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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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La imaginación

En una ocasión me dijo mi propia voz desde el corazón del sueño:

No diluyas tu imaginación en mil movimientos sin sentido, provisionales y miserables. Establece con ella un pacto creativo.

Oblígala a ejecutar trazos que no se esperaba. Dale una oportunidad precisa y clara a los sueños de la imaginación que, como los de la razón, no sólo producen monstruos.

Y cuando producen monstruos, has de averiguar su naturaleza. A veces esos monstruos dejan de ser lo que son y se convierten en iluminaciones.

Más monstruos produce la falta de imaginación que la abundancia. Los tiranos matan por falta de imaginación.

Y no olvides que no hay experiencia que supere, en intensidad y emoción a la experiencia de la creación. Puedes preguntárselo a Dios, y puedes preguntárselo al Diablo. El mal y el bien tejen su dialéctica en la imaginación, y las zonas claras no brillarían nada si no se apoyaran en las oscuras. La luna susurrando paradojas en mitad de la negrura.

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6 de marzo de 2017
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Posverdad y podredumbre

Los poderes de la mentira los deja claros la posverdad.

Empezamos a mentir en la infancia, y sobre todo cuando comenzamos a interpretar nuestra propia vida infantil en términos fantásticos. Adam Phillips dice que el niño miente porque cree que esas mentiras “tácticas” le confieren un poder (aunque así sea un poder imaginario).

A menudo nos mienten para gobernarnos mejor, para obtener (o mantener) un poder sobre nosotros.

Descartes decía que no nos fiásemos de los que nos han engañado una vez. ¿Y los que nos han engañado cien veces? Han buscado cien veces gobernarnos.

Alguien dirá: la mentira es esencial en la conducta humana. A través de la mentira el niño va siendo consciente de su propio ser. La mentira lo amuralla y le va dando consistencia a su yo.

Cierto, pero el yo es siempre un miserable que solo vive de miseria, que se alimenta de ella continuamente.

En el mundo de neologismos en el que vivimos, donde ya no cabe ninguna forma de trasparencia, ninguna forma de claridad, ya no hablamos de mentiras, hablamos de la posverdad, como nadie ignora desde hace algún tiempo. El significado que muestra y oculta ese palabro es bien simple y brutal y lo mejor es formularlo de manera paradójica: a la hora de la verdad, la mentira convence más que la verdad, porque es más degradante y compulsiva. Y vivimos en una sociedad degradante y compulsiva, que acepta mucho mejor lo que le es afín y la refleja.

La llamada posverdad no es nada nuevo, ya que sigue varios de los principios de la propaganda según Goebbels. El principio de vulgarización: “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar". 

 

Y el principio de verosimilitud: “Construir argumentos a partir de fuentes diversas, a través de los llamados globos sonda o de informaciones fragmentarias.”

 

 

 

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6 de febrero de 2017
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La envidia

Ya lo decía Borges: “El tema de la envidia es muy español. Los españoles siempre están pensando en la envidia. Para decir que algo es bueno dicen: Es envidiable.” Olvidaba Borges que la envidia es también un vicio genuinamente argentino.

Y si hablamos de envidia, ¿qué decir de la que se genera en los grupos de poder? Es su gran problema: la implosión/explosión de envidias que surgen en sus mismos núcleos.

La cercanía de los cuerpos y de las conciencias provoca una clase de envidia tan directa como definitiva.

En el centro de todos los grupos, se va formando una especie de agujero negro generado por la envidia, que no por ser negro deja de atraer. Quién sabe: quizás es la verdadera tentación del abismo.

Si es verdad que la sociedad es, en el fondo, un tejido de deseos, no sería demasiado temerario añadir que, justamente por eso, es también un tejido de envidias, ya que la envidia es en realidad el deseo concentrado, coagulado y putrefacto.

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2 de enero de 2017
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¿Qué hacer con nuestra historia?

Para cierto pensamiento de muy hondo calado, el holocausto no sería el punto omega de un proceso de aniquilación, sería simplemente una boya más en el mar del horror que probaría que la conciencia occidental es, por debajo de sí misma y por lo tanto desde su misma sustancia, un fracaso en el proyecto humano.

Por lo mismo habría que añadir que esa conciencia occidental es de una debilidad tal que puede pasar del estado de civilización al de aniquilación extrema en décimas de segundo, como aquel gerifalte de Auschwitz que pasaba, en un instante, de su casa familiar, donde era muy tierno con sus hijos, a los crematorios.

Sea como fuere, parece evidente que parte del pensamiento de las cinco últimas décadas se ha dedicado a demostrar, con mayor o menor acierto, que el hecho mismo de que se hayan dado exterminaciones en masa y de que ahora mismo dejemos a merced de la intemperie y la muerte a miles de refugiados mientras jugamos con nuestro aparatitos y nos rodeamos de fetiches tan complejos como primarios demuestra que el animal humano es, de entrada, profundamente inquietante y mucho más problemático, en sus acciones y reacciones, de lo que habían imaginado generaciones y generaciones de hombres.

Da toda la impresión de que muchas veces las sociedades humanas aspiran como mucho a conquistar ese estado de gracia en el que ya no haya ninguna diferencia entre la pulsión de matar y el hecho de hacerlo: algo así como la guerra digital, a cuyos primeros balbuceos estamos asistiendo los hijos de esta época con el asombro, tan inocente como culpable, de quienes se saben pisando los umbrales de una nueva monstruosidad.

No es de extrañar que más de un pensador ha aventurado que el fin del mundo (como concepto) ya ocurrió en Auschwitz, y que ahora sólo estamos asistiendo al fin del no-mundo, o al fin del antimundo.

 

Es normal que algunas de las escuelas filosóficas más definitivas de después de la Segunda Guerra Mundial, hayan intentado ahondar en la gran ausente del pensamiento actual: la conciencia pura y dura, la conciencia moral. Todo un mundo se hizo cenizas hace más de medio siglo, y de las cenizas no suelen surgir diamantes. Una vez más, habrá que pensar qué hacer con nuestra historia.

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22 de diciembre de 2016
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Aníbal el alquimista y Julio Cortázar

Me contaron que había un alquimista porteño que materializaba rosas, como Paracelso y como Borges. Tratándose de un argentino, no lo puse en duda. Siempre he pensado que los argentinos hacen milagros.

Si me dicen que un alquimista belga ha materializado una azucena, o que un alquimista holandés ha materializado un tulipán, puedo gritar: ¡Mentira! Básicamente porque no creo en la magia de los Países Bajos. Pero ahora mismo me dicen que un alquimista argentino ha materializado un elefante del siglo III antes de Jesucristo, y lo creo de inmediato y hasta me parece normal.

Los argentinos pueden materializarlo todo: tragedias, dramas, melodramas, comedias. Poseen un registro amplísimo como actores de la vida, que perciben como un teatro. Son seductores natos porque participan de un sentimiento dramático de la existencia, y los dramas se representan además de vivirse.

Uno de los amigos más nobles y bondadosos que tuve en París fue un argentino que se llamaba Aníbal y que se parecía a Cortázar. No sé qué habrá sido de él. Nos encontrábamos a menudo en el Barrio Latino, nos ofrecíamos cigarrillos, charlábamos un rato. Aníbal también practicaba la alquimia.

Una noche Aníbal dobló una cucharilla sin tocarla, predijo una muerte, nos hizo creer que materializaba una cajetilla de Gitanes, y nos llevó a un café (La Palette) donde estaban cenando Julio Cortázar, un cronopio y una fama. ¿Caben más milagros en una sola jornada?

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12 de diciembre de 2016
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La jungla global

Vamos creando una jungla que nos convierte en presas y en depredadores, como no puede ser de otra manera. La aldea global es en realidad la jungla global.

Resulta condenadamente difícil evitar que en una jungla no acabe imponiéndose la ley de la selva, que no sería otra que la ley de la causa y el efecto: dame una buena jungla y te crearé un buen infierno casi sin darme cuenta, por mero imperativo de la naturaleza.

Las junglas son para lo que son. Por cierto, no olvido que fuimos habitantes de los árboles, antes de iniciar este viaje sin retorno hacia nadie sabe dónde y antes de que nos plantásemos de pie en la sabana para otear el panorama. Desde aquella edad remota nunca hemos soportado bien los regresos a la jungla. Nos obligan a desandar lo andado y nos hacen creer que tres mil años de cultura urbana y manufacturera no han solucionado nada, ya que volvemos a ser orangutanes asustados.

El siglo XXI promete ser pródigo en la creación de inmensas junglas urbanas como las que se pueden ver en China. He paseado por algunas de ellas, y todas las ventanas de los exiguos apartamentos tenían rejas y candados por los cuatro lados, a pesar de que robar está castigado con la pena de muerte.

Normal. Las junglas establecen su propia objetividad. 

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21 de noviembre de 2016
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El aquelarre de los miserables

Hace una semana, cuando las encuestas (esas inductoras permanentemente embusteras) daban la victoria a Clinton, todas las personas a las que interrogué en Nueva York me decían lo contrario: los camareros, los taxistas, los dependientes de tiendas de paraguas y tiendas eléctricas, los sin techo querían a Trump (que les iba a hacer una casa en Long Island). Ayer por la tarde dije a mis amigos y conocidos que iba a ganar Trump, y no me creyeron. Ahora la tenemos delante en forma de rubia platino. No es bueno confundir la realidad con el deseo.

 

Cuando el odio se convierte en la única sintaxis que hilvana la miseria y la codicia, la desesperación y la arrogancia, olvidémonos de todas las gramáticas. Ya dije en el post anterior que tanto la derecha como la izquierda estaban abriendo las puertas a un infierno de la peor naturaleza.

 

Una última impresión: nadie ignora que el FBI ayudó bastante a Trump en el último tramo hacia la Casa Blanca. ¿Y a quién le extraña? En USA el poder real del Estado sigue la siguiente fórmula: Pentágono+CIA+FBI. Los presidentes pasan, pero ellos quedan. Son un sistema por encima del sistema.

 

Todos hablan de estupor. ¿De estupor ante lo evidente, lo nieguen o no las encuestas en las que ya nadie cree? Renunciemos a los lamentos. Las cosas estaban bastante claras desde hace tiempo.

Ahora echarán la culpa a los votantes de Trump, muchos de ellos de la clase obrera. Se olvidan de las entidades y los sistemas que han creado este hondo y universal malestar. También se olvidan de una tesis histórica ampliamente demostrada: cuando arruinas a la clase media prepárate para lo peor. La democracia se derrumba cuando se derrumba la clase que más la sustenta.

Y ahora esperemos el efecto dominó que se va a producir en Europa y América. Ja, ja, ja; jo, jo, jo. Estamos todos muy contentos mientras se aviva el fuego y se apuntan más danzantes al aquelarre de los miserables. 

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9 de noviembre de 2016
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El estrato geológico de la estupidez generalizada

Hace años, lo que más que consolaba de nuestro tiempo era la seguridad de que buena parte de su contenido se disiparía en el aire. Pensaba que la memoria colectiva sólo guardaba lo estrictamente necesario para seguir atravesando la oscuridad, y a ese proyecto la gente de nuestros días no está aportando nada. Pero dicen los entendidos que en Internet queda todo, "y especialmente lo innecesario", como diría Ramón Eder. Si es verdad que queda todo, ¿cuantas estratos tendrá la red dentro de cien años?

Me lo ha dicho un sabio: más de cien. Habrá geólogos de Internet, que estudiaran las capas más antiguas, y se asombrarán de nuestra banalidad, única en la historia. La capa perteneciente a nuestra época, vinculada al nacimiento de Antropoceno, la llamarán, según el sabio que digo (y que es también profeta) el estrato de la estupidez generalizada.

La estratigrafía vinculada al estudio de Internet deparará muchas sorpresas a los científicos. Les asombrará que subnormales profundos tuvieran parroquias de millones de personas. Medirán, con aparatos que aún no conocemos, nuestra inteligencia emocional, y se desesperarán mucho; pensarán que algo no funcionó en algún momento de nuestra historia, y verán la prueba de por qué en Europa triunfarán de nuevo ideologías muy próximas al nazismo, a las que tanto la derecha como la izquierda están abriendo las puertas de par en par.

Para estudiar nuestro tiempo no les servirán demasiado ni los análisis sociológicos y psicológicos sobre el comportamiento de las masas, ni todas las variantes de la antropología. Nuestro grado de estupidez les parecerá tan vasto y tan desalentador que tendrán que inventar una nueva ciencia. ¿Y a quién le puede extrañar? Si uno echa una mirada a lo que entendemos por humanidad, desde la Primera Guerra Mundial hasta este momento, está obligado a rechazar todas las mentiras y mistificaciones del humanismo y a coger la bestia por los cuernos. Pero si la coge se quemará las manos y arderá su cerebro. No es fácil abordar las inmensas zonas negras de ese abismo de indignidad que es desde hace tiempo la especie humana, ni fácil calibrar las dimensiones de su tragedia y de su maldad.

Pero lo que más sobrecoge, y sobrecogerá a los que nos estudien, es nuestro empeño en conducirlo todo hacia la entropía, en conducirlo todo a la muerte, en conducirlo todo a la nada, y aún se no llena la boca cuando hablamos del género humano, de su gloriosa historia de sangre y tinieblas, de su gloriosa tendencia a valorar unicamente la imbecilidad y la miseria moral, y sobre todo en nuestra época.

Si al menos fuésemos capaces de soportar unos minutos de silencio total y de recogimiento, para mirarnos en profundidad, más allá de todas las formas de la idiotez y todas las formas de la avaricia...

Estamos convirtiendo en excremento el inmenso tesoro de la vida.

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3 de noviembre de 2016
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Días alucinantes con Leopoldo María Panero

En una época de lucidez y confusión, de clarividencia y ofuscación, de euforia y tristeza, se subidas y bajadas, conocí a Leopoldo en persona, si bien ya había leído todos sus libros y lo admiraba como poeta. Lo trajo a mi cuarto de París un amigo común y esa misma tarde nos fuimos de copas por los bares del barrio Latino.

Leopoldo se hallaba como en un puente oscilante entre su locura pasada y la que aún estaba por llegar, y caminaba de una manera flotante, como si no tocara el suelo. Todo el mundo lo miraba y por una razón bien simple: llevaba un traje azul marino que acababa de comprar en unos grandes almacenes, pero iba descalzo.

El discurso que exhibía ante nosotros no podía ser más delirante pero, como siempre ocurría en él, tenía destellos de una clarividencia que helaba el corazón. Una tarde me dijo:

-Solo he cometido un error en esta vida: no haber matado a mis padres.

Yo, que había visto la película El desencanto, comente:

-Juraría que ya los has matado.

-Sí –contestó él-, los he matado simbólicamente, pero nunca fui capaz de degollarlos como Jack el Destripador.

Tras lo dicho, se echó a reír con esas carcajadas sepulcrales y escandalosas que parecían emanaciones del infierno de Dante. Coincidíamos en gustos literarios, venerábamos a los mismos maestros: Lacan, Deleuze, Foucault, y nuestra relación en París fue perfectamente fraternal. Nos reíamos mucho. Una tarde, acabábamos de pasar por la Librería Española cuando Leopoldo sacó de un bolsillo de su traje azul marino una cajetilla de cigarrillos que olían raro.

-¿Quieres uno? –dijo tendiéndome la cajetilla-. Son cigarrillos de tabaco mezclado con mi propia mierda, y está más que probada su naturaleza medicinal. Si te fumas uno, cesarán de inmediato todas tus enfermedades mentales, si es que las tienes. Los he elaborado con mucho mimo pensando en mi propia madre, cada vez más esquizofrénica.

Me limité a decirle que de momento no los necesitaba, pero que si más tarde tenía problemas mentales graves, no dudaría en acudir a él y probar sus pitillos mentolados.

Años después, ya en España, reanudamos nuestra amistad. En una ocasión le invité a un ciclo de conferencias en Pamplona sobre el exilio y la locura, al que también asistió Roberto Bolaño. Leopoldo iba a ser el último en compadecer y le pedí a Bolaño que permaneciera unos día más en Pamplona para conocer a Panero y ayudarme un poco a controlarlo. A Bolaño le bastó con observar a algunos fans de Panero, que se habían reunido en un soportal a fin de recibir todos juntos a su ídolo, para poner pies en polvareda. Como el mismo Bolaño confesó más de una vez, los fans de Panero provocaban más pavor que él.

Recuerdo que tras su intervención, Leopoldo se puso a orinar en un jardín japonés. Varios niños miraron asombrados su verga. Llevo conmigo muchas más anécdotas parecidas o todavía más extravagantes, pero desvelarlas ahora me impediría homenajear su asombrosa, desnuda, impura, excelsa y amarga poesía, llena de iluminaciones a lo Rimbaud y de un humor tan lacerante como asesino. Leer a Panero es siempre sumergirse en un horror que te alivia por su misma desnudez. Él iba casi siempre enmascarado, él te miraba siempre desde alguna de sus máscaras, a veces trágicas, a veces cómicas, pero en su poesía se desnudaba de verdad, porque era una poesía hija de iluminaciones súbitas, a menudo muy dolorosas.

Los que hilvanaban sarcasmos a su costa, los que proclamaban que todo en él era una pose y que ni estaba loco ni su poesía merecía demasiado la pena, eran injustos con él, y por descontado que no lo habían tratado ni se habían acercado de verdad a sus libros. Leopoldo vivía en un mundo abismal. Bastaba con pasar un día entero con él para entrar en su infierno y percibir sus verdaderas dimensiones. En el trato con él había que ser de una prudencia exquisita y tener mucho cuidado con sus reacciones y sus palabras. Podía herirte de verdad, como sólo él sabía hacerlo. Los que lo trataron lo pueden decir, como lo podemos decir todos los que tuvimos el extraño y vertiginoso honor de ser sus amigos.

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18 de octubre de 2016
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¿Tiene un límite la desesperación en la economía de Dios?

PER OLOV EQUIST

1. Creador de un paisaje humano de muy hondo calado.

2. Creador de un territorio literario que va más allá, por su hondura poética y existencial, de la geografía nórdica.

3. Sus textos son un tejido denso y lleno de agujeros negros, donde se mezclan en un mismo tapiz el detallismo, la precisión geográfica e histórica, el lirismo y el estilo limpio, lleno de momentos esclarecedores y lleno también de pensamiento. Un pensamiento que nunca se formula de forma abrupta, y que está estrechamente tejido a la acción y a las vicisitudes de los personajes.

4. Es hermano de Ingmar Bergman por lo mucho que profundiza en la existencia de los personajes y sus vínculos con la religión entendida como una forma de suplicio.

LA PARTIDA DE LOS MÚSICOS

1. El cuento Los músicos de Bremen hace en la novela de fábula fundamental sobre los que no tienen nada que perder, de la que se extrae el título. Una frase del cuento hace de luz en la larga noche septentrional de la novela: “En cualquier parte se puede encontrar algo mejor que la muerte”. Frase que a mi entender se opone a otra que hicieron muy popular los nazis: “Puede haber cosas peores que la muerte”.

2. El narrador en tercera persona se va alternando con los diarios e informes del personaje llamado Elmblad, que no tienen desperdicio. No es infrecuente en Enquist recurrir a varios narradores.

3. La novela narra los viajes de Johan Sanfrid Elmblad por oscuras regiones de Suecia predicando “la buena nueva”. Uno de los territorios por los que pasa es definido por Elmblad como “un país lúgubre”. Lo es: en ese país le torturan y le obligan a comer lombrices.

     

4. En la larga obertura de la novela aparecen ya los personajes principales, el mentado Elmblad, y Nicanor, un muchacho de pueblo del todo singular: uno de esos personajes absolutamente memorables que solo aparecen en las novelas de Enquist, un escritor dotado de un poderoso, hondo y herido sentido de la humanidad. En Enquist las heridas del ser, y su apertura (heideggeriana) a las luces y sombras de la existencia son la esencia de sus novelas.

5. En la página 73 leemos: “Era una mañana muy hermosa. Era como el comienzo de una aventura. Como si uno entreabriera la puerta de la vida y viera perfilarse un trozo del enigma”. En todas las novelas de Enquist, también en ésta, vemos entreabierta esa puerta de la vida. Al lector le basta con empujarla para acceder al enigma y sentirse poseído por su luz enrarecida.

6. En la página 81 leemos:

Esa noche cantó el hielo... El hielo rugía, un rugido pesadamente oscilante y lleno de ecos que iban y venían... Los cables del teléfono estaban sujetos a las paredes de la casa, la casa era como una caja de resonancia y los cables cantaban... Era una canción prodigiosa que parecía traída de las estrellas, y llegaba noche tras noche: siempre cuando hacía frío. Resonaba como si la casa de madera fuese la caja de un violoncelo y alguien allá afuera, en la centelleante oscuridad helada, pasase un arco enorme por las cuerdas.

7. Ese fragmento se podría complementar con otro del final de la novela donde la madre de Nicanor, Josefina, piensa en la justicia en términos religiosos y absolutos. Ahí se nos dice que cuando “la desesperación es realmente profunda, entonces es una desesperación tranquila. No se le da importancia, no se exagera”. Siguiendo en ese esquema, Josefina cree que la desesperación de los desposeídos tiene que tener un límite y un tope, conocido por Dios. Ella cree que llegará un momento en el que los desdichados sean suficientes, para el cosmos y para Dios, y ya no será necesaria más desdicha. En esa economía celestial, Josefina cree que “algún día los justos recibirán su premio”, y que un juez eterno sumará los muertos y “establecerá un balance definitivo”, pues de no ser así, la economía de la muerte no tendría el más mínimo sentido. Como vemos, se trata de un pensamiento bastante esperanzador, y continuamente negado por la Historia, también por la historia de esta inmensa novela.

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10 de octubre de 2016
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