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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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La absorbente Liga de fútbol

El aficionado está de suerte. A pocos meses del final de la Liga que tendrá lugar en marzo, todo está aún por decidir. Los dos grandes equipos nacionales, el Recreativo Castizo (también llamado "el Obispero") y el Atlético Guay (apodado "la Pánfila") están empatados a puntos en la clasificación. Dos filosofías de juego, dos ideas del deporte y dos negocios sucios muy diferenciados tratan de imponerse y no dejan pasar día sin robarse los titulares mediáticos.

La Pánfila tenía esta semana un partido de exhibición contra un equipo internacional en el que figuraban jeques árabes, presidentes caucásicos y varios capos. Todos esperábamos ablaciones públicas, reparto de alijos, muestra de armas químicas, pero la mitad de los invitados estaba en la cárcel y la otra mitad en los montes de Afganistán y no pudieron acudir. Con un equipo tan mermado, la exhibición quedó gris.

No pudo aprovechar la ocasión el Obispero. En una audaz maniobra, su capitán, el polivalente Rajoy, fichó a uno de los grandes guardametas del fútbol nacional, el temido Pizarro, elevado a la fama tras su encontronazo con un agresivo ariete Pánfilo que trató de comprarle la camiseta por una décima parte de su valor. El brillo de la operación, sin embargo, se vio ensombrecido por la lesión de su delantero centro, Gallardón, cuyo nombre ya lo dice todo, el cual tuvo que ser sustituido por la aguerrida Aguirre, cuyo juego es eficaz como extrema derecha, pero que no da juego en el centro del campo.

Los equipos menores, muy alejados, sólo aportan sus tradicionales activos. El equipo vasco ("RH muy negativo") y el catalán ("tots som Josep Lluis") han vestido a sus jugadores con el clásico atuendo de los coros y danzas, pero eso no parece animar ni siquiera a sus fanáticos seguidores.

Ha sido una semana homérica que hace suponer una final apoteósica. Excelente compensación por el aburrimiento supino de las elecciones generales, enfangadas en una disputa sobre si el Real Madrid chupa más del presupuesto que el Barça. Los estadios están llenos y las urnas vacías. Albricias.

Artículo publicado en El Periódico, 19 de enero de 2008.

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21 de enero de 2008
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El hombre que quiso ser dios

La primera noticia la tuve en el colegio y entonces le llamábamos Alejandro El Maño, aunque nos gustaba más su caballo Bucéfalo, de nombre irresistible. Muchos años más tarde me percataría de que Alejandro de Macedonia era uno de los escasísimos humanos que han sido modelos de virtud durante veinte siglos. Junto con Julio César, Jesús de Nazaret y quizás Napoleón, millones de mortales vieron en ellos un espejo de conducta. El espejo se rompió a partir del Congreso de Viena y hoy es considerado incorrecto.

/upload/fotos/blogs_entradas/alejandro_magno_med.jpgLa desmesurada aventura de este joven nacido trescientos cincuenta y seis años antes que Jesucristo y muerto a los treinta y tres (hoy por fin asequible en la espléndida biografía de Robin Lane Fox que ha publicado Acantilado), es la colosal carrera de alguien que quiso ser Aquiles y acabó convertido en un dios viviente. La obsesión homérica estuvo presente desde su primera incursión militar, cuando Alejandro, tras desembarcar en Asia menor, abandonó a sus perplejos generales para acercarse a Troya, muchos kilómetros al sur de la ruta invasora, con la intención de competir con su novio Hefestion en una carrera alrededor de la tumba de Aquiles. Allí, en la antigua Ilion convertida en una aldea que Schliemann aún lograría desenterrar, se encontró con el primer signo celeste: los lugareños le entregaron el escudo y la armadura de Aquiles que habían ocultado durante siglos y de los que no se separaría ni siquiera durante la guerra de la India. Que Alejandro tomara a Aquiles como modelo, así como Julio César o Napoleón se miraran en Alejandro, establece una continuidad de la heroicidad épica que sólo sucumbirá con la aparición de la sociedad burguesa, incompatible con la figura del guerrero. El héroe, como un Fénix, renacía con cada renovación de la sociedad.

La identificación, sin embargo, chocaba con un problema. Aquiles era hijo de Tetis, una divinidad marina, y Alejandro era hijo de Olimpia, una tarasca macedonia. De modo que, tras la decisiva victoria de Isos, abandonó de nuevo a su ejército y se desvió en una peligrosa aventura a través de quinientos kilómetros de desierto para consultar el oráculo de Zeus Amón en el oasis de Siwa, último santuario de habla griega fronterizo con Libia. Como ya sospechaba, el augusto dios africano le confirmó que no era hijo de Filipo sino de Zeus en persona. Calmada su inquietud pudo entonces emprender el mas largo, doloroso y disparatado viaje que jamás se ha conocido. De Persépolis a Afganistán, del Mar Caspio al Ganges, del Indo al infierno de Makran, el nuevo Aquiles condujo el mayor ejército que se haya visto por rutas que incluían el ascenso a picos de cinco mil metros o la travesía de desiertos que los tecnificados ejércitos del Imperio Británico no pudieron superar en el siglo XIX. Sin duda, aquel muchacho alucinado deseaba alcanzar el lugar donde terminaba la Tierra, el llamado Mar Exterior, cinturón de agua que rodeaba al mundo. Llegó hasta divisar el Índico, pero tuvo que renunciar al abismo por la llorosa súplica de sus soldados, agotados tras años de guerra, enfermedad, hambre, calor, frío y soledad. Muy contrariado, regresó a la capital de su imperio asiático.

De los dos grandes contrincantes de Alejandro en esta epopeya, el rey Darío de Persia y el rey Poros de la India, el segundo es el más admirable ya que el pobre persa no hizo sino huir una y otra vez en lugar de morir decentemente hasta que le asesinaron sus propios (y escasos) cortesanos. Escena terrible cuando Alejandro encuentra la carreta donde yace el cadáver del último aqueménida atado con cadenas de oro y abandonado en un desolado barranco del actual Damghán. No así Poros, gigantesco y gallardo, que peleó sobre su elefante hasta que una lanza le atravesó el pecho. Derrotado, aún le quedó ánimo para instruir al joven guerrero, el cuál no sabía como debía tratarse al emperador de la India en semejante circunstancia./upload/fotos/blogs_entradas/ciudades_conquistadas_por_alejandro_magno_med.gif

Una vez conquistada la totalidad del mundo conocido (menos Arabia, su frustrado proyecto), Alejandro fue víctima de la terrible hybris, la locura que abate a todos los que osan traspasar la mesura humana y que ya había matado a Aquiles ante las murallas de Troya. Esta reputada enfermedad divina produce una euforia enloquecida durante unos meses de frenética actividad y luego fulmina al héroe. La muerte de Alejandro, tras las célebres orgías de Babilonia, fue tan inesperada que hasta el día de hoy se atribuye a una conspiración de sus generales, mentira que se repetirá con Napoleón. Lo más probable, sin embargo, es que muriera de malaria. Sólo hay un dato inquietante. Se había traído de la India al gimnosofista Cálamo que a todos gustaba mucho porque dormía y meditaba sobre una sola pierna y que le aconsejaba en los momentos decisivos. Cuando desde el Punjab llegaron a Persépolis, el gimnosofista pidió permiso para morir porque estaba cansado y deseaba cambiar de envoltura carnal. Impasible ante las protestas de su heroico discípulo, ardió en una pira entonando atinados cantos, no sin antes despedirse de Alejandro con este saludo: "Nos veremos en Babilonia". Tras varios meses de disimulo y aunque dio muchos rodeos, ofuscado por las burlas de su gente Alejandro no tuvo más remedio que entrar de nuevo en la ciudad de Babel.

Durante el último año recibió el tratamiento que sólo se le concede a los dioses, un ritual que heredarían los césares romanos, los papas de Roma y en forma atenuada los monarcas Franceses. Sin embargo, este dios que iba a morir ponía de manifiesto, no tanto que los humanos pudieran ser dioses (ya se habían dado casos), cuanto que los dioses pudieran ser mortales. Esa sería la tarea que culminaría con éxito otro sucesor de Alejandro, Jesús de Nazaret, no ya héroe de la guerra corporal, sino de la guerra espiritual, cuando matara en la cruz al último dios celeste e inaugurara la inmortalidad de los humanos.

Nuestros actuales jefes político mediáticos rechazan contundentemente a los héroes guerreros de la civilización occidental. La minúscula moral de la vida gregaria no puede soportar ni siquiera al último dios muerto, porque incluso una vez muerto sobresale demasiado desde la altura de la cruz. A pesar de ello, el populus indócil sigue amando a los héroes épicos aunque sea bajo una figuración degenerada: los gangsters de Coppola y de Los Soprano, los vengadores justicieros como Bruce Willis, Clint Eastwood o Mel Gibson. En sus formas más domesticadas, los arqueólogos luchadores (Indiana Jones), los espías eróticos (James Bond) o los hijos de Hércules maltratados por la oligarquía (Silvester Stallone o el replicante de Blade Runner) y tantos otros. Porque, es indudable, necesitamos héroes pigmeos para podernos sentir gigantes éticos.

Artículo publicado en El País, el 13 de enero de 2008.

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16 de enero de 2008
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El corazón de la bondad

Veinte críos de ambos sexos atacan a una mujer indefensa. La golpean, la humillan y graban su proeza con el móvil. Mientras dura la tortura, la mujer oye que lo van a colgar en Internet, que son menores y que a ver si se atreve a pegarles. Estos salvajes son racionales: saben que son intocables. Su placer sádico es el principio narcisista que mantiene unido al grupo. Entre ellos y el resto de los humanos hay un abismo. Estos menores lo ignoran, pero están actuando como terroristas a quienes protege un poder legal. Saben que buena parte del conjunto llamado "democrático" les apadrina. Saben también que la mujer está inerme, sin posibilidad de defensa, pero que un sector respetable de la sociedad "comprende" a los terroristas y a los niños feroces.

El suceso pone de manifiesto el más viejo enigma de la humanidad. ¿Somos bestias salvajes que sólo un proceso represivo convierte en humanos, como creía Hobbes? ¿O somos humanos justamente porque tenemos una moral instintiva, innata, "natural", que nos diferencia de las bestias, como creía Kant? ¿Hay que juzgar a esos salvajes y a los terroristas como animales que han racionalizado su bestialidad, los unos con el móvil, los otros con Sabino Arana? ¿O como seres humanos que aplican la moral del narcisismo fascista, la del verdugo que se cree superior a sus víctimas?

No es un debate trivial. Algunos darwinistas, como Marc Hauser, creen en una moral "instintiva" que compartimos con algunos animales. Los relativistas multiculturales creen que la moral es una fantasía variable, producto de la utilidad social y por lo tanto sin fundamento. Otros, como Rawls, se encuentran en un punto intermedio según el cual la satisfacción "natural" de actuar rectamente tiene un fundamento social, la funcionalidad del bien común.

En todo caso, los niños salvajes y los terroristas tiene en común un rasgo que comparten con lo más inmoral del mundo político y mediático: la convicción de que no deben responder de sus actos ante la sociedad. La creencia de que sólo responden ante la tribu. Y que la tribu les protege.

Artículo publicado en El Periódico, el 12 de enero de 2008.

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14 de enero de 2008
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Obra pública: peligro de muerte

Era noche cerrada cuando tomé la carreterilla que lleva de Serra de D'Aro a Fontanilles. La habían asfaltado hacía pocas semanas, después de varios años con tremendos baches y agujeros que la habían convertido en una prueba de slalom para los conductores y una trampa mortal para motoristas. Me quedé perplejo cuando oí el topetazo de las ruedas. Por la mañana comprobé que habían dejado unos doscientos metros tal y como estaban antes, sin asfaltar. Entras en la carretera desde la rotonda con la suavidad del asfalto nuevo, vienen luego los baches satánicos, y si vives vuelve la lisura. ¿Por qué insólita razón ha quedado allí ese tramo mortífero? La inventiva de la Generalitat es inescrutable. Luego vi tres coches aparcados y sus conductores inspeccionando los neumáticos. Habían caído en los socavones dispuestos a traición por los estrategas del tripartito.

/upload/fotos/blogs_entradas/pinchazo_med.gifAl día siguiente me puse en camino hacia Barcelona y a la altura de La Selva reventó una rueda. Hice las consabidas eses, pasé rozando un camionazo y salvé la vida de milagro. Por fortuna, el RACC, la única institución eficaz que queda en Cataluña, me auxilió al cabo de una hora. En efecto, se había rasgado la cámara en uno de los pérfidos socavones.

Las estadísticas de muertos en carretera son siempre arrojadas contra los conductores. No dudo de que haya mucho bárbaro al volante, pero todavía no he oído a ningún irresponsable de Tráfico comentar la chapuza de las carreteras y autopistas, la barbarie gubernamental. Sin embargo, una parte sustancial de los muertos son víctimas de la inepcia de la administración.

Cuando hubo pasado el peligro y me vi a salvo en el arcén recordé la reacción habitual por estos pagos: "¡Qué bestias! ¡Por poco me mato! ¡¡Independencia!!". Sublime ideal. Los irresponsables regionales imitan a sus clones estatales. La incompetencia no se distribuye por autonomías sino según la densidad del funcionariado. Aquí es indudable que hemos alcanzado el grado de ineptitud idóneo: doscientos mil funcionarios. Ya somos una nación. Ya podemos morir por la patria.

Artículo publicado en El Periódico, el 5 de enero de 2008.

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8 de enero de 2008
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Diciembre. Los estragos de la edad

Eran otros tiempos, o sea, los mismos de ahora. Ante la creciente obsesión de André Gide por ser celebrado entre los jóvenes, dijo André Malraux que había que ser un insensato para buscar la aprobación de los menores. El encanallado escritor tenía como orgullo ser elogiado sólo por gente adulta, en cuestiones como la literatura o la política que exigen juicios certeros.

Desde entonces la angustia por la aprobación de los jóvenes ha crecido exponencialmente. Casi la totalidad de la publicidad y de la política busca cómplices en ese estrato social, por otra parte menguante. Bien es cierto que cuando Malraux manifestaba su displicencia hacia los inmaduros, el borde de la edad de la razón estaba en los veinte años. Hoy roza ya los cuarenta. Nuestros jóvenes han envejecido mucho.

La progresiva importancia del adjetivo "joven" en la vida diaria es seguramente una hipocresía; lo cierto es que son la zona peor tratada e incluso peor que en tiempos de Malraux. Encerrados en un campo de concentración electrónico, sólo pueden ejercer como compradores compulsivos de aparatos, mientras se les mantiene en una semiesclavitud laboral. Ninguna subvención o beneficencia administrativa podrá resolver el problema mayor: la prohibición de acceder a la responsabilidad. En el trabajo, en la vida social, en la formación educativa, en las formas mayores de la libertad, los jóvenes son subalternos. Basta repasar los suplementos "juveniles" de los grandes periódicos nacionales para constatar que se les condena a la estupidez, aunque, eso sí, a cambio de una excelente oferta sexual.

/upload/fotos/blogs_entradas/on_chesil_beach_med.jpgEl proceso de este trueque ("tú te quedas con el monopolio del sexo y a cambio vives como un esclavo") es relativamente reciente, debe de tener unos cuarenta años. Antes de la célebre mutación llamada abusivamente "Mayo del 68", el estrato juvenil accedía muy pronto a trabajos de cierta responsabilidad, a parcelas propias de emancipación y a la famosa respetabilidad que era la garantía de unos ingresos estables. A cambio, el sexo casi siempre estaba condicionado a la integración social por medio del matrimonio. Este es el asunto que trata Ian McEwan, uno de los mejores narradores vivos, en su última novela, On Chesil Beach, que supongo traducirá muy pronto su siempre atento editor español, Jorge Herralde.

La novela desconcertará a la gente que no tiene la menor idea de cómo era la vida de los jóvenes hace medio siglo. E inevitablemente producirá una avalancha de exhibicionismo del tipo: "Pues a mi nunca me pasó nada semejante". Porque el asunto del relato es el fracaso sexual de una pareja de jóvenes ingleses en el primer día de su matrimonio. Ambos pertenecen a la clase media, alta la muchacha, baja el chico, y no han tenido acceso a la más mínima información seria sobre las relaciones sexuales. Él sólo conoce bromas chocarreras de vestuario de gimnasio y algo de pornografía. Ella ni siquiera esa primitiva iniciación.

El encuentro entre dos personas que se aman y se necesitan, pero son incapaces de ordenar los pasos ineludibles para un apareamiento sin dolor o humillación, está tratado con sencillez, mucha ternura y sobre todo mediante una exacta medición de los tiempos, los espacios dedicados a la colisión y los antecedentes, el cuidadoso rechazo de toda morbosidad. Es un relato tan pudoroso que podrían leerlo los niños de secundaria y les aprovecharía mucho más que esos cursillos en los que la exactitud anatómica sustituye a la comprensión profunda de la sexualidad.

El novelista inglés expone con sutileza que el motivo principal del fracaso no es la inexperiencia o el encontronazo entre una mujer asustada y un hombre inexperto, ni siquiera el posible conflicto físico entre un eyaculador precoz y una chica de sensualidad nula, sino la imposibilidad de explicarse entre sí, la ausencia de un espacio lingüístico en el que puedan darse a conocer el uno al otro, porque ni siquiera ellos mismos saben lo que les está sucediendo o cómo compartirlo con el otro para que le excuse y acoja. Ese terrible principio según el cual uno es siempre culpable (terrible porque es verdadero) cae sobre ellos como un hachazo.

Cuando no se puede compartir un fiasco, suele convertirse en objeto arrojadizo, como hemos comprobado a lo largo de esta tediosa legislatura. También los jóvenes, como nuestros políticos, impotentes ante su afasia, no tienen otro escape que acusarse mutuamente de una incompetencia sexual que en realidad es trivial. La novela concluye con una coda desesperada. Ambas vidas quedarán para siempre marcadas por esa primera y decisiva decepción.

El caso que expone McEwan debe de ser ya relativamente infrecuente. Quiero creer que los jóvenes actuales llegan con cierta información básica a su primera cópula y están habituados a hablar de estos asuntos sin darles demasiada importancia. Es una formidable descarga de agobio para esa iniciación siempre agónica, aunque ya tenga carácter público y se muestre tenazmente en las docenas de pantallas que constituyen la actual escuela juvenil. Dudo, sin embargo, de que haya mejorado la capacidad de hablar con la pareja cuando estalla el fracaso. Me temo que las acusaciones mutuas y la culpabilización siguen siendo la única salida. Porque la culpa es eterna, aunque no haya falta.

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4 de enero de 2008
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El último que nos quedaba

Cuando murió Ernst Jünger no sólo desapareció un escritor sino un modo de concebir la escritura. Aunque murió en 1998, con él se quebraba el último brote del siglo XIX. La muerte de Julien Gracq, hace pocos días, entierra la última pluma del siglo XX.

Puede parecer exagerado, pero no lo es. Téngase en cuenta que hacia 1970 la "literatura" aún era un club de poetas. Si alguien se refería al arte de escribir, todos entendían que hablaba de Rilke, de Eliot o de Machado. La novela sólo era "literaria" cuando se aproximaba a las intenciones de la poesía, como en el caso de Joyce, de Faulkner, de Benet o de Manganelli. La poesía ha desaparecido hace decenios; ahora le toca desaparecer a aquella novela que aún medía sus armas con la poesía.

Esta desaparición no es una muerte en el sentido escandaloso que a veces se le da, sino una exclusión del ámbito social, de las tertulias, de los usos cultos, de la vida en común. Jordi Llovet lo decía sobriamente en El País del pasado día 27: "La literatura tendrá un papel cada vez más pequeño en el terreno de la verdadera socialización". Era su homenaje al último literato vivo del siglo XX.

/upload/fotos/blogs_entradas/gracq_a_lo_largo....jpgLo más curioso de Julien Gracq, sin embargo, es que tampoco el respeto enorme que suscitaba entre los entendidos tuvo una consagración académica: sus libros no se ajustaban a lo que se espera de un escritor supremo. Las novelas eran oscuras y de poco fruto fuera de la tesis doctoral. El teatro, irrepresentable. Lo excelente eran unos cientos de fragmentos inconexos que en cinco líneas o dos páginas enunciaban juicios, recuerdos, reflexiones, exabruptos, historias, reunidos en libros con nombres tan opacos como "Letrinas", "Leyendo y escribiendo" o "A lo largo del camino" (Acantilado).

Lo que en un clásico habría sido obra menor era en Gracq obra mayor. Lo que antaño ni se habría publicado, era lo más relevante del arte de Gracq. Como si habiendo intuido el próximo fin de su cultura hubiera dejado tan sólo un manojo de epitafios irónicos, ruinas dispersas sobre las que reposa una figura acodada al cayado.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de diciembre de 2007.

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31 de diciembre de 2007
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Licencia para matar (lentamente)

Espero que no tarde en traducirse el ensayo de Allan M. Brandt dedicado al mayor asesino en serie que ha conocido occidente. En su The Cigarette Century ("El siglo del cigarrillo") narra la escalofriante historia de una matanza sin duda industrial. /upload/fotos/blogs_entradas/cigarettecentury.jpgLo más asombroso no es la docilidad con la que los fumadores se han dejado asesinar, sino cómo fueron seducidos mediante perversas campañas publicitarias.

Fumar cigarrillos, contra lo que puede parecer, no era un hábito masivo a comienzos del siglo XX; fue la Primera Guerra Mundial lo que disparó su consumo al asociar el cigarrillo con la figura romántica del soldado hundido en su trinchera, mirando las estrellas con un pitillo entre los dedos. A la masculinidad, que duraría hasta los vaqueros de Marlboro, se unió muy pronto la hembra sexualmente accesible. Durante la posguerra, Hollywood asoció tercamente el contacto sexual con cigarrillos cuyo humo sellaba el coito.

En 1953 aparecieron los primeros datos científicos sobre el cáncer de pulmón entre fumadores. Las compañías contraatacaron con estudios escritos por prestigiosos mercenarios. En 1962 el informe del comité dirigido por Luther Ferry dio pruebas inequívocas, no sólo de la relación del tabaco con el cáncer, sino de los millones de víctimas que ya había causado. Comenzaron entonces las batallas legales en las que la industria se impuso comprando médicos, abogados, jueces y congresistas. En 1988 fue un estudio gubernamental el que demostró la relación del cigarrillo con millones de muertes y el uso consciente de adictivos para enganchar al cliente por parte de las tabaqueras.

La batalla continúa, pero el público culto de los países ricos ya no se lleva a engaño y las ventas han caído. En consecuencia, las tabaqueras disparan ahora su publicidad hacia los niños y los países del tercer mundo. Tratan de matar a los más débiles e ignorantes.

Lo chocante de este asunto es la indefensión de los ciudadanos ante la publicidad. Si han sido capaces de vendernos nuestro suicidio, ¿qué no podrán vendernos? Por cierto: yo fumo.

Artículo publicado en El Periódico, 22 de diciembre de 2007.

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24 de diciembre de 2007
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Demasiado bonito para ser cierto

Un celebrado psicólogo, Jean Piaget, dedicó muy bellas páginas al asunto de si los niños creen de verdad en los Reyes Magos. Su conclusión era que los niños creen en los Reyes Magos, aunque saben perfectamente que sus padres han comprado los regalos. Esta contradicción sólo aturde a los ciudadanos afectados por una severa racionalidad. Un docto historiador francés, Paul Veyne, dedicó hace años un estudio al mismo tema. Quería averiguar si los griegos creían de verdad en sus mitos. ¿Algún amigo de Platón o de Sócrates podía creer que para copular con Leda había Zeus tomado la forma de un cisne? Su conclusión no difería de la de Piaget: antes de la era moderna, antes del dominio científico y la difusión del espíritu crítico, era cabalmente compatible creer y no creer en algo. Las leyendas tenían su verdad y la geometría otra.

No es tan extraño. En vida suya muchas veces me pregunté (aunque nunca osé planteárselo) si mi abuela creía de verdad en un dios que era, a su vez, tres dioses, uno de los cuales había nacido de una virgen humana y por lo tanto podía morir sin por ello dejar de ser tan inmortal como los otros dos. Supongo yo que todavía queda mucha gente que cree en estas leyendas y que a lo mejor se molesta si alguien dice que se trata de mitos poéticos, fábulas, cuentos. Incluso en personas capaces de usar el teléfono y la calculadora, conducir un automóvil o invertir en fondos de pensiones, persiste esa capacidad que solemos considerar infantil o arcaica y que no tiene dificultad alguna en creer algo increíble. Por supuesto, tampoco ve contradicción en llevar una vida racional, hipertécnica, y asumir disparates. Como usar Internet, pero para consultar el horóscopo.

Ciertamente, es un proceder reservado a un tipo especial de personas: idólatras, primitivas, poéticas. Así que somos injustos cuando tachamos a ciertos políticos profesionales de cínicos. No lo son. Pertenecen a ese envidiable grupo que puede creer ciegamente en algo, sabiendo que es absolutamente falso. Y dormir como excitados infantes en la noche de Reyes. 

Artículo publicado en: El Periódico, 15 de diciembre de 2007.

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17 de diciembre de 2007
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¡Hay que ver cómo está el servicio!

Cerca de mi casa, en el cruce de Padua con Balmes, hace más de un año que la estación de los Ferrocarriles de la Generalitat está en obras. Es una estación pequeñita, una de las más pequeñas de la red, una ridiculez de estación, como de casa de muñecas. Y llevan un año. Paso muchos días por allí y nunca hay nadie trabajando. Si uno continúa Balmes abajo llega a una plaza medianeja, la de Molina, que va para tres años en obras. La han cambiado tantas veces que seguramente ya no saben acabarla. Y si tuerce uno a la izquierda para ir a la bella biblioteca de Josep Llinás, llega a una plaza, la de Lesseps, que acumula 20 años en obras. Acaso sean más, porque ya nadie recuerda cuándo comenzaron. He aquí tres menudencias que me regocijan todos los días y que dan una idea de la eficacia del Gobierno catalán en materia de obra pública.

Podría citar 80 casos más, pero es innecesario, no hay vecino de Barcelona que no tenga a dos pasos de su casa una obra en marcha cubierta de telarañas desde hace años. La inoperancia de nuestros responsables recuerda la de los cleptócratas napolitanos. El negocio familiar de un amigo partenopeo es una empresa que instala andamios, telones y carteles donde se lee: "Obra pública financiada con fondos de la UE". Es un decorado. Detrás no hay nada. La mayoría de las obras públicas del Gobierno catalán podrían utilizar los servicios de tan sagaz empresario. Uno llega a creer que la Generalitat y el ayuntamiento han contratado a un puñado de actores vestidos de obreros que van de una zanja a otra en días alternos.

Sin embargo, buena parte de la población está persuadida de que la culpa de tanta inoperancia la tienen "los españoles" (también llamados Madrit) y de que en cuanto seamos independientes, esto será la Suiza levantina. ¿Cómo se ha obtenido tan magnífico lavado de cerebro? No seré yo quien lo diga, pero tengo una muy seria admiración por la clase dirigente de este país. Ha logrado que los políticos locales sean unos perfectos irresponsables. Y que la abstención crezca geométricamente. Éxito pasmoso.

Artículo publicado en El Periódico, 8 de diciembre de 2007.

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10 de diciembre de 2007
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Las señoritas de Aviñó y las de Vargas

El batería, con la oreja tendida hacia el piano y el contrabajo, suda tinta para mantener la pulsación, esa regularidad del ritmo que es el latido cordial de la música, pero Charlie Parker se va por las nubes en un vuelo solitario que pone un aleteo libre, off-beat, al orden del cuarteto. Sus colegas han de obstinarse sobre el ritmo para no liarse con el revoloteo de The Bird y caer en el puro ruido. Si lo consiguen, en los últimos compases Charlie aterrizará sobre el conjunto y la pieza concluirá con un abrazo para el hijo pródigo.

Con esta metáfora describe José Luis Pardo la contribución de los negros americanos, nietos de esclavos, a la sociedad blanca de los años cincuenta, y la irrupción de una música que inesperadamente se iba a convertir en el arco de triunfo de la cultura de masas y que reflejaba en el espejo sonoro la imagen de su propio vuelo marginal, desterrado de la sociedad blanca cuyo grupo rítmico miraba de reojo los acrobáticos vuelos off-beat de la población segregada.

/upload/fotos/blogs_entradas/beatles.jpg¿Puede escribirse un libro de filosofía a partir de la portada de aquel disco de los Beatles titulado Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band? Tal es la propuesta de Esto no es música (Galaxia Gutenberg), a mi entender la mejor y más rica reflexión que se ha escrito en España sobre la cultura de masas y el triunfo de la cultura democrática más allá del bien y del mal, es decir, más allá de las disputas sobre los valores "técnicos" (en realidad, metafísicos) de la obra de arte. Porque este libro también trata de la inversión que Nietzsche le dio a Platón al ponerlo patas arriba para poder acceder a un juicio sobre los valores éticos "más allá del bien y del mal".

Antecedente: ¿cuál es la garantía del valor de una obra de arte? Desde el paleolítico y hasta la revolución francesa, su valor estaba garantizado por las divinidades a través de sus representantes naturales (o sea, de sangre) en esta tierra. La opinión pública no existía porque no había tal cosa como un público. De una parte estaban los intérpretes del mandato divino, nobles o clérigos, y a su vera los expertos que encargaban o realizaban piezas excepcionales para un escenario único, el palacio, la iglesia, el monasterio. La divinidad sobrevolaba la producción para impedir que emergiera cualquier elemento de ruptura que distrajera al grupo rítmico coronado y sus expertos.

Este acuerdo entre hombres y dioses termina con el nacimiento de una nueva era llamada "burguesa", "democrática" o "tecnológica", en la que el valor de la obra de arte ya no está garantizado por la divinidad. En apenas doscientos años, los expertos asesores de la divinidad son desplazados por la clientela, un océano de gotas indistinguibles, pero caprichosas, a las que hay que adivinar los deseos. En pocos decenios, las masas elegirán alegremente, amoralmente, incluso en ocasiones criminalmente, sus obras de arte, sordos al aullido dolorido de las divinidades muertas.

Ante semejante situación, los herederos de la tradición divina sufrieron un desconcierto notable. En su mayoría se defendieron atacando el arte popular, la cultura de masas, la "industria cultural", como la denomina el muy conservador Th. Adorno, aunque unos pocos comenzaron a ver en ella un instrumento de liberación de los desvalidos, un medio de expresión de los marginados, como el máximo optimista W. Benjamin, aunque, eso sí, contando con el barullo característico de todo lo popular, donde los sacamuelas y los trileros se disfrazan de poeta lírico o de inspirado sinfonista sin que el éxito comercial permita discriminar entre tahúres y ángeles.

Cuando J. L. Pardo estudia la célebre portada de Sgt. Pepper's se introduce en el bullicio de la cultura de masas. En ese zoco, figurado en la portada del disco, se entrecruzan los personajes más contradictorios en despreocupada bacanal de cuerpos y mentes. Las parejas artísticas son escandalosas. Stockhausen con Mae West, Einstein con Marilyn, y Picasso con una pin-up de las que Vargas pintaba para la revista Squire y que los soldados de la guerra de Corea pegaban en sus petates. Esta nivelación, sin embargo, tiene un precedente augusto: el sonido de una trompa venatoria que avisaba de la inminente llegada de una manada de caballos al galope. Cuando Nietzsche vendió sus acciones de Wagner y compró valores baratísimos como Las bodas de Luis Alonso, La Gran Vía y Carmen la de Bizet, estaba apostando por una riqueza nueva que más tarde produciría mercancías como West Side Story, Michael Jackson, García Márquez o la trilogía de El Padrino de Coppola.

Para Nietzsche la cultura de masas no era el equivalente, sino la verdad de la cultura divina. Lo superficial adquiría rango de fondo firme y el fondo firme se transparentaba en las aguas del río masivo.

Pardo pone fecha a la cristalización de la inversión platónica cuando el 24 de enero de 1962 Brian Epstein elevó a los Beatles de The Cavern, su tugurio originario, al mundo solar, en un ascenso semejante al de la mercancía desde los Pasajes hasta los actuales malls. El arte de masas, bastardo representante de la soberanía popular, le había cortado la cabeza al elevado arte nacional de la identidad (página 89) y se había hecho con el poder.

El desarrollo de esta revolución que hizo espectáculo de la siempre precaria soberanía del pueblo (en vuelo libre sobre el doctrinarismo de sus representantes oficiales) ocupa 500 páginas que incluyen imprescindibles capítulos sobre la última camada de la cultura divina, ahora ya oculta bajo los harapos del pueblo. Antiguos arzobispos y marqueses se visten las sayas y calzan las abarcas del populus. En los años sesenta, Bataille, Foucault y Deleuze, así como algo más tarde la recepción americana de Derrida, trataron de salvar la aristocracia cultural disfrazándola de loco, afásico, insensato, asesino serial o sádico sexual. Como si el antiguo escenario principesco pudiera subsistir al sacrificio del significado convertido en un balbuceo, una catarata de significantes libres, renovación del Trauerspiel benjaminiano. La tentativa era desesperada y noble, pero estaba condenada a la nebulosa de lo transitorio y la tesis doctoral.

¿Deplorable? La fenomenal revolución que ha intercambiado el original por el simulacro no puede remediarse mediante la nostalgia melancólica de un regreso a la cultura divina, entre otras razones porque ese resto melancólico hoy vive subvencionado por la administración. La cultura de la aristocracia ilustrada es ya, a su vez, otro simulacro financiado por todas las instituciones del poder. Convertida en un ornamento del Estado, la "alta cultura" enfrenta su agitada ancilaridad burocrática con el coloso de la cultura de masas, el cual, distraído por innumerables demandas, se olvida de destruirla.

Tarde o temprano la vieja cultura principesca reconocerá que tiene su verdad fuera de sí y del mismo modo que Mozart, Beethoven, Stravinsky, Berg y Bela Bartók aún se sujetaban al cordón umbilical de la cultura popular con los bailes de criadas y soldados, las canciones de taberna y cabaret, las novelas del corazón y de princesas, así también los supervivientes de la alta cultura se vestirán de majos y pasarán a codearse con rateros, carteristas y camellos para sobrevivir a su inexorable decadencia.

Pocas veces se han reunido tantas ideas y tanta inteligencia en tan reducido número de páginas. El lector se descubre a sí mismo volando en una especulación libre, mientras el texto de Pardo continúa por abajo con su regular y fascinante cadencia rítmica. Sin duda he traicionado sus ideas, pero tras una segunda lectura confío aterrizar sobre esos compases finales en los que el piano, el contrabajo y la percusión alargan las notas con los ojos cerrados y un cabeceo de placer, buscando remanso para el pájaro loco.

Artículo publicado en: El País, 10 de diciembre de 2007.

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10 de diciembre de 2007
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El Boomeran(g)
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