Jesús Ferrero
Para cierto pensamiento de muy hondo calado, el holocausto no sería el punto omega de un proceso de aniquilación, sería simplemente una boya más en el mar del horror que probaría que la conciencia occidental es, por debajo de sí misma y por lo tanto desde su misma sustancia, un fracaso en el proyecto humano.
Por lo mismo habría que añadir que esa conciencia occidental es de una debilidad tal que puede pasar del estado de civilización al de aniquilación extrema en décimas de segundo, como aquel gerifalte de Auschwitz que pasaba, en un instante, de su casa familiar, donde era muy tierno con sus hijos, a los crematorios.
Sea como fuere, parece evidente que parte del pensamiento de las cinco últimas décadas se ha dedicado a demostrar, con mayor o menor acierto, que el hecho mismo de que se hayan dado exterminaciones en masa y de que ahora mismo dejemos a merced de la intemperie y la muerte a miles de refugiados mientras jugamos con nuestro aparatitos y nos rodeamos de fetiches tan complejos como primarios demuestra que el animal humano es, de entrada, profundamente inquietante y mucho más problemático, en sus acciones y reacciones, de lo que habían imaginado generaciones y generaciones de hombres.
Da toda la impresión de que muchas veces las sociedades humanas aspiran como mucho a conquistar ese estado de gracia en el que ya no haya ninguna diferencia entre la pulsión de matar y el hecho de hacerlo: algo así como la guerra digital, a cuyos primeros balbuceos estamos asistiendo los hijos de esta época con el asombro, tan inocente como culpable, de quienes se saben pisando los umbrales de una nueva monstruosidad.
No es de extrañar que más de un pensador ha aventurado que el fin del mundo (como concepto) ya ocurrió en Auschwitz, y que ahora sólo estamos asistiendo al fin del no-mundo, o al fin del antimundo.
Es normal que algunas de las escuelas filosóficas más definitivas de después de la Segunda Guerra Mundial, hayan intentado ahondar en la gran ausente del pensamiento actual: la conciencia pura y dura, la conciencia moral. Todo un mundo se hizo cenizas hace más de medio siglo, y de las cenizas no suelen surgir diamantes. Una vez más, habrá que pensar qué hacer con nuestra historia.