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El hombre que quiso ser dios

Por 16 de enero de 2008 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

La primera noticia la tuve en el colegio y entonces le llamábamos Alejandro El Maño, aunque nos gustaba más su caballo Bucéfalo, de nombre irresistible. Muchos años más tarde me percataría de que Alejandro de Macedonia era uno de los escasísimos humanos que han sido modelos de virtud durante veinte siglos. Junto con Julio César, Jesús de Nazaret y quizás Napoleón, millones de mortales vieron en ellos un espejo de conducta. El espejo se rompió a partir del Congreso de Viena y hoy es considerado incorrecto.

/upload/fotos/blogs_entradas/alejandro_magno_med.jpgLa desmesurada aventura de este joven nacido trescientos cincuenta y seis años antes que Jesucristo y muerto a los treinta y tres (hoy por fin asequible en la espléndida biografía de Robin Lane Fox que ha publicado Acantilado), es la colosal carrera de alguien que quiso ser Aquiles y acabó convertido en un dios viviente. La obsesión homérica estuvo presente desde su primera incursión militar, cuando Alejandro, tras desembarcar en Asia menor, abandonó a sus perplejos generales para acercarse a Troya, muchos kilómetros al sur de la ruta invasora, con la intención de competir con su novio Hefestion en una carrera alrededor de la tumba de Aquiles. Allí, en la antigua Ilion convertida en una aldea que Schliemann aún lograría desenterrar, se encontró con el primer signo celeste: los lugareños le entregaron el escudo y la armadura de Aquiles que habían ocultado durante siglos y de los que no se separaría ni siquiera durante la guerra de la India. Que Alejandro tomara a Aquiles como modelo, así como Julio César o Napoleón se miraran en Alejandro, establece una continuidad de la heroicidad épica que sólo sucumbirá con la aparición de la sociedad burguesa, incompatible con la figura del guerrero. El héroe, como un Fénix, renacía con cada renovación de la sociedad.

La identificación, sin embargo, chocaba con un problema. Aquiles era hijo de Tetis, una divinidad marina, y Alejandro era hijo de Olimpia, una tarasca macedonia. De modo que, tras la decisiva victoria de Isos, abandonó de nuevo a su ejército y se desvió en una peligrosa aventura a través de quinientos kilómetros de desierto para consultar el oráculo de Zeus Amón en el oasis de Siwa, último santuario de habla griega fronterizo con Libia. Como ya sospechaba, el augusto dios africano le confirmó que no era hijo de Filipo sino de Zeus en persona. Calmada su inquietud pudo entonces emprender el mas largo, doloroso y disparatado viaje que jamás se ha conocido. De Persépolis a Afganistán, del Mar Caspio al Ganges, del Indo al infierno de Makran, el nuevo Aquiles condujo el mayor ejército que se haya visto por rutas que incluían el ascenso a picos de cinco mil metros o la travesía de desiertos que los tecnificados ejércitos del Imperio Británico no pudieron superar en el siglo XIX. Sin duda, aquel muchacho alucinado deseaba alcanzar el lugar donde terminaba la Tierra, el llamado Mar Exterior, cinturón de agua que rodeaba al mundo. Llegó hasta divisar el Índico, pero tuvo que renunciar al abismo por la llorosa súplica de sus soldados, agotados tras años de guerra, enfermedad, hambre, calor, frío y soledad. Muy contrariado, regresó a la capital de su imperio asiático.

De los dos grandes contrincantes de Alejandro en esta epopeya, el rey Darío de Persia y el rey Poros de la India, el segundo es el más admirable ya que el pobre persa no hizo sino huir una y otra vez en lugar de morir decentemente hasta que le asesinaron sus propios (y escasos) cortesanos. Escena terrible cuando Alejandro encuentra la carreta donde yace el cadáver del último aqueménida atado con cadenas de oro y abandonado en un desolado barranco del actual Damghán. No así Poros, gigantesco y gallardo, que peleó sobre su elefante hasta que una lanza le atravesó el pecho. Derrotado, aún le quedó ánimo para instruir al joven guerrero, el cuál no sabía como debía tratarse al emperador de la India en semejante circunstancia./upload/fotos/blogs_entradas/ciudades_conquistadas_por_alejandro_magno_med.gif

Una vez conquistada la totalidad del mundo conocido (menos Arabia, su frustrado proyecto), Alejandro fue víctima de la terrible hybris, la locura que abate a todos los que osan traspasar la mesura humana y que ya había matado a Aquiles ante las murallas de Troya. Esta reputada enfermedad divina produce una euforia enloquecida durante unos meses de frenética actividad y luego fulmina al héroe. La muerte de Alejandro, tras las célebres orgías de Babilonia, fue tan inesperada que hasta el día de hoy se atribuye a una conspiración de sus generales, mentira que se repetirá con Napoleón. Lo más probable, sin embargo, es que muriera de malaria. Sólo hay un dato inquietante. Se había traído de la India al gimnosofista Cálamo que a todos gustaba mucho porque dormía y meditaba sobre una sola pierna y que le aconsejaba en los momentos decisivos. Cuando desde el Punjab llegaron a Persépolis, el gimnosofista pidió permiso para morir porque estaba cansado y deseaba cambiar de envoltura carnal. Impasible ante las protestas de su heroico discípulo, ardió en una pira entonando atinados cantos, no sin antes despedirse de Alejandro con este saludo: "Nos veremos en Babilonia". Tras varios meses de disimulo y aunque dio muchos rodeos, ofuscado por las burlas de su gente Alejandro no tuvo más remedio que entrar de nuevo en la ciudad de Babel.

Durante el último año recibió el tratamiento que sólo se le concede a los dioses, un ritual que heredarían los césares romanos, los papas de Roma y en forma atenuada los monarcas Franceses. Sin embargo, este dios que iba a morir ponía de manifiesto, no tanto que los humanos pudieran ser dioses (ya se habían dado casos), cuanto que los dioses pudieran ser mortales. Esa sería la tarea que culminaría con éxito otro sucesor de Alejandro, Jesús de Nazaret, no ya héroe de la guerra corporal, sino de la guerra espiritual, cuando matara en la cruz al último dios celeste e inaugurara la inmortalidad de los humanos.

Nuestros actuales jefes político mediáticos rechazan contundentemente a los héroes guerreros de la civilización occidental. La minúscula moral de la vida gregaria no puede soportar ni siquiera al último dios muerto, porque incluso una vez muerto sobresale demasiado desde la altura de la cruz. A pesar de ello, el populus indócil sigue amando a los héroes épicos aunque sea bajo una figuración degenerada: los gangsters de Coppola y de Los Soprano, los vengadores justicieros como Bruce Willis, Clint Eastwood o Mel Gibson. En sus formas más domesticadas, los arqueólogos luchadores (Indiana Jones), los espías eróticos (James Bond) o los hijos de Hércules maltratados por la oligarquía (Silvester Stallone o el replicante de Blade Runner) y tantos otros. Porque, es indudable, necesitamos héroes pigmeos para podernos sentir gigantes éticos.

Artículo publicado en El País, el 13 de enero de 2008.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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