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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Vidas para lelos

A lo largo de un número de años que no bajan de cinco, durante la época ya oscura en la que Fraga Iribarne impartía clases en la Facultad de Ciencias Políticas de Madrid, fue materia de constante disputa (siempre agónica) el valor o mérito de los modos de bailar de Fred Astaire y Gene Kelly. La pugna, que en ocasiones llegaba a ser tan tensa como para provocar urgentes reuniones de aparatos de partido (muy pequeños partidos) o células ejecutivas en las que se afanaban los comisarios siempre atentos al sosiego de los militantes, tenía un precedente relacionado con dos órganos cinematográficos, Nuestro cine, de una parte, y Film Ideal, de otra, que exponían una lucha similar, pero bajo armaduras distintas: Juan Antonio Bardem contra John Ford. El Partido Comunista, sostén oficioso de Nuestro cine, defendía la nobleza ideológica de Bardem, firmemente asentada sobre el materialismo dialéctico, en tanto que la otra revista, financiada por los jesuitas y pilotada en aquellos años por el marciano Guarner, consideraba de una más alta moralidad la obra de John Ford, inspirada por el código del honor de los caballeros de la Tabla Redonda. Los grupúsculos ultraizquierdistas estaban unánimes de parte de John Ford y contra el oscurantismo del Partido, más clerical que los jesuitas.

No obstante, en la disputa entre los estilos incompatibles de Fred Astaire y Gene Kelly, la matización era mucho mayor, ya que en ese caso no se discutía sobre códigos individuales e ideologías colectivistas, sino sobre algo tan inaprensible como el aspecto, la vestimenta, los movimientos, los gestos y la escenografía de unos bailes que, sin embargo, construían mundos completos y autosuficientes. La mayor sutileza de la disputa se advertía en que no había divisoria política, ya que militantes de Bandera Roja, del Felipe, de Bandera Negra y de otros grupúsculos de la época podían pertenecer a uno u otro bando sin problemas. La distinción mayor era que ningún miembro del Partido Comunista intervenía en la disputa, ya que el Partido consideraba igualmente imbéciles y sin duda imperialistas a ambos bailarines y a sus defensores. En materia de baile nadie sabe lo que defendía el Partido, exceptuando algunos aires folclóricos como los actualmente subvencionados por el más esplendoroso caciquismo, lo que indica hasta qué punto son embrionarios los estudios sobre el Partido.

Viendo el otro día una versión remasterizada de Cantando bajo la lluvia, cúspide de Kelly y de Donen, reviví la disputa y de inmediato acudí a un establecimiento especializado para alquilar unas cintas de Fred Astaire. El contraste no puede ser más poderoso y uno se pregunta cómo es posible que haya desaparecido de la creación artística esta particular división, a lo que me respondo de inmediato que por la defunción de la teoría, es decir, por la actual mensuración de las obras de arte en términos moralizantes y ya no artísticos. Lo que aquilata el valor de la obra es hoy la adscripción del autor a un conjunto de reclamos identificables con propuestas mediáticas masivas. La obra puede ser católica, solidaria, poscolonialista, federalista, antiglobalizadora, de minoría agraviada, o cualquiera de los restantestópicos, independientemente de la mayor sabiduría con la que se hagan materia tales tópicos.

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Entre Fred Astaire y Gene Kelly las cosas iban en serio. El primero ostentaba el canon de la elegancia, como en otro tiempo aquel Beau Brummel que había logrado imponer la sobriedad en el hábito de los aristócratas ingleses, alejándolos de colorines y afeites. Los movimientos de Astaire respondían a una racionalidad extrema, más próxima a la idealización del cuerpo animal (gacelas, panteras, delfines) que al brutal espasmo peristáltico del proletariado. Su clasicismo era tan sólido, tan pericleo, tan euclídeo, que no sólo se distanciaba de cualquier debilidad romántica sino que las anulaba y arrasaba con una equis de pierna diseñada a tiralíneas. Como no podía ser de otra manera, con su pareja, Ginger Rogers, mantuvo una férrea imagen conyugal a pesar de la atonalidad sexual de todos conocida.

Por el contrario y como puede constatar cualquiera que revise la película antes mencionada (una obra maestra muy parecida a Esperando a Godot), el estilo de Gene Kelly era un ataque salvaje, desalmado, ordinario, contra lo que aún entonces se consideraba "elegancia" y "clasicismo", sin caer tampoco en el romanticismo que arruinaba toda la producción europea, obsesionada con los restos humeantes de la religión cristiana, especialmente entre los ateos. Disfrazado de payaso, de enano, de comparsa en un burlesque, de amante daliniano, de centro topológico en un aparatoso caleidoscopio a lo Busby Berkeley, o de Fred Astaire (a quien parodia en uno de sus innumerables bailes), Gene Kelly era siempre la vanguardia de todo lo que había defendido Nietzsche con su atropellada filosofía, la pura vitalidad destructiva, el dionisismo, la autoparodia, la astucia del músculo, el nihilismo que ama la ternura del caos. Su pareja no era Debbie Reynolds, una virgen de 19 años, sino el psicópata autodestructivo Donald O'Connor.

Si Fred Astaire idealizaba al animal humano, Kelly lo elevaba por encima de cualquier melancolía zoológica. El cuerpo que baila en los números de Kelly es un cuerpo lúcido sobre su poder, sarcástico con la petulancia del poderoso, irónico con la vanidad del apolíneo, despiadado con el grotesco espectáculo de la bondad humana. No con la bondad, sino con el espectáculo de la bondad.

Basta comparar el uso de la fotografía de modas, especialmente las de Vogue y Vanity Fair, en las películas de Astaire, y la venenosa caricatura que les dedica Kelly en la ya tantas veces citada cinta, una sucesión de diabólicas groserías que anticipan lo que muchos años más tarde, en su versión neo-neorromántica, refinará Almodóvar. En los números de Kelly, el potente artefacto del baile incorpora todas las máquinas, las centrales eléctricas, el subsuelo hinchado de energía de las grandes capitales, la fermentada savia de los lupanares, las heces que burbujean por los gigantescos conductos del alcantarillado. Astaire, por su parte, llega, en sus momentos sublimes (aunque no es poco), al vuelo del flamenco, el digno fluir del cisne y el salto de Nijinsky por la ventana del vacío. Pero el cisne sólo puede mantener la dignidad mientras no pise la tierra y por esa razón Astaire no obedecía a la ley de la gravedad. Kelly era el hijo de la gravedad y no hay menos de 50 caídas, traspiés y trompazos en la película.

Esta disputa, que ahora podríamos ampliar a los contrapuestos modelos cristiano (Charlie Chaplin) y nihilista (Hermanos Marx), abarcaba entonces figuras tan hermosas como Kafka (el doliente) contra Joyce (el gozoso), en una gigantomaquia que escindía el mundo en dos sectores perfectamente delimitados: los partidarios de la duración (y por tanto de la autoridad, el sacrificio y el colectivismo) y los partidarios de la transformación (y por tanto de la imaginación, el placer y el individualismo).

Busco en la actualidad alguna pareja que se enfrente de un modo claro y distinto, que elija partido con decisión y coraje entre la dinámica y la estatuaria, que nos muestre el mundo en sus dos eternas posibilidades (aquellas a las que Hegel señalaba cuando escribió: "Yo soy el combate"), pero no la veo por ninguna parte. Signo inequívoco de que ha vencido una de las dos.

No seré yo, sin embargo, quien decida y publique cuál de las dos ha derrotado a la otra porque su victoria tiene como irremediable consecuencia el empobrecimiento, el hastío y la miseria espiritual que se instalan cuando un vencedor se ve en la obligación de imitar al vencido, simulando haber vencido, para no aburrir a la clientela.

Artículo publicado en: El País, 11 de junio de 2008.

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11 de junio de 2008
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Ocasión para no morirse tonto

Cuando suena la palabra "filosofía", o bien se desata el terror, o bien una carcajada, o bien la bizquera del sordo ("¿filo qué?"). El primer caso atañe a quienes creen que la filosofía es como la física cuántica, cuando sólo es su fundamento. En el segundo caso es seguro que se ha dicho en un contexto como "la filosofía del entrenador nacional". El tercero es el más general y simpático. Mejor no tener ni idea que creer que se tiene una.

Sin embargo, la filosofía es lo más simple del mundo: es "el arte de hablar exclusivamente de asuntos que a todos conciernen". Eso sí, deben concernir a todo el mundo, no sólo a los geómetras o a los peluqueros, no sólo a los inteligentes o a los tontos. A todo el mundo. Parece una condición imposible de cumplir y sin embargo es la única sin la cual no hay filosofía. Por ser difícil de cumplir, la filosofía es infrecuente.

/upload/fotos/blogs_entradas/filosofa._interrogantes_que_a_todos_conciernen_med.jpgLa definición de "filosofía" antes mencionada es de un pensador riguroso, Víctor Gómez Pin, en su libro póstumo "Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen" (Espasa). Gómez Pin que comenzó como experto en Aristóteles con sendos tratados sobre el vino y los toros, derivó en sus últimos años de vida hacia la filosofía de la ciencia. Sin embargo, el enigma del vino y los toros nunca le abandonó ya que nada tendría sentido si el sentido no tuviera su raíz en los misterios de la ebriedad y la muerte. Somos animales que deliran, juegan con la muerte y bailan sobre sus propias tumbas. Si la mecánica cuántica es incapaz de decir algo sobre tales asuntos, mejor usarla para construir cyberbarbies.

Dedicar la vida al pensamiento es una tarea peligrosa. No se sabe qué es peor, si que te reconozcan (esas figuras terminales de Ortega y Zubiri), o que te traten como a un mono, que es el destino habitual de quienes tratan de pensar en este país. Gómez Pin no se engañaba sobre la generosidad de su tarea y asumió con total naturalidad su acabamiento. Antes de dejarnos, sin embargo, escribió su testamento. Observen: "Interrogaciones que a todos conciernen". Gran faena final del matador.

Artículo publicado en: El Periódico, 7 de junio de 2008.

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9 de junio de 2008
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Abandona toda esperanza si zapeas

Hace poco escribí sobre la imposibilidad de escapar al mercado mediático y añadí que incluso los terroristas se ven obligados a proyectar sus atentados teniendo en cuenta los informativos de la televisión. Eso significaba, decía, que también los atentados terroristas juegan en un sector de bienes de consumo. Varias personas protestaron.

En realidad el fenómeno no es nuevo sino que nació con los regímenes totalitarios del siglo XX, como señaló con lucidez Walter Benjamin. Los primeros en utilizar cine, prensa y radio para la formación de masas fueron Mussolini (el más "progre" de su tiempo) y luego Hitler. El uso que se hacía de los medios en EEUU desde mucho antes era distinto porque las empresas no eran estatales, aunque fueron ellos quienes comprendieron su enorme energía masificadora.

/upload/fotos/blogs_entradas/imagen_del_desembarco_de_normanda_med.jpgCreo que fue durante la Segunda Guerra cuando el espectáculo de la destrucción, la muerte y el dolor masivos, eso que ahora llamamos terrorismo, pasó a formar parte del mercado mediático. Con limitaciones. Por ejemplo, no se emitieron las espantosas imágenes de los campos de exterminio hasta casi quince años después de terminada la guerra. Nadie les podía sacar beneficios. Cuando los aliados tomaron Roma, el general Mark Clark, jefe del Quinto ejército, se quejaba amargamente de que lo habían hecho coincidir con el desembarco de Normandía: "Fíjese. Ni siquiera nos han dejado los titulares de primera", manifestó indignado. En su estado mayor había cincuenta personas dedicadas a las relaciones públicas. Al Qaeda comprendió muy pronto que no podía ganar ninguna batalla si no disponía de ejército mediático propio y para entender la guerra de Irak se requiere una buena formación en economía mediática.

El monopolio de la violencia es del estado, pero su mercantilización no. Ningún estado, o mejor dicho, ningún gobierno puede dejar de intervenir en el mercado mediático, sea legal o ilegalmente. Las guerras entre naciones suelen animar guerras entre consorcios mediáticos. Muchos clientes son meras víctimas colaterales. También algunos soldados. Y algún oficial.

Artículo publicado en: El Periódico, 31 de mayo de 2008.

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2 de junio de 2008
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Adiós a la confederación

Estaba yo haciendo la cola del supermercado de mi barrio ginebrino cuando la persona que me precedía se giró lentamente y me miró a los ojos. Era un colosal derelicto de los que aquí llaman "sin domicilio fijo". No medía menos de dos metros y su envergadura superaba a la de un lanzador de martillo. Con la cara cruzada de cicatrices y heridas recientes en nariz y labios, sostenía una lata de cerveza con mano tan temblorosa que al abrirla debió de explotar un geiser. Entonces me susurró con voz rasposa: "Perdone, caballero, voy a cambiar de fila porque creo que han abierto la caja contigua". Así lo hizo, alzando los brazos como una bailarina y encogiendo la barriga para no rozarme.

La buena educación, el respeto al prójimo, es el rasgo identitario más acusado de los suizos, nativos o inmigrantes. Aquí es impensable que alguien te grite o te empuje, ni siquiera en los tranvías cuando van repletos. Negros, blancos y verdes, rapados, pinchados, en cueros y con látigo, todos practican un baile minimalista para dejar pasar, subir, bajar, colocar el cochecito, los esquís, las bolsas, los patines o el perro. Cada minúsculo movimiento va acompañado de un canto gregoriano: "Pardon monsieur", "S'il vous plaît madame", "Je suis desolé", "Excusez moi". Los que así se expresan son a veces tipos tremendos, conspicuos miembros de un gang albano kosovar, pero han aprendido que aquí es peligroso hacerse el chulo. Puedes asesinar, y de hecho lo hacen, pero no abusar del vecino en la vida corriente y a la vista del público.

He vivido durante tres meses en el barrio de las putas de Ginebra, un lugar mucho más agradable, limpio y silencioso que los barrios burgueses de Barcelona o Madrid. Por la noche, a las ebúrneas etíopes y brasileñas se les unen los camellos, negros pequeñajos en el estadio terminal de la delincuencia. Nunca hay peleas o barullo. Sólo los domingos por la mañana he visto a veces grupos que disputan a voces y se amenazan bestialmente, pero son africanos ricos, con gordos automóviles y esposas aún más gordas cubiertas de joyas y amuebladas de Dolce&Gabbana. Estos sí son peligrosos. Se hospedan en los lujosos hoteles del lago, compran o venden armas, y los sábados organizan saraos en el barrio caliente que siempre acaban mal. Los ricos son cada día más peligrosos, aquí y en el mundo entero.

En una crónica anterior comenté que lo único que une a los suizos alemanes, franceses, italianos y romanches, todos ellos rotundamente educados e independientes, era la poderosa máquina bancaria. Amigos del lugar me afearon el tópico. Los grandes complejos financieros, decían, son tan criminales en Nueva York o Londres como aquí. Bueno, añadían, en Londres más que en ningún otro lugar. Tienen razón. En la crónica mencionada me faltaba añadir un detalle. Los directores de los mayores bancos y multinacionales suizas, sobre todo químicas y farmacéuticas, son altos mandos del ejército.

/upload/fotos/blogs_entradas/la_place_de_la_concorde_suisse_med.jpgEn su imprescindible "La Place de la Concorde Suisse" (creo que sólo hay edición inglesa), John McPhee escribió unas crónicas para el "New Yorker" que a pesar del tiempo transcurrido siguen siendo lo mejor que puede leerse sobre un asunto rigurosamente secreto. El periodista americano logró entrevistar a un puñado de altos mandos (aunque los nombres de la oficialidad no son del dominio público) y seguir a un batallón en sus ejercicios anuales. Por su cuenta, logró informaciones que quizás no fueran muy del agrado de los militares, como la fina permeabilidad entre grandes negocios y altas jerarquías castrenses. En realidad, como ya dije, la Confederación está controlada por un puñado de familias, en su mayoría alemánicas. La red financiera e industrial cuenta con la tutela de uno de los mejores ejércitos del mundo. La confederación es inquebrantable.

Cuenta McPhee que en el interior de pintorescas granjas, en paisajes bucólicos, en la espesura de los bosques, hay tanques, depósitos de dinamita, artillería pesada e incluso hangares para reactores. No he vuelto a ver a las vacas con los mismos ojos tras leerle. Aunque todo es alto secreto, al parecer la confederación puede poner en posición de ataque un contingente de 650.000 hombres en treinta horas. Como es bien sabido, el servicio militar dura aquí toda la vida, de modo que los soldados están listos para el combate y armados hasta los dientes mientras ven la tele con los niños. A nadie ha de extrañar que el ejército de Israel sea una copia del suizo: lo han imitado hasta el último detalle.

Todo lo cual puede parecer uno de aquellos artículos izquierdoides de Paul M. Sweezy(hoy Chomsky) sobre la conspiración militar-industrial. Nada de eso. La criminalidad se encuentra tan extendida que ya nadie está a salvo. En la España de Zapatero, pánfila, pacifista, solidaria, tuvo que penetrar el otro día un comando de Greenpeace en una fábrica de bombas-racimo para que nos enteráramos de que exportamos uno de los artículos más mortíferos y repugnantes del armamento actual. Así que, dado que nos van a matar de todos modos, el ciudadano sólo puede exigir que por lo menos los criminales sean educados y gentiles. Razón por la cual si yo pudiera viviría en Suiza. Me faltan unos trescientos millones de euros, lo que me obliga a dejar este país. Y estoy desolado.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de mayo de 2008.

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29 de mayo de 2008
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Actualidad pelmaza de lo peor

Es cierto que desde hace unos diez años circula mejor -llega a más gente- todo lo relacionado con las salvajadas de la Europa totalitaria. Durante decenios fue un sector especializado, pero desde la apertura de los archivos soviéticos el alud informativo sobre la barbarie roja renovó el interés por la barbarie parda: el estalinismo empujó la máquina nazi que ya estaba a medio gas.

Imagino que hay dos motivos para que se haya convertido en algo más o menos popular: de una parte su imposible compresión y de otra que somos la consecuencia de aquel espanto, en ningún caso su superación. La actual corrupción política y la aparición de una sociedad excluida del pensamiento tiene mucho que ver con lo insoportable que es pensar tras conocer lo que podemos llegar a matar, sobre todo si somos ricos y cultos. Una cosa es que los caníbales vivan en la selva y otra que los profesores de matemáticas y los jueces del supremo sean caníbales, como se demostró en cuanto les dieron la ocasión. La estirpe continúa porque Karadzic no es sino un intelectual, un psiquiatra, y encima poeta.

Es incomprensible la maldad en su forma suprema, la de los años infernales, o en su estado blando, como en el país vasco cuyo Presidente dijo el otro día que "ETA nos hace mucho daño a los nacionalistas vascos", sin que se le pase por el seso que el daño real, el que duele, se lo hacen a los asesinados. /upload/fotos/blogs_entradas/austerlitz_med.jpgParecía que en este enigma de la maldad humana Freud iba a echar una mano, pero fue una mano de pintura. Seguimos en la inopia y sufrimos un rechazo profundo: ¡vaya agobio, el binomio maldad-muerte! Sí, un peñazo insoportable. De hecho, lo propiamente insoportable. Pero amamos el cine de terror.

Todo lo cual viene a cuento de que he leído con mucho retraso "Austerlitz" de W.G.Sebald y me ha helado el corazón. Buena señal. Eso quiere decir que todavía es posible, si no comprender, por lo menos atender a nuestro pantano sádico. Volver a abismarse en lo insoportable, como hizo Sebald, para que los exterminados no mueran de nuevo gracias al tedio de los supervivientes.

Artículo publicado en: El Periódico, 24 de mayo de 2008.

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26 de mayo de 2008
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Viejos y gloriosos tatarabuelos

Se mantiene en Hiroshima una ruina a modo de monumento, memoria de la explosión que en agosto de 1945 mató a trescientas mil personas. En ese mismo lugar, el epicentro de la destrucción, se alza también un árbol robusto y frondoso que en otoño se convierte en una nube de oro. Si uno presta atención pronto se percatará de que hay algo inexplicable en la presencia de ese árbol. Y habrá acertado. En la primavera de 1946 los ciudadanos de Hiroshima observaron con estupor que de un tronco arrasado estaba brotando un frágil tallo verde. Ahora ese tallo ya es sexagenario: hablamos de un Ginkgo Biloba, el árbol más enigmático que existe, el único ser vivo que ha resistido el beso de una bomba atómica.

Todo en este superviviente (que puede llegar a vivir milenios) es pasmoso. Para los botánicos es un fósil viviente cuyo linaje cuenta con un pasado de doscientos cincuenta millones de años. Para los genetistas es una extravagancia, una planta con dos sexos que da flor y luego pone un huevo (debería explicarlo mejor, ya lo sé, pero no hay espacio). Para los urbanistas es un milagro porque resiste las más venenosas atmósferas, razón por la cual es frecuente en Manhattan (por ejemplo, en el Seagram). Para los farmacéuticos es una mina: cientos de productos, muchos de ellos contra el envejecimiento, se fabrican a partir de las hojas de Ginkgo y hay en Francia plantaciones industriales de pequeños Ginkgos para uso medicinal.

Los viejos árboles son las últimas obras maestras que nos quedan a los ciudadanos sepultados por el cemento y torturados por el ruido. En Barcelona hay una docena de Ginkgos fáciles de localizar gracias a múltiples devotos con blog. Otros árboles igualmente gloriosos, pero más humildes y habituales, no tienen tanta suerte. Pienso ahora en las centenarias encinas del Tibidabo, las que van cayendo bajo el hacha de una Generalitat que se dice "de izquierdas y verde". En ese cementerio quieren instalar una estúpida montaña rusa que llenará los bolsillos de alguien. ¿Verdes? Sí, como los billetes de mil pesetas. 

Artículo publicado en: El Periódico, 17 de mayo de 2008.

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19 de mayo de 2008
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Ellos crearon a Nietzsche

Cualquiera que cruce el Rin en una de esas barquitas similares a los trajetti venecianos, divisará desde la corriente una doble muralla de mansiones palaciegas y agujas góticas que da idea de la pasmosa riqueza que ha acumulado la ciudad de Basilea en apenas dos siglos. Hoy es una de las más bellas de Europa, pero todavía en 1830 luchaba por sobrevivir. La revolución puso en el gobierno a los liberales y desató la furia del campesinado del cantón. La guerra civil acabó con la partición y desde entonces hay dos cantones, el de la ciudad y el del campo (Basel-land). Ni siquiera en 1968, fecha del último referéndum, lograron unirse. Caso extremo del paradójico movimiento centrífugo que mantiene unida a la confederación suiza.

Lo primero que hicieron los campesinos fue vender el tesoro de la catedral que les tocó en el reparto. El soberbio altar de oro del siglo XI (sólo quedan cuatro de su estilo) es hoy la joya del museo de Cluny. La plebe protestante había ya destruido la mayor parte de la riqueza artística basiliense durante las orgías iconoclastas. La catedral es un cuerpo desnudo inundado de luz, pero sin ojos. Más Edipo que Cristo.

Es cierto que la ciudad era liberal. Cuando Nietzsche presentó su tesis sobre el origen de la tragedia griega no se la aceptaron (nadie lo habría hecho) y tuvo que abandonar la cátedra. No obstante, le pagaron el sueldo rigurosamente durante decenios y así pudo dedicarse a ser Nietzsche. De haber seguido dando clases habría sido tan sólo otro profesor. Una vez libre, esculpió la filosofía del futuro a martillazos.

En la ciudad no hay ni rastro de los idiomas nacionales, el francés y el italiano, pero tampoco del ingles ni siquiera en los museos. Casi todos los restaurantes tienen la carta sólo en alemán. Si algún día Suiza entrara en la UE, uno cree que la ciudad se disolvería en Alemania (de la que es fronteriza) como un azucarillo en alcohol. Ellos dicen que ni soñarlo, que ni locos, jamás con los teutones. Es el más rotundo desmentido que conozco al mito de que la lengua es el fundamento de la patria.

Artículo publicado en: El Periódico, 10 de mayo de 2008.

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14 de mayo de 2008
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Cultos hasta la náusea

El primero de mayo leí en la portada de este periódico el siguiente titular: "La cultura presencial sigue viva y no es eficaz". Intriga. Decepción. El artículo trataba sobre los horarios laborales. Podría ser un ejemplo de la extensión ilimitada que el término "cultura" ha ido adquiriendo: cultura del botox, de la homeopatía, del botellón y de la matemática cuántica. Sin embargo, también puede verse como lo contrario: un uso exacto y apropiado de la palabra ya que la cultura es hoy el único contenido de nuestras vidas, como en otro tiempo lo fue la religión.

Un incombustible de la extrema izquierda francesa, Alain Brossat, ha dedicado un libelo a lo que llama "democracia cultural". El título lo dice todo: Le grand dégoût culturel, y no es fácil de traducir: ¿"El asco cultural", "La repugnante cultura"? Ese aumentativo (grand) me parece un pleonasmo. Se trata de un belicoso escrito, en línea con los de Zizek, pero menos petardista que otras flores de mayo como ese Monstre transparent de Claire Cros cuyo subtítulo, también intraducible, dice: Pourquoi n'en avoir rien à foutre de la culture, cuyo sentido deliberadamente zafio es más o menos: "Por qué hay que mandar a la cultura a tomar pol culo".

De momento esta reacción contra una cultura convertida en arma de choque de la democracia correcta y correctiva, sólo afecta al continente. Los ingleses no han conocido la sacralización de la cultura ni siquiera cuando era sagrada y por lo tanto no se escandalizan ante el mecanismo que Brossat llama "democracia cultural". Para resumirlo brutalmente, el término "cultura" unido al de "democracia" designa una falsificación de la democracia misma, como lo era la "democracia orgánica" de Franco, o la "democracia popular" de los comunistas. Lo que indigna a Brossat es la traición de los demócratas (primordialmente la izquierda francesa) que han sustituido la vieja educación ilustrada y revolucionaria (la de Condorcet) por un gigantesco aparato de ocultación, dominación y masificación. Velado en el imperativo religioso del "respeto a la cultura", en el terrorismo sobre "la muerte de la cultura", o en los negocios del "derecho a la identidad cultural", subyace una maquinaria destructora de la política real, cuya finalidad verdadera es apagar los escasos focos de insumisión que aún quedaran. La cultura es la más eficaz de las máquinas de formación de masas.

Este "asco cultural", muy distinto de aquella "asfixiante cultura" de Dubuffet, no deja de tener chocantes coincidencias con la cultura de estado brillantemente demolida por Marc Fumaroli desde los antípodas ideológicos del ultra Brossat. La eliminación de lo político en la vida individual mediante una tutela estatal sobre todas las actividades del ciudadano (asimiladas como "culturales"), elimina también la génesis del diagnóstico y reúne al izquierdista utópico y al liberal radical en la misma prognosis.

Lo más remarcable del panfleto de Brossat es la contradicción que según su (creo yo) infundada esperanza afirma que tarde o temprano hará encallar la máquina del estado. La cultura del poder propone de una parte objetos culturales como no-mercancías, como valores autónomos que no deben ser sometidos a mercantilización (la identidad cultural, el patrimonio nacional, los creadores autóctonos, etc.), pero por otra parte protege de modo incondicional (y acorde con el sistema, especialmente en los gobiernos simbólicamente socialistas) los beneficios del empresariado cultural. Este conflicto de intereses conduce a masivas subvenciones de aquellos grupos que mayor erosión mediática puedan producir en el poder, complementados con una legislación que blinda el beneficio empresarial de los "productos culturales". El último ejemplo en España es esa guerra entre dos corsarios, Multinacional y Top Manta, llamada "protección de la propiedad intelectual". Esta contradicción, sin embargo, no creo yo que pueda llegar a dañar al sistema, sino más bien todo lo contrario. Como en las "democracias islámicas", la contradicción interna alimenta la energía agresiva del poder, gustoso de jugar a dos bandas, usar dos voces y apadrinar todas las ideologías por incompatibles que sean.

Así, por ejemplo, las excepciones culturales protegidas desde la administración encuentran de inmediato la red empresarial adecuada para luchar por esa "reivindicación cultural" basada en el "derecho a la identidad", antes incluso de que exista la demanda. Detrás de cada exigencia cultural aparece como por ensalmo el grupo empresarial dispuesto a sacrificarse por la diferencia, la excepción y la identidad que debe ser creada. Dicho con mayor contundencia: es imposible, a mi modo de ver, concebir un producto cultural como no sea ya bajo la forma de una mercancía. Sin embargo, en cuanto aparece como mercancía su valor cultural desaparece y se funde en un medio en el que los valores nunca son excepcionales sino sujetos a la demanda y por tanto puramente numéricos y contables (caso de los doblajes de cine al catalán).

Por esta razón las campañas culturales de las nacionalidades que se tienen por poco reconocidas añaden siempre un componente imperialista. La "pequeña cultura" sólo es pequeña en términos mercantiles y sus empresarios quieren, como es lógico, entrar en el mercado global. Ellos lo llaman "lucha por la supervivencia cultural", pero es el beneficio económico lo que permite la supervivencia de esos empresarios. La "supervivencia" cultural está asegurada por el mero hecho de existir, es decir, de que permita a un número de ciudadanos mayor o menor (¿qué importa?), explicarse a sí mismos dentro de un marco: la ópera, la filosofía, la religión, la lengua, los coches tuneados, el rap, el fútbol, o todo junto. La ampliación de la oferta no tiene la menor relación con la supervivencia. El afán expansivo de la "cultura" es un mero efecto de mercado.

Desde la posición de Brossat, la única vida moralmente digna es aquella que osa enfrentarse con el poder y por lo tanto la que ataca políticamente la cultura entendida en el sentido expuesto, como ejército de ocupación de lo político. Sin embargo, los ejemplos de insumisión que salpimentan su ensayo son decepcionantes. Algunos por su carácter nostálgico y esteticista: "los obreros en huelga no son cultura". O por sus ramalazos idealistas: "la creación personal iluminadora no es cultura" (p.119). Es ese lastre académico lo que le conduce a proponer como territorios libres de la democracia cultural los más degradados iconos de la izquierda francesa: los chechenos, los indios de Chiapas, los palestinos (p.151).

Estas lagunas de su esperanza, digo yo, no existirían si en verdad estuvieran fuera del mercado. Como se lamentaba Maruja Torres hace pocos días, ha tenido mayor presencia mediática el "monstruo austriaco" que las madres e hijos palestinos muertos por fuego israelí en la misma fecha. Así es, pero ¿quién es el culpable? El efecto de mercado obliga incluso a los terroristas a planear sus atentados calculando con cuidado coincidir con los telediarios. Si los muertos no se mercantilizan adecuadamente corren peligro de devolución. Error ruinoso de quienes quisieron vender un atentado islámico como si fuera etarra, sin contar con los medios adecuados para respaldar la oferta del producto.

Escapar o combatir la "democracia cultural", en cuyo diagnóstico coincido con Brossat, requiere medicinas o armas más poderosas que las que propone. Por eso, de momento, creo que Zizek está más cerca de la realidad. Escribía hace poco que la única propuesta política razonable es "exigir lo imposible" ("Mayo del 68 visto con ojos de hoy"). Lo que no podemos saber es cuánto tardará la democracia cultural en convertir lo imposible en pura mercancía, si alguna vez le damos forma y contenido. Ni si, en el caso de que se produjera una concreción política de lo imposible, podríamos conocerlo antes de que viniera en los suplementos dominicales.

Artículo publicado en: El País, 10 de mayo de 2008.

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12 de mayo de 2008
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Huir del campo de concentración

El viaje se ha hecho ineludible. Millones de personas ocupan su ocio con esa vía de escape para aliviar la tortura urbana. Sin embargo los lugares insignes son ratoneras. Ir a Florencia o a la Costa Brava supone topar con el mismo ajetreo, estruendo, masificación y abuso del que queremos huir. Se impone la inventiva.

Algunos, como Jesús del Campo, viven fugas de intensa imaginación a lugares en los que nadie repara, pero son viveros de imágenes para el experto. Son viajes poéticos, más temporales que espaciales. Otros, como Robert Macfarlane, nos revelan preciosas zonas impenetrables aunque están a pocos kilómetros de la metrópoli. Son viajes radicalmente físicos.

/upload/fotos/blogs_entradas/naturaleza_virgen_promo_med.jpgEn "Naturaleza virgen" (Alba) este profesor de Oxford cuenta su pasión por las escasas áreas inaccesibles que quedan en Gran Bretaña, el país europeo más densamente poblado y en donde, aparte del paisaje victoriano que se ha conservado casi por motivos museísticos, la naturaleza salvaje ya ha desaparecido. Viajes nocturnos, en pleno invierno, a los fundidos glaciares escoceses. A marismas y turberas donde la bota se hunde hasta el tobillo. A cañadas desiertas desde hace medio siglo, hoy trenzadas de maleza y casi impracticables. A islas inhóspitas del septentrión británico. A los abruptos acantilados irlandeses.

Macfarlane se baña en gélidos ríos galeses, duerme acurrucado entre peñascos mientras cae la tempestad, escala en pleno invierno cimas de hielo petrificado. Y además del intenso placer corporal, se deleita en el detalle: el plumaje de un búho, el culantrillo de un pozo, los insectos bajo la corteza de un álamo muerto, las huellas del chorlito, la caliza arañada por la erosión. Macfarlane enseña a viajar por la oscuridad y lo invisible.

Lo tendría más fácil en España donde quedan tantos lugares que nadie ha vuelto a pisar desde que fueron abandonados por los trashumantes: la ruina del mundo agrícola ha creado admirables zonas salvajes a unas horas de muchas capitales. Por poco tiempo. Políticos delirantes quieren poner casinos en el desierto de Los Monegros.

Artículo publicado en: El Periódico, 3 de mayo de 2008.

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7 de mayo de 2008
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Por esos mundos de Nadie

Hacía por lo menos quince años que no me acercaba a la costa norte de Barcelona, mejor conocida como el Maresme por las antiguas marismas que envenenaban la región con la malaria. Si ya la barbarie de los años ochenta y noventa dejaba poco espacio para la esperanza, lo sucedido en el último decenio es irreparable. Un gigantesco hormiguero de casitas adosadas en un desorden pueril, con un urbanismo caótico y la evidente ausencia de cualquier regulación humana. El aspecto que cada país, su rostro visible, refleja el alma de su clase dirigente.

La excursión no había podido comenzar mejor. En la salida de la autopista nos cobraron un peaje tan irreal que preguntamos si no era una broma. La encargada asintió con gesto resignado. Un euro con once céntimos. ¡Once céntimos! Será que cada día obsequian a los empleados con sacos llenos de moneditas. Las colas eran preciosas. Un céntimo, sin embargo, es un céntimo y La Caixa, entidad que explota las autopistas catalanas, necesita ese céntimo del cual depende la buena digestión de los consejeros.

Luego fue imposible llegar a la feria de Canet. Los habituales sabrán cuál de las múltiples bocacalles lleva a la ciudad, porque no hay una sola indicación que no conduzca al parking de un hotel o de nuevo al lugar del que venías. Si te fías de la señalización, Canet no existe. De modo que nos fuimos a Sant Viçens de Montalt, donde teníamos la cita. No fue fácil, pero al fin alcanzamos una casa en lo alto de lo alto, desde dónde se divisaba el relumbre del mar, manchas sueltas de pinar... y la inmensa favela para ricos en la que se ha convertido lo que en otro tiempo fuera uno de los lugares más civilizados de España. Hay que leer a Pla, que escribe sobre su tierra con la inteligencia y no sólo con las vísceras, para percatarse de lo que han arrasado los amos de este paraíso.

La devastación salvaje del territorio en los últimos diez años, invita a la huída. Nos vemos obligados a vivir como termitas entre muros de cartón, en espacios usurarios y ciudades estúpidas. El país no da más de sí. De modo que tratamos de escapar como peces asfixiados en el pantano, aunque sólo sea para boquear un poco y ver que el firmamento aún existe. Sin embargo, allí donde vas te encuentras el nihilismo del poder público, la barbarie del dinero y la estafa colosal de una simbología de la patria que sólo engaña a quienes no tienen más remedio que tragar.

/upload/fotos/blogs_entradas/castillayotrasislas_med.jpgQuizás por eso me ha gustado tanto la solución de Jesús del Campo. Su relato, más próximo a la poesía que a la prosa viajera, es ejemplar. Del Campo, como su nombre indica, es alguien que viaja, pero como sabe que todo ha sido ya arruinado, indaga lugares en busca del espacio que algún día cobijó estampas grandiosas y a veces terribles. En su libro "Castilla y otras islas", publicado por la colosal editorial "Minúscula", nos cuenta unas escapadas densas, estoicas, decorosas, en las que el espacio se alza para respirar el aire del tiempo.

Busca Del Campo escenarios esquinados, oblicuos. El 20 de julio de 1812 las tropas de Wellington y las del mariscal de Marmont avanzaron en paralelo a lo largo de las riberas derecha e izquierda del río Guareña. Oficiales y soldados se observaban de reojo. Sabían que al cabo vendría la matanza: "La muerte estaba aún a cincuenta horas de distancia", escribe Del Campo, pero él quiere comprobar cómo eran esas riberas y el agua que fluía entre ambos bandos, imaginar en su espacio exacto la procesión de guerreros y mulas. Y allí se va para revivir los pasos hundidos en el fango, las miradas de odio, el temor y el temblor.

Como ésta, decenas de estampas en lugares de los que se ha perdido toda memoria y donde lo que podría quedar se encuentra en estado ruinoso. ¿Cómo es ese castillo de Berlanga que guareció a Velázquez unos días, camino de la Isla de los Faisanes para aposentar la entrega de la hija de Felipe IV a Luis XIV? Es uno de los últimos paisajes que pudo ver el pintor, muerto al regreso. ¿Qué vio? ¿Y cómo es el puente de Tudela del Duero, donde el fraile Alonso de la Espina le comunicó al condestable Alvaro de Luna que iban a ejecutarle? A partir de allí el hombre más poderoso de España era ya un cadáver. ¿Qué miraría? ¿Y por dónde rodearon el Duero las huestes de Rodrigo de Vivar? El vado de Navapalos sigue ahí, pero es necesario viajar tanto en el tiempo como en el espacio para ver a los guerreros desfallecidos, los caballos sedientos, el alma en vilo del Campeador. ¿Y la banca de los Fugger en Almagro? ¿Los potentados que pagaban las guerras de Carlos V, qué se ficieron? Así, una docena de historias y lugares.

Del Campo nos invita a visitar lugares que quizás existieron, pero ya no existen. Y a contemplar el destrozo invariable, tenaz, del que nuestro país es máximo artífice. Aunque no para desesperarse y maldecir nuestras vidas, sino todo lo contrario. Una frase del libro me ha quedado grabada para el resto de mis días: "La sabiduría parece una línea divisoria entre la lucidez y la autodestrucción". Exacto y sutil: la sabiduría es el muro de contención entre el ansia de vivir sin mentiras y el negro desengaño. Mantengamos la cordura, aunque seamos galeotes en la nave de los locos.

Artículo publicado en: El Periódico, 1 de mayo de 2008.

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5 de mayo de 2008
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El Boomeran(g)
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