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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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Los niños y el mal (I)

Es tan común decir que los niños son inocentes como que son malvados. Ambas visiones no dejan de ser una mentira heredada, que sólo sirve para no pensar en la raíz del problema, en su misma materia. El hombre es un mamífero y bien puede decirse que todo mamífero está preparado para matar, preparado para sentir deseos de hacerlo y preparado incluso para controlar esos deseos. Dicho lo cual podemos añadir que todo mamífero está preparado para encarnar, ante el otro, el mal absoluto: la aniquilación.

En ese aspecto, el mal en un niño es siempre algo esbozado, y que ni siquiera en los casos de niños muy prematuros en la asimilación de la maldad alcanza el peso específico que puede adquirir en la edad madura, cuando la maldad está suficientemente justificada, suficientemente elaborada para desplegar todo su poder y toda su perversidad. Cuando la maldad, digámoslo así, tiene su razón de ser en el sujeto humano y ha madurado, cuando la maldad es ya un asunto trágico e imparable.

Se suele poner como ejemplo definitivo de maldad infantil los niños de Vuelta de tuerca. Pero eso sólo puede hacerlo un lector despistado o demasiado emotivo, un lector patológico, pues si hay un caso de locura en Vuelta de tuerca, abría que dirigir la mirada hacia la institutriz, y en modo alguno hacia los niños, en los que sólo vemos un esbozo de maldad, casi siempre de carácter disuasorio y como medida de autodefensa ante el mundo de locuras envolventes que les rodea.

En Vuelta de tuerca la institutriz se enamora realmente de los dos niños, se enamora hasta la locura, porque su mundo y su vida están tejidos de carencias profundas y devastadoras. Es hija de un vicario severo y toda su existencia ha estado presidida por la más radical carencia afectiva, y cae como un halcón sobre los dos niños. Pero como no puede soportar haberse enamorado profundamente de dos criaturas, empieza a atribuir a sus niños deseos y comportamientos propios de los adultos, empieza a llenarlos de insospechada maldad e insospechados deseos, en una estrategia parecida a la que puede llevar a cabo el secuestrador sexual con su víctima.

Igual es ese el problema de los niños y el mal: más importante que la maldad que se les atribuye sería su naturaleza de libros en blanco, o de libros poco escritos, donde los adultos pueden proyectar toda clase de delirios.

 https://cursoliterario.wordpress.com/

 

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29 de septiembre de 2017
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Planetas errantes, planetas semánticos

 

Los filósofos, poetas, escritores de obra sólida y unitaria, con frondosa vegetación por fuera y mucho fuego por dentro, se convierten en planetas semánticos.

 

Platón es un planeta semántico, pero también lo son Sófocles, Descartes, Nietzsche, Primo Levi (y su opuesto Junger).

 

Y también lo son Poe y Whitman

 

A veces el planeta semántico se puedo componer de una sola obra de autor incierto, por ejemplo el Tao Te King (como hermosamente se escribía antes).

 

Son planetas porque podemos ver su límite, conformado por su obra, e intuir su redondez, porque forman en sí mismos un mundo que ilumina de algún modo el mundo, porque crean su propio sistema de fuerzas, su propia divina comedia.

  

Y son además planetas trasparentes y capaces de atravesar literalmente la materia sólida. Así se van desplazando de uno a otro cerebro, y hasta de uno a otro hemisferio de la mente, esos planetas semánticos, esos planetas errantes.

 

Me han hablado de gente que se perdió en el cinturón de los planetas semánticos, que por su forma se parece al cinturón de asteroides que hay antes de llegar Júpiter, pero otros hablan del valle de los planetas semánticos, y otros, a mi entender más acertados, hablan de la dimensión de los planetas semánticos. Dicen que hay miríadas y miríadas de planetas semánticos, pero que sólo brillan con la intensidad de una estrella veinticuatro.

 

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21 de septiembre de 2017
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Las junglas íntimas del deseo

Christine Angot es una gran exploradora de la angustia existencial vinculada a los abusos en la infancia.

Nadie como ella ha hecho autopsias tan reveladores de las fuentes del trauma.

Nunca sale del bucle familiar, pero lo va explorando cada vez más, con insistencia atroz, travesando de parte a parte fronteras que da miedo atravesar.

Es carnal y a la vez metálica como los aparatos quirúrgicos.

Unos la creen genial, otros la desprecian.

Ella sigue adelante, examinando el pasado, colocándolo bajo un foco cuya luz divide el relato en dos territorios: a un lado la odiosa claridad, al otro las odiosas penumbras de los hechos y los ecos que dejan en la memoria.

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24 de julio de 2017
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El fin de la propiedad

Los especialistas en robótica e inteligencia artificial vaticinan que las máquinas destruirán, en menos de cincuenta años, el sentido de la propiedad.

Para llegar a semejante conclusión llevan a cabo el siguiente razonamiento: en el futuro todas las industrias se verán sometidas a una despiadada competitividad. Debido a ello, prácticamente toda la producción será llevada a cabo por máquinas. En esas industrias, obligadas a abaratar costes hasta el límite de lo posible, la propiedad será un precio añadido e insoportable. Lo ideal será que no tengan propietarios o que sus propietarios aspiren a muy leves beneficios. Ser propietario no será interesante, ni siquiera será viable.

También dicen que ahora mismo los ordenadores tienen el cerebro de un insecto, pero dentro de diez años ya tendrán el de un ratón, dentro de veinte el de un hombre, y dentro de cincuenta el de un dios. Ya para entonces, un solo ordenador podrá albergar en su inmensa inteligencia todo el saber de la humanidad. Podrá además procesarlo y seleccionar, según el criterio infalible que le dará su gigantesca objetividad, lo mejor y lo peor de su memoria. Esa gran mente (¿ese Gran Hermano?) tendrá el poder de resucitar a seres cuya memoria haya quedado depositada en él. Por ejemplo, a partir de las obras de un filósofo y de las imágenes que hayan quedado de él, ese Gran Hermano podría materializar literalmente a ese ser, obligándole a regresar a la vida.

El lector se preguntará si esto es una fábula o una pesadilla. Bien, son las dos cosas a la vez. Porque aquí no se está hablando de una materialización virtual, se está hablando de una materialización real.

El ordenador podrá reproducir la "unidad de carbono" que fue básicamente Jean Paul Sartre, por poner un ejemplo. De modo que Sartre podrá volver a los estudios de televisión y hasta aclarar asuntos que no quiso dejar aclarados mientras le duró la vida material.

El problema, de ser cierto lo que nos cuentan, es que ese Gran Hermano también podrá resucitar a seres profundamente malignos, de los que ha quedado mucha información visual y sonora. ¿Habrá que pensar que en el futuro ni siquiera seremos propietarios de nuestra muerte?

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29 de mayo de 2017
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Paradoja mortal

En el problema de la anorexia puede haber un cierto efecto de imitación: las muchachas imitan la inquietante escualidez de las modelos. No hay que descartarlo. Pero si es así, habría que preguntarse por qué en ciertos momentos se "pone de moda" la delgadez casi cadavérica, y por qué los modistos recurren a ella. ¿Sólo por que la delgadez es mejor percha? ¿Sólo por eso? Creo que hay un cierto "lolitismo" en la imagen de la anoréxica, y supone la regresión a un cuerpo anterior al desarrollo adolescente, un regreso al cuerpo de la niñez. La anoréxica quiere volver a la niñez, y lo hace adelgazando, disminuyendo, desapareciendo: es un extraño viaje hacia atrás.

La escritora Geneviève Brisac supo como nadie hacer el retrato de una anoréxica, en parte porque ella misma padeció la enfermedad. Leyendo su novela Petite se advierte que los anoréxicos tienden a drogarse con su propia hambre, recurriendo a un saber muy antiguo: el ayuno provoca delirios, el ayuno transporta más que un narcótico. El anoréxico entra así en un proceso de narcosis del que le cuesta salir, pues le conduce a un mundo de sensaciones nuevas que le hacen sentirse diferente a los demás.

En la novela de Brisac es observable además otro fenómeno: los padres de la narradora no se dan cuentan de que tienen una hija sintiente y viviente hasta que la muchacha está a punto de desaparecer de pura delgadez. De pronto, un día, se dan cuenta de que la niña es de una delgadez extrema, y se echan las manos a la cabeza. ¿Estarán los anoréxicos pidiendo que les miren? En la narración de Brisac eso parece. La narradora de la historia empieza a ser anoréxica en un período en el que sus padres no la ven, no la observan. Involuntariamente, la niña decide desaparecer. Empieza a refugiarse en su anorexia como un autista en su autismo. Deja de comer y empieza a sentir experiencias parecidas a las que dicen sentir los místicos. El mundo se empieza a diluir, el cuerpo deja de pesar, el cuerpo flota. La experiencia se siente no sólo como una rebelión y una aniquilación, también se siente como una gravitación en el vacío. Todo lo cual para decir que nos hallamos ante un problema muy complejo, lleno de enrevesadas motivaciones; lo que podríamos llamar un verdadero laberinto emocional en el que ni es fácil entrar ni es fácil salir. Más que una enfermedad, la anorexia es una paradoja mortal.

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3 de mayo de 2017
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El planeta Cortázar

Juraría que fue en octubre de 1975 cuando conocí a Cortázar. Me había enterado de su dirección gracias a la información que daba de su persona la revista Triunfo, y una tarde ventosa y plomiza me dirigí a su domicilio. Me abrió la puerta de su casa Ugné Karvelis y le pregunté si estaba Julio como si fuese un amigo de toda la vida. Desconcertada, Ugné contestó que sí y me dejó pasar. Cuando vi la larga silueta de Cortázar recortándose en la penumbra del vestíbulo de su pequeño apartamento de la rue de l´Éperon por poco me desmayo.

 

A pesar de que no me conocía, Cortázar se comportó conmigo con una cordialidad exquisita, y mantuve con él una conversación dubitativa y absurda, por culpa de mi nerviosismo y mi admiración. Ya para entonces había leído casi toda su obra, pero lo ignoraba todo acerca de su vida. Nunca he sentido demasiado interés por la vida de los escritores, pero Jesús Marchamalo me está curando de esa enfermedad con sus penetrantes y sugestivas semblanzas de autores que venera y que venero. La última que acaba de aparecer adquiere la forma de un cómic, y tiene por protagonista a Cortázar.

El libro se lee sin querer, y más que un cómic parece una película. El dibujante, Marc Torices, que se dedica también a la animación, consigue trasmitir a este excepcional tebeo toda la viveza del cine. La voz en off es la de Jesús Marchamalo, que posee un estilo tremendamente acogedor y un distinguido sentido del humor que nunca resulta hiriente. La ironía sin vinagre que tanto valoraba Torrente Ballester, y que es la verdadera ironía.

A través de un prólogo fulgurante (utilizo el adjetivo que más le gustaba a Julio), donde asistimos al advenimiento del planeta Cortázar, y de dieciocho capítulos en los que se utilizan los colores de forma significativa y simbólica, como lo suele hacer el cine, nos vamos adentrando en la vida y los hechos de Julio Cortázar, de forma elíptica y al mismo tiempo precisa.

 

La lectura resulta tan envolvente como divertida, y adquiere la velocidad que suelen tener las secuencias en los sueños. Cuando lo acabas, escuchando la última música de Cortázar (la que oía cuanto estaba a punto de morir) crees haberte perdido en una alucinación bendita: la vida azarosa del autor de Rayuela y de Historia de cronopios y famas, que estuvo siempre presidida por la magia: la magia que le salía al paso y la que él mismo buscaba en su perpetuo divagar entre la realidad y el deseo, convirtiendo sus encuentros y desencuentros con las personas, los animales y las cosas en deslumbrantes y laberínticos territorios de ficción.

Cortázar, Jesús Marchamalo y Marc Torices

 

Nórdica ediciones, 2017

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10 de abril de 2017
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Viaje a las profundidades de un amor perdido

Aunque soy devoto de la obra de Fogwill, aún no me había acercado a su Help a él, si bien tras haber leído Los pichiciegos, creía que no me iba a decepcionar. Y así fue.

En Help a él, Fogwill narra la historia del duelo por una muerte, y lo hace desde una perspectiva moderna, si bien desliza a lo largo del texto elementos simbólicos que no conviene desdeñar. Al comienzo de la historia el narrador nos habla de Vera, a la que amó en el pasado, al principio de forma insistente, y más tarde esporádicamente. Vera se ha suicidado precipitándose desde el piso donde vivía con su padre y con su primo. La familia pertenece a la clase alta bonaerense, y es bastante corrupta, salvo Vera, que vive al margen de las ganancias y las pérdidas.

Vera es drogadicta, mística, melancólica, apasionada y de una belleza desgarbada y envolvente. El narrador la puede vencer dialécticamente, pero ella lo derrota siempre a través de la intoxicación. Es una experta en drogas, en brebajes. Es una hechicera de nuestra época.

Tras la muerte de Vera el narrador acude al cuarto en el que la ausente pasó sus últimos días. Vera ha dejado para él una caja llena de recuerdos y un brebaje, que Adolfo, el primo de la ausente, le aconseja tomar. Y lo toma.

El brebaje es la representación de Vera, su espíritu, su sustancia anímica, podríamos decir, sintetizada en un elixir.

El brebaje conducirá al narrador a una dimensión intermedia entre la vida y la muerte, en la que se llevará al cabo el verdadero duelo.

Los antiguos griegos solían experimentar duelos de varios días, en los que tenían prohibido hablar. En esos días el doliente se dejaba poseer enteramente por el alma del muerto. En esos días solo existía el muerto. Tras ese período de silencio, se organizaba un gran banquete, en el que los asistentes regresaban finalmente al mundo y se desfogaban riéndose, bebiendo y festejando la vida. Al parecer se trataba de un proceder de gran eficacia psicológica. Tras la intimidad con el fantasma del muerto, la intimidad y el jolgorio con los que aún habitaban el seno de la vida.

En el relato de Fogwill las cosas acontecen de forma similar. A través del brebaje de Vera, el narrador llega a una intimidad sofocante con el alma de la difunta, y con su cuerpo.

De la misma manera que Vera se precipitó en el vacío, ellos se precipitan, la difunta y el narrador, en el vació sideral.

Al final del relato, el duelo se habrá llevado a cabo de forma tan real como exponencial, y el fantasma de Vera irá quedando atrás. El narrador ha experimentado el más íntimo, el más atroz, y el más liberador de los duelos, convirtiendo a su antigua amante en el más definitivo objeto de su amor, y en el más envolvente objeto de ficción.

El narrador ha muerto a su manera con Vera, ha conocido la inmensidad y la simplicidad de la muerte, en todas sus facetas, y le ha dicho adiós para siempre.

Ya lo decían los antiguos japoneses: la muerte es tan grande como una montaña y tan leve como un cabello. En el relato de Fogwill nos adentramos en esa terrible paradoja.

El fantasma del Vera será para el narrador el aleph a través del cual accederá al enigma del amor y a los misterios del universo. Help a él me ha llevado a territorios de una brevedad y una vastedad acordes con lo que quiere contar. No se puede pedir más de una novela de cien páginas.

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4 de abril de 2017
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Honestidad intelectual

 

En un determinado momento, ser superficial le pareció a Wilde lo mismo que ser cómplice de una monstruosidad: algo que destruía la voluntad y aniquilaba toda posible verdad adherida a las palabras.

Era como si de pronto Wilde se diese cuenta de la tragedia que implicaba haber desperdiciado el talento. O lo que sería lo mismo: haber utilizado la agudísima mirada que le habían regalado el azar o la necesidad para hacer observaciones superficiales en lugar de haberla utilizado para profundizar.

Tengo la impresión de que esa clase de certezas te pueden producir, a una edad muy determinada, una angustia de consecuencias mortales. A Wilde se la produjo, a pesar de que nunca fue verdaderamente superficial. Pero al final de sus días él no lo creía así, y pensaba que había dedicado más talento a la vida que a la escritura, y que podía haber llegado más lejos, mucho más lejos, en la exploración de la verdad.

Se trata de un examen de conciencia en el que Wilde demuestra que, más allá o más acá de sus superficialidades y sus profundidades, nunca le faltó la honestidad intelectual.

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21 de marzo de 2017
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Cuando una cultura decreta la muerte de la inteligencia (Imitando a Kierkegaard)

Si en el hecho de escribir ya no hubiera la más mínima conciencia de eternidad, ni contaran la verdad, la grandeza, el riesgo, la generosidad, la angustia, la revelación, la iluminación... Si todo en la escritura se redujera a un remolino de oscuras y burdas pasiones... Si bajo los textos ya no existiera más que un vacío sin fondo, una absoluta falta de imaginación y un incesante oportunismo (en los temas, en los títulos, en las ideas, en los fundamentos, en la forma y el contenido...) ¿Qué sería entonces de nosotros?

Si de pronto el mundo hubiera decidido entronizar únicamente la mediocridad. Si de pronto esa fuera la gran decisión...

Si en beneficio de las coyunturas, la debilidad, la impiedad y la necedad se estuviera cortando el verdadero puente conformado por la literatura, si eso ocurriera, estoy absolutamente convencido de que estaríamos rompiendo algo cuya quiebra nos dejaría indefensos ante lo peor. Sería ahogar el susurro que se desliza por debajo de las generaciones, sería arrojar vitriolo sobre lo que subyace a la conciencia misma de la especie, sería proclamar el desmoronamiento del criterio y un infierno sin ideas, y supondría una decidida apuesta por la muerte de la inteligencia. 

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13 de marzo de 2017
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La política de la melancolía

Al no ser posible separar la vida de las estructuras que la controlan, la gestionan y a menudo la aniquilan, hay en toda enfermedad una respuesta tan corpórea como espiritual a un mundo que aborrecemos.

Muchas veces la enfermedad es la encarnación de ese asco incontrolable, que mina los fundamentos de nuestra personalidad y la separa de un mundo que el sujeto percibe como infernal.

La enfermedad es un ataque pasivo a un mundo frío y brutal: es la política de la negación, que halla su punto más grave y definitivo en la depresión, una de las dolencias más extendidas y letales de nuestra época, y que promete crecer en años venideros, pues llevamos un buen tiempo construyendo el universo más propicio para el cultivo de enfermedades psíquicas graves.

No hay enfermedad que se oponga más a los abusos de poder que la depresión, pues al mostrar el efecto de esos abusos en su propio ser, el deprimido se convierte en un ejemplo aterido de lo que puede generar la brutalidad de la vida tal como la hemos construido.

Como diría Sartre en sus reflexiones sobre la melancolía, el deprimido se tumba para no oponer ninguna resistencia a la mortecina inmensidad del mundo. Visión certera a la que cabe añadir que en ese no oponer resistencia, para no sufrir todavía más, el deprimido muestra su estrategia: no quiere saber nada de cuanto le rodea. Para el deprimido el mundo es un aberrante conglomerado metálico, ante el que expone y opone su enorme fragilidad, su enorme humanidad, su enorme desdicha.

Hay otras formas más conocidas y aberrantes de ver la enfermedad, que no hacen más que acrecentar la confusión porque olvidan que el hombre es un animal social, y culpan al enfermo de sus pensamientos negativos, de su empeño en alimentarlos, y hasta de las herencias familiares, dejando en las sombras las causas sociales, políticas y económicas. La depresión es una enfermedad social, y es también una desconcertante y angustiosa política: la viaja y muy conocida política de la melancolía que con tanta claridad y tanta elevación lírica mostraron los trágicos griegos.

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8 de marzo de 2017
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