Félix de Azúa
Rilke ha quedado como el último gran lírico europeo de la edad clásica. Con él empezamos todos los de mi grupo de amigos y con él hemos vivido separaciones, peleas y reconciliaciones
Cuenta Stefan Zweig en sus memorias (El mundo de ayer, Acantilado) cómo estalló en él la pasión literaria cuando, tras concluir el bachillerato vienés, pudo establecerse unos meses en París con la excusa de estudiar para una tesis doctoral. El primogénito había ya tomado el mando de los negocios, de modo que Stefan, segundón, se hubo de esforzar para conseguir ese doctorado en la disciplina que fuera, pues a sus padres les era indiferente que se doctorara en lógica matemática o en agrimensura. Para su doctorado (aunque aún no tenía ni idea de cuál iba a ser) era necesario cursar un año en la Sorbona, así que sus padres le financiaron una estancia que, en efecto, sería decisiva para su carrera.
Fue allí, en aquella ciudad que aún no había sufrido las dos guerras mundiales, donde mantuvo una amistad efímera, pero intensa, con Rilke. Era todavía una ciudad abarcable en la que artistas, literatos, pensadores y políticos tenían una gran proximidad y se encontraban con frecuencia en cafés, restaurantes y bistrós. A Rilke lo adivinó en una de esas reuniones cuando entró un individuo menudo e insignificante, pero que llevaba consigo el gran fantasma del silencio: toda la tertulia calló repentinamente. Rilke no soportaba el ruido.
Han pasado más de cien años, pero todavía creo yo que el modelo de poeta del siglo XX, sigue siendo Rilke. Algo más tarde aparecerían los poetas anglosajones, Auden, Eliot, Stevens, pero son poetas de otra dinastía, con universos absolutamente separados de los mundos líricos europeos. Por ejemplo, los anglosajones habían admitido plenamente su tecnificación y fueron los primeros en analizar la poesía como un objeto técnico. Digo los primeros, porque no puedo ahora constatar si los rusos empezaron antes, pero es indudable que fue la percepción aguda de Auden, Eliot y otros menos conocidos como William Epson, los que transformaron el estudio de la lírica. Recuerdo al grupo de poetas de los cincuenta, Gil de Biedma, Barral, Ferrater, diseccionando un poema como si fuera una clase de anatomía.
Rilke ha quedado, quizás por esta revolución técnica, como el último gran lírico europeo de la edad clásica. Con él empezamos todos los de mi grupo de amigos y con él hemos vivido separaciones, peleas y reconciliaciones. En la juventud es imposible no sentirse devorado por la fuerza de algunos poemas (Torso arcaico), pero luego entra uno en conflicto con sus poemas simbólicos y modernistas (Nuevos poemas) y lo abandona hasta que, ya entrado en años, regresa a los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino para no separarse nunca más. Son el último momento de una lírica, la europea, indistinguible de la filosofía.
Porque posiblemente en eso consistía la diferencia fundamental entre la renovación técnica anglosajona y la vieja tradición europea, a saber, la conjunción de poesía y pensamiento de los modernos europeos, no solo en los más grandes, como Hölderlin, sino incluso en poetas menores como Valéry. Y seguramente por eso es ya muy difícil nombrar poetas líricos europeos.
Yo conocí a uno de los últimos, Leopoldo María Panero. Su desorden mental le impidió dar forma sólida a sus poemas, tenía el fuego de Dionisio, pero no la fuerza de Apolo. Aun así, algunos de ellos son como el tramo final en la conjunción de poesía y teoría. Desgraciadamente, en su momento la teoría eran Deleuze, Derrida, Lacan, y eso dio a sus poemas un carácter terminal.