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La cultura multiétnica en la Copa del Mundo de fútbol

Por 14 de diciembre de 2022 Sin comentarios

Juan Lagardera

Siempre he creído en el valor sociológico del deporte, en especial del fútbol por tratarse del más universal y hegemónico de los que practica la humanidad actual. Por esa principal razón sigo estas últimas semanas el Mundial de fútbol de la teocrática Qatar. También me gusta verlo por sus gestos y escenografías estéticas y por la emoción que suscita, pero este Mundial ha sido revelador en tanto en cuanto ha mostrado nítidamente las claves multiétnicas de las naciones contemporáneas.

En lo que mi memoria alcanza, Brasil y Portugal han sido históricamente las únicas selecciones nacionales de carácter multiétnico. En especial la brasileña del Mundial de Suecia, que deslumbró en 1958 con la presencia de Garrincha (“la alegría del pueblo”, le apodaban) y la de un casi adolescente venido de las favelas, Pelé. O la Portugal del Mundial inglés de 1966, que lideraban los mozambiqueños Eusebio y Coluna (llamado “el monstruo sagrado”).

Después fue el baloncesto, a partir de los años 70, el deporte que empezó a nacionalizar jugadores norteamericanos cuyo nivel era, y lo es todavía aunque en menor medida, muy superior al europeo. En España convertimos en nacionales a grandes baloncestistas, uno de los cuales, Clifford Luyk, terminó casándose con una miss española. Luego vinieron los oriundos, futbolistas sudamericanos a los que se les buscaba familiares directos españoles –verdaderos o falsos, daba igual– para justificar, según la legislación de entonces, la concesión del pasaporte español.

Con el transcurso de los años hemos visto de todo, desde atletas del Sahel africano que corrían olimpiadas defendiendo a países escandinavos, hasta futbolistas brasileños nacionalizados en equipos de Rusia y la nueva Ucrania, o americanos jugando al baloncesto para otras selecciones eslavas o para la misma España, como es el caso de Lorenzo Brown, nacionalizado por decreto del Gobierno por la vía urgente.

Las leyes, aquí y en todos los demás países, así como en las federaciones deportivas internacionales se han vuelto mucho más laxas al respecto, permitiendo una gran movilidad de jugadores y atletas en medio mundo. Muchas veces, por dinero y no por fervor patriótico, lo que en según qué ocasiones resulte hasta más saludable. Ese fenómeno, en cualquiera de los casos, ha coadyuvado a fomentar los aspectos multiétnicos del deporte, pero por encima de tales circunstancias reglamentarias, lo decisivo al respecto tiene más que ver con la descolonización y con la nueva realidad migratoria, especialmente en Europa.

Hace lustros que vemos muchos jugadores de color en el fútbol inglés, fiel reflejo de una sociedad, la británica, que ha dejado de ser étnicamente homogénea, estrictamente anglosajona. Incluso su actual primer ministro es de origen indio, cómo no van a ser sus atletas la evidencia de esa realidad actual en el Reino Unido. Y hemos visto también como los franceses de origen magrebí y de la francofonía africana han revolucionado el deporte del país vecino, convirtiéndolo en campeón del mundo en disciplinas donde nunca antes había sobresalido tanto: en fútbol, en baloncesto, incluso en balonmano.

La mismísima Alemania, cuyo delirio racista todavía pervive como una grave secuela del siglo XX europeo, está plagada de futbolistas de origen turco o africano, como es el caso también de otras selecciones centroeuropeas, escandinavas o de España e Italia. Nuestro país, igualmente, ha acogido a numerosos atletas de origen latinoamericano, sobre todo cubanos, exiliados de las penurias de su origen, lo que provocó en su día algunos comentarios xenófobos por parte de los dirigentes de Vox.

La configuración de las sociedades multiétnicas, sin embargo, resulta imparable. Al respecto, el Mundial de Qatar es un libro abierto. La historia de los hermanos Williams, sin ir más lejos, semeja un novelado relato de cruda actualidad, inspirado en las lacras sociales de esta época, como las que escribiera Dickens en la Inglaterra del XIX. Hijos de un matrimonio ghanés; padres que cruzaron casi descalzos el desierto para saltar la valla de Melilla con la madre embarazada y ser recluidos en un centro de acogida. Un cura navarro les recomendó declararse perseguidos políticos liberianos, un ardid que les libró de la deportación. Al niño, que ya nació en España, le llamaron Iñaki para honrar a aquel buen sacerdote. Hoy, Iñaki Williams juega en la selección de Ghana y su hermano Nico en la española, y ambos en el Athletic de Bilbao, el equipo que ha hecho gala de etnicismo vasquista desde su fundación hace más de un siglo.

Otro caso paradigmático, bien reciente, es el de la selección de Marruecos, algunos de cuyos integrantes son nacidos en España: Achraf Hakimi, exjugador del Madrid y exresidente en Getafe, vino al mundo en el Hospital Gregorio Marañón. Mientras que su buen portero “parapenaltis”, Bono, jugador del Sevilla, nació en Canadá. Cuenta también con varios jugadores de origen francés. Uno de ellos protagoniza una divertida entrevista para la televisión marroquí: el periodista le hace una larga pregunta en árabe, el futbolista escucha y, finalmente, le pide educadamente que le hable, s’il vous plait, en francés.

Este fervor promarroquí de los descendientes de su emigración no se ha dado, sin embargo, en otros jugadores de Francia con origen argelino, como Zidane, Benzemá o el propio Mbappé, hijo de un inmigrante camerunés y una argelina. Todos ellos han cantado La Marsellesa como si nada. Lo curioso, según han narrado los periodistas antes de la semifinal entre Marruecos y Francia, es que buena parte de la población de procedencia argelina en Francia se mostraba partidaria de la selección marroquí. Todos magrebíes, todos mahometanos, por encima de su adopción francesa o de las rivalidades nacionales entre las cúpulas políticas y militares de Rabat y Argel.

La paradoja de este sesgo antropológico es que Marruecos, el primer equipo africano y musulmán que llega tan lejos en la Copa del Mundo, es un equipo europeizado, cuyos mejores futbolistas y buena parte de su tropa de batalla juega en Inglaterra, Francia o España, y que sus esquemas tácticos son claramente europeos. En cambio, Francia se presentó al mismo partido solamente con dos seleccionados de origen gaulois, otro español –Hernández–, dos argelinos y el resto jugadores de color procedentes del África profunda, el Caribe antillano o las banlieues de sus principales ciudades.

Un Mundial, en definitiva, que no solo ha mostrado un fútbol más equilibrado, tácticamente global, técnicamente universalizado. Y de igual modo, un mundo muy distinto, que escenifica el fruto de las heridas de las migraciones, las nuevas sociedades que tratan de superar el racismo no sin infinitas tensiones internas y peligrosas derivas políticas. El fútbol resulta un modelo de éxito, aspiracional, pero la realidad social es otra.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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