Juan Lagardera
La fórmula estaba en casa, en los archivos. Televisión Española lleva varias temporadas revisando la historia de la música popular a través de sus antiguos programas en play-back gracias al éxito en la 2 de Cachitos de hierro y cromo, con la voz en off, guasona, de Santiago Segura. Sin embargo, no acertaba ni una con el festival de Eurovisión. A pesar de ser uno de los países menos euroescépticos y más dado a la jarana musical, Eurovisión nos viene castigando de manera humillante desde hace lustros. Ni un mísero point las más de las veces, sin que influyera el entusiasmo por lo nuestro de José Luis Uribarri y sus posteriores seguidores. Ninguno sabía quién era Charpentier, autor del tedeum que sirvió de sintonía durante muchos años a las conexiones con la unión europea televisiva.
La relación de los cantantes ligeros españoles con el festival ha llegado a ser tan frustrante para la música en nuestra lengua patria que provoca, en el espectador más joven, una reacción muy freak e irrespetuosa frente a Eurovisión. La elección de Rodolfo Chikilicuatre y su Chiki chiki en 2008 fue la culminación de esta entre burlesca y surrealista actitud ante las galas más horteras del viejo continente, siguiendo una de las grandes cosmovisiones hispánicas, la del pícaro descreído. De hecho, el ánimo desatado por la gran teta de Rigoberta Bandini se sitúa en la misma longitud de onda. El feminismo alcanza su punto más venusiano.
La crisis melódica española, no exenta del cariz idiomático, fulminados por el éxito anglosajón en expresión muy de Luis García Montero, era compartida por otros países mediterráneos de larga tradición musical, como Italia. La RAI italiana, tras retirarse doce años de la pérfida Eurovisión, se encomendó al legendario festival de San Remo para terminar ganando el año pasado con un tema punk muy del gusto juvenil: La falsa asimilación del underground en la salita de casa. Es entonces cuando RTVE ve la luz y desempolva el festival de Benidorm, ciudad playera que fue cuna de los primeros bikinis españoles y la libertad sexual, donde animaron sus veladas en el Delfín o el Don Pancho artistas como Manolo Escobar, el Dúo Dinámico o Conchita Velasco, y en cuyo festival hicieron apariciones estelares desde Julio Iglesias a Raphael o Bruno Lomas.
Benidorm competía en aquellos años 60 con el festival del Mediterráneo de Barcelona, donde emergían artistas como Torrebruno, Nana Moskouri o la eurovisiva Salomé, con la que ganó junto a Raimon y Se’n va anar en 1963, cantando en catalán/valenciano. La música, todavía, era políticamente inofensiva. Más de medio siglo después, en cambio, las panderetas en otros idiomas periféricos del trío gallego Tanxugueiras fueron derrotadas a pesar de su conexión popular.
Así que la idea de resucitar el festival de Benidorm como preámbulo a Eurovisión ha sido acogida con entusiasmo de la audiencia. La propia RTVE ha llevado a cabo una gran apuesta. A pesar del mediocre nivel de las canciones y de los intérpretes que han participado en la reedición, ha tirado la casa por la ventana con una producción moderna y sofisticada. El grafismo televisivo y la puesta en escena con coreografías singulares para todos los concursantes eran de un nivel increíble. Cada tema podría confundirse con un escenario vanguardista de Calixto Bieito para una ópera de Wagner en Bayreuth.
Felicidad por el festival que comparte la patronal hotelera de Benidorm, Hosbec, posiblemente la más atrevida de las organizaciones empresariales. Como también lo hace la Generalitat Valenciana, cuyo secretario autonómico de turismo, Francesc Colomer, superando los prejuicios progres, ha decidido invertir el presupuesto público en cuantos intangibles puedan ayudar a mantener el negocio del turismo, que representa una cuarta parte de la riqueza autonómica.
Benidorm ha sido siempre una no ciudad, una especie de Las Vegas del Mediterráneo, dedicada al monocultivo del turismo en todas sus vertientes. Turismo para todos, sin importar la procedencia o las creencias. Un melting pot interclasista alabado por urbanistas como Mario Gaviria y José Miguel Iribas, enloquecida metrópolis para el genial arquitecto holandés Winy Maas, y a la que su ahijado político Eduardo Zaplana trató de redimir con un parque de atracciones, urbanizando solares al norte de la autopista. Tal vez recuperar también el Mediterráneo de Barcelona coadyuvara a sofocar las tensiones nacionalistas. El pueblo que canta unido permanece unido, y en España no sabemos cantar desde que las coplas y los boleros pasaron de moda.
Mientras esto sucede en los carriles populistas, conviene retomar la colección dedicada a la música seria por la editorial Acantilado. Lo más detox. La biografía de Beethoven, de Jan Swafford, un libro monumental de más de 1.400 páginas y sin concesiones a la mitomanía. O el viaje casi espeleológico de sir John Eliot Gardiner, a través de la obra de Johan Sebastian Bach, en La música en el castillo del cielo. La pasión ilustrada y el aburrimiento protestante. La música, mayúscula, filosofía y consuelo en palabras de Ramón Andrés, pero también, como apunta el melómano Joaquín Arnau, “una forma de conservar la irrenunciable reserva de libertad”.