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Escrito por

Jean-François Fogel

Jean-François Fogel Periodista y ensayista francés, trabajó para la Agencia France-Presse, el diario Libération, el semanal Le Point y el mensual Le Magazine Littéraire. Ha vivido una parte de su vida en España donde empezó una segunda carrera como asesor para empresas de prensa. Fue asesor del director del diario Le Monde, desde 1994 a 2002, y sigue trabajando en la concepción y la remodelación continua del sitio Internet creado por el vespertino. Es maestro y presidente del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha publicado varios libros sobre literatura francesa y sobre América Latina, entre los que destaca  un ensayo sobre el periodismo digital, Una prensa sin Gutenberg (Punto de Lectura, 2007).

En 2010 se dedicó a renovar los seis sitios de los diarios del grupo francés SudOuest, donde continua siendo asesor de la estrategia digital. En los últimos años, se encargó de la creación de una plataforma de información digital para el grupo France Televisions, una de las tres más importantes de Francia. Asesora a varios medios en Europa y América Latina tanto en la concepción de sitios, como en la organización de la producción digital. Es director del Executive Master of Media Management, del Instituto de Estudios Políticos de Paris (Sciences Po).

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El MUNDIAL

Hablé una vez, una sola vez con el escritor Álvaro Mutis. Era en su casa de México donde, supongo, vive todavía. Me acuerdo muy bien de la pared cubierta de «Editions de la Pléiade» en su biblioteca. Mutis había leído toda la obra de Balzac en francés. Así me lo dijo y su conversación, tanto como el desgaste de los libros, confirmaban aquella lectura que han hecho pocos franceses (por supuesto, no me incluyo entre ellos). El escritor Paul Morand cuenta en una entrevista que para escribir una introducción tuvo que leer o releer con lápiz en la mano, no a todo Balzac pero sí las novelas de la Comedia Humana: leyendo ocho horas diarias, le costó tres meses de trabajo. Pero no es Balzac quien vuelve a mi mente al hablar de Mutis sino lo que me dijo el novelista colombiano hace veinte años.

Sé que aquella conversación tuvo lugar hace veinte años pues en esos días empezaba el Mundial de Fútbol en México. Era el año 1986 y Mutis había hecho unas declaraciones estupendas al diario La Jornada. Acababa de enterarse con una enorme sorpresa que se prescindía de la utilización de una raqueta para jugar al fútbol. Y para asombro de todo el país frente a su desconocimiento de este deporte acababa de proponer una medida para mejorar el espectáculo: castigar al capitán del equipo vencido, con la pena de muerte, implementada en la misma cancha de su derrota. De dos cosas una, parecía decir Mutis: o el fútbol es una cosa seria que tiene derecho a invadir nuestras vidas tal como lo hace y vamos hasta las últimas consecuencias, o no hay que aburrirnos con detalles sobre el estado físico de unas personas cuya única ocupación es correr detrás de una pelota, una actividad casual para niños.

En estos días, en Francia, me siento muy próximo a Mutis: me interesan más las aventuras de Maqroll el Gaviero que lo que pueda hacer Zinedine Zidane en un césped alemán. La verdad es que sobran Zidanes en Francia. Escribo su apellido con una «s» pues está en todas partes. Hace promoción para un sin fin de productos y su rostro (sumamente hermoso con su mirada de paz indestructible) aparece en todas las revistas de deporte, lo que me parece lógico, pero también en todos los canales de televisión y en las revistas más extrañas como las de coches, pesca, cultura, las femeninas y hasta en la revista Psychologies.

«Exclusivo: Zidane en el sofá» promete la portada. Claro que para mí un cóctel de Freud con Zidane en un tratamiento periodístico barato es el colmo de la confusión moderna, que pretende entregar la intimidad de figuras que existen solamente a través de su dimensión mediática. Voy a esperar al último partido del mundial para acercarme a un kiosco (ya compré la revista Transfuge, que se dedica a la literatura extranjera). Lo escribo como advertencia: hypocrite lecteur, -mon semblable-, mon frère, este blog es el peor lugar para saber cómo los franceses reaccionan a los altos y bajos de una selección de jugadores multimillonarios. En su gran mayoría son negros cuyos ingresos ayudan a negar la existencia del racismo en Francia. Al llevar una camiseta azul con un gallo en el pecho confunden un poco más a un pueblo ya confundido por los motines que ocurrieron en los suburbios franceses donde viven los inmigrantes. No se debe confundir el fútbol con la vida. Y tampoco con la literatura: la contribución del fútbol a la literatura sigue siendo muy limitada. Rastreando mi memoria de lector encuentro dos cosas: unos cuentos de un ex futbolista argentino, Jorge Valdano, y una preciosa novela de Peter Handke: La angustia del portero ante el penalti. Al principio del libro el portero se va de la cancha y nunca vuelve. Quizás, es lo mejor del libro: ver un jugador renunciar al fútbol.

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12 de junio de 2006
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SUSANA SOCA

Exposición en la Maison de l'Amerique Latine; Boulevard St Germain. Una pequeña muestra (diecinueve fotografías colgadas en las paredes y cuatro vitrinas) pero una muestra preciosa. Hay libros, revistas con papel quemado y cartas para reconstruir la figura de Susana Soca, uruguaya, poeta y editora de una revista de literatura.

Las fotografías son de Gisèle Freund y pintan una galaxia (el título de la exposición habla de una constelación) de figuras de primer orden: Paul Eluard, Silvina Ocampo, Pierre Drieu La Rochelle, Henri Michaux, Roger Caillois, Rafael Alberti, Pablo Neruda, Jean Cocteau. Entre ellos, Susana Soca, que no es famosa en Francia, es un ser extraño. Muestra labios y uñas del mismo rojo con algo de cansancio tremendo en su foto-retrato (“vulnerable y a la vez inaccesible”, escribe Roger Caillois). Tremendas joyas (una esmeralda como el huevo de un pijón) en la fotografía de sus manos.

Susana Soca era la hija muy adinerada de un médico uruguayo que visitaba Francia a menudo entre las dos primeras guerras mundiales. Su vida fue un proselitismo para la poesía. Tenía un sexto sentido para ubicar versos que aguantan el tiempo, la creación acertada. Hay huecos en su biografía. No se sabe muy bien cómo consiguió crear una dinámica parecida a la de Silvina Ocampo, agrupando artistas entre Europa y Argentina con su revista Sur. La revista de Susana Soca tuvo dos nombres: Cahiers de La Licorne, cuando se creó en París, y Entregas de La Licorne, en una vida posterior, en Montevideo. Una “licorne” es un unicornio. Fue Valentine Hugo quien sacó el dibujo de la tapa de la revista. Tres entregas en Francia, trece en Uruguay: la trayectoria del unicornio se detuvo con la muerte de Susana Soca en un accidente de avión que hacía el recorrido Montevideo-París.

Los sumarios de cada número muestran una sensibilidad aguda en el momento de elegir lo mejor. Hasta tal punto que, más allá de lo que se presenta, un misterio se crea poco a poco con lo que tenía que ser un homenaje: ¿quién era esta mujer? Unas frases de Roger Caillois (el gran importador de la literatura hispanoamericana en la casa editorial Gallimard) muestran su asombro frente a la boda nunca realizada entre el poeta francés Henri Michaux y Soca. ¿Cómo puede ser que aquella mujer se encuentre con el escritor Pierre Drieu La Rochelle y el pintor Nicolas de Staël antes de sus respectivos suicidios y viaje a Moscú para un encuentro frustrado con Boris Pasternak poco antes de la entrega tan polémica de su Premio Nobel de Literatura? Ubicarse siempre en el lugar decisivo no puede ser pura casualidad.

Borges dedicó un poema a Susana Soca en El hacedor. El título es Susana Soca y la descripción de ella finaliza con una sola palabra: fuego. Es una evocación de su muerte en el accidente de avión pero, creo, también de un anhelo casi enfermo en la búsqueda de los poetas que, nos explicó Rimbaud, roban el fuego.

SUSANA SOCA
Con lento amor miraba los dispersos
colores de la tarde. Le placía
perderse en la compleja melodía
o en la curiosa vida de los versos.
No el rojo elemental sino los grises
hilaron su destino delicado,
hecho a discriminar y ejercitado
en la vacilación y en los matices.
Sin atreverse a hollar este perplejo
laberinto, atisbaba desde afuera
las formas, el tumulto y la carrera,
como aquella otra dama del espejo.
Dioses que moran más allá del ruego
la abandonaron a ese tigre, el Fuego.

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9 de junio de 2006
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POR QUÉ ME GUSTA MIRCEA CARTARESCU

Compré el libro por la fotografía en su tapa: una mujer, con la belleza remota de las actrices en las películas de los años treinta, acostada sobre una media luna. No conocía al autor, Mircea Cartarescu, pero noté que cada “a” de su apellido tenía una pequeña luna por encima. Así que adiviné que aquel autor era rumano, lo que no podía presumir por la problemática, honda como un océano, del título: Por qué nos gustan las mujeres (Editorial Funambulista, Madrid).

En Francia pasa algo extraño: un autor rumano importante es un autor que escribe en francés y toca temas relacionados con la esencia de la vida. Nos tocó recibir, en una época en que no se hablaba tanto de la inmigración, a tres rumanos, tres amigos, que han tenido un papel muy importante en la historia literaria de Francia: Eugène Ionesco (1909-1994), Mircea Eliade (1907-1986), Emile Cioran (1911-1995). El primero se inventó el teatro del absurdo, y puso en práctica su visión hasta ingresar en el lugar más absurdo del mundo, la Académie Française. El segundo fue profesor en la École pratique des hautes études y se estableció en el corazón de los estudios sobre el concepto de lo sagrado y la historia de las religiones; llegó a ser ineludible desde el momento en que el Islam recobró una fuerza expansionista. El tercero se especializó en la producción de aforismos (“la ventaja del aforismo, dijo en una explicación famosa, es que no hay que entregar prueba de lo que uno dice. Se tira un aforismo como se da una bofetada”).

En los títulos de los libros de Cioran las palabras más comunes son: amargura, caída, descomposición, desesperanza, vencido, crepúsculo. Es decir; del absurdo del primero, a lo sagrado del segundo y a lo negro que tiene la obra del tercero, Rumania no ha traído mucha ilusión a Francia. Cartarescu es todo lo contrario: habla de la vida como de una experiencia positiva, hasta agradable, y que tiene, de vez en cuando, algo que podemos entender. Claro, de vez en cuando Cartarescu escribe frases como “… mi vida ha sido, de hecho, una larga serie de crueldades, malentendidos, maldades cometidas por el gusto de la maldad, y estupideces cometidas por pura estupidez, como son, quizás, las vidas de muchos de nosotros”. Pero supongo que un rumano tiene que escribir de vez en cuando frases optimistas como esta. Por lo demás, el libro de Cartarescu es una maravilla de frescura y de sorpresas, sin pretensiones filosóficas, sin sumisión a una forma preestablecida, casi sin forma -“no es posible hacer nada para conseguir un estilo”, escribe.

Ha incluido en su libro textos escritos para la edición rumana de Elle, pero también textos inéditos. Son cuentos y meditaciones, memorias y mentiras entregadas desde el punto de vista de un hombre. “Soy un hombre como cualquier otro, reconoce el autor. El nivel de hormonas andrógenas en mi sangre es diez veces más alto que el de una mujer”. Así es el libro: la obra de un hombre que habla de las mujeres. No puedo escribir de sus mujeres o de las mujeres de su vida, ya que el texto llamado Por qué nos gustan las mujeres da cuarenta y cinco explicaciones, que se pueden resumir en una sola frase: porque las mujeres siempre se nos escapan, incluyendo a las esposas.

Utilizando recuerdos y pequeños objetos, frases recogidas y trozos de lecturas, Cartarescu construye un castillo de naipes que su lector toca con sumo cuidado, sabiendo que se trata de un milagro que se va a romper en cualquier momento. Hay de todo en su libro, hasta un texto perdido titulado “El gran Sincu”, que retrata a unos estudiantes rumanos que se dedican a la semiótica en la mejor época del estructuralismo. La manera en que el autor muestra el viaje sin llegada de este grupo de privilegiados, la crème de la crème, perdidos en el eje sintagmático/paradigmático, es un eco tan honesto y fiel a lo que vi en Francia, que yo sé por qué me gusta Mircea Cartarescu: habla de la vida tal como es.

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8 de junio de 2006
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LA DERROTA DE CHÁVEZ

De la victoria de Alan García en la elección presidencial de Perú, lo más significativo es la derrota de Hugo Chávez. Fue derrotado a pesar de lo que dijo Pavel Rondón, el vicecanciller de Venezuela en declaraciones a la Radio Uno: “Chávez no fue derrotado, nosotros no participamos en la campaña". La verdad es que hasta ayer no sabía de la existencia del Señor Rondón. Pero, al contrario, sí sabía que el presidente venezolano había llamado al entonces candidato García “sinvergüenza”, “ladrón corrupto” y “bandido” para citar algunas de las palabras que utilizó en su no-participación en la campaña electoral de Perú.

En la noche de la victoria de Alan García, a pesar de los esfuerzos de Hugo Chávez, no fue éste sino el señor Rondón quien intentó dar la cara con una mentira mediocre. Es un episodio significativo. Confirma la naturaleza de Chávez. Pertenece a la clase de figuras políticas que no saben cómo tragar una derrota electoral. Prefieren ignorarla. Su perfil psico-político le emparenta con los caciques inalcanzables que encontramos en El otoño del patriarca, Yo el Supremo, Facundo, El señor Presidente, El recurso del método, La fiesta del Chivo, etc. Son hombres cuyo poder no es sometido al mero voto de la población de un país. En la derrota, Chávez, que tanto habla, se quedó silencioso, pues no tiene nada que decir cuando un hecho pone de manifiesto los límites de su poder.

Lo que ocurrió es grave para el chavismo, pues es un tropiezo en el cumplimento de la visión histórica de su líder: la recuperación de un sueño bolivariano de unidad transandina. Hay que entender esto: no importan los fallos de la revolución en Venezuela. El lunes 5 de junio, en la edición de suscripción por Internet de El Nacional de Caracas, leí una declaración de  Eustoquio Contreras, vicepresidente de la Comisión de Contraloría de la Asamblea Nacional: “el techo de esta revolución, decía, está roto debido a muchas cosas, entre ellas la corrupción y la inseguridad”. La verdad es que se pueden romper todas las goteras de la casa chavista y también el techo sin ningún problema. Pero un desmentido al presidente como soñador de la historia, esto sí es insoportable, y lo podemos comprobar en todas las novelas de dictador. El pueblo puede pasarlo mal, pero los sueños del caudillo son intocables.

Lo siento por Alan García, pero creo que en este momento clave para el continente no ganó la elección, fue Chávez quien la perdió. Hay algo milagroso en el retorno al poder del ex presidente peruano, un día antes de la condena por un tribunal de Asunción de otro ex presidente, paraguayo este, Luis González Macchi, a seis años de prisión por el desvío fraudulento a Estados Unidos de 16 millones de dólares de dos bancos quebrados durante su gestión. Así que todos los presidentes que salen del poder de manera vergonzosa no conocen el mismo destino.

Hoy recomiendo una visita a Machupicchu, una visita virtual, claro, a la capital del implacable poder de los incas, para pensar el tema a fondo: Alan García ha ganado en los sectores más urbanizados del país, donde la sombra de una alianza con La Paz, La Habana y Caracas ha dado mucho miedo; pero en el resto del país, en el Perú indígena y trágico de los Andes, salió segundo, detrás de su adversario que pintaba la imagen del nacionalista de mano dura. Hay que creer en las novelas: por el momento, la idiosincrasia del continente hace tanto caso al dictador como a la figura, moderna y todavía ajena, del líder demócrata.

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7 de junio de 2006
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LA DENUNCIA

Los informantes, de Juan Gabriel Vásquez, es una novela que debería ser francesa. No ha sido traducida al francés, cuenta una historia ubicada en Colombia, pero se dedica a un rasgo fundamental del comportamiento público en Francia: la denuncia de un vecino, un amigo o un pariente a las autoridades. Sin buscar más lejos, el caso «Clearstream» que puso hace poco en el suelo la popularidad del primer ministro Dominique de Villepin, es un caso de denuncia falsa, hecha por un amigo de Villepin y con la ayuda de este, sobre el actual ministro de interior, Nicolas Sarkozy, quien supuestamente tenía cuentas bancarias en el extranjero. De diez investigaciones por fraude tributario que hace hoy en día la administración francesa de Hacienda, nueve tienen como origen una carta de denuncia anónima. ¡Vaya Francia, el país que inventó los derechos humanos y se dedica todavía a golpes sucios y anónimos!

Este comportamiento repugnante culminó en la Segunda Guerra Mundial durante la ocupación de Francia por las tropas nazis. Los alemanes no tenían mucho tiempo para investigar y cualquier denuncia por parte de lo que se llama “trumpeta” o “sapo” según el país de América Latina, tenía efectos imposibles de revertir. Es una actividad frenética en Francia, que se toca poco y muy mal en los libros de Historia. Si se busca una síntesis completa de lo que pasó en Francia en aquella época, lo mejor es leerlo en inglés. France: the dark years (Oxford University Press) de Julian Jackson, un profesor de la Universidad del País de Gales. Su libro no tiene algo parecido en francés. Y para entender lo que pasó entonces por la cabeza de los franceses, se puede leer Los informantes, pues tampoco existe en francés algo semejante a esta novela.

El libro se publicó en 2004 pero los amigos que me lo recomendaron en Madrid no se equivocaron al hablarme maravillas de este relato que tanta resonancia tiene con lo que ocurrió en Francia. Su tema, las Listas de Nacionales Bloqueados, es decir la lista de las personas que vivían en Colombia y, durante la Segunda Guerra Mundial, a instancias de EE. UU. tuvieron que dejar su casa, abandonar su negocio y vivir en centros donde se les vigilaba como  supuestos peligros que representaban para los países aliados en contra del Eje. El sistema se prestó para abusos de todo tipo, cuyas víctimas fueron comunidades de extranjeros así como colombianos con nombres alemanes. Tal como en Francia, se hacía un fideicomiso de los bienes, lo que permitía satisfacer los celos o la voluntad de eliminar su competencia por parte de los informantes. Y claro, tal como en Francia, hubo una furia de denuncia. Una de ellas es la columna vertebral de la novela.

No voy a contar nada, pero nada de nada de la historia, pues se trata de un puro ejemplo de lo que se llama en las universidades una metaficción. Un relato con otro relato por dentro construido con tanta habilidad que da la sensación, al profundizar la lectura, de que la novela cobra fuerza, velocidad y profundidad de manera continua. No dudo de las emociones de los protagonistas en esta aceleración permanente. En Francia, donde la historia de actos similares sigue siendo un explosivo silencio, lo poco que salió mostraba informantes, tal como lo escribe Juan Gabriel Vásquez, que no saben «lidiar con los hechos de su propia vida». La gran literatura es universal; Los informantes abarca por lo menos desde Colombia hasta Francia.

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6 de junio de 2006
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Kirchner-Calamaro

A veces, uno lee un artículo pensando “ya lo sabía”. Me ocurre hoy al descubrir un análisis que parece una meditación de Celia Szusterman, una profesora de «estudios latinos» en el sitio de Open democracy.  ¿Qué dice ella? Una cosa sencilla: cuando vemos el auge de la izquierda en América Latina, sería más sabio hablar de un retorno del populismo nacionalista. Lo vi de manera obvia en la enorme concentración que provocó Kirchner para el tercer aniversario de su llegada al poder. Este señor busca su papel en la película Evita. Es un peronista de raza pura y lleva su país hacia lo que es el corazón denso y duro de la cultura política de su tierra. En este caso, el autoritarismo que desprecia la democracia.

No hay ningún desprecio en lo que es una mera observación. Existen culturas políticas de las que los países no pueden desprenderse. En el caso de Francia, es la inestabilidad mal maquillada detrás de un supuesto racionalismo cartesiano. Desde la Revolución (la de 1789) Francia ha tenido dos imperios, tres monarquías, cinco repúblicas, un consulado, dos directorios («directoire» ni siquiera tiene una buena traducción al castellano); y hay que añadir a la lista el vergonzoso gobierno de Vichy que colaboró con los nazis. Un francés no se encuentra nunca en posición de dar una lección de política a ningún ciudadano de otro país del mundo, pero aquella situación no impide reconocer unos rasgos estables en una nación vecina.

Y además, este proceso no tiene que utilizar la historia y la política. Funciona bien, a veces mejor, con la cultura. Siguiendo con la Argentina creo que el movimiento de Kirchner caminando hacia el corazón político de su país se parece a lo que acaba de hacer el cantante Andrés Calamaro con relación al patrimonio musical de su país.

Visto desde París, Calamaro pasó por un momento clave en su generosa biografía: participó en la creación de «Los Rodríguez», la única banda hispanocantante que se puede comparar con los grupos míticos del rock anglosajón. Basta visitar una tienda y ver dónde son ubicados los discos de «Los Rodríguez» para entender que, tal como los de The Beatles o The Police, no pueden desaparecer. Y de pronto, este mismo Calamaro alcanza hoy la cumbre de la melancolía tanguera. Vuelve, mejor dicho nos trae a todos, a sus raíces: un canto de derrota sentimental, de vejez y vida perdida para decir esas historias que se cuentan con música de bandoneón. Pero hay una sorpresa: la presencia insuperable de la guitarra de Niño Josele. Sabemos que con la guitarra flamenca, todo cabe. Acepta la clave cubana como los textos de Georges Brassens o Léo Ferré. En este caso, la misma guitarra sostiene diez tangos de los más clásicos (cuatro son de Gardel) y no hay manera de eludir un pensamiento único: esto, sí, es Argentina y Calamaro está en su tierra.

Tinta Roja -título del disco- es una joya de una belleza triste; merece la palabra clasicismo. Calamaro vuelve así del rock internacional al tango de su país como una persona que dice basta ya de ir por todas partes y negarse a sí mismo. ¿Quién va a creer que este cantante que dice «quiero emborrachar mi corazón para apagar un loco amor que más que amor es un sufrir» es el mismo que lanzaba frente a muchedumbres, en una nube de marihuana, «Mi corazón, mi corazón es un músculo sano pero necesita acción»?

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5 de junio de 2006
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URIBE Y KIRCHNER

Del caribe a la Tierra del Fuego, de la reelección de Álvaro Uribe, el domingo, en Colombia, al discurso de Kirchner recordando el lunes a los militares argentinos que tienen su casa en los cuarteles, no en el palacio presidencial, vemos dos caras de América Latina, dos caras del autoritarismo. No hay que equivocarse en la interpretación de cada episodio, pues puede ser que Hugo Chávez no sea siempre la figura que cambia el juego político del continente. Colombia y Argentina se mueven también.

En el caso de Colombia, Uribe no acaba de ganar un partido sino de cambiar las reglas de la política. La BBC se equivoca cuando ve, como muchos medios de comunicación en el mundo occidental, un éxito de la mano dura, el triunfo de un presidente que se encerró en una política de restablecimiento del orden público. Uribe representa mucho más, lo adivina El Tiempo en su editorial: con este presidente se termina el viejo juego que permitía un vaivén entre liberales y conservadores en el ejercicio del poder. Hay que volver al general Gustavo Rojas Pinilla (hablamos de los años cincuenta) para entender lo que se produce en Colombia.

Rojas Pinilla era un militar al servicio de una política de mano dura que utilizaba para salir del ciclo de las violencias y otros bogotazos. Desde entonces, un presidente era un señor que tenía una casa en la zona norte de Bogotá y, más allá de la lucha entre los partidos liberal y conservador, defendía los intereses de una oligarquía única (la que va de compras a Miami y cuyos hijos encuentran su pareja en la Universidad de Los Andes). Esa oligarquía está todavía en el poder pero tiene que compartirlo. Con Uribe, no es solo la mano dura la que aparece; ya existió antes, lo he dicho, con los militares en el poder. No, con Uribe se construye el poder presidencial con el trabajo de un cacique, de un jefe que manda al Estado tal como se habla en un consejo comunal; es decir, de un hombre que no se siente cómodo con la sociedad bogotana. Tarde o temprano habrá que entender esto: Uribe es el presidente de la Colombia que Pablo Escobar dejó a los colombianos, un país donde cambió la distribución de la riqueza, con nuevos ricos y una competencia entre paramilitares y guerrillas. Otro país.

No se trataba de esto cuando Kirchner habló el lunes frente a los militares argentinos. El espectáculo de un presidente democráticamente elegido que dice a los oficiales: “No tengo miedo, no les tengo miedo”, tal como lo cuenta Clarín, es también la imagen de un poder fuerte. Pero, al contrario de lo que representa Uribe en Colombia, traduce la continuidad de la sociedad argentina, y de su clase rica. De verdad, el gran acto de Kirchner en los últimos días fue su discurso público para el tercer aniversario de su llegada al poder, en lo que él llamó “la plaza del amor y la reconstrucción”. Era la Plaza de Mayo, la plaza de siempre, arrebatada por sindicalistas y miembros del justicialismo en un acto de falsa espontaneidad que recordaba las horas más altas del peronismo. No faltaron grupos para gritar “Borombombón, borombombón, todos queremos la reelección”. El presidente no les hizo caso pero parece claro que ya se ha metido en el mismo camino que Uribe, con una gran diferencia: no busca otro cambio en Argentina que el retorno a una cultura política autoritaria y el mantenimiento de la distribución de la riqueza tal como funcionó siempre en un país con una corrupción grande.

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30 de mayo de 2006
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LILITA ABREU

Era cubana. Se llamaba Rosalía Abreu Sánchez. Todos le decían «Lilita», menos Alexis Léger que ponía «Liu» en sus cariñosas cartas. Alexis Léger es el poeta que consiguió el Premio Nobel de Literatura en 1960 bajo el seudónimo Saint-John Perse. Por primera vez se publica su biografía: Saint-John Perse, les rivages de l’exil, de Joëlle Gardes (Editions Aden). Un trabajo serio, largo (trescientas cincuenta páginas) y con limitaciones obvias. Falta emoción, falta el anhelo de convivir una aventura poética en lo que es más bien una recopilación de hechos desplegados en un orden cronológico. Por suerte, tenemos a «Lilita».

Ella es un fantasma ineludible en la historia literaria francesa del siglo XX. Nació en París, pero de padres cubanos, y creció haciendo muy largas estancias en la isla y en EE. UU. Su padre era el típico hijo de una familia de las Canarias enriquecida en Cuba. Dejó a la madre, que era todo un caso al atender siempre sus trescientos monos antes que a sus hijos. Cuando Lilita llega a París, en 1907, tiene veintiún años. Se convierte enseguida en la reina del salón de la tía que la hospeda en una casa espléndida de la calle Beaujon. Por un año, fue novia de Louis Pasteur Vallery-Radot, bisnieto de Eugene Sue, médico famoso y futuro héroe de la resistencia contra los nazis. Lo deja y enloquece a Jean Gireaudoux, el novelista y dramaturgo. La biografía de Gireaudoux, que publicó Jacques Body hace dos años, no deja duda alguna sobre la eficacia de su coqueteo. Gireaudoux tiene el corazón machacado, como en la canción de Ary Barroso, y huye a Francia por ella.

Todavía se puede comprar en París por unos cien euros las Dix lettres à Lilita (Diez cartas a Lilita) de Leon-Paul Fargue, otra víctima de esa bomba cubana que termina por casarse con un empresario que tiene plata y pocas exigencias («Lilita» mantiene un piso suyo). Pensar en Anaïs Nin, otra cubana con sumo talento para la seducción, sería un error. «Lilita» fue una mujer sencilla y sensible. Aparece en la vida de su amante como una luz generosa que Saint-John Perse se dedica a mantener en la sombra. Se encontraron hacia 1925; llegaron a ser íntimos a principio de los años treinta; compartieron, sin convivir, un exilio en los años cuarenta en Washington.

No hay scoop en el relato de la relación que ofrece la biografía. El scoop tuvo lugar en 1987, cuando Mauricette Berne, una conservadora de la Biblioteca Nacional de París, publicó Lettres à l’étrangère en Gallimard. El título venía como un eco al famoso Poème à l’étrangère (Poema para la extranjera): «vous qui chantez –c’est votre chant…» (no, no me atrevo a traducirlo). El libro revelaba la naturaleza de la relación entre el poeta y su “Liu”. Saint-John lucía bastante mal en su papel de amante escondido. Tampoco parece muy simpático en la biografía. Llegó a ser secretario general en el ministerio francés de asuntos exteriores. Típico funcionario francés de la haute administration: un señorito que por ocupar una posición social cree tener una visión suya. La Segunda Guerra Mundial le ofreció una oportunidad tremenda. De Gaulle le esperaba. Pero se dedicó, después de una mala entrevista con Churchill, a una presión ineficiente sobre el presidente americano Roosevelt. Esperaba todo de la Casa Blanca. La biografía recuerda la valoración aplastante de De Gaulle en 1942: «A pesar de sus grandes apariencias, Léger no tiene casta. Puede ser un diplomático, pero no sabe lo que es la política. Entonces sigue la política de cualquier otro. Es lo que ha hecho siempre. No le podemos dar la importancia que no tiene».

Por lo menos estaba la poesía. De esto, sí, Léger sabía algo. Y «Lilita» también, que no se equivocó al ser la primera en leer el Poème à l’étrangère. Entendí que era una carta de ruptura. Termina con: «Je m’en vais, ô mémoire…» (Me voy, memoria…). En realidad no fue así: «Lilita» se marchó de Washington sin despedirse del gran poeta y pequeño hombre cuyo talento debe tanto a su presencia.

Tendremos mucho Saint-John Perse en Francia el año que viene: su obra es el tema del próximo concurso de la agregation (el concurso para ser profesor de literatura en la universidad). Quizá sea una buena oportunidad para mejorar el sitio Internet dedicado al poeta. No seduce para nada. Prueba de esto: habla poco de «Lilita».

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29 de mayo de 2006
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EJÉRCITOS EN LOS ANDES

En el cuento de nunca acabar que es el porvenir de América Latina en los tiempos de Chávez y Morales, o Hugo y Evo como dirían sus aficionados, se habla poco de un elemento clásico de la vida política en los Andes: los ejércitos. Desde los más oscuros cuartelazos de Bolivia a la visión progresista de Juan Velasco Alvarado en Perú se puede esperar todo de los ejércitos, menos una cosa: que desaparezcan. Desde Bolívar, que estableció la del caudillo como una figura que une los poderes civiles y militares, no se puede pensar acerca de la política en los Andes sin referirse al papel que ocupan las fuerzas armadas. Es lo que hace un excelente informe del Inter-American Dialogue, una ONG de Washington dedicada a mejorar las relaciones entre las Américas.

The Military and Politics in the Andean Region (Los militares y la política en la región andina) es un análisis que tiene un solo defecto: su falta de traducción al español. Quizá la tendremos pronto; Inter-American Dialogue suele procurar la distribución de sus impecables estudios en dos idiomas. En este caso, sería una lectura excelente para salir del falso debate sobre si Evo está más cerca de Hugo, aunque Lula, pero Uribe, etc.

La verdad es muy sencilla: nunca los países andinos consiguieron instalar a sus ejércitos bajo el control de los gobiernos civiles. En cada país, la historia se desenvuelve a través de una serie de subidas y bajadas de la influencia de los militares en la vida política. Comprometidos en la lucha contra el tráfico de droga, en el mantenimiento del orden, a veces en tareas sociales de desarrollo o de ayuda, los ejércitos van y vienen entre los palacios presidenciales y sus cuarteles con la sensación de que son tan legítimos en unos como en otros.

«Venezuela es un régimen militar; hay trescientos oficiales que tienen un papel decisivo en el funcionamiento de mi país» me decía hace poco un escritor venezolano. Es cierto y vale la pena reflexionar, tal como lo hace Carlos Basombrío Iglesias, autor del estudio de Inter-American Dialogue, sobre el sentido que tiene el abandono del plural para nombrar a las fuerzas armadas en la constitución bolivariana. Venezuela ahora tiene una fuerza armada (singular) que ya no es la «institución apolítica» de que hablaba la constitución anterior. En la vecina Colombia, el ejército ni sueña con tener tanto poder, pero no se puede negar su autonomía. Consiguió desanimar, y a veces impedir, los intentos de diálogos de paz con las guerrillas y parece que el poder civil lo aprieta poco en lo que tiene que ver con derechos humanos.

En Perú, el Fujimorismo correspondía a un momento de influencia máxima de un ejército que salió desprestigiado del caso Montesinos. La candidatura de Ollanta Humala a la presidencia es un intento de recuperación de lo que se perdió. En Ecuador, lo importante es que existe ahora un vínculo directo entre el ejército y los movimientos indígenas. Este factor podría ser decisivo en su momento, tal como la vieja lucha entre policía y ejército en Bolivia.
¿Cuál es la conclusión del estudio? Algo obvio, tan obvio que lo olvidamos siempre: cuando las élites políticas y las instituciones democráticas se ponen débiles, aparece un espacio que los militares son los primeros en ocupar. La última palabra del informe resume aquel movimiento repetitivo; la palabra es «ciclo».

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26 de mayo de 2006
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BUENOS AIRES, MÁS ALLÁ DEL MIEDO

Es una sensación que ocurre de vez en cuando, siempre desagradable y tormentosa: leer un libro que ya te han contado muchas personas. Es pasear por páginas conocidas y que no se parecen a lo que uno esperaba. Es lo que me ha pasado con Memoria del miedo de Andrew Graham-Yooll. Un gran libro, por supuesto, pero ni la obra de periodismo, ni el retrato de la Argentina de los años setenta de los que me hablaron tanto.

Hay que ser preciso en el caso de un libro que ha tenido muchos títulos distintos y versiones en varios idiomas. Su autor, anglo-argentino, o más bien argentino-inglés, fue periodista del Buenos Aires Herald. Tuvo que exiliarse después de contar en su diario las actividades de terroristas, rebeldes y estatales, con o sin uniformes, que produjeron millares de muertos y desaparecidos en las épocas de la lucha guerrillera y del gobierno militar. La edición que acabo de leer es la que sacó, hace unas semanas, la editorial Libros del Asteroide en Barcelona. Tiene un buen prólogo de Arcadi Espada.

Como todos los libros que se han modificado a lo largo del tiempo, no se trata de un libro, más bien de una acumulación de capítulos que se combinan para producir el retrato de la sociedad surrealista que aceptó vivir entre matanzas. Graham-Yooll –primera sorpresa para mí– no tiene la escritura de la que tanto se ha hablado. Tiene una voz. Habla como persona que tuvo miedo al vivir allá y no como historiador o periodista –segunda sorpresa-. Su potencia no tiene que ver con lo que cuenta sino con cómo lo cuenta. Llega a su tope como cuentista cada vez que prescinde de la primera persona del singular. Su memoria del miedo no se describe con un «Yo», tampoco con un «vos» (estamos en Argentina). Lo que le corresponde decir pasa por un «nosotros».

« … todavía somos también el mismo país» dice el autor a sus compatriotas argentinos al recordar en una introducción, que es un curso fenomenal de historia contemporánea, cómo apostaron y rechazaron soluciones políticas, saliendo de la democracia y volviendo a ella con una voluntad constante de taparse los ojos. Argentina es un caso de amnesia en tiempo real. No vive en la Historia; atraviesa situaciones. En el libro mismo, no hay memoria sistematizada. Hay fragmentos de una vida absolutamente normal, lo que es la historia de Argentina, detrás del miedo, que corresponde a una situación. Graham-Yooll mezcla de manera constante descripciones de la ciudad, de sus habitantes, de pequeños datos de la vida diaria, el tráfico, la ropa, las obsesiones de cualquier habitante, con hechos escalofriantes. Así, un cadáver recién quemado no es un cadáver; más bien un asado extraño bajo un cielo cuya luz se entrega con cariño y precisión.

Lo mejor del libro es así, de sol y sombra; tiempo sublime, la luz de La Plata, buena temporada, cortesía del autor del secuestro, cortesía de su rehén, mezcla de seducción con violencia, comida en la noche, muerte casual, muerte por exceso de torturas, muerte al instante. No hay muertos buenos o malos, lo que hay es el aliento de la enorme metrópolis compartida por todos, los que tienen miedo y los que tendrán miedo en algún momento –basta esperar. Lo que no esperaba por mi parte es esto: un gran texto sobre Buenos Aires como teatro de las pasiones humanas. Es lo que permite a su autor fingir una ingenuidad retrospectiva al contar cómo intentó probar (con el pie) la textura de un cuerpo quemado, o preguntar a un torturador lo que le gustaba de su oficio. Más allá del miedo, existe la vida. Es la gran vencedora en la memoria del inglés de La Plata. Él lo dice muy bien en una frase clave: «La supervivencia era la única victoria posible».

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25 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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