolitanos, viviendo en los sótanos y refugios durante muchos días, su comparación con el bombardeo de la Legión Cóndor en Gernika (abril del 37) no pudo ser más oportuno por parte del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski ante las Cortes españolas. Algunos miembros de la izquierda radical hicieron el ridículo ausentándose de la histórica sesión, incluso levantando sospechas contra el valor democrático de los ucranianos.

Por más razones que la historia o la geoestrategia le den a Rusia, resulta de una pequeñez ética imperdonable no condenar los excesos de guerra por parte del Ejército ruso en Ucrania, donde emulan la lluvia artillera que antes llevaron a cabo en Siria o en Chechenia, el llamado bombardeo de saturación o de alfombra, conocido así, precisamente, desde Gernika y Durango. Un programa cercano al exterminio que también emplearon los aliados –y del mismo modo, condenable– cuando desplegaron los ataques aéreos en Alemania con sus Lancaster, los B17 y B29, reduciendo a cenizas ciudades enteras como Dresde, la espléndida capital cultural y barroca de Sajonia. Otra gran novela, Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, da cuenta de ello. Y no hablemos de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, moralmente indefendibles desde cualquier punto de vista.

Peor todavía fue la histriónica actitud de Vox al obviar el suceso de Gernika y esgrimir la matanza republicana de Paracuellos. Queda al desnudo su catadura y la toxicidad ideológica de esta formación política, cuya adhesión a uno de los dos bandos de la Guerra Civil parece seguir inquebrantable. A estas alturas, resulta de una inanidad insufrible no saber –ni reconocer– que en los episodios bélicos se cometen carnicerías en todos los frentes. Vengan de donde vengan las masacres, seamos aliadófilos o de simpatías rusófilas, comunistas o falangistas, militares o pacifistas… no es posible alinearse con los atentados de lesa humanidad. Ni ahora ni en el pasado.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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